jueves, diciembre 30, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 10. Parte de todo

 

Han caminado mucho, más para sus parámetros que para los tuyos. Encuentro en Pies Descalzos, paso por Parques del Río –a esta hora, por la lluvia y el frío, solitario; pero ya vendrá la noche con sus luces y sus muchedumbres–, vuelta por Conquistadores, parada en Unicentro, circuito alrededor del campus de la U.P.B. “Estoy cansado, güevón”, se queja, pero seguís. Te sigue. La ciudad a esta hora, en este día y con este frío, es un sitio amable para deambular. Dan ganas de no detenerse, ir por ahí. Árboles, muchos árboles, y flores y arbustos: esto es lo que más te gusta de Medellín. Y, de pronto, en el que se eleva más alto por encima de las copas de sus compañeros, una criatura de tronco doble y ramas sin hojas (¿será por la época del año, estará enfermo, morirá de pie como todos ellos?), percibís lo que a primera vista parecen múltiples frutos. Un poco te deslumbra la luz opaca del cielo en el cual parece estampada la imagen. Como, además, tus ojos son de alcance corto, demorás extensos segundos para darte cuenta de que los frutos se mueven y emiten sonido y tienen una pequeña extensión a manera de cola. Es que son pájaros. Montones de pájaros. Muchísimos pájaros se asientan en la altura del árbol que no tiene hojas. Cada uno de ellos ha llegado ahí para pasar la noche o si acaso para hacer estación, pero, como sos antropocentrista e individualista, te permitís la idea de que es el mundo coqueteándote, alegrándote. Al instante ampliás el foco: los pájaros y los árboles, los insectos que no percibís, vos y tu amigo, las flores y la inmensa cantidad de seres que pueblan esta pequeña fracción del mundo, todo está ahí para formar parte de algo que está más allá de tu comprensión. Cada ser, incluyéndote, y cada objeto, cada imagen y cada idea que pasa por las mentes y las piedras, es parte de un todo enorme, armonioso y caótico, bello y temible. “Ah, qué bonito”, comenta. Tomemos unas fotos. Sigamos.



lunes, diciembre 13, 2021

Mis muertes de diciembre

 

   El otro viernes tuve una sensación sobrecogedora: la de que estaba a punto de morir. Varias veces en mis viajes por las sustancias he tenido la impresión de morir o de estar ya muerto en el ataúd y que alguien a quien amo me mira o en el fondo de la tumba y que empiezan a lanzar paladas de tierra. Siempre ha sido un sentimiento de extrema paz. Una vez experimenté la muerte por inconsciencia, debida al efecto de un anestésico: era una nada plena y constante, opuesta a la hiperactividad mental del sueño, y cesó de repente cuando desperté, como de repente se enciende la conciencia en el útero cuando determinadas neuronas se envían el impulso eléctrico que funda la personalidad. Lo del viernes fue otra cosa. De un momento a otro percibí que el corazón se estaba acelerando y que pronto me faltaría el aire y todo lo que soy se fundiría en un contundente infarto. Sentí, no que estaba muerto, sino que iba a morir. Desconcierto absoluto. Pesar. Me he pasado la vida invocando la muerte y fanfarroneando con que a su llegada me declararé satisfecho, pero en realidad sospechando que no es conmigo y que en su ruta hacia mí está demorada hasta un plazo que se parece al infinito. Siempre he sabido que moriré, pero he tenido la certeza de que esto ocurrirá en el futuro. Y, ya sabemos, el futuro es ese momento que no llega; no puede llegar, porque solo existe el pasado, así como la muerte no puede llegar porque solo existe la vida.
    El corazón se me aceleró, pues, y en el mismo instante me asoló la certeza de que iba a colapsar y que, ¡ay, juemadre!, sí, me había llegado el momento. Dos impresiones me asaltaron con gran vivacidad: el pesar de que ocurriera ahora en vez de en el inasible futuro y una tristeza inmensa porque no volvería a ver a Diego. Pensé también en mi mamá y en mi hermano, y en C, la amiga a la que iba a encartar con un muerto en su apartamento. Quise advertírselo: “Me estoy muriendo aquí, perdoname”. Las palabras colapsaron. Se me acababa el tiempo y no estaba listo. Después de todo, es cierto lo que siempre he considerado factible: soy mortal y en el tránsito del pasado al futuro habrá un momento en que dejaré de ser.
    No me morí ese viernes, como es obvio si se tiene en cuenta que han pasado diez días y aquí estoy, entregado al frágil ejercicio de sobrevivir a través de las palabras. Le ordené al corazón que se ralentizara y a la mente que no entrara en pánico ni sucumbiera a la tristeza, a mí mismo me dije que qué lástima y a los que amo les envié un inútil mensaje mental. Perdonadme, os arruinaré el diciembre. Pobre César, sí podías morir. El presente es como el agua en un colador, su esencia consiste en no ser, en estarse escurriendo siempre entre el pasado y el futuro. No fue, no será, no es. Igual que la vida entre la nada previa y la nada posterior, a horcajadas sobre una fracción de tiempo que no existe. Somos hechuras de tiempo y de nada, y yo me estoy diluyendo en ambos.
    Me acordé de mi abuela paterna, mi amada misiá Ester, que después de su primera enfermedad grave nos visitó y, parada junto a mí en el balcón, de frente al valle estrecho y a la desmesurada ciudad que lo desborda, mirando y oyendo el mundo que tenía ante sí, me habló de la melancolía de alejarse de todo esto, de los árboles y los carros, del aire y la noche; sobre todo, habló de la tristeza que había sentido cuando creyó que se estaba muriendo: el pesar de no volvernos a ver a todos. A todos, dijo; no sé el alcance del pronombre indefinido ‘todos’ en su experiencia del amor, aunque sé que yo estaba incluido en él. Me gustaría haberle dicho algo bonito, abuela de mi alma, usted no se va a morir nunca porque yo la recordaré siempre, pero no creo en esa forma de inmortalidad que consiste en mantenerse vivo en la memoria de los otros. Transcurrió un año largo entre esa declaración y el 4 de mayo de 1999 en que, en efecto, murió. No deja de inspirarme la chispa de la vida presente en su reticencia a morir, en sus ojos que veían poco y en la alegría con que recibía mis visitas. Misiá Ester es, junto con Jota Erre y mi otra abuela, uno de los pocos muertos amados a los que me gustaría ver de nuevo y oírles decir algo. Tener con ellos alguna de esas conversaciones de rutina en las que no se dice nada perdurable.   
    Jota Erre y la otra abuela, Cleo, sí murieron en diciembre. Tres personas más a las que he querido murieron también en este mes. Menos mal, no en el mismo año. En todos ellos pensé al rato, cuando desperté en el apartamento de C y me convencí de que a fin de cuentas sí era cierto que la muerte no es conmigo por mucho que pose de invocarla, desearla, aceptarla porque después de los cuarenta ya se ha vivido lo suficiente. Me alegra no haber muerto el viernes, en especial por vos, D, y por mi mamá y mi hermano y los gatos con los que compartimos el apartamento y por un puñado de familiares y de amigos.
    Jota Erre también hizo una declaración luego de su primer conato de muerte, pero, a diferencia de la de misiá Ester, no hablaba solo del pesar de no volvernos a ver, sino del de dejarnos solos. Seis años antes, con una precisión que no deja de asombrarme, anunció: “Me quedan seis años de vida”. Su cuerpo había sido de una salud a prueba de todo quebranto y lo conocía tan bien que cuando empezó a resquebrajarse supo cuánto tiempo resistiría. Faltando poco, escribí con pesar por ahí: “Morirá pronto”. Y así fue. Era el decimonoveno año desde que estaba con nosotros, tiempo en que pasé de presentarlo, siempre en chiste, como mi malvado padrastro a sentirlo como el papá que ya uno tan grande qué iba a tener. En un mes y pocos días se deterioró a gran velocidad, pero, como uno le suplica a Dios que exista no más para impedir que se acabe la vida de aquellos a quienes ama, en un nivel de la conciencia que aloja nuestra capacidad para el autoengaño me convencí de que iba a sobrevivir por tiempo indefinido: al menos otros cinco años, rogaba. Por eso no fui a visitarlo a la clínica la última tarde. Murió el 4 de diciembre de 2006, lunes, en la madrugada. Este es el que recuerdo como el día más triste de mi vida.

    C comparte apartamento con dos perros viejos, muy bellos. El más pequeño morirá en cualquier momento… Bueno, hasta la secuoya de Sonsón morirá en cualquier momento, pues ni los organismos más longevos tienen segura la perduración de su existencia. Si hasta yo me voy a morir en cualquier momento, digo. A lo que me refiero es a que el perrito de C ya ha agotado sus cartuchos por la cantidad de años y de achaques que arrastra. Ha desarrollado una tos persistente, de mamífero moribundo. Ese perrito me despertó el viernes en el sofá en que me había echado a paliar los síntomas de mi muerte. El sofá no tiene más de medio metro de altura, pero Lucas no era capaz de subirse y con el hocico frío tocándome la nariz me despertó y con los ojitos desvencijados me suplicó que lo ayudara a subir y le diera cobijo con mi cuerpo. Eso hice. Me recosté de lado para que él cupiera junto a mí, puse una de mis manos en su costillar y, casi al instante, cesó la tos. Llovía en el planeta entero. El perrito se quedó dormido, sereno, como han hecho a lo largo de la historia  incontables organismos cuando la muerte se aproxima y otros les brindan el alivio de su compañía. Mientras el perro dormía yo pensaba en las equis rojas con que la muerte ha tachonado el calendario de mis diciembres como indicando que en sus dominios este es un mes cualquiera. A muchas muertes uno cree que no querrá sobrevivir, pero a la larga se da cuenta de que no solo ha sobrevivido sino que sus muertos ya no tienen otro espacio que la memoria: si regresaran, no habría un lugar para ellos en nuestro mundo. Casi convencido de que en esta ocasión finalmente no moriría, enfilé a mis muertos del mes no en el orden en que la melancolía los tiene organizados en las ignotas sinapsis de mi corteza cerebral que alojan el dolor de las ausencias. Tampoco los organicé en el orden cronológico de sus muertes, sino en el de sus aniversarios.  

    A dos días del de Jota Erre, se cumple el de Cleo. Ella desempeñó un papel definitivo en la formación de mi carácter cerrero y me mostró los contrastes del odio y del amor. Por alguna razón me detestaba cuando yo era niño, pero a la vez me cuidaba. Su mirada de aquellos años era tan densa que se me caía de la vigilia a las pesadillas. A lo largo de los siglos, sin embargo, fui descubriendo que su odio no era contra mí y que, de hecho, me quería bastante. Era su historia personal la que le endurecía el modo de tratarnos a los que estábamos bajo su dominio. Con Cleo, no obstante, la vida se reivindicó: su vejez fue feliz, protegida, querida, y llegó a desarrollar una dulzura desprovista de vicios de abuelita empalagosa. Fui su primer nieto y tuvimos tiempo suficiente para que me amara y yo a ella. La parte triste de su vejez feliz fue la enfermedad degenerativa de los huesos que durante más de dos décadas la mantuvo en un dolor constante, atroz con frecuencia. Durante el último año le suplicaba a su madre que viniera por ella y se la llevara. Tristemente, las madres muertas no tienen ese poder ni ningún otro, y lo que se llevó a Cleo fueron la enfermedad y el agotamiento de los años. Murió luego de una melancólica, aunque también alegre, agonía, el 6 de diciembre de 2018, jueves, de madrugada. No dejo nunca de recordarla.
    El siguiente en el calendario es Julio. Mi gran amigo de niñez, uno de esos únicos héroes verdaderos que, al decir de Henry Miller en Primavera negra, permanecen con uno toda la vida porque con ellos se pisó la calle cuando por primera vez salimos al mundo. Creo recordar con precisión el día en que lo conocí, alguna mañana de 1974, recién llegados nosotros a la cuadra. Mi hermano y yo estábamos sentados en el alféizar de la ventana, que era lo más cerca que se nos permitía estar de la calle sin acompañamiento de mi mamá o de mi tía Inés, y se nos cayó una pelota. Julio jugaba afuera con sus hermanas. “Niño, ¿nos pasa esa pelota?”, pedí yo o pidió mi hermano; una de ellas le ordenó que lo hiciera, y ya no dejamos de ser amigos hasta que nos diluimos en otras dimensiones. Murió el 15 de diciembre de 2002, domingo, sin ver campeón a su equipo bienamado, el Deportivo Independiente Medellín, que una semana después de su asesinato obtuvo la primera estrella tras 45 años sin títulos. Cosas de la vida y de la muerte, que a veces nos tratan con malévolo sarcasmo. Su hermano Elkin había sido asesinado nueve años antes, el 5 de septiembre de 1993, mientras jugaba fútbol horas antes del partido en que la selección de Colombia le metería cinco goles a la de Argentina en Buenos Aires.
    Mis dos últimos muertos del mes son tíos y comparten fecha, aunque separada por una década. El primero, por el lado paterno, siempre estuvo ligado a la alegría. Gracias a un olvido suyo hice mi lectura inaugural de García Márquez y de Cien años de soledad cuando estaba en tercero de primaria y a Fabio se le quedó en nuestra casa el ejemplar de portada inquietante que al cabo de las vidas acabó en mi biblioteca personal. Este tío me recogía a veces en una patrulla de la policía para llevarme a la escuela, y se intuirá lo que un niño de las barriadas de Medellín en los setenta sentía al llegar a su escuela en una patrulla de la policía. Fabio abandonó esa institución por razones que aún no averiguo y se aprestaba a enrolarse en el DAS, un tenebroso organismo de inteligencia que el gobierno más execrable de nuestra historia reciente usó de la peor manera, cuando el 20 de diciembre de 1981 se inmiscuyó en un confuso incidente con un lotero y ambos acabaron baleados. Ese domingo tremendo fue tan fundamental por tantas cosas en mi vida, que es la fecha exacta en que ocurre el final de mi novela La ciudad de todos los adioses.
    Diez años exactos más tarde, un viernes, mataron a Antonio, el miembro de mi familia materna que más cerca estuvo del lado oscuro de la Fuerza. Me iba a relatar la historia de su vida, que era la de nuestra ciudad, para que escribiera un libro. Él mismo había escogido el título: Borracho. Antonio, creo haber oído que alguien contó, alcanzó a ver al sicario que se le venía encima y sufrió un infarto antes de recibir el primer balazo. Se había pasado la vida anhelando la muerte o, al menos, como tantos en la familia, proclamando dicho anhelo, y nueve meses antes ya había sufrido un atentado que lo sumió en agonía durante varias semanas, pero en el momento en que vio ante sí al muchacho que lo mató debe haber comprendido, igual que yo treinta años después, la tristeza que subyace al hecho de que a fin de cuentas a uno se le acabe el tiempo antes de estar preparado.
    Jota Erre, Cleo, Julio, Fabio y Antonio: un papá, una abuela, un amigo y dos tíos. Estos son los personajes de mi diciembre luctuoso. Sobre ellos y sobre todos los demás muertos que me han importado y me importarán estoy escribiendo una larga novela, cuyos ejercicios de calentamiento están regados en estos blogs, en las notas diarias y en las aparentes fruslerías que voy rescatando del pasado en mis conversaciones con los viejos. Esas fruslerías constituyen la esencia de la vida y la vida constituye la esencia de lo que escribo, y en la esencia de lo que escribo está la postergación de la muerte. Cuando me levanté del sofá, Lucas empezó a toser de nuevo. Les acaricié la cabeza a él y al otro perro, me cercioré de que C estuviera dormida en vez de muerta y salí a las calles lluviosas donde formas menos duraderas de la muerte me aguardaban.
 



jueves, noviembre 25, 2021

La de Antioquia está abierta

Anoche dormí poco, escasas tres horas, inquieto porque hoy a primera hora tengo la primera cita presencial con el decano desde que empezó la pandemia. No la preocupación, sino el escaso sueño, es la causa del dolor que se anuncia en la cabeza no más abrirse los ojos. Cierta ilusión, sin embargo, me empuja como un resorte: hoy volveré a la Universidad. En sentido estricto ya lo he hecho e incluso podría decirse que nunca he dejado de estar en ella. Tras veinte meses de cierre, las instalaciones se han ido abriendo gradualmente y varias semanas atrás asistí en la sede de posgrados a un seminario sobre Borges. La Universidad son todas sus sedes y las conciencias que la habitan, por supuesto, pero la verdad es que su centro absoluto, el lugar donde uno dice con certeza “la Universidad”, es la ciudadela que enmarcan la calle Barranquilla por el sur, el viaducto del metro por el norte, la Avenida del Ferrocarril por el oriente y la Avenida del Río por el occidente, y cuyo ombligo es el monumento al Hombre Creador de Energía. Allí he vivido varios de mis momentos gloriosos y también unas cuantas caídas al abismo.
    No dormí nada, pero tampoco me levanté muy temprano, así que el metroplús me descarga frente a Ciudad Universitaria apenas cinco minutos antes de la cita. La entrada peatonal está fuera de servicio y me encamino, palpando a veces la malla para cerciorarme de que estoy aquí, a la portería principal. En varias ocasiones tras el final de los confinamientos he pasado cerca, mirando con melancolía la institución de la que formo parte desde 1987, cuando una mañana de octubre compré El Colombiano para buscar la lista de estudiantes admitidos. La explosión de felicidad que me produjo el número de mi cédula de ciudadanía en aquella lista se extendió por mi pasado, por mi presente y por mi futuro. Entonces como ahora, pero por causas infames —en esa época la extrema derecha asesinaba profesores y estudiantes y llegó a darse el caso de cadáveres arrojados en algún pasillo—, la Universidad estuvo cerrada largo tiempo. Dos diciembres después por fin nos convocaron a clases y una madrugada de viernes estuve allí, en la peatonal de Barranquilla, antes de las cinco y media para asistir a la sesión inicial de Sociología de la Comunicación con el profesor Juan Camilo Ruiz, quien me sorprendió con la falta de severidad de los profesores universitarios y bautizó ese comienzo de semestre, en un mes tan poco propicio para los comienzos, con un remoquete que jamás olvido: Síndrome de la Natilla. Nunca más volví a ser el primer estudiante en llegar al campus y nunca he sido el primer profesor. Recuerdo con vivacidad, también, la mañana de marzo de 2001 en que por la portería del Metro me encontré con el funcionario de la editorial que me mostró la carátula de mi primera novela. Y la tarde de octubre de 2012 en que, en la 
jardinera ubicada en diagonal a la antigua cafetería de Tronquitos, vi por primera vez a Diego: en momentos como este la eternidad nos admite en sus dominios a los seres humanos. A finales de enero de 2016 firmé el acta de posesión del cargo de profesor vinculado. Esa mañana, rodeando el bloque 10, fui plenamente consciente del privilegio que significaba disponer de esta magnífica ciudadela como sede de trabajo. Las consecuencias de todos estos puntos de inflexión de mi vida me acompañan en la fuga del tiempo hacia la nada. También me acompañan las muchas desazones que aquí he vivido. Y los desconciertos. El más reciente de ellos ocurrió la noche de un viernes de marzo de 2020, cuando salí de la hemeroteca con la intención de estar de nuevo allí al día siguiente para continuar mi investigación: afuera, una peste se cernía sobre el mundo entero y todo se trastrocó. No sé cuántos años han transcurrido desde entonces.

Durante este tiempo he imaginado que el regreso sería un inventario de sobrevivientes. No tanto por la gente que ha muerto, que ha sido bastante, sino por las economías destruidas, los planes truncados, los arraigos que se diluyeron. A una decena de metros de la portería encuentro algunos tableros con noticias escritas en tiza y, sin fijarme en los titulares, deduzco que dichos tableros me anuncian la supervivencia de uno de esos baluartes que han estado aquí siempre: Miguel. Vendía periódicos cuando estos existían y practicaba una forma de periodismo amarrado a la comunidad universitaria, avisando en los tableros quién había sido nombrado para tal cargo, qué profesor, funcionario o estudiante había muerto, qué decisión que nos afectara había tomado el Gobierno, en qué sucesos del mundo debíamos fijarnos. Cómo habrán sobrevivido Miguel y otras personalidades de la Universidad es una de las cuestiones que nos han inquietado a mí y a los amigos con los que a veces hablo. Los tableritos no son Miguel, desde luego, aunque sí que lo anuncian; dentro de pocos minutos lo veré caminando por la plazoleta Barrientos y no lo saludaré —nunca hemos hablado—, pero su presencia es un signo de que la desesperanza no nos asoló. Son las ocho de la mañana y hay un cielo inmenso. Doy mi número de cédula a uno de los porteros, quien comprueba en su celular que, en efecto, he hecho el trámite de registro. Miro hacia dentro y me siento un poco esos niños de Narnia que miran desde el ropero el mundo fantástico en cuyos intrincados dominios están a punto de adentrarse. Me siento un poco yo en todos los momentos, miles, intensos, que han transcurrido en este lugar donde se me ha permitido ser. Muchos individuos he sido aquí y todos convergen en mí en este instante, si bien prevalece el que soy ahora. Un hombre que regresa.

    Entro.
Después de la reunión prolongo mi presencia en Ciudad Universitaria. Camino por aquí y por allá, hago una que otra llamada y concierto un par de citas para más tarde, con gente de la que no he dejado de saber y a la que me gustará mirarle los ojos sin que la pantalla de un computador medie nuestro encuentro. Por la época del año —el Síndrome de la Natilla empieza ahora en noviembre— y porque la apertura es cautelosa, lo que veo está a medio camino, lejos de ambas, entre la Universidad que era antes de la pandemia y la que será después, no digamos de la pandemia, sino en la etapa de la pandemia eclipsada por el deseo que todos tenemos de volver. Gente. Centennials a los que deberé aprender a enseñarles algo: muchachitos de diversos géneros, en últimas tan expectantes frente a la vida como lo estábamos vos y yo cuando este lugar y nosotros éramos nuevos. Uno de ellos, quizá prolongación de un mismo individuo con distintos ropajes a lo largo de tres décadas y media, practica alguna lección de violonchelo en el vestíbulo del teatro. Grupos. Dos de niños de preescolar, otro de muchachos de colegio, guiados por estudiantes monitores en cuyos discursos husmeo. Mucha seriedad, yo creo que en el fondo mucha emoción. Paso despacio por la jardinera que utilizan dos mujeres, indígena y negra, con sus niños, para comer algo y dialogar; están aquí para algo relacionado con la memoria, con la condición de víctimas.
    En mesas de pasillos dispersos descubro que también han llegado ya los primeros vendedores de tinto, mecato y maricadas varias: antes de todo esto pululaban en cantidades infernales y con seguridad la invasión será aún mayor cuando la reapertura sea plena. Algunos de esos vendedores eran estudiantes, pero la actividad había dado paso a mafias inimaginables. Sospecho que la avanzada que se ve en los pasillos es señal de que los demás mundos subterráneos de la Universidad también han empezado a reactivarse, lo cual, a la larga, indica que estamos vivos. Cosa a fin de cuentas alentadora en tiempos de muerte.
    Voy a la biblioteca con el ánimo de entregar un libro cuya devolución se ha retrasado veinte meses. Me atiende el señor canoso al que conozco desde mis tiempos de estudiante y cuyo nombre nunca he preguntado. No sé si es un recuerdo o una invención de mi memoria el hecho de que siempre haya tenido la cabeza así de blanca. A veces la memoria no capta bien el paso del tiempo. A mí mismo me muestra, por ejemplo, como el sujeto iluso que llegó aquí 34 años atrás, mientras ahora me puebla, si no el desencanto, por lo menos el desconcierto. El tiempo me ha traído consigo y dentro de poco me soltará; estaré contento de no ser. Me pregunto cómo hacen para seguir activos los señores que ya eran viejos cuando yo era joven. El bibliotecario me recibe el libro, anuncia que no habrá sanciones por el retraso —yo ya lo sabía, pero agradezco su buena intención— y me cuenta que por ahora solo se permite el ingreso al edificio para recoger libros previamente buscados en línea. No importa. Ganas no tengo ahora de entrar. Afuera hay un equipamiento de mesas y sillas para hombrecitos con ganas de leer. Allí me dirijo; allí estaré el rato que tarde en llegar mi próxima cita. La cabeza, mientras tanto, sigue doliendo.
    Horas después, o tal vez minutos —el tiempo anda encogiéndose de nuevo y después se expande—, camino hacia la burbuja de Barrientos donde F hace fila para comprar un tinto. Es una amiga muy bonita y está enamorada de un hombre que no sabe estar a su lado. Hemos hablado varias veces, pero no nos veíamos desde antes de la primera cuarentena. La historia del enamoramiento ocupa los minutos iniciales de la charla. Después vagamos por ahí, tratamos los asuntos menos serios que nos reúnen y la acompaño a la única cafetería en servicio por el pasillo de Comfamita. Atienden un muchacho y una muchacha que visten un uniforme impoluto, de esos que deberían vestir las personas a quienes uno les compra comida. F pide un chocolate sin azúcar y un pastel de no sé qué. Yo no pido nada, pues lo de la cabeza me quita cualquier hambre. Luego me acuerdo de que en las tiendas de mi barrio vendían de todo. Tal vez aquí ahora, como allí entonces, sea igual.
    —¿Por casualidad vendés aspirinas o algo así o sabés si en alguno de estos locales venden? —le pregunto a la muchacha, permitiendo que mi cara se ponga como de “oh, cuánto me duele la cabeza en esta mañana de sol” porque en efecto me duele con una atrocidad que va en aumento. Alguien empuja lanzas desde el interior de mis ojos y desde varios puntos de mi cerebro, y las puntas de las lanzas se calientan con el sol intenso de la mañana.
    No vende ni cree que lo hagan en alguno de los otros locales, pues no tienen licencia para expedir medicamentos. La desesperanza me invade. La farmacia universitaria está cerrada y en proceso de conversión en oficinas, así que deberé irme a buscar afuera una pastilla de algo que me salve. Y yo que deseaba permanecer aquí un rato más.
    —¿Le sirve acetaminofén? —interviene el muchacho.
    Lo miro con ilusión. Ha de ser, como yo y los demás ciudadanos ajenos a las prebendas del país, usuario de una de esas epeeses (para los legos: empresas promotoras de salud) que hasta para un cáncer terminal recetan acetaminofén. Todos tenemos costalados de pastillas de esas en nuestros nocheros. Allí están precisamente las mías, guardadas a la espera de mi próxima enfermedad catastrófica.
    —Huy, sí, por favor, vendeme un par —le respondo. No sé dónde capta más aflicción, si en mis ojos o en mi voz; me esfuerzo por que en ambos.
    Hace unas maromas. De un gabinete agarra su morral. Esculca y al momento me entrega un sobrecito con dos pastillas.
­    —¿Cuánto te pago? —pregunto, a sabiendas de que responderá lo que me responde:
    —No, tranquilo; se las regalo.
    Esto es la Universidad.
    Doy las gracias más sinceras del día (y eso que ya he hablado con el decano y la vicedecana). Pido un jugo de naranja para acompañar las dos pastillas. Caminamos en sentidos divergentes, ella hacia su facultad y yo de regreso a la biblioteca. Tengo fe. Ni para el dolor extremo de columna de mi mamá ni para la leucemia avanzada de la mamá de mi amigo M ha servido de nada el acetaminofén, pero la experiencia me indica que ayudará con mi dolor de cabeza. Percibo cómo las lanzas empiezan a deponerse en pocos minutos.
 

    


 

lunes, noviembre 08, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 9. La cosecha





Desde pequeños aprendimos que Colombia era país productor de café: el primero en calidad, el segundo en cantidad durante unos años, y luego el tercero y ahora, según entiendo, el cuarto o el quinto o quizás el sexto o séptimo. La cantidad tiende a la miseria, pero la calidad nos sigue enorgulleciendo. Puede que también esto sea mentira.
Sabíamos, además, que habitábamos el centro de la región que mayor producción ofrecía en el país. Y, sin embargo, Medellín no conocía las plantas de nuestro producto nacional. Nuestros amigos crecieron, fueron asesinados y murieron de viejos sin arrimarse a un árbol de café. Para nosotros era distinto, porque vivíamos entre varios mundos. Uno de ellos, la finca del abuelo en pleno cañón del río Samaná. Cuando íbamos allí, era fascinante observar el proceso, garitiar (verbo que no registra ni siquiera el Diccionario de Colombianismos del Caro y Cuervo, pues se quedó perdido en las montañas del siglo pasado, y que significaba llevarles el almuerzo a los trabajadores), ver las semillas secándose al sol y arrullar las tardes de juego con el sonido como de cascabelitos que producían al empacarse en los costales. Crecimos, nos fuimos de nosotros mismos. Y un día de estos, ya en mi tercera o cuarta encarnación, empecé a encontrarme los arbolitos por aquí y por allá, en los parques, en zonas verdes de El Poblado y Santo Domingo Savio y hasta en mi balcón: aquí tenemos a Carlitos, un cafeto que nos regaló antes de la pandemia el esposo de mi tía Inés y al que le sucedió como a los adolescentes de los barrios pobres, que se quedan niños más tiempo del que parece prudente y de pronto están convertidos en tremendos sujetos. A Carlitos le salieron hace poco las primeras flores. Esto ya es mucho y no creo que llegue a producir granos, pues la matera en que vive es pequeña y el clima del balcón es un microcosmos del que le espera a la próxima generación: tan pronto llueve como escampa, hace frío de altiplano o calor de desierto, y el aire está envenenado o huele a frescura y amores.
En cambio, los árboles de los parques, zonas verdes y muelas urbanas me han sorprendido más de una vez desde octubre. Voy por ahí y de pronto, entre el verde serio del follaje, detecto frutos de colores rojo, blanco y crema y en racimos generosos. No resplandecen las hojas de los cafetos de Medellín como las que he visto, por ejemplo, en las montañas de Pensilvania, que ante ciertos rayos de sol parecen anunciar la persistencia de innúmeras guacas en el tiempo de las leyendas. No habrá chapoleras –ni siquiera venezolanas– que recojan el modesto producto de nuestros cafetos, y seguramente los arbustos estarán aquejados por las enfermedades que nos han llevado a ser, ya no el sexto o séptimo, sino el octavo o noveno exportador mundial. No es que haya una cosecha que recoger en los vericuetos citadinos de Medellín, pero Carlitos y todos esos arbustos aislados de los parques, zonas verdes y muelas urbanas sí son una señal de que algo de la gloria pasada resiste por ahí. En mi memoria, sobre todo; en la nuestra. En algún suburbio de la eternidad está el abuelo moliendo los granos y preparando las planchas para poner las semillas a secar. Ah, Medellín del café: no todo es desastre en nuestro presente.


 


martes, octubre 26, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 8. Naufragios

Me asomo al balcón y hay un cielo azul con manchas grises. Mucho calor, viento fresco. Entro. Me apresto a salir y oigo que algunas goticas empiezan a caer. Salgo y apenas avanzo una cuadra porque las goticas son, de repente, trillones y las manchas grises se han convertido en un pesado océano de nubes que aplasta la ciudad de horizonte a horizonte y anuncia el próximo hundimiento de todas las ilusiones. En una esquina encuentro espacio para no mojarme, aunque pronto el vendaval hace que los chorros que no me caen de arriba me caigan de los lados y rujan con auténtica furia. Naufrago de todas formas.
Los aguaceros de Medellín son así: tímidas lluviecitas que pueden aparecer en medio de cualquier verano para retirarse y regresar de un momento a otro acompañadas por temibles tormentas que se van como llegaron, sin que uno se dé cuenta de por qué. Empiezo a caminar. Entro a la tienda de gatos. Atrás de mí, desde el profundo invierno del trópico se materializa de nuevo la tormenta. El vendaval. La llovizna. El sol.
Salgo. Una muchacha me conmina a no mojarme más. Sonriente, le contesto que da igual, que ya me hundí hace 42 años. No me entiende, tal vez porque no le importa o porque el rumor de la lluvia no le deja llegar mis palabras o porque desde que uso tapabocas no me entran los virus de la peste ni me salen los mensajes que emito. Me voy bajo el aguacero y en el trayecto hasta mi casa, unas cuantas cuadras, vuelve y sale el sol y vuelve y cae la lluvia, y así. En estos días alguien aseguró con énfasis de catedrático que este régimen se debe al calentamiento global o cambio climático, llamalo vos como querás, el resultado es la misma locura de nuestro cielo y la ciudad. No le contesté porque a lo mejor tenía razón, pero caigo en cuenta de que cuando mi mundo se llamaba Aranjuez y era un barrio encantador de esta urbe hoy azotada por temporales volubles, y yo tenía varias décadas menos de desencanto, las lluvias eran iguales que hoy. Sonsas, repentinas, lindas, amenazantes, cataclísmicas, invernales, primaverales, románticas, trágicas, eternas y pasajeras. Todas me gustaron siempre y, antes de que todo se debiera al calentamiento global, ya el clima me permitía ser lo que sigo siendo. Me habita el mismo individuo al que granizadas inesperadas hacían brincar de felicidad en las lomas de aquel barrio. En plena canícula o sorteando el naufragio, soy un muchacho que mira la lluvia.



viernes, octubre 22, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 7. También los feos viven hermosas historias de amor

Me gusta descubrir que cuando se es viejo, feo o excluido de cualquier manera la vida no es un asunto que nos excluya. No, ella no. Una parte de la humanidad sí, pero la vida no. En la vida estamos todos.

Durante unos cuantos años, dos vidas atrás, tuve mucho que ver con este espacio. Torres de Bomboná, también conocidas como Torres Marco Fidel Suárez o Torres del ICT. Fueron construidas en los setenta por el que se llamaba Instituto de Crédito Territorial y una década después se habían convertido en uno de los vivideros más cachés del centro. Hoy están aquejadas por los males que convirtieron esa zona en la muestra más representativa del infierno que se campea por Medellín: el ruido, la contaminación, la inseguridad, el miedo, el fastidio. Las Torres mantienen, sin embargo, un poco de su antiguo encanto. 
Estoy sentado al atardecer en uno de los muritos del patio central y no dejo que los males me espanten. Observo. En el cielo, el primer lucero de la tarde me recuerda la antigua promesa de que las estrellas son para cierta persona (perdón, amantes todos, a ustedes les tocará regalar otras cosas a sus amados: pétalos de margarita, piedritas del camino, en fin, pues las estrellas ya tienen un destino asignado por mí). Abajo, a pesar del ruido de las discotecas y los vendedores de megáfono, la gente cruza de un lado para otro y no parece alterada. Fijo mi atención en la banca ubicada frente a mí, a la derecha, y celebro la imagen. Dos enamorados, hombre y mujer (podrían ser cualesquier otras formas del enamoramiento humano), llevan un rato mimándose, besándose, riéndose. Me hago la ilusión de que por estar tan concentrados el uno en el otro no han detectado mis ojos, que los escrutan, y mi espíritu que los celebra. No son jóvenes, no son bellos como la convención manda. Ninguno se baja de los cincuenta años ni de los muchos kilos, ninguno viste marcas de almacén caro, y los dos se ven tan felices que por este rato me hacen feliz a mí. Espero que les dure el mutuo embelesamiento.
Subrepticiamente, tomo la fotografía y ni ellos ni algún espectador que no lea estas palabras podrían darse cuenta de que son ese hombre y esa mujer los protagonistas de la imagen. Solo yo lo descubro. Solo el lucero que anuncia las dádivas a mi amado. Solo nosotros sabemos que el amor esta tarde es cosa de todos y que bien vale la pena entregarse a él en cualquier lugar de la ciudad, en cualquier región de la estética y en cualquier instante de la existencia. Miro la fealdad que domina el entorno y solo en esa banca de la derecha detecto la suficiente belleza para que valga la pena celebrar esta tarde. Me voy. Espero que ellos no. 



miércoles, octubre 20, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 6. Pavesas

Y tanta era la belleza de su vuelo, que eso llegué a pensar en más de una ocasión: que se trataba de pavesas de un incendio celestial. Los veía desde mi calle, desde mi balcón, desde una manga o desde un vagón del metro, siempre lejos, arriba, planeando en las altas corrientes de aire cálido que ascendían sobre la ciudad. Después caí en la cuenta de que su vuelo era una forma de reinado de los más humildes o, al menos, de los que más carecían de pretensión. Nadie ha volado con más belleza en los cielos de Medellín y, sin embargo, nadie más ajeno que ellos a la vanidad. También supe que eran carroñeros y cumplían una función vital en el ecosistema: la de llevarse en sus estómagos todo rastro de vida en estado de putrefacción. Alguien los asoció con la fealdad y elogió cómo los más feos cumplían la importante tarea de limpiar. A mí nunca me parecieron eso. Todo lo contrario: son magníficos en su negrura, fundamentales en su misión. Por eso me gusta que se acerquen, que aterricen con pesadez sobre mi tejado y que en las mañanas de sol desciendan sobre una lámpara callejera, desplieguen su imponencia y se calienten por encima de todos nosotros, que solo podemos observarlos. En el incendio perpetuo del cielo, los gallinazos han sido siempre un detrito de la divinidad.



lunes, septiembre 27, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 5: La firma de Dios

Las tardes son de lluvia y de sol, son de calor y hielo, son de niebla y esperanza. Caminás unas pocas cuadras y recorrés todas las estaciones posibles del clima. Te gusta que así sea: la variedad estimula al espíritu, que no acaba de sentirse apabullado por el más reciente abandono, cuando se enfrenta de lleno al signo de la esperanza. Patiobonito en El Poblado, rumbo al centro comercial. Levantás la mirada que el celular te ha aplastado contra el pavimento y, como si de tiempos remotos alguien quisiera dirigirse a vos, te topás con un arcoíris inmenso como una promesa divina. Siempre te ha gustado el fenómeno, más desde cuando supiste que el relato del diluvio se cierra con un pacto entre Dios y los hombres (y las mujeres, desde luego), que el primero, tan poderoso y a veces tan sonriente, rubrica con el arco de colores en el cielo. Ah, ese Dios del relato, traviesín, enojoso, categórico e incomprendido. Bien sabés que su ira constituye el signo de quienes aprendieron a administrar a los dioses para someternos y que Dios, bueno, quién espera que existan los dioses voluntariosos cuando el universo entero contiene toda la grandeza posible. Seguís caminando y el arcoíris se va diluyendo en lo alto como aquí abajo se diluyen vos y tus penurias.

 


sábado, septiembre 25, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 4

Va uno andando por ahí y de repente los muros lo ponen a pensar. Avenida de Los Industriales, cuadras más allá de la estación del metro y en diagonal al edificio del banco más grande del país, ese que dice poner el alma y que si uno se pone a pensar lo que hace es helar el alma. Un afiche o un grafiti, una pintada con bonito diseño, habla de la gente de bien, de la lucha popular, de entender o no entender, de complicidades, de la indiferencia y la tibieza... Son tiempos convulsos (una convulsión coyuntural dentro de una coyuntura convulsa mayor, que es nuestra Historia) y asistimos a los desmanes de un gobierno a la vez corrupto, cínico, inepto, idiota, malvado: todas las virtudes que han marcado siempre a nuestros gobiernos, pero potenciadas de una manera que provoca terror. Unos protestan, otros reprimen, unos, otros, y lo único cierto es que todos mienten. Se pregunta uno si no habría que ser gente de bien y la respuesta inmediata es que en el actual momento autodenominarse de esa manera equivale a legitimar lo atroz. ¿Con qué línea alinearse? Se pregunta uno si alguna es lo bastante honesta -aun si está un poco errada- para que sea válido mirar hacia allá y apoyar. No: ni la gente de bien ni la otra gente, ni los tibios ni los nadie. Hay que seguir caminando.




viernes, septiembre 24, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 3

Cuando tumbaron los muros internos de la casa para emprender la construcción de uno de esos edificios de tres, cuatro, cinco y hasta seis plantas de los que se está llenando Medellín y que en realidad son feas casas apiñadas encima de otras, le pegaron unos cuantos machetazos en el tronco y el que era un bonito árbol se fue entre los escombros al basurero de por allá lejos. La obra avanzó con tanta lentitud que dio tiempo para que la vida mostrara su tenacidad. Hojas empezaron a salir del tronco mutilado, ramas ofrecieron un perenne canto al sol y a las nubes. Este era el episodio feliz de la tragedia. Meses y años pasaron. El edificio se alzó con toda su fealdad y altanería. Esta semana empezaron las obras de ornato. La primera consistió en arrancar de raíz lo que había resurgido. Una cerca y un piso de cemento adornan ahora el encuentro del edificio con esta calle del barrio San Pablo donde el resto de las casas presiente el final como una mezcla de mal gusto y supresión de la vida.




jueves, septiembre 23, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 2



La Luna, a punto de llenar, surgió hace horas de un agujero en las montañas de Medellín. Salimos a caminar, a visitar a Evaristo -así lo bautizó él-, el legendario algarrobo que hace unos 131 años habita lo que hoy se denomina parque de San Pablo. En alguna parte leímos que fue sembrado en 1890. En 2012 la administración municipal lo rodeó con unos pesados soportes de metal adosados al tronco; sospechamos que primero caerán los soportes, bastante herrumbrados ya, que el altivo árbol. Llegamos desde el costado occidental del parque a la hora precisa, las siete pasadas, para que la Luna esté en el punto exacto que hace que desde nuestra perspectiva todo encaje: la luz que envía el Sol choca en el satélite y rebota a nuestros ojos a través de un agujero entre las ramas. Cuántas leyendas han surgido así desde que los humanos empezamos a maravillarnos y a aterrorizarnos con los fenómenos del mundo. Algún nuevo mito se me ocurre. Mientras tanto, caminamos con la Luna enredándose en las ramas y nos sentamos a conversar debajo del árbol. Avanzan la noche y la Historia.

martes, septiembre 21, 2021

Pequeñeces urbanas

Desembarca uno del metro en la estación Envigado, se cruza con la mirada azul de un monito tuso y segundos después ve cómo se toma de la mano del que puede que sea su novio (o como ellos denominen el asunto) y caminan juntos por la pasarela. No debería ser así, pero inevitable hacer la fotografía. Los tiempos ya permiten este tipo de imágenes. Llegará un momento en que dos hombrecitos agarrados de la mano, o dos mujercitas, o dos o tres individuos sin marquilla alguna de género, vayan por ahí sin llamar en absoluto la atención de nadie. Mientras tanto, puede uno celebrar que ya la ciudad al menos permita estas manifestaciones de amor, de desafío, de indiferencia o de lo que sea que a ellos les dé la gana de hacer cuando se toman de la mano y acaban perdiéndose como cualesquier otros ciudadanos en las entrañas del centro comercial. Vamos avanzando.




viernes, abril 30, 2021

Las palabras

A un nuevo amigo cuyas palabras tienden a aliviarme, le dije en nuestra primera conversación: “El problema es que la realidad se me metió en la vida”. Con esto trataba de explicarle mi percepción sobre el origen de esa angustia que desde hace un tiempo se me ha trepado como un Quijote a su Rocinante: para hacerme andar en pos de objetivos ilusorios aunque mis coyunturas apenas puedan juntar los oxidados huesos que me arrastran por el tiempo. No es que esté enfermo en un sentido físico –debo tener el germen de algunas enfermedades, pero ninguna que me impida nada todavía– y, por lo que he averiguado en las últimas semanas, la única afección que me amenaza en el sentido síquico es atajable, de manera que esa angustia debe estar relacionada con asuntos más profundos, más entretejidos en la existencia. Complementé la declaración con una frase que pronuncia en los primeros segundos del metraje el narrador de Tierra, película de Julio Medem que vi en Cartagena en 1996 y cuya frase de inicio he tenido presente todos los días desde entonces: “La vida siempre va acompañada por un ruido de fondo llamado Angustia”.
    Ese descubrimiento, el de que la realidad se me metió en la vida, fue resultado de aquella conversación inicial. Antes lo sabía, claro, pero como no lo había convertido en palabras formaba parte de mi confusión. Vamos por el mundo cubriéndonos la piel con una capa de locura para salvaguardarnos del horror de la realidad. Los filósofos, los siquiatras y toda la ralea de estudiosos de los fenómenos mentales puede que lo sepan y le den nombres a esta capacidad que los hombres, las mujeres y los demás humanos hemos desarrollado, seguramente para cuidarnos de las fieras y de la propia locura, el hecho es que las más de las veces dicha capa está repleta de hendiduras. Por esas hendiduras penetra la luz que nos ciega y nos conecta con el horror: nos hace ver que llevamos en nosotros el mundo que creíamos contemplar afuera. La realidad se me metió en la vida y por eso no logro evadirme del todo, por eso me preocupa tanto el mundo que afeamos con el horror que sale de nosotros.  
    Vivimos tiempos de espanto. “Qué días tan críticos los que estamos viviendo”, me dijo otro amigo mirando desde el balcón las calles vacías y calladas por el toque de queda. Hizo una lista de los asuntos más evidentes: esta pandemia, este estado de crispación en que la gente protesta y el gobierno y sus fuerzas macabras le responden con violencia; este gobierno que intenta gravarnos con más impuestos, sin consideración de las afugias que nos agobian por doquier. Si nos fijamos, nuestro país está en una situación bastante parecida a la que afrontaban los comuneros de 1781: regidos por una tiranía que se debate entre el cretinismo y la perfidia, que se desmorona y en su caída está dispuesta a arrasarnos, que no sabe cómo manejar nuestras urgencias en tiempos normales (los tiempos normales de Colombia son la crispación permanente, el caos, el abuso que desde todos lados se comete contra la gente) y que en tiempos de pandemia desperdició la oportunidad de mostrar un mínimo de decencia y generosidad y nos tiene con cifras de contagios que bordean los veinte mil cada día y de muertes que bordean el medio millar. ¿Hay esperanza de salir de esto? ¡No! Las vacunas no llegan con la rapidez con que llegan a países de similar nivel de desarrollo como Chile o el triste México de López Obrador. Mientras el gobierno apunta las armas de la policía contra el pueblo y el monstruo sombrío que le da órdenes al presidente conmina a las fuerzas armadas a ejercer la violencia contra los manifestantes, las cifras de contagios y de muertes siguen creciendo y no se detendrán. Uno alcanza a hacerse la ilusión de que en las instancias donde se toman las decisiones haya una inteligencia temible con un plan elaborado, pero la realidad es más ominosa: solo hay caos, la única pretensión de los que mandan es salvarse a sí mismos y a la élite que se sirve de ellos.
    ¿A dónde nos vamos”, le pregunto a mi amigo. ¿A dónde te irías vos si se pudiera? ¿Uruguay? ¿Costa Rica? ¿Islandia? ¿Nueva Zelanda? ¿Existe una arcadia a la cual valiera la pena fugarnos, en la cual seríamos recibidos y hallaríamos acomodo? No, no existe: todos los rincones del planeta están afectados de humanidad. No, no, no, quedémonos aquí, donde al menos están los que queremos y donde está el aire que sabemos respirar. No guardemos silencio y ocupemos nuestras ínfimas fuerzas en tratar de que las cosas no sigan igual. Al menos eso.
    Estas conversaciones han existido siempre, desde cuando empecé a darme cuenta de que la realidad no coincidía con la descripción que de ella hacían quienes tenían el poder del relato. La diferencia ahora estriba en que se me olvidó cómo cubrir las hendiduras de la capa de locura que me protegía y la realidad, como dije, se me metió en la vida. En estos días estaba leyendo viejas ediciones de la revista El Malpensante y encontré en una, la 172, de marzo de 2016, una crónica que un tal Pablo Ferri hacía de uno de los grandes desesperanzados del siglo XX, Stefan Zweig. La crónica relata la llegada de Zweig a Brasil en 1942 y su imposible hallazgo de la paz en la bella sierra de Petrópolis (de nuevo: las arcadias están por doquier, pero todas se contaminaron de humanidad), donde se suicidará con su esposa pocas semanas después. El cronista cita un pensamiento de Goethe en su novela Las afinidades electivas que con seguridad Zweig comprendió: “Hay casos –¡y tantos que los hay!– en los que todo consuelo es una úlcera y la desesperación un deber”.
    No sé si de eso se trata siempre. Los dos amigos a los que he mencionado aquí me dan argumentos sólidos para no sucumbir. Quizá deba percatarme de que una capa de locura no es el único escudo que puedo utilizar para guardarme de la realidad. Son tiempos críticos los que estamos viviendo y nos gobiernan los más infames, pero así ha sido siempre desde cuando la humanidad emprendió su camino por el ancho universo y, sin embargo, existen las cosas bellas, el arte, los atardeceres, las montañas que nos rodean, los árboles que vemos desde la ventana, los gatos, los perros del parque, los amigos, la familia y hasta el amor.    

    
Este gato se llama Florentino.


martes, marzo 30, 2021

La caída de un muchacho


Cayó una tempestad. En pocos minutos, la ciudad que ya estaba fría desde la mañana presenció una granizada gélida acompañada por un vendaval que sacudía los cables de la electricidad y el follaje de los árboles ubicados al otro lado de la calle. Logramos contener la lluvia y el granizo afuera de las ventanas y mirar desde nuestro calorcito la pavorosa belleza que el mundo adquiere cuando la catástrofe está más allá de nosotros. 
En el mejor momento de la tormenta, antes del desastre, me solacé pensando en el final de mi novela La familia perfecta. El personaje narrador ha sido abandonado en un rincón por sus amigas, quienes están encantadas con la muchacha hermosa que ha venido a asumir su lugar en el mundo, y se consuela relatando un aguacero universal que, imagina, se ha desatado sobre el país entero. Tomé una fotografía y la colgué en mi Facebook junto con un fragmento de dicha narración: "Pensé que llovía en todo Medellín. Llovía sobre las comunas de los ricos, de los pobres y de los desasosegados. En El Poblado y en Santo Domingo Savio, en Castilla y en Guayabal. Chorros enormes se lanzaban contra las moles grises y feas donde se agolpaban como en colmenas fracasadas las familias del norte: edificios y edificios sombríos que le daban a esa zona del valle la apariencia de cementerio apocalíptico; los mismos chorros se lanzaban también contra los enjambres de rascacielos suntuosos del sur, donde los privilegiados hacían como que habitaban otra realidad. El aguacero se cernía con violentas ráfagas de granizo y viento sobre unos y otros, igualándolos en la furia de los elementos y en el destino irremediable al que todos se dirigían. Era el mismo aguacero que yo veía, triste y maravillada, por la ventana de esa habitación de la vieja calle Barbacoas donde todas me habían olvidado". 
Eso ocurrió el 24 de marzo. Van un “me asombra”, catorce “me encanta”, veintiocho “me gusta”, ocho comentarios y tres compartidos. Tal es mi techo de popularidad. Para todas esas personas, el fragmento era nuevo y, aunque varias por alguna razón –porque la compraron o se la obsequié– tienen o tuvieron la novela, ninguna recordaba el título y la mayoría ni siquiera se ha dado por enterada de que funjo (tal vez finjo, je, je, je) de escritor. No importa. Este no es el asunto ahora. 
No oí el estruendo de la caída porque el de los truenos solapaba incluso al de la granizada. Me enteré de que las cosas tendían a la catástrofe cuando me asomé al balcón y descubrí que la quebradita de la canalización estaba a punto de desbordarse. La corriente procede de las montañas del occidente, pero el agua que había aumentado en, calculo, al menos cincuenta veces el caudal, provenía de toda la cuenca hidrográfica del valle y a lo mejor de más amplias distancias, convertida primero en vapor, luego en nubes densas y ahora en esta lluvia poderosa y en estas trombas de granizo que nos iban a aniquilar a todos. Solo una vez en las demasiadas décadas que llevo en este barrio se ha desbordado la canalización y ahora estaba a pocos centímetros de volver a ocurrir. Salí al balcón atraído por la gritería de abajo. Necesité un tiempo largo (¿cuántos segundos son un tiempo largo en esta circunstancia, cuántos minutos o cuántos años en otras?) para darme cuenta de que uno de los árboles, uno de los muchachos que tanto queremos, se había roto apenas medio metro arriba de la raíz y había caído por encima de la calle para ser detenido por la fachada del edificio a dos apartamentos del nuestro. Era un gigante; el más alto, el más larguirucho de los muchachos y el del follaje menos tupido. Hace años veníamos observándolo y nos dábamos cuenta de que las hojas crecían en un porcentaje mínimo de sus ramas. Estaba muriendo como mueren ellos, despacio, en silencio y erguido. Aun así, en él habitaban numerosos pájaros, numerosas aves lo usaban como punto de tránsito y las ardillas, eventuales iguanas y quién sabe cuántas especies de insectos se alimentaban en él, se hacían la corte, lo festejaban, regresaban al tronco en el rumbo de los años. Ese muchacho, como cada uno de los que se alzan en la preciosa arboleda que recorre la canalización, era a la vez un mundo y parte de un mundo más amplio enclavado en un mundo aun mayor, y así en una progresión que nos lleva hasta las estrellas, las galaxias y los supercúmulos. Cada uno es un individuo, una multitud y un universo en el que viven montones de criaturas. En todo esto pensé al enterarme de la caída. 
El aguacero cesó justo cuando las aguas pardas de la canalización empezaban a devolverse por las alcantarillas. Pronto pudimos reaccionar y bajar hasta el nivel cero del edificio para medir la magnitud del suceso. En nuestros dominios el percance había sido menor. Una lámpara y un bajante hechos añicos, algunas materas rotas, parte de la malla doblada, muchos restos de árbol en el suelo y ramaje incrustado en dos balcones del cuarto y quinto pisos. Tomé fotografías e hice videos por si los requerían el seguro o las autoridades que luego vendrían, pero sobre todo para mi archivo de cosas opuestas que suceden en la vida: la belleza y el desastre. Desde abajo era más reconocible el tamaño del incidente, la triste caída de uno de esos colosos que han crecido frente a nosotros mientras la humanidad que los rodea se degrada. 
Cuando vinimos a vivir aquí, la canalización era una ondeante línea de concreto por cuyo centro se arrastraba el raquítico hilo de una de las tantas quebradas contra las que la ciudad se pasó el siglo XX atentando. Nunca supe quién sembró los árboles, si la constructora –lo dudo–, la acción comunal o el municipio. Como sea, fue un gran acierto. Año a año iban creciendo, tupiéndose, llenándose de fauna y apartándonos del infame barrio que tenemos de vecino. Al cabo de las décadas, desde nuestro balcón y nuestras ventanas tenemos en primer plano la vista en conjunto de todos ellos, nuestros muchachos. Nos proveen la ilusión de que no vivimos en los territorios de la gentuza. No sé cuál es la duración de la vida de cada especie, pero al parecer varios individuos han envejecido. Ya antes, más abajo y cerca del río, han caído algunos en tormentas de diverso calibre. Ahora le tocó a este. 
Poco antes del atardecer llegaron varias cuadrillas de las Empresas Públicas, los bomberos y alguna otra entidad que no pude identificar. La labor de remover al caído sin causar estropicios en el edificio, romper los cables de la electricidad o provocar accidentes en la calle fue una película de muchas horas de duración. Algo funciona bien en la ciudad, pensé mientras observaba las peripecias de aquella veintena de operarios. Casi a la medianoche, el enorme tronco y el intrincado ramaje quedaron seccionados y apilados a la vera de la calzada. Así acaba de morir un gigante, pensé. Varios vecinos aplaudieron a los operarios. El que supongo era el jefe de la cuadrilla de Empresas Públicas le dijo al que supongo era el jefe de los bomberos: “Nos vemos en el próximo”. Y se dieron la mano. Se desatarían nuevas tormentas y más árboles caerían aquí y allá en esta urbe donde todo cae alguna vez. Los últimos en irse se despidieron diciéndose que había sido un placer casi sexual. El último le anunció a una señora del segundo piso que al día siguiente vendrían a recoger los pedazos. Acostumbrado al mal funcionamiento del país, pensé que allí permanecerían durante días y años. Pero algo funciona bien en la ciudad y al otro día, temprano, estaban varios operarios con un aparato en el cual metían los pedazos de tronco y ramas. Con gran estruendo, el nuestro era molido antes de llevarlo al cementerio de los árboles caídos en Medellín. "Ese árbol me caía bien", dijo D. Ambos sabemos que ellos pueden ser amigos nuestros; de muchos modos lo hemos experimentado y bastante hemos leído sobre la diversidad de maneras que el reino vegetal usa en el ejercicio de poblar el planeta. Aún quedan en el sitio el pedazo de tronco que se partió encima de la raíz y un montón de aserrín que unas señoras se han ido llevando en baldes: algo de vida permanece ahí y alimentará a otros seres.  
Días después, el portero de turno seguía contando cómo vio y oyó el atronador rayo que fulminó al gigante. Oí los detalles del relato y no quise desmentirlo. Para qué arrebatarle el protagonismo que había construido con las palabras. Bien sé, desde cuando escribí aquella novela, que necesitamos desesperadamente la ficción para asirnos a la realidad. Vivimos en una ilusión. La realidad se desborda eternamente y somos nosotros quienes le forzamos unos límites para evitar el caos que tanto tememos. Fragmentos de esa realidad se escapan por los resquicios de nuestros límites inventados y nos arrastran hacia el absurdo, donde es más probable que estemos cómodos.


jueves, febrero 11, 2021

La coca del venezolano

      Aporofobia: según el diccionario de la Asociación de Academias de la Lengua Española, fobia a las personas pobres y desfavorecidas. Según la filósofa española Adela Cortina, quien introdujo el término al idioma de Hispanoamérica en un libro publicado en 2017, es la fobia específica al extranjero pobre.  
    Una amiga de una amiga me acusó de padecer tal deformación de la conciencia, a propósito de unas cosas que no dije, pero que ella leyó, en una entrada sobre ciertas obras que desde el año pasado y hasta fecha imposible de calcular se están construyendo en mi casa. Ya preveía yo que alguien saldría con semejante señalamiento, pues sé bien que mucha gente lee sin entender y concluye lo que el autor no ha dicho o lee pedazos de una cosa y entiende fragmentos de otra. Si la señora hubiera prestado atención, se habría dado cuenta del cuidado que puse en no dar precisamente esa impresión, la de exponer un discurso de odio, de miedo o de fastidio a un grupo social determinado. Cuántas hogueras injustificadas se han encendido por causa de la ciudadanía biempensante que juzga, no lo que otro dijo, sino lo que ella imagina que debió decir. La entrada, lamentablemente, ya no existe para verificar mi discurso: la borró el olvido. Nadie la leyó. 
    En un contexto general, Adela Cortina señala que las sociedades marcadas por el fenómeno de la migración extranjera experimentan un rechazo a los migrantes pobres. Un sector amplio de la población colombiana es un claro ejemplo de este fenómeno desde las dos perspectivas: llevamos décadas enviando pobres en gran cantidad a otros países y durante el último lustro, por cuenta de esa catástrofe llamada Nicolás Maduro, nos hemos convertido en un país receptor de inmigrantes, en su mayoría pobres y en todos los casos venezolanos, que vienen porque les quedamos al lado, no porque tengan la auténtica esperanza de que aquí les vaya a ir mejor que allá. Para expresarlo con un mínimo grado de claridad: huyen de la miseria para llegar a la pobreza extrema y del régimen de un idiota perverso de izquierda al régimen de un idiota perverso de derecha.
    La masiva fuga de venezolanos de su territorio ha tenido dos momentos. En el primero, durante los tres lustros iniciales de este siglo, de Venezuela empezaron a llegar políticos, empresarios, actores de televisión, cantantes y otras personas que no causaban rechazo porque traían sus cuentas bancarias. Eran gente linda y fácil de querer. Luego, en lo que parecería una hórrida estrategia del régimen de Maduro para deshacerse de la pobrería y de paso joder a sus enemigos, nos llegó una oleada de migrantes indeseados —no indeseables— de la que nuestro país no tenía antecedente desde la conquista española.
    El territorio colombiano ha sido desde siempre un lugar de tránsito para las migraciones de todas partes que tienen como objetivo alcanzar la muy dudosa arcadia de Norteamérica. Del norte y del sur, del este y del oeste, de todos los lugares que en el mundo producen miseria han llegado y siguen llegando legiones de desesperados que se atreven a hacer el peligroso tránsito de Colombia con la esperanza de atravesar la frontera hacia el noroeste sin que los maten la selva o los traficantes y seguir en esa misma dirección, de para arriba en el mapa, arriba, arriba, arriesgándose a cada paso en países fallidos con el propósito de saltar el muro final. Pocos se han quedado aquí. Por eso los colombianos crecimos sin conocer más extranjeros que los que se veían en televisión y, en cambio, expulsando a los nuestros en gran cantidad. Cuando yo era pequeño, los papás de mis amigos se iban para una de dos partes: Estados Unidos o Venezuela. Los familiares que quedaban aquí empezaban a prosperar gracias al dinero que enviaban los que se iban. Estados Unidos era la utopía.  Venezuela era un país igual al nuestro, pero en versión rica. Creíamos.  
    Cuando empezó a ocurrir la situación inversa, que el país con las mayores reservas de petróleo del mundo se arruinó por culpa de la satrapía chavista y los nuevos y los antiguos pobres se quedaron sin opciones allá y tuvieron que venirse a buscar opciones acá, la reacción inicial fue la adecuada: comprender que, de todos los países que forman la gran familia de la humanidad, Venezuela es nuestro hermano más cercano, el gemelo siamés de Colombia. Allí nos han acogido, es justo retribuirles el gesto. Todo país tiene la obligación moral de recibir a los desesperados que huyen. Venezuela y Colombia somos un mismo país, aunque dirigido por dos regímenes perversos. En fin: bienvenidos, compatriotas bolivarianos.
    Los que cruzaron la frontera empezaron siendo cientos, luego fueron miles y ahora son millones. Los cálculos varían según la entidad que los haga y el interés que haya tras ellos, pero debe ser cierto que rondan los dos millones porque en determinadas capas de la sociedad ya se ha presentado una especie de fenómeno de sustitución. Como si de repente fuéramos una nación rica, hay oficios que ahora no ejercen los colombianos. Esto, sin embargo, no es para animarse: no sucede porque los colombianos dispongan de mejores opciones, sino porque para los dueños de los negocios y de muchas empresas se ha vuelto rentable poner en esos oficios a indocumentados que los ejercen por pagos irrisorios (y sí: era posible que todavía se maltratara más a la clase trabajadora). Volviendo al asunto: cada día uno se sorprende con el hecho de que en todo lado dejó de haber colombianos. En la tienda, en el restaurante, en la papelería, en los semáforos, en todos lados te atienden, te piden o te asaltan con el acento de las calles caraqueñas. Cónchale, vale: los acentos colombianos ya no se oyen por ahí. Y esto empieza a causar exabruptos como que se produzcan brotes de xenofobia. 
    Si la amiga de mi amiga hubiera leído más allá del tercer párrafo, se habría dado cuenta de que mi fastidio por el muchacho que vino a trabajar un par de semanas a mi casa y luego huyó con el dinero de su jefe, dejando como sardónico recuerdo la coca con su almuerzo, no se debía a su nacionalidad ni a su pobreza, sino a sus horrendos atentados contra la higiene. Sus costumbres eran suyas, no de la patria que lo había repelido, y pasar por alto el desagrado que producían no sería un acto de amor por los pobres; sería demagogia. Algo he visto del mundo a través del periodismo, la literatura y el cine, como para tener claro que no todos los naturales de un país comparten las mismas características y que, de hecho, una acción como la referida no constituye el todo de un ser humano. No creo que aquel muchacho, venezolano en Medellín, colombiano en Antofagasta, boliviano en La Plata o etíope en el cruce del Darién, fuera un simple ladrón y prefiriera no trabajar. Me faltan muchos datos sobre su circunstancia para calificar lo que hizo: pudo ser un vulgar robo, pero también pudo ser la acción desesperada de un padre que debía llevarles comida a sus cuatro hijos (¡cuatro!) y, tristemente, veía que por la ruta del trabajo honrado y muy mal pagado el sueldo no iba a llegar a tiempo ni iba a ser suficiente. El resultado más triste de ese robo es que las opciones del venezolano se reducirán todavía más, como si estando en el fondo del desastre fuera posible seguirse hundiendo. ¿De quién es la culpa? ¿Suya? Componía su espíritu un coctel de deletéreos elementos que alentaban su vocación de miseria: la pobreza, la ignorancia y la alienación cristianoide. Quisiera pensar que no está con su mujer y sus cuatro niños en algún semáforo y que algo le salió bien, que logró regresar con ellos a su lugar de origen y ahora prepara los documentos para emigrar a un país menos vuelto mierda que el suyo y el mío. En caso de que no hayan podido cumplir su deseo de retornar, espero que exista para ellos una oportunidad en la medida que esta semana anunció el títere del sátrapa colombiano.
    El de Colombia no ha sido nunca un gobierno generoso con sus nacionales pobres, menos lo va a ser con los nacionales pobres de Venezuela y menos aún durante el régimen actual. No obstante, alguna ventaja puede haber en el sospechoso “Estatuto Temporal para la Protección de Migrantes Venezolanos” que, según el mostrenco instalado en la Casa de Nariño, pretende “regularizar” durante diez años la situación de las más o menos dos millones de personas que habían llegado hasta el 31 de enero. Esto, supongo, quiere decir que tendrán derecho a contratación laboral en condiciones al menos tan injustas como las de los colombianos, a cobertura en salud y a alentar la esperanza de ser vacunados contra el covid 19. A que se les trate con la dignidad que merecen y, en todo caso, no a votar en las próximas elecciones presidenciales como algunos analistas con evidente mala intención sugieren.
    Ojalá, pero no lo creo. Estamos en manos de gente malvada. En eso sí que somos iguales los colombianos y los venezolanos.



Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...