martes, julio 23, 2013

El maestro de literatura

Una remembranza de Manuel Mejía Vallejo

Imagen: www.ciudadviva.gov.co


...Que él no tenía conciencia de la muerte,
ni de nada. Morir era un salto, como quien
gana una valla para otra aventura.
El día señalado.


1. Las tardes de los miércoles
La primera vez que lo vi, yo tenía diecisiete años, una necesidad enorme de escribir y la convicción de que algún hado me había ungido para la gloria. Mi ánimo literario había sobrevivido de pura terquedad a los profesores de literatura del bachillerato y ansiaba encontrar un maestro. 
    Manuel no tenía edad. Estaba envuelto en el humo de su interminable cigarro (que años después abandonó de un día para otro, y para siempre, cuando un médico le informó que el Pielroja sin filtro lo amenazaba de muerte) y se dirigía al auditorio con una voz febril que pronunciaba cada frase como si fuera poesía. Yo sabía de él por los libros de español en el colegio, pero no sospechaba entonces la dimensión de su paso entre nosotros. Muchos no la sospechan todavía y por eso lo señalan como continuador de otras obras, cuando lo suyo era recorrer caminos propios. Manuel no es solo el mejor intérprete del espíritu antioqueño del último medio siglo —que dicho espíritu es pobre y Antioquia muy pequeña—; a Manuel hay que verlo entre los escritores del mundo.
      Aquel Miércoles de Ceniza, y muchos otros miércoles a lo largo de diez años, ocupé un puesto anónimo en el auditorio de la biblioteca Piloto (ese lugar entrañable de los libros en Medellín) y me dediqué a escucharlo. Manuel vapuleaba a una muchacha que le había dado a revisar unos poemas y ella estaba indignada por el comentario que él le escribiera al final de la última página: “Lea a los grandes de la literatura erótica; esto no pasa de ser unas ganas mal versificadas”.
     Así manejaba el taller. Sin concesiones, duro en la crítica y preciso en el elogio. No se trataba de acariciar ungidos, sino de acompañar a algunos escritores en su proceso de formación. Y lo hacía con libertad. No encomendaba tareas ni obligaciones. Unos íbamos a escucharlo, otros iban a conversar con él, y casi todos en algún momento nos arriesgábamos a mostrarle cositas para que nos señalara las coordenadas justas que ocupábamos en el mundo de las letras.
      Eran los años en que una buena cantidad de autores latinoamericanos se solazaba creando burdas copias de sí mismos en los talleres de escritores. A Manuel le horrorizaba esta posibilidad, se la pasaba recomendándonos que no nos dejáramos contaminar por su estilo, que exploráramos sin descanso hasta hallar el de cada uno. Y bastante nos ayudaba en este doble empeño.
      Los participantes en el taller sabíamos que él le ponía toda la seriedad a la lectura de nuestros textos, que una décima de más o de menos en la nota correspondía a sutilezas que al maestro no se le escapaban. El tiempo marchaba al ritmo tortuoso de la ansiedad desde el momento en que le entregábamos un escrito hasta el momento en que nos lo devolvía, no siempre a la semana siguiente, con una calificación de uno a cinco y un comentario certero. Y lo que a todos nutría era la reflexión pública que inspiraba cada trabajo devuelto; la literatura universal se expresaba entonces a través de Manuel.
      Las tardes de los miércoles, sí. Los mejores momentos del taller eran formidables, con él allí, hablando de todos los temas, desplegando ante nosotros la inagotable Caja de Pandora que había ido llenando durante decenios de errancia por las montañas de Colombia y los países de América. De vez en cuando se nos colaba algún loco. Un drogo que se ponía a cantarle a cualquiera de nuestras revoluciones fracasadas, un cristiano de agresiva militancia que se hacía merecedor de una réplica a lo Pedro Canales (“Desconfío de quienes tienen interés personal en la existencia de Dios”), una contradictora que al perder la discusión notificaba su decisión de protestar pasándose al “bando de los callados”. Manuel casaba las controversias que le parecían interesantes y en todos los casos las cerraba con su fórmula infalible: “Calma, pueblo”, decía, y el asunto caía en el olvido. 
    Yo lo admiraba, no más, y por eso nunca intenté ser amigo suyo. Lo concebía como uno de esos hombres que saben mucho de todo y viven hasta siempre. De verdad: me parecía que no iba a morir nunca, y que nunca había nacido. Cuando se mencionaba la muerte, Manuel hablaba de ella como se habla de los amigos pícaros de infancia, con una cierta indulgencia y plena simpatía...
      Pero también hubo malos momentos, y los hubo de tal magnitud que algunos optamos por irnos. Ocurrió que unas señoras que se aburrían mucho en casa fueron tomándose de a pocos el taller y cuando menos pensamos, allí solo se hablaba de cosas de señoras que se aburren mucho en casa. Manuel se rindió a ellas, tal vez porque estaba cansado o abstraído en sus invocaciones.
   Fue la época oscura de mi silenciosa relación con él y, dolorosamente, la última. Luego vino su enfermedad y ya no volví a verlo.

2. En ese más allá
Pronto aprendí que ningún hado me había ungido y que si deseaba escribir alguna vez, era preciso trabajar mucho. No olvido mi primera vapuleada: un día se me ocurrió declarar que me aburría La Celestina porque era una obligación impuesta por la simia pérfida que me daba español en el liceo, y Manuel me anunció con trompetas de apocalipsis que alguien que se aburre con los clásicos jamás llegará a ser un buen escritor.
     Tiempo después, cuando le presenté el borrador inicial de los tres primeros capítulos de lo que luego sería La ciudad de todos los adioses, me escribió una frase de aliento rematada por un consejo que ha tenido graves consecuencias en mi idea de la literatura: “Póngale mucha humanidad”.
      A dos años de publicada esa primera novela, declaro con el más sencillo de los afectos que si algo he aprendido sobre el oficio de escribir se lo debo en medida grande a Manuel Mejía Vallejo. Y después de todo él sí habría de morir, como suele hacer la gente, y ya van a ser cinco años de ello el 23 de julio. La tarea no es durar, ni hay que lamentarse. Lo que no muere es la palabra, y la suya nos acompañará cuando el desencanto nos haya ganado al fin.
     No estoy seguro de cuál era su concepción sobre la muerte, pero creo que ésta se aproximaba bastante a la idea del final absoluto. Para hallar su explicación del tema habría que ir al narrador de El día señalado (esa novela tremenda con la que Manuel inauguró, en 1963, el Boom Latinoamericano): “Cuando esto se acabe, ¿no será lo mismo que había atrás antes de nacer? La muerte, la nada por ambas puntas”.
     En todo caso, si existe el más allá es de esperar que Manuel no haya entrado en el Reino de los Cielos, pues ese país le aburriría lo indecible. Él merecería una eternidad que se pareciera a los buenos momentos de su vida: con permiso para pecar, un Pielroja sin amenazas a la mano, un vaso de ron siempre surtido, libros, lápiz, papel, y amigos con quienes dar rienda suelta al soberano don de la conversación que los dioses le otorgaron.
      Rezo para que el Maestro no descanse en paz. 

Publicado en: 

Periódico De la Urbe N° 19.
Medellín, Universidad de Antioquia, junio de 2003.

Para agradar a las amigas de mamá. Periodismo, cine y otras futilidades.
Medellín, Borealia Libros y Verdades, 2009.

Imagen: www.colombiaemprende.edu.co

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