miércoles, diciembre 28, 2016

La sociedad de los muchachos invisibles

Juan Camilo Betancur Echeverry nació para las letras. Lo supe desde cuando lo oí hablar por primera vez, en alguna clase de literatura o de géneros periodísticos. En aquella primera ocasión creí, también, que este hombrecito proveniente de las montañas y el café estaba tocado por algún hechizo de luna. En aquellos días de nuestra prehistoria me figuré que él caminaba por una cuerda floja; que, sin duda, caería al vacío y que dependiendo del lado por el cual cayera estaría destinado a la literatura o al delirio. Las letras lo esperaban en cualquiera de los dos casos; las palabras lo esperaban, y también una que otra verdad.
Durante más de una década lo he visto crecer, a veces acercándose y a veces diluyéndose, y he llegado a comprender que sus deliquios eran en realidad una manera segura de avanzar por la cuerda de su destino escogiendo a conciencia el lado de la caída. Cuando seguí de lejos sus viajes a lo profundo del continente y a lo profundo de su conciencia, comprendí que se estaba preparando con todos los riesgos: el destino no le sería impuesto por los hados. Juan Camilo había decidido que, en vez de caer, se aventaría. No lo esperaba en el abismo una red protectora. El abismo estaba configurado como una masa de letras y palabras y él navegaría en ellas con la propiedad de quien nació para la literatura.
“Escuché el viento como un rumor eléctrico, como si la luz fuera aire y acariciara mi rostro”, dice ahora, desde la frase final del sexto capítulo de La sociedad de los muchachos invisibles, Florentino, el narrador al que cualquier lector puede verse tentado a identificar con el autor. Esta es su primera novela. No la primera que bulle en su espíritu, pero sí la primera que se concreta en el acto de llevarla hasta la publicación. Siguiendo una larga tradición que puede rastrearse hasta la novela de formación alemana de comienzos del siglo XIX, el relato nos sumerge en los años cruciales en que el personaje principal y sus compañeros de generación afrontan el paso de la niñez a la adolescencia, de los amores filiales a los tortuosos y de la vida inocente al enfrentamiento con un mundo vasto y basto. No uso al azar el verbo sumergir, pues eso es lo que hacemos al adentrarnos en estas páginas: nos sumergimos en el espíritu sabio y un poco atormentado, docto y un poco díscolo, de un hombre que rememora los años inmensos en que el mundo dejó de ser para él y empezó a ser de él.
En los verbos que los signan pueden diferenciarse el autor y su narrador. Mientras este nos sumerge en su visión del destino, aquel se aventará un día a la conquista del suyo. Sigo sin saber por cuál lado optará este escritor cuando decida no seguir andando por la cuerda floja de su destino, pero tengo la sensación de que no importa mucho; a fin de cuentas, en la literatura o en el delirio, creo que Juan Camilo va a seguir contando historias. Y que valdrá la pena saber de ellas.

(Presentación completa de contraportada del libro de Camilo)

sábado, diciembre 17, 2016

¿Quién le teme a Leila Guerriero?

A esta hora de la noche, mientras escribo, Medellín se extiende por todos los ángulos de la ventana como una criatura tranquila y luminosa. Unos pocos sonidos llegan a mí: los gritos de unos muchachos que juegan fútbol –sí, a esta hora de la noche y en esta fecha; sobre todo, en esta fecha–; algún carro a lo lejos; el reloj de pared, cuyas manecillas al recorrer el tiempo no hacen tic tac sino una especie de lamentación; algún taco que estalla porque hay quienes celebran en los barrios; y las teclas en el computador; y las notas de Zbigniew Preisner que me arrullan las ideas; y algún quejido del amado que sueña en la habitación; y mis pensamientos entre indignados, asustados y tristes; y…
Es la madrugada posterior a la jornada en que casi seis millones y medio de colombianos, azuzados por la mentira y el miedo, nos impusieron a los demás la negación de la paz con la guerrilla de las Farc. Miro desde mi estudio y me doy cuenta de que por primera vez en toda mi vida no logro querer a esta ciudad. Medellín y Antioquia fueron determinantes en la derrota de la paz.
Hago un recorrido por la prensa de varios países. Ojeo periódicos de Medellín, Bogotá, Madrid, Santiago, Lima, Guayaquil y París. En todos ellos priman las notas informativas y de análisis sobre la trascendental fecha del 2 de octubre, día del plebiscito mediante el que se esperaba refrendar los acuerdos alcanzados luego de 52 años de conflicto. ¿Algún relato de corte literario sobre la expectativa con que los ciudadanos fuimos a votar? No. Ninguno. ¿Es de lamentar esta situación?
En diciembre de 2007, en la revista El Malpensante, aparecían estas palabras de Leila Guerriero –ella–: “…La escritura creativa no debería ser excepción en el oficio sino parte de él”. Con ellas, la argentina a quien todos los periodistas latinoamericanos quieren parecerse avalaba su propuesta de que el periodismo debería mantenerse firme en su intención de narrar historias. Decía también:

Yo no creo en las crónicas interesadas en el qué pero desentendidas del cómo. No creo en las crónicas cuyo lenguaje no abreve en la poesía, en el cine, en la música, en las novelas. En el cómic y en sor Juana Inés de la Cruz. En Cheever y en Quevedo, en David Lynch y en Won Kar Wai, en Koudelka y en Cartier-Bresson. No creo que valga la pena escribirlas, no creo que valga la pena leerlas y no creo que valga la pena publicarlas. Porque no creo en crónicas que no tengan fe en lo que son: una forma del arte. (“¿Dónde estaba yo cuando escribí esto?”)

De las muchas formas que el periodismo puede adoptar para dar cuenta constantemente de la realidad, la narración de corte literario en general, y el género de la crónica en específico, puede considerarse auténtica literatura. Cuando está bien logrado, por supuesto. No estoy diciendo nada nuevo ni algo que ningún conocedor del oficio haya de refutar, lo sé. Tampoco es nuevo decir que el periodismo narrativo tiene una larga tradición en nuestro país. Y decir nuestro país es referirnos a ese gran país nuestro que está por encima de las fronteras y se extiende por toda la geografía de la lengua, pues la historia es en esencia la misma: nuestros periódicos primero coquetearon con la literatura que con la información, y cuando en el siglo XIX adoptaron de lleno la tarea de informar se convirtieron en fervientes cultores de la crónica, ese género que siglo y medio después sigue siendo nuestra insignia.
El siglo XX presenció el surgimiento de varias escuelas notables en el periodismo del mundo. La más celebrada fue el llamado Nuevo Periodismo estadounidense. Dos cosas, sobre todo, proponía –sigue proponiendo– esta escuela: ocuparse de las culturas de base en las que se sustentan los grandes centros de poder y contar la realidad con absoluto rigor en los datos y con virtud en el uso de las palabras. Derivado suyo, o muy cercano, o incluso él mismo pero con otro nombre, es el Periodismo Literario. Muchos han sido sus cultores y maestros, desde el ostentoso Truman Capote (uno de mis héroes, pero también, al parecer, un periodista literario con tendencia a dejarse tentar por la ficción en relatos que presumen de completa fidelidad a los hechos) hasta el elegante Gay Talese.
El Nuevo Periodismo es considerado, con sobrados méritos, la corriente periodística más notable del XX. Sin embargo, su novedad puede cuestionarse por hechos como que a comienzos de ese siglo ya estaban haciendo obra en aquel país periodistas de la talla de John Reed. En la geografía diversa de la lengua española se observa con gran –y merecida– admiración este fenómeno, pero dicha admiración tiende a hacernos olvidar que mucho antes del Nuevo Periodismo ya se cultivaba en nuestro ámbito un periodismo de gran valía literaria. Cito dos nombres de la segunda mitad del siglo XIX. El primero, el cubano José Martí. El segundo está mucho más cerca de nosotros, nada menos que en esta ciudad de Medellín que hoy rechaza los acuerdos de paz: ya en 1874, el periodista y jurista local Francisco de Paula Muñoz publicaba El crimen de Aguacatal. No existía en esa época el reportaje como género, pero como tal puede considerarse el relato novelado del crimen de una familia en lo que ahora es el centro comercial Santa Fe y entonces eran unos andurriales en el camino que de Medellín conducía a Envigado. Más llamativo aun, el trabajo de Muñoz bien podría considerarse un antecedente de la magnífica novela de no ficción A sangre fría de Truman Capote, de no ser porque es del todo improbable que tal autor hubiera conocido el trabajo del antioqueño.
Esto, pues, para indicar que ni el Nuevo Periodismo fue de veras el creador del periodismo literario ni la narración en el periodismo es un fenómeno nuevo. La escritura está en la base del oficio y la pasión por narrar historias con gran sentido estético ha estado presente desde siempre en la sangre de los periodistas que escriben. No en vano, muchos de los maestros máximos de la literatura mundial (iba a decir que latinoamericana) se han iniciado en los periódicos y han cultivado la palabra en los campos fértiles de la ficción y de la no ficción. Periodismo y literatura han convivido durante siglos, influyéndose uno a otra, alimentándose, creciendo juntos.
¿Se mantiene esta relación? Un repaso a las ediciones digitales de algunos periódicos latinoamericanos en la madrugada posterior al descalabro de la paz en Colombia podría llevarnos a la conclusión de que los periodistas han perdido la fascinación de las palabras. La misma conclusión podría aventurarse si el rango de observación fuera más amplio. Lo cierto es que desde cuando llegó la internet, dos décadas atrás, las cosas han cambiado y los mejores cultores del oficio se han dado por enterados de que ahora no basta con escribir bonito. Este es un paso, sí, y muy importante, pero no el único. Los periodistas han tenido que aprender a vérselas con la transversalidad del mensaje que recorre las páginas del periódico a la vez que llega a los usuarios de cualquier parte del mundo a lomo de pantallas omnipresentes. Para decirlo con sencillez: han tenido que descubrir que el periodismo no es igual en el medio impreso que en el digital. Tiene los mismos principios, sí, pero las herramientas son diferentes. La palabra escrita es diferente cuando migra del papel a la pantalla.
Veinte años después, lo anterior apenas está siendo comprendido por la mayoría de periodistas, atados hasta ahora a las leyes del universo escrito. Mientras tanto, una revisión de los periódicos del día posterior a la fecha infausta demuestra que el camino de ida parece más bien el de venida. Quiero decir: más que aprender a escribir para los dispositivos digitales, los periodistas están tratando de aprender a escribir para los medios impresos teniendo como punto de partida el periodismo que se hace en el mundo digital. La gran paradoja es que en este último la tendencia dominante es la que ya hace muchos años dejó de mandar en el periodismo impreso: una escritura pobre y poco rigurosa en la consecución y exposición de datos. La vieja pirámide invertida está de regreso, pero sin sus virtudes.
¿A dónde se han ido, entonces, los narradores? Siguen existiendo, claro. Se los puede encontrar en algunas ediciones de domingo. Se los puede buscar, sobre todo, en algunas revistas que nadie lee pero que no se mueren, y en uno que otro libro. Bien se puede decir que Leila Guerriero y los suyos siguen haciendo periodismo del bueno, y si bien los periódicos impresos poco viajan hasta nosotros, las noticias son alentadoras: basta con digitar unas cuantas palabras en cualquier buscador. El periodismo narrativo vive en la web.

La revista creada por mis colegas y exalumnos Eisen Hawer López, Daniel Santa y Jorge Mario Carrera ya está en mi biblioteca. Para esta nueva publicación fue escrito el presente artículo.

miércoles, noviembre 02, 2016

Historia de una rabia

Una semana antes, cuando sonó el himno nacional, pensé en mi abuelo y durante unos segundos contuve las ganas de llorar. Pensé algo más o menos como esto: “Abuelo, firmaron. Hay que perdonar”. Y no lloré. Estaba a solas viendo por televisión la ceremonia de firma del acuerdo, con mi pensamiento cabalgando entre los muchos jefes de Estado, secretario de la ONU incluido, que acudieron a la firma en calidad de testigos, y la historia de mi familia. Muchas emociones me tenían en vilo esa tarde de septiembre. La más importante de ellas, la que me causaba el hecho de estar presenciando la firma de un acuerdo de paz en este país, mi país, que tantas guerras ha librado contra sí mismo (perdiéndolas todas). Sentía, sobre todas las cosas del mundo, que había llegado el momento de perdonar. Cerré los ojos y le pedí al abuelo permiso para, en nombre suyo, perdonar a los que lo asesinaron y dar comienzo a una historia nueva para sus descendientes.
Podría uno decir que “todo empezó…” en tal fecha, pero la verdad es que no hay una fecha de inicio. ¿A qué hito corresponde ese “todo empezó”? Digamos, para centrarnos en el tema, que todo empezó cuando las Farc se dieron a copar las montañas del suroriente de Antioquia, norte y oriente de Caldas. Esto ocurrió en algún momento de los años noventa. Hasta entonces, Pueblo Nuevo, la aldea donde todo empezó para mí, era un lugar feliz. Hablar de un lugar feliz en Colombia –o en cualquier nación de los hombres– puede parecer una ingenuidad o un acto de cinismo, pero en amplia medida de Pueblo Nuevo podía decirse que lo era. Un caserío ubicado en una playa del cañón del río Samaná, que sirve de frontera a los dos departamentos, con agua en abundancia y tierras fértiles en muchos pisos térmicos. Sus pocos habitantes han sido pobres toda la vida, pero el abandono del Estado y las carencias de la economía siempre fueron compensados por la solidaridad de unos con otros. Mis abuelos llegaron allí en algún momento de los sesenta y con los años se convirtieron en patriarcas de una región de ensueño. El patriarcado del abuelo era menos un título o una condición social que una disposición suya para el servicio. A lo largo de varias décadas no hubo nadie en Pueblo Nuevo que de alguna manera no tuviera algún motivo para darle las gracias.
Tengo una frase para lo que ocurrió después: “Entonces llegaron ellos”. En torno a ella me ha vibrado en la cabeza, durante años, un proyecto de novela para cuya escritura definitiva, creo, me falta aún una cierta perspectiva de tiempo. En torno a esta frase he escrito, además, un par de posts en que intento reflexionar sobre lo que ocurrió en Pueblo Nuevo. Cada vez que en un papel, en un computador, o en mi cerebro, escribo: “Entonces llegaron ellos”, un borbotón de ideas me arrastra el espíritu. En todas ellas están mezclados el destino trágico de la región y del país. “Ellos”, para efectos de mi historia particular, son los guerrilleros. Ellos, los de las Farc. Soy consciente de que, desde otras perspectivas, “ellos” han sido diversos agentes en diferentes momentos de la historia y en diferentes lugares de la geografía: las fuerzas del Estado, los paramilitares, los terratenientes, los mercaderes nacionales y extranjeros, los colonizadores… Tiene demasiadas caras la tragedia de Colombia.
Cuando las Farc llegaron a Pueblo Nuevo, a mediados de los años noventa, literalmente tiñeron de sangre el paraíso. Se me perdonará la figura tan cursi, pero eso fue lo que ocurrió. Los guerrilleros no se comportaron nunca como el ejército del pueblo que proclamaban ser, sino como una fuerza de ocupación cuya política era el arrasamiento de todo lo que se les opusiera. ¿Qué hizo el Estado para enfrentarlos? Huir. Unos pocos agentes de la Policía Nacional que acantonaban en la inspección local fueron trasladados a municipios sin presencia guerrillera y el Ejército de vez en cuando se daba una pasada por la región, pero no para proteger a los habitantes sino para protegerse a sí mismo. Todos tenían miedo y el miedo volvió poderosos a los invasores. Muchos campesinos fueron asesinados, muchos otros se vieron forzados al destierro.
Don Jesús Vargas, mi abuelo, era ya septuagenario cuando se produjo la invasión del frente comandado por la sanguinaria Karina. Desde el principio fue claro con ellos: no estaba de acuerdo con su dominio violento sobre la región y no estaba de acuerdo con sus ideas (las que, en realidad, si es que las tenían nunca expusieron). Por entonces, yo todavía pensaba en las Farc unidas a un concepto que hoy me causa gran incomodidad al relacionarlo con semejante grupo, pues lo siento mancillado: revolución. Consideraba que la revolución estaba unida a valores como el respeto al contrario, el honor y la defensa de los más débiles. Por eso no me contagiaba de la preocupación que empezó a agobiar a mi mamá y a mis tíos por el abuelo. Me parecía absurda la simple posibilidad de que un hombre anciano, solo, desarmado y capaz de oponérseles con la palabra, pudiera correr peligro con los luchadores de cualquier revolución.
El 19 de febrero de 1999, sin embargo, dos verdugos de las Farc asesinaron por la espalda al abuelo. Muchas cosas nobles murieron en mí esa madrugada y nació una rabia que solo vino a alivianarse diecisiete años más tarde, cuando las Farc y el gobierno de Juan Manuel Santos avanzaron con seriedad en la negociación que derivaría en el acto del 26 de septiembre en Cartagena. Ingenuidades aparte, me parecía no solo que el país merecía, sino que de verdad podía darse la oportunidad de terminar el conflicto armado. Pensaba que por fin iba a ser posible que en Colombia no asesinaran a mi abuelo.
Creo que los hombres tenemos el deber de influir en la historia para que esta vaya dejando de avanzar a los trancazos y llegue a ser alguna vez el espacio en que nuestras vidas se desarrollen sin otros sobresaltos que los indispensables para habitar el mundo. Cada quien a la medida de su espíritu está una que otra vez a lo largo de su existencia en la obligación de prestarse al cultivo de nobles causas. Esta es la razón por la que, deponiendo mi rabia personal, llegué al 2 de octubre con la convicción de que era necesario participar en el Plebiscito que el Gobierno convocó a fin de darle base popular a lo pactado con la guerrilla y votar Sí al apoyo del “acuerdo final para terminar el conflicto y construir una paz estable y duradera”.  
Ocurrió lo impensable: las mayorías se abstuvieron de participar en la decisión sometida a su consideración más importante en nuestros dos siglos de independencia y entre quienes votaron se impuso, aunque por estrecho margen, la opción del no. Increíblemente, un país que a lo largo de su existencia ha padecido todas las formas de la guerra se acercó como nunca a la posibilidad de la paz y en el instante decisivo la rechazó. Han transcurrido unas pocas semanas y el desconcierto no cede. ¿Qué pasó? En parte, claro, está la campaña tramposa de la que con sorprendentes cinismo e ingenuidad alardeó en aquella entrevista el gerente de la campaña del No (La República, 6 de octubre), Juan Carlos Vélez Uribe, ¡un sujeto que estuvo a punto de ser alcalde de Medellín!: a punta de argumentos falsos le hicieron creer a la masa ignorante cosas como que el acuerdo contemplaba que a los jubilados se les sacara el siete por ciento de su mensualidad para destinarlo a los guerrilleros desmovilizados o que promovía ideologías tendientes a la “homosexualización” de la gente.
Claro, no todos los electores negativos son ignorantes o tienen malas intenciones. En los primeros días sentí mucho enojo con mis familiares y amigos que votaron No, pero en todo momento fui consciente de que yo mismo estaba muy cerca de esa opción. Nunca en sus 52 años de lucha armada hicieron las Farc algo que no fuera repudiable. Recuerdo en primerísimo lugar la historia de mi abuelo, porque es mi dolor personal, pero la lista de los crímenes abominables de la guerrilla es tan abultada, su soberbia tan ofensiva, que no es preciso hacer un gran esfuerzo para comprender a quienes se obstinan en decirles que no: así no es, Timochenko y sus secuaces. Al pueblo se le respeta.
Muchas cosas nos hemos dicho entre nosotros y nos han dicho a los colombianos a lo largo de los cuatro años que duró la negociación. Nos han enrostrado, con una simpleza que casi lo hace comprensible, aquel llamamiento del filósofo Jacques Derrida a perdonar lo imperdonable. Desde otra orilla de la filosofía, la estadounidense Martha Nussbaum nos escribió una carta, respetuosa y bonita, en la que nos invitaba al perdón y la reconciliación… Y, así, infinidad de voces claman por el cese de la guerra. Es necesario perdonar, digo yo, porque la guerra solo produce dolor y necesidad de venganza, y la venganza se perpetúa y lacera el espíritu de todos. Es necesario, sobre todas las cosas del mundo, dejar atrás nuestros doscientos años de país belicoso y explorar de esta manera las posibilidades del progreso. Para mí es claro el mensaje que entrega el personaje de la película The Railway Man (Jonathan Teplitzky, 2013): “Algún día el odio tiene que terminar”.
También en Colombia.
Publicado en: Agenda Cultural Alma Máter 237. 
Universidad de Antioquia, noviembre 2016

 

domingo, septiembre 11, 2016

Los sobrinos de Rodrigo D. sí tienen futuro

A propósito de Los nadie de Juan Sebastián Mesa


Punk, jóvenes, desencanto y Medellín: esta era la fórmula para hacer en los ochenta la película iconográfica por excelencia de la generación más trágica que ha dado la ciudad: Rodrigo D. No futuro. Se creería que dicha fórmula no funcionaría nunca más en el cine y que, si alguien la aplicaba, estaría dispuesto a elaborar una imitación, un reencauche o un pastiche. Sin embargo, nada más una generación después vienen Juan Sebastián Mesa y su combo de Monociclo Cine a hacer, porque les dio la gana, porque querían expresarse y contar sus historias a pesar de las voces que les decían que no se podía, una nueva joya del cine sobre las barriadas marginales de la metrópoli paisa, la ciudad más innovadora del mundo para los consentidos de la fortuna pero también una antesala del infierno para los que poca cosa son.
Mesa y los suyos son egresados de la escuela de cine de la Universidad de Antioquia. Desde luego, hay que aclarar que formalmente hablando no existe tal escuela de cine, pero la denominación viene bien porque como tal fue reconocido este año por el festival de Cannes el programa de Comunicación Audiovisual y Multimedial de la Facultad de Comunicaciones. Ante la dramática ausencia de academias de cine en la segunda ciudad de Colombia, y siendo tan difícil para los que no tienen fortuna o beca trasladarse a centros de formación en Argentina, Cuba o más allá, el programa de marras se ha convertido, en poco más de una década, en un hervidero de creadores cinematográficos. De él han egresado figuras interesantes como Simón Mesa, ganador en 2014 de la Palma de Oro por el cortometraje Leidi; Andrés Arias y los del colectivo Rara, realizadores el año pasado del hermoso corto Acéfalos; y, claro, Juan Sebastián Mesa y los de Monociclo, que nos sorprendieron en 2013 con el corto Kalashnikov.   
Volviendo a Los nadie, el parentesco con la ópera prima de Víctor Gaviria es muchísimo menos real de lo que una visión somera de ambas películas puede sugerir. Las similitudes parecen saltar a la vista y, si vale la expresión, al oído, al observar esos personajes a la vez tan jóvenes y –siempre en apariencia– tan faltos de esperanza, de rumbo, de intenciones, y al oír cómo desde la banda sonora retumba en la sala de proyección uno que otro tema de punk.
No obstante lo anterior, para descartar dicha idea no será necesario esperar a oír las explicaciones de Juan Sebastián Mesa sobre lo que se proponía con su obra. Si se tiene la oportunidad de escucharlo después de la proyección, será fácil creerle cuando argumenta que, desde luego, era consciente de la inevitable comparación entre su película y la de Gaviria, pero que, en realidad, ni él ni su combo, y ni siquiera sus personajes, se sienten identificados en Rodrigo D. Es otra generación, sin duda, otro momento de la ciudad, y tantas cosas han pasado aquí desde cuando el héroe desencantado de la primera película se lanzara al vacío, que la nueva generación no se siente representada en la idea del no futuro. Explica Mesa que él –ellos– no quería poner en pantalla aquel estribillo de la banda Mutántex que veintiséis años después estremece el corazón de los que vimos Rodrigo D: “No te desanimes: mátate”. Es otra juventud la de Los nadie, y a pesar del punk (perdón si suena a prejuicio identificar este género con la desesperanza y el desencanto) y de las barriadas de imposibles lomas y de las familias disfuncionales, y a pesar del desdén con que se les mira (o se les ignora, más bien), no es voluntad de esos personajes entregarse con resignación a la nada del no futuro. La intención es otra.
Los nadie pasa la hoja de los punkeros de los noventa. Los de ahora, esos muchachos de la película de Juan Sebastián Mesa a los que uno empieza mirando con difícil tolerancia, no acabarán matándose entre ellos o a sí mismos. De hecho, más que con sus antecesores en el ruido, establecen vasos comunicantes con la generación de mamás y tías viejas que los cría. Hay un momento muy encantador de la narración, cuando la mona anda por el barrio enamorándose del Pipa y ante la cámara se transforma en todas las muchachitas enamoradas que en el mundo han sido, y entonces la banda sonora no nos agrede con uno de esos punks estruendosos. Lo que vemos es a una adolescente que llora por amor y lo que suena es ni más ni menos que una antigua balada de Leo Dan: “Tú llegaste cuando menos te esperaba”.
Mesa es un narrador con argumentos y con recursos creativos de sobra. Con ellos, y sobre todo con los amigos, ha hecho una película que merece ser vista. El mensaje, en definitiva, es el opuesto al que esperábamos. Los punketos descastados del siglo XXI parecen replicar: “Si te desanimas, no te mates. Vete a viajar”. La película se acaba y uno ha llegado a quererlos.

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Publicado en De la Urbe 80. Universidad de Antioquia, septiembre de 2016



viernes, marzo 04, 2016

No nostalgia de Cartagena


El miércoles empezó el festival de cine de Cartagena. Hace algunos años, cuando creció y se volvió un evento de primer orden, lo rebautizaron a la moda esnob del mundo: FICCI, por sus iniciales que traducen Festival Internacional de Cine de Cartagena. Estaba previsto que en una fecha como hoy yo estuviera aplastado por la nostalgia, pero me encuentro, asombrado, con la indiferencia.
Durante veinte años seguidos, desde cuando yo era muy chiquito en el mundo del cine y de este apenas me interesaba el papel de simple espectador, hasta cuando el Festival creció para volverse más internacional pero también para perder el encanto, asistí a Cartagena con un rigor de obseso. Mientras muchos iban allí a exhibirse, mi pequeño grupo de amigos y yo íbamos a ver películas y de vez en cuando a escuchar y entrevistar personalidades. Cero farándula. Veinte febreros y veinte marzos pasaron y de nuestras vidas, como del Festival, se fue la frescura. Muchos amores, muchas películas, unos cuantos momentos de auténtica felicidad, y también una que otra feroz desazón, se me colaron en el ánimo y contribuyeron a transfigurarlo. De las desazones, dos recuerdo con espanto: cuando me atracaron unos policías en Bocagrande y cuando mis amigos se dejaron seducir por el ser humano más pérfido de cuantos he conocido y asistieron a Cartagena como parte de su séquito. El primer hecho fue bastante agrio y nutrió el anecdotario; el segundo culminó en que a la larga ellos se sacudieron de la perfidia, pero cuando regresaron ya no era posible ser igual de amigos.
Hoy es 4 de marzo. Recuerdo a otro apasionado de Cartagena, uno que se suicidó en pleno festival, pero no estando allí aunque sí, en parte, por el dolor de no estar. Mi homenaje a él, a mí y a la ciudad, en la crónica “Querido Marlon (un diario positivista de viaje)”, que escribí a propósito del festival del año 2002 y que fue publicada primero en la edición 62 de la revista Kinetoscopio (una que existió) y luego en mi libro Para agradar a las amigas de mamá. A continuación, un fragmento de dicha crónica, así no queden rastros en la vida de Andrés Caicedo, de Cartagena y de mí.

Día 4. El hombre que tendría cincuenta años
El lunes comienza el domingo, cuando después de ver El acordeón del Diablo vamos por el muelle de Los Pegasos y alguien canturrea dos versos de una salsa vieja: “Hay fuego en el veintitrés”. Pregunto la hora. Responden que son las doce y les digo: “Adivinen quién está cumpliendo veinticinco años de muerto hoy”. Acatan de inmediato: “Andresito”, dicen, y sus voces recorren el espectro de sentimientos que hay entre la admiración y la ternura. Lo veo caminar entre los pegasos estáticos, perdido en la penumbra. Cabello largo, ojos de muchacho con demasiados caminos, escribiendo siempre, susurrando aquella salsa.
            El 4 de marzo de 1977 Andrés Caicedo se suicidó con sesenta pastillas de Seconal en su apartamento de Cali. Sus dramas de ese momento incluían el no haber podido venir a Cartagena para el Festival. Tenía veinticinco años y ya había escrito la literatura más importante de su generación y la crítica de cine más autorizada y entusiasta, e iba a hacer muchas películas, muchas obras de teatro, muchos libros. El problema era que habría seguido envejeciendo, como nosotros que ya somos mayorcitos que él, y en él la vejez constituiría traición.
El Festival les rinde homenaje a Danny Glover, a Harry Belafonte, a Gillo Pontecorvo. A Andrés se lo rendimos nosotros. Decimos: “La ocasión exige enturbiarnos”, y nos dirigimos caminando a Bocagrande, por donde a esta hora solo caminan los fantasmas de los bucaneros, y cuando llegamos al único supermercado en servicio faltan dos minutos para la una. El dependiente se niega a vendernos ron o al menos cerveza: está prohibido hasta el amanecer. Ciudad del cine esta, donde no se le puede hacer un homenaje alcohólico a Andrés Caicedo en sus veinticinco años. El absurdo de la ciudad cerrada de noche tiene una explicación lógica: hábil político, el Alcalde ha descubierto que es más conveniente para su carrera asegurar los votos de la Liga de la Decencia que para Cartagena mantener el estatus de destino turístico.

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            Pasado mañana será 6 de marzo. Otro aniversario que solíamos recordar en Cartagena: el de García Márquez. Cumpliría en esta ocasión 89 años, pero se murió el viejo. Se volvió viejo García Márquez, igual que me estoy volviendo yo y se están volviendo ellos. Un día no importará que nos muramos.
Durante los veinte años seguidos que fui a Cartagena para el Festival de Cine soñé con una lluvia en el mar. A la larga crecí y el mar mismo dejó de emocionarme. No llovió nunca. Volveré el año entrante o el siguiente, sin duda, pues a pesar del hielo que se le instala a uno con frecuencia en el espíritu, no hay nada mejor que las jornadas y veladas viendo películas mientras afuera del teatro el sol chamusca a los hombres y las estrellas siguen rodando, ajenas a nosotros, al abismo de la eternidad. No lloverá tampoco en ese marzo.

Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...