jueves, diciembre 04, 2014

Nuevos usos de la zanahoria en el siglo XXI




Prólogo al libro Humo de medianoche del periodista Felipe Ramírez Valencia. Así resumo el impacto que me causó este libro: leer a Felipe hace que le den a uno ganas de ponerse a escribir.


Aquí, el capítulo "180 días de Hamilt": 

Alguna de esas mañanas, cuando aún no éramos amigos sino apenas un profesor y su alumno tocado por la literatura, le pregunté a Felipe a qué le gustaría dedicarse. Su respuesta estuvo algo distante de lo que yo esperaba. No habló de aventurarse en heroicas cruzadas en busca de la verdad, como hacen los estudiantes cuando quieren responderle a uno lo que creen que uno quiere que le respondan, y ni siquiera habló del periodismo y sus devaneos con el romanticismo, sino que fue al grano con una respuesta que a mí mismo me gustaría tener en la conciencia cada vez que me pregunto por el deber ser de esta vida tan distanciada de lo que debería ser: “A ver películas y a leer novelas”. Eso dijo, bien que lo recuerdo.
Han pasado unos pocos años y hoy la respuesta sobre el querer hacer continúa repartida entre las películas y la lectura, pero ahora la segunda actividad se decanta por el periodismo. “Historias que atrapen, no importa sobre qué tema, simplemente que lo transporten a uno dentro del universo narrado”, aclara. Estamos caminando por las calles del que hasta hace unas horas yo creía el pueblo más feo del oriente antioqueño. Con eso de que en las últimas décadas a estos pueblos les dio por derribar la bonita arquitectura que tuvo en pie su forma de civilización durante dos siglos y ponerse a imitar a Medellín, a los barrios pobres de Medellín, la región se volvió tremendamente fea. Mero ladrillo y cemento por todo lado, poca pintura, ausencia de buen gusto. Para ser exactos: puebluchos de paupérrima arquitectura en medio de una naturaleza sublime. Marinilla, creía yo, era el más feo de todos ellos: una especie de Santo Domingo Savio, el barrio insignia de la que antes fue la Comuna Nororiental de Medellín, con sus casuchas apeñuscadas en una serie de lomas laberínticas.
            —Este pueblo es muy feo —dice Felipe a cada rato, no sé si con humildad o con ironía, como adelantándose a mis acusaciones sobre dicha fealdad—. Es un asentamiento de casas y casas sin ningún orden que le muestran a uno que el pueblo no fue pensado para ser pueblo.
            Alcalde de Marinilla no vas a ser —advierto.
 Menos mal.
Sí, menos mal. Pregunto, tratando de aclarar:
¿Pero no era un pueblo como bonito antes y se fue degradando en las últimas décadas?
Responde con un monólogo de conocedor que de todas formas ama el lugar:
El centro del pueblo tuvo una arquitectura colonial que paulatinamente ha sido reemplazada por edificios: es buen negocio vender una casa grande y vieja para construir y vender apartamentos a diestra y siniestra. Solo el centro tuvo arquitectura colonial; las casas que lo rodean son hechas de cualquier manera. Y el parque se ve más feo de la cuenta porque un árbol podrido se cayó y la alcaldía no tuvo otro remedio que acabar de tumbar… Las administraciones, sobre todo las pasadas, solo invirtieron en obras para robarse tajadas descaradas de dinero: si Marinilla es feo en las últimas décadas, es culpa de la corrupción desmedida. Lo más triste es que a la gente le meten no los dedos, sino la mano completa a la boca, y no hace nada.
A pesar de las verdades del diálogo anterior, en realidad no es tan feo el pueblo de Felipe. Llevamos unas horas andando las calles en busca de los personajes del libro o de que al menos la noche avance y he comprobado mi impresión de que la arquitectura que lo hacía más o menos bonito ha sido arrasada, pero también es cierto que se ve limpio, el clima es de un frío muy agradable y más allá del centro encuentra uno calles y barrios en los que no vendría mal acomodarse por un tiempo.
Vengo pensando en los personajes de Felipe y en el pueblo por el que estamos caminando y en la época que habitamos. Pienso en que Marinilla fue durante buena parte de los siglos XIX y XX uno de los bastiones de la colonización antioqueña del occidente del país. Hordas de campesinos desposeídos y de señorones que habían heredado de la guerra de independencia y de los conflictos civiles del primer momento de la República latifundios del tamaño de países europeos, emprendieron con sus familias la conquista y dominación de las montañas selváticas que hoy son los departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío, Chocó, Tolima y Valle del Cauca. Algo de épica y poesía hubo en ese proceso y en él se agotó lo poco de glorioso que hay en la conformación de nuestra cultura. Felipe y yo, y la gente que marcha a nuestro alrededor esta noche, somos los bisnietos y tataranietos de aquellos héroes. Lo son, también, los muchachos que habitan el libro.
¿Quiénes son ellos?
Vamos por la peatonal, una vía larga en cuyas últimas cuadras una hilera de bonitas lámparas ilumina bien el ambiente. Esas lámparas son, digamos, el toque chic de Marinilla; me encantan. Al final, el espacio minúsculo que los lugareños denominan el TAL y que el alcalde, cualquier alcalde —todos son el mismo: ineficiente, ladrón, ostentoso de sus obras pírricas e inconclusas— anunció en su momento como el Teatro al Aire Libre. No hay teatro. De lo que en algún plan de desarrollo ha de figurar como un esperado punto de encuentro de las artes y los artistas, lo único que existe es una serie de gradas de cemento, más o menos dispuestas en un semicírculo en cuyo punto focal debería de haber, pero no habrá nunca, una concha acústica. Digamos, es de hecho una plazoleta llena de concreto que habría podido constituir una solución a la falta de espacios culturales del municipio. Lo que se solucionó fue la falta de un punto de encuentro para los más jovencitos, quienes de vez en cuando organizan allí presentaciones de break dance pero más que todo lo usan para eso: congregarse, charlar, quizá poner en práctica sus primeros arrestos de rebeldía.
            Centenares de muchachitos de todos los sexos se concentran aquí. Pensaría uno que en cualquier momento aparecerá una profesora regañona, megáfono en mano, y los pondrá a izar la bandera. Hasta Felipe, que apenas tiene veintitrés años —igual que el personaje que se llama como él en el libro—, luce de pronto demasiado viejo.
            —Pubertos emborrachándose —describe—. Y otros trabándose.
Estamos buscando dos cosas. La primera, los personajes del libro, pero yo en el fondo no quiero encontrarlos. Ya que para efectos de la gran narración provengo de la literatura, prefiero concebirlos así, como los narra el magnífico cronista que tengo al lado, hermosos, interesantes, tan jóvenes, que enfrentarme a los sujetos abocados al desencanto que seguramente serán en la vida real. Sea cual sea la realidad, sea lo que sea, está mejor contada en los libros que en el mundo concreto, y no me cabe duda de que Manuel, Gabriel, Daniel, Hamilt, Álex y Pipe habrán de gustarme mucho más en el relato que de ellos hace Felipe que sus correspondientes del mundo… ¿real? Bueno, ¿no es real la vida de los personajes a los que narra un periodista? ¿No es real la vida de unos sujetos que se pasan los días y los meses desvaneciéndose en volutas de humo?
Esto cuenta el libro:
Seis muchachos deambulan por las noches de un pueblo ubicado en las altiplanicies de los Andes colombianos. Si los miráramos desde afuera pensaríamos que no tienen presente y dudaríamos de sus posibilidades para el futuro; acaso los consideraríamos unas sombras que expelen humo y los dejaríamos ir de nuestra memoria.
El narrador de Humo de medianoche nos los devela como lo que son: jóvenes de intenso presente y vibrante futuro, unos que por ahora tienen el destino enredado en la marihuana, pero que por lo mismo gozan de una existencia plena de imágenes, pensamientos, sensaciones. Ideas. Con los cinco sentidos de un periodista que además es escritor, Felipe Ramírez Valencia les insufla vida a las sombras y las convierte para nosotros en personajes.
            No usa una prosa potente. La suya es, en cambio, una prosa bella, puesta al servicio de la verdad; en ello estriba su fuerza. Es, como indica el deber ser del periodismo, una escritura sólidamente fundamentada en lo que Norman Sims, teórico del periodismo literario estadounidense, denomina la inmersión. Felipe estuvo ahí. Conoció a sus personajes, compartió sus sueños y desesperanzas, cultivó por ellos un auténtico afecto; con respeto, amor, rigor, logró estar como si no estuviera, tomó nota de sus vivencias, con sapiencia trasladó la esencia de esos muchachos al universo de la palabra escrita.
¿No me va a hacer preguntas? —me pregunta, igual que a él uno de sus personajes en una de las crónicas. El propósito de la visita era asomarme al mundo de Felipe, el autor de esta serie de relatos que he leído con tanta emoción desde los borradores iniciales. Quería conocer in situ sus ideas sobre el periodismo, la literatura, el pueblo, las fuentes, los personajes, la gente.
Quería también convertirme en un testigo presencial del lugar que sirve de escenario a esas seis historias y corroborar o derribar mis prejuicios. Muchas pinceladas traza el narrador de Humo de medianoche para describir los múltiples rostros de Marinilla. Tengo a la mano esta que me fascina por su sencillez y contundencia, del día 72 de Hamilt (el relato que más me gusta, lo confieso): “Olor de ciudad. De ciudad no, más bien de pueblo. Huele a nubes, a polvo húmedo, a calles mojadas con historia confusa”.
—La música, la literatura y el cine son las tres artes que más me apasionan —comenta Felipe, y el que lea este libro entenderá la contundencia de sus gustos.
Lo segundo que buscamos por todo el pueblo es una revueltería que esté abierta a estas horas. Y preciso la encontramos en el marco de casas del TAL, al fondo, detrás de donde estaría la concha acústica si este lugar hubiera sido un teatro al aire libre. Él nos ha contado, a mí, a la escritora y a la fotógrafa que nos acompañan, que alguno de ellos le enseñó a armar una pipa con la punta de una zanahoria para desvararse cuando no tuviera a mano los adminículos necesarios. Trae, por supuesto, algunas briznas de ganjah que le obsequió otro de sus personajes, el que la cultiva en el solar de su casa: no podríamos abandonar la noche sin mínimamente alzar el vuelo.
El anfitrión consigue en la tienda una zanahoria grande, gorda, erecta y apetitosa como para Bugs Bunny, y el revueltero le presta además un cuchillo. Atraviesa el mar de muchachitos y viene a nosotros. Con destreza corta la punta y moldea la pipa. Cada uno enciende su poquito, aspira, enciende, aspira, se quema, se eleva, y cuando en pocos segundos mi mente se desdobla descubro que algunos de los pubertos no hablan con sus amigos, no ven a nadie, tienen los ojos puestos en su mundo interior. Me doy cuenta de que para muchas personas la marihuana es como el muro de la isla prisión que relata Bioy Casares en esa novela, Plan de evasión. Los reclusos pasan la vida como hipnotizados mirando el muro y el narrador poco a poco va descubriendo que en las manchas existe un patrón de imágenes que los llevan en mente, ya que no en cuerpo, a los paisajes más hermosos de la Tierra. Los prisioneros se niegan a dejar la prisión. Igual que los marihuanos, pienso de pronto. Para muchos, la yerba funciona como un perfecto plan de evasión.
Tiene que ocurrir, desde luego: acabamos comiéndonos la zanahoria. Soy uno de los reclusos de Bioy Casares y mi viaje es interior. Despedazo la zanahoria con mis dientes y noto cómo se hace una masa de piedrecitas jugosas y dulzonas en mi boca. Rumio durante largo rato, maravillado con los sabores, y luego trago. Siento los fragmentos despeñarse esófago abajo hasta el abismo profundo de mi estómago, los siento desaparecer en las insondables simas de mi entraña. Casi soy capaz de percibir cómo allí se descomponen en sus elementos esenciales, las vitaminas y todo eso, y soy feliz. Tal cosa, creo, es la come-trapo (munchis, en el idioma tosco de los bogotanos): no un hambre desmesurada que despiertan los componentes secretos de la cannabis, sino el ansia de probar las sensaciones que pueden percibirse con los sentidos activados en los recodos más ocultos del organismo. El vuelo es un enloquecido viaje por el adentro y el afuera del cuerpo, en el que los sentidos se alternan para mostrarnos diversas facetas del universo más bien desconocidas por la cotidianidad. Cuando además participa la mente, el viaje se hace entre las dimensiones. A veces se involucra también el espíritu y es ese uno de los escasos momentos en que a los humanos les es dado avizorar cómo trabajan los dioses. En esto, la marihuana se parece a otros regalos del reino vegetal, si bien le falta la majestad, digamos, del yagé.
            De todo esto, y de la vida íntima de su generación, habla Felipe en su libro. Cuando me presentó los primeros borradores de lo que entonces era su proyecto de grado, supe que me hallaba ante un trabajo importante. Un cronista de los grandes nacía delante de mí.
            —Lo único que te pido —le dije con la misma emoción que siento ahora— es que me permitás el honor de escribir el prólogo.
            Dos años o más han pasado. Felipe se graduó con mención de honor, siguió cultivando la amistad de sus personajes, hizo más inmersión en sus historias, obtuvo el premio de la Gobernación, corrigió la primera parte y escribió la segunda. Generoso, mantuvo la promesa de permitirme escribir este prólogo. Lo llamé para que me diera unos datos y me mostrara el pueblo.
            —En todo caso —dijo hace unos segundos—, no me haga ver como un ogro, que en últimas yo soy uno de esos pubertos.

           


martes, septiembre 09, 2014

La familia perfecta (cap. 1)

1
                         Tras el portazo de Raulito, los últimos gritos de Maru se estrellaron contra la hoja interior de la puerta y quedaron prendidos del clavo al que se aferraba la bendición del hogar que nos regaló la señorita Ana Ospina en las épocas inocentes de la familia. Maru se volvió hacia el interior de la casa y sus ojos, quemándome, le recordaron que yo estaba ahí. No se tranquilizó. Por el contrario, noté en sus facciones el esfuerzo de endurecerse para notificarnos, a mí y a los que estuvieran por ahí, que, en su concepto, mantenía el control sobre todos nosotros. Esfuerzo de todos los días, todas las horas y, en mi caso, innecesario. Yo era la única que no la retaba. Aun así, cada vez me hacía saber que tampoco para mí había consideraciones. “¡Que vaya esa gonorrea a que lo maten!”, vociferó. La llamarada de su ira me pasó por encima, chocó en el aparador de los trastes, cayó sobre mi pelo y me empezó a arder en forma de una de esas rabiecitas que sobre todo ella sabía sacarme. Yo había dejado de leer, aunque mantenía la vista fija en el libro: me enfurecía que la bulla me interrumpiera la lectura y justo en ese momento estaba emocionada con aquel hombrecito que implementaba tremenda estrategia para seducir a la muchacha. Mi primer encuentro —el único, a la larga— con Kierkegaard, gracias a la Platónica, que me obligaba a ser intelectual: "Jajaja, deja de leer Vanidades que tú eres más que eso". No hubo chance de aclararle que jamás en mi vida he navegado por dicha revista y que ella me aclarara a qué se refería con “más que eso”: supongo que a lo mismo de todos, a que yo mostraba inteligencia y cierta habilidad con las palabras. Bueno, yo iba en la primera carta del seductor cuando el portazo y los gritos. En un santiamén mi solidaridad dejó de ser para Maru, si bien no se puso del lado de mi hermano; amargué el ceño, a fin de disuadirla de cualquier intención que pudiera albergar de inmiscuirme en el alegato. El seductor y Cordelia me llamaban a gritos, pero mi atención no podía estar con ellos, así que cerré la aplicación del libro y dejé las gafas de interactividad sobre la repisa. Maru caminó hacia la cocina; al pasar junto al mueble desde el que yo la veía sin mirarla tuvo un leve tropezón y disimuló la contrariedad con un nuevo intento de involucrarme en su pelea: “¡Y vean a esta, que no le importa nada!”. Llamándome ‘esta’ trataba de puyarme con un desprecio que ya no me dolía. Cruzó la cortina; al instante estaba lavando platos. La fuente de su ira siguió manando en gran cantidad, de manera que la cantaleta se avivó con entusiasmo y dejó de estar centrada en Raulito. Sin nombrarnos nos incluía a todos, con la esperanza de que alguno lo asumiera a título personal y, replicándole, le diera la oportunidad de retomar la pelea que necesitaba para paliar la tarde. Probó una vez más conmigo y la ignoré. Dijo que ni la peor madre merecía que se le negara la ayuda para defenderse de ese animal. “Ese animal” eran alternativamente Raulito y Johnny; la madre sin apoyo era en este momento ella, como lo era cada menos de dos días. Me dieron ganas de decirle que “ese animal” estaba muerto, para recordarle que cualquiera de los hombres de la casa podía ser tan feroz para ella como lo había sido Richi, quien desempeñó el papel de “ese animal” hasta la mañana misma en que lo mataron y ahora se lo homenajeaba ascendiéndolo a la calidad de “mi muchacho”.  No se lo dije, porque hacerlo significaba picar el anzuelo que ella lanzaba con tanta ansiedad y porque, además, sabía que Maru necesitaba aferrarse al falso recuerdo de la bondad de mi otro hermano para inventar en torno suyo la frágil burbuja de bienestar en que se guarecía. Las mamás de mi barrio solo están tranquilas —entonces y supongo que ahora— con los muertos: los vivos producimos en sus almas una especie de comezón; nos quieren y sufren por nosotros, pero también a nosotros dirigen su rabia, su frustración, la culpa de su incapacidad para manejar el mundo. Cuando morimos, todo lo que no era bueno se amasa en un zurullo, se envuelve en un papelito de celofán y se esconde para siempre bajo el corazón yerto en el ataúd y pasamos a ser los hijos ejemplares, los niños nobles, las alegrías muertas de sus vidas. Aunque, claro, quienes mueren por aquí son los muchachos. Las muchachas tienen los hijitos de los muchachos, las muchachas cumplen la función de preservar la memoria buena de esos héroes de plomo y láser, y pronto se convierten en las mamás que sufren, etcétera, en un ciclo de múltiples repeticiones del mismo destino que está escrito para los jóvenes de la comuna desde cuando el mundo es mundo y la ciudad es esta ciudad, la nuestra y no la de los abuelos cándidos y felices de los años del gogó. Las demás no contamos. Cuando alguna de nosotras muere, cosa que sucede muy poco en vista de que no tenemos tendencia al heroísmo, pasamos a ocupar un rinconcito de olvido en el corazón de las mamás. Este olvido tiene algo de melancolía, algo de desengaño y un notorio reproche a la vida: qué amado desperdicio de ser humano es este que acaba de irse.
            Maru continuó quejándose de que la tratábamos como a la peor de las madres, anunciando lo mucho que nos dolería cuando ya no la tuviéramos, en fin, “el día de la quema se verá el humo”, todas esas cosas que las mamás siempre dicen en sus rabias y que la mía rumiaba con tanto gusto. El torrente de su cantaleta no amainaba cuando reunió a Marcelita, los repetidos —esos futuros animales— y el abuelo Mario para darles la comida, de manera que yo le dije que ni se le ocurriera servirme: "ve querida, peor que una comida servida de malagana no hay ni siquiera el beso de un faccionario gordo y borracho", y por ahí se agarró para emprenderla contra mí, “lo que sean, sean, menos unas sinvergüenzas”, etcétera, etcétera, así que prendí el televisor y me puse a ver las telenovelas de todos los canales. Ella vino al rato a la alcoba, ya en ese estado suyo de pasar de la ira al sopor: “Andá, comé, que se te va a enfriar”, dijo con una sequedad que flotaba en las cálidas aguas del amor de madre, turbias aguas de un amor que no sabía ser. Johnny la encontró a las nueve pasadas a mi lado haciéndole mala cara al televisor, aburrida por no tener con quién entablar un combate. Se miraron y no se saludaron. Ella se paró y fue a la cocina a calentarle la comida. Él permaneció en el cuarto, callado pero no enojado —Johnny no contaba, he dicho siempre; ni siquiera cuando ella lograba hacer que se convirtiera en ese animal—, organizándose para ducharse, comer, ver las noticias. Prendió un cigarrillo, el primero de la noche en la casa, el nonagésimo del día en su cuerpo intoxicado y en su alma insípida. Yo no le hablaba. No porque no lo quisiera o él a mí, pues de hecho creo que de los dos fue quien más supo aceptarme, sino porque una vez dábamos el salto de la niñez a la adolescencia todas en el mundo dejábamos de tener palabras para nuestros papás. Maru le trajo la comida. “Esperate yo me baño”, habló él por primera vez. Y ese era el orden usual de los acontecimientos: Johnny llegaba, hablaban algo si no tenían secos los afectos, él fumaba, Maru le traía la comida a sabiendas de que él haría primero otras cosas, Johnny se duchaba, fumaba, Maru lo reprendía por tanto fumar, él se ponía la ropa de estar en la casa, fumaba, comía, fumaba, Maru lo reprendía, veían las telenovelas y las noticias, él fumaba, se acostaban, él despertaba cada hora o menos a fumarse otro cigarrillo. Otro Boston, cajetilla azul, jamás en su versión electrónica. Digamos que así funcionaba en el sesenta por ciento de las noches. En el otro cuarenta, Maru lograba inventar la guerra. “Ese otro se volvió a largar con los amigos esos”, se quejó esta vez. Ese otro era Raulito, claro, ese animal; los amigos esos eran esos amigos, los que sabíamos. Los chachos que mandaban en el barrio, pero que no podían avanzar tres cuadras a la redonda sin perecer en territorio hostil. Maru se quejó ante una piedra que fumaba. Johnny se sentó a mi lado, en el pie de la cama, el televisor encima de sus ojos, pero puestas sus propias gafas de interactividad, el pucho entre el índice y el medio derechos, y comenzó a sorber. Respiraba duro, lo cual significaba que se disponía a responder las primeras escaramuzas. Maru se exasperó: “Pero como en esta casa no hay autoridad”.  
            —¡Ya comenzaste vos! —farfulló Johnny.
            Intervine: “¡Ay, bueno, ya!”. Y algo funcionó, pues los dos se callaron. De todas maneras, para no presenciar lo que podía venir, desde un silencio denso (cómo me gusta que el tiempo y los silencios se llamen densidad) hasta la irrupción de un dron bombardero en el centro de nuestro hogar, me salí de la pieza y de la casa. La calle estaba llena de ruidos, luces y presencias, pero en comparación con la casa era el Mar de la Tranquilidad. Aproveché para llamar a la Mamá Grande, que me había citado a reunión del grupo de apoyo para la noche siguiente. La Mamá Grande era otra vez candidato a quién sabe qué cosa y yo participaba por vez primera en la vida política, etcétera, así que estaba dispuesta a partirme el lomo por la causa que fuera, por otra campaña en que él alzaría su grito libertario y quedaría a pocos votos de cualquier victoria, sin puesto de elección popular pero con poder moral para seguir imponiendo las políticas de “nuestro sector”. Todas las causas me parecían justas, sobre todo aquellas en las que no participaba Maru. Y no digo esto con odio. No lo habría dicho entonces, no lo diría en los actuales tiempos de vacío. Si hubiera de elaborar una definición literaria de ella, diría que era una especie de trágica malvada, una arpía bondadosa. Sin literatura, más bien con sociología —ay, Platónica mía: no lograste obligarme a leer sino novelas y a ello dedico ahora los densos días—, diría que la pobre nació y se desarrolló en ambientes poco propicios, y definiría los traumas que le impedían ser una mamá tranquila del segundo cuarto de siglo.  Mismos que ella resumía en “la maldición”, la que ni siquiera sabíamos si, en caso de existir, de veras la signaba porque las cuentas de su ascendencia se fundaban en genealogías fantasmagóricas. A su favor he de aceptar que lograba sorprenderme con reacciones sutiles en momentos cruciales. Tomemos, por ejemplo, la confirmación de mi asunto.
            Fue en la Semana Santa del año en que ocurrió lo de Richi. Todos en el mundo lo sabían, pero yo estaba pequeña y asustada, y aún no me cruzaba con los gritos libertarios de la Mamá Grande, así que me lo negaba hasta a mí misma.  Empezaba, sin embargo, a ensayar la rebeldía de la adolescencia: decía que no, aunque quisiera decir que sí, tratando siempre de medir los límites de los otros, y cada retirada de ellos me volvía un poco más fuerte. Había descubierto que una mirada cargada de dinamita o un monosílabo pronunciado con aliento de minotauro me fortalecían ante ellos. El Viernes Santo, viendo que no me arreglaba para ir con ella y los otros a las Siete Palabras, Maru entró a mi pieza, me miró con ojos de filósofa tercermundista y dijo algo que ni el mismo Jesucristo con su infinita clarividencia habría anticipado: “Vos sos gay, ¿cierto?”. Me quedé clavada en el fondo de mi susto. Conocía muy bien cada inflexión de su voz, la intención de cada palabra suya. Supe que a pesar del tono agrio no estaba enojada, pues de haber querido iniciar una pelea habría dicho marica en vez de gay. Sentí que una bomba me estallaba por dentro, pero como no me destruyó me dio fuerza para sobreaguar. No se lo negué como a Richi y a Raulito varias veces en nuestros diálogos trascendentales. Le dije con un hilo de altanería que logré trenzar con mis escasas fuerzas: “Peor que eso, mami”. Se quedó callada, tal vez esperando una explicación o una petición de perdón. No me alcanzó la fuerza para contarle lo que después tendría que saber. Seguí aferrada de mis gafas de interactividad, pero no viendo la película de Moisés —una antiquísima que daban en 2D—, sino maquinando uno de mis trucos de manipulación: “Ay, mija: en caso de tragedias que no pueda enfrentar, llore”, me aconsejaba la Chiko Freza. Si Maru se ponía agresiva, me lanzaría a su pecho diluviando lágrimas y rogando su comprensión sobre las fuerzas que me desbordaban. El minuto siguiente fue, como se dice siempre en las novelas, tortuosamente denso; diríamos que duró horas. Maru dejó para después la pelea: “¿Entonces no vas a ir con nosotros?”. Comprendí que en esa seudopregunta me estaba entregando un buen grado de autonomía; de todas maneras, para no irse derrotada, y en un tono en cuyos matices reconocí más complicidad que frustración, remató: “Este negro hijueputa me salió peor que todos”. Me quedé muerta del miedo, pero a la vez con una tranquilidad maravillosa porque al fin había enfrentado a la fiera más temible.  Johnny solo se metía con ella; con nosotros era cariñoso de vez en cuando e indiferente la mayor parte del tiempo, de manera que si se ponía necio por mi asunto no era sino gritar un poco y se marcharía al silencio con un cigarrillo en la mano y el humo se llevaría sus iras. Richi y Raulito me querían mucho, sobre todo el primero por asuntos que revelaré más adelante, y en últimas eran bastante liberales o no les preocupaban sino las cosas de su guerra. A pesar de mi empecinamiento en negarlo y a pesar de que aún jugaba fútbol con ellos y era un machito más de la cuadra, un joven semental destinado a criar la pinta y morir pronto —un poquillo amanerado, cierto, pero en la cuadra me querían y no se hacía mofa de ello—, me habían convertido en la niña, la mimada del primer grupo de tres hermanos. Marce y los repetidos estaban bajo mi imperio (no uso de gratis la palabra imperio; ya verán por qué), así que frente a ellos solo necesitaba asumir la actitud que fuera. En cuanto al abuelo Mario, ni importaba lo que pensara ni a él le importaba nada que estuviera más allá del reino escondido en su cabeza.  Aceptada la cosa por Maru, el mundo me demostraba que aparte de ser ancho y ajeno me permitía moverme con cierta libertad por sus vericuetos: antes de terminar ese abril pasé de ser un muchachito algo floripondio, pero hombrecito, a convertirme en toda una damisela en expansión.
            He de adelantar que solo para mí ocurrió lo de Raulito y luego lo de cada uno de ellos; nadie más en la casa dijo ni pareció sentir nunca nada al respecto, y cada cual en su momento marchó a su… propio destino en un silencio tan manso que parecíamos movidos por una divinidad incontrovertible y acertada, o por un demonio que de esta manera —llegué a pensarlo con seriedad— daba fin a la famosa maldición de Maru. Con nadie pude hablar nunca de esto, pues cuando lo intenté hicieron como si nada hubiera sucedido. De alguna manera alcanzo a creer que, de verdad, no les importaba: ni lo de los otros, ni lo propio, ni en ese momento ni nunca. No hablaron entonces, no hablaron después, no hablarían  ahora si estuvieran conmigo. Su indiferencia me obligó a la mía. 
            Continúo pues: esa noche, Maru estuvo llorando durante mucho rato. Si en general hacía demasiado ruido, en el llanto era de una discreción muy cercana a la elegancia; sus llantos, quedos, solo podían detectarse por los suspiros, contenidos aunque audibles, que se le escapaban de tanto en tanto. Lloraba por la derrota, cuando había intentado pelear porque estaba muy asustada.  “Tranquilizate, ¿sí?”, le decía Johnny cada varios minutos, con una mezcla de solidaridad e impaciencia, que al mucho tiempo dio paso a un “¡Dejá la chilladera, ¿sí?!”. Yo estaba dormida y soñaba con hipopótamos del Magdalena o cualquier otra cosa, nunca me acuerdo bien de los sueños, y medio despertaba cada vez que la voz de Johnny atravesaba la cortina que separaba su habitación de la mía y de Raulito. Sentía pesar de ella, me dormía, despertaba por un gruñido de él, me daba cuenta de que la noche avanzaba por las horas más aciagas de la madrugada y mi hermano continuaba en las calles, lo cual no podía ser bueno: para él y los suyos, o para los otros. Sin embargo, pensaba que Raulito era un sobreviviente, “Fresca, niña, que yo siempre voy a estar bien”, me decía algunas veces y yo lo creía con suma firmeza a pesar de que las noches eran la edad del viento y los proyectiles, de nada más que de la maldad, de nada más en estos barrios de nosotros y de nuestros enemigos. En alguna parte de mi alma estaba contagiada de la preocupación de Maru, pero me volvía a dormir y seguía soñando no con quien yo deseaba sino con situaciones extravagantes que mis neuronas locas inventaban. En una de esas pensé que la noche se estaba alargando demasiado y ya deseaba que amaneciera; busqué la hora en mi celular de pulsera y descubrí que en nuestro sector del planeta apenas eran algo más de las tres. Maru ya no lloraba. Rezaba en un susurro que, con seguridad, arrullaba a Johnny, "ángel de la guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día", y dulce ave María y todas esas cosas, digo yo que entonces rezaba mi madre aunque en realidad no tengo idea de cuáles palabras invocaba en su plegaria hipnotizada. En esas situaciones retomaba las oraciones que le enseñaron en la niñez y que no abandonaría hasta bastante avanzados los treinta, cuando, ya madre de seis vástagos y mujer de un hombre que persistía sin auténtica convicción en el catolicismo, había caído en las garras de una de tantas sectas cristianas que se robaban la reverencia de los espíritus impresionables de la comuna. Cuando necesitaba comunicarse con la forma de la divinidad en que le habían obligado a creer, Maru no encontraba mejor manera que volver a sus métodos de niña católica. Rezaba y esto la ponía en paz. En ese momento, cuando ya no se lo proponía, consiguió por fin mi solidaridad. Me levanté, fui hasta su cama. “Ya, mami: dormite, que él está bien”, le dije. Lo creí. No me lo reveló nadie, ningún hada, ningún airecito frío de los que entraban por la ventana trayendo los ecos de esa ciudad que nos era a la vez amada y hostil. Me lo había dicho él: “Yo siempre voy a estar bien, niña”. Maru despegó los ojos de la camándula y me indicó con ellos que el vínculo entre nosotras estaba restablecido, pero que no podía hablar porque sus palabras eran en ese momento del Señor. Sé que se sintió mucho más tranquila, aunque su angustia continuó vigente. Johnny olía a cigarrillo en su rincón de la cama. Bueno, en realidad esto del olor a cigarrillo de Johnny es una simpleza retórica, pues yo por supuesto no me acerqué a olerlo ni el hedor tenía la consistencia suficiente para alcanzarme. A la que sí me acerqué fue a la ventana de la sala. Aparté la cobija con que Maru la cubría por las noches, como si cobijando la ventana cobijara la casa. Al fondo estaba la ciudad. Mejor dicho, en el fondo. En el fondo del valle, hasta el cual alcanzaba mi mirada, la ciudad ardía por todo el contorno de la noche, roja, profunda, luminosa. Nuestro barrio estaba en lo alto del valle y nuestra casa en lo alto del barrio, sobre una pequeña barranca que daba a la calle, y la calle misma estaba construida sobre otra barranca: un pequeño muro de contención y la pequeñez de nuestro hogar impedían su derrumbe. La ciudad nos temía, pero hacía un pequeño esfuerzo por acercarnos a su entraña. Nosotros, igual que ella, estábamos cubiertos por una densa capa de partículas… ¿cómo definirlas? Si digo tóxicas, tendría que preguntarme a continuación cómo es que no moríamos o enfermábamos de gravedad por respirarlas. ¿O sí moríamos, y nos encaminábamos en un trance colectivo hacia el infierno? ¿Los enfermos éramos todos en conjunto y por eso los desafueros de nuestra sociedad? El caso es que esa capa de partículas hacía perenne presencia en nuestra atmósfera desde más de dos décadas atrás. Nos habíamos acostumbrado a ella y, de hecho, una generación entera, la mía, había crecido percibiendo la capa con la misma naturalidad que a las nubes y la contaminación del río. Estábamos tan acostumbrados a los hermosos colores que producía en la atmósfera —ahora mismo, el rojo profundo de la noche—, que, sabiéndolo, no nos dábamos cuenta de que era uno de los indicadores de nuestro desastre. El desastre era hermoso, nos había enseñado la tragedia.
Nuestra calle trepaba como una pobre lombriz de pavimento por nuestro pedazo de montaña y en la esquina era cortada por una carrera, no diré cuál para que después no vayan a buscar mi rastro en la memoria de los que ya me olvidaron, y luego la carrera era cortada por unos cuantos bloques de casas mal construidas, amontonadas como en una ensoñación de poeta bobo, todas debajo de nosotros y encima del valle, aunque también encima nuestro se aglutinaban más casas y más barrios, en progresión infinita hasta la cima misma del anillo de montañas; y, detrás del arrume de casas, calles y barrancos, la estación del metrocable que al cabo de las décadas seguía ligándonos a esa ciudad de Medellín donde todos hemos nacido y muerto antes de tiempo. El metrocable era un fantasma en reposo. También el barrio lo era, aunque desde sus calles, carreras, callejones y barrancos me llegaban las señales sonoras de los milicianos que lo cuidaban. Conocía bien sus códigos, cuándo un pito indicaba calma y cuándo llamaba a la batalla, y cuándo el silencio y las almas en pena se apoderaban de nuestros laberintos. Nadie disparaba esa noche. Por lo menos no en ese momento. Ningún automóvil llevaba heridos a la policlínica. Ningún automóvil, de hecho, se atrevía a desplazarse por estos andurriales mientras no hubiera sol y gente, pero cuando había heridos aparecía, como materializado de la nada por las mismas balas, el carro que habría de llevarlos a las urgencias. En cambio, si eran muertos nadie venía por ellos hasta que la mañana estuviera avanzada. En todo el ámbito que abarcaban mis ojos tenía lugar la aventura de mi hermanito. “Vení ya”, le supliqué, contagiada pasajeramente por la angustia de Maru. También pensé que si nadie disparaba era porque los guerreros tal vez estaban convertidos en novios adolescentes que extendían sus visitas. Con esta idea regresé a la cama y me dormí.   
            Mucho rato después sentí que un automóvil se detenía abajo de la casa, en la calle. No reconocí la marca, pero sí que era de gama baja, con seguridad motor a gasolina y de un modelo anterior a dos mil veinticinco. Una ruidosa antigüedad. Me preparé para lo que trajera: una mala noticia o a Raulito de regreso. Pero no hubo pasos apresurados ni risotadas. Aguardé. Oí el golpe de la portezuela al cerrarse, no muy duro; más ruido hacía el viento al bajar por la montaña y recorrer la calle arrastrando las partículas. Esperé otro poco. Fuertes corrientes de escalofrío me recorrían el cuerpo y pensaba en Maru. Nada dijo ninguna de las dos en la penumbra. Pensé que si lo que llegaba era la mala noticia, la discreción de su portador exasperaba. Pero si era mi hermano, estaba demasiado silencioso: ni una risa suya, ni un hijueputazo alegre al amigo que lo hubiera traído, ni sus pies subiendo a zancadas, de dos en dos o en más, los escalones.  La espera se extendió no por unos cuantos segundos, sino por una infinidad de fracciones de segundo. Al fin todo se tranquilizó: oí la puerta abrirse al poner él su tarjeta en el sensor de la chapa y a Maru decir para que él la oyera, con una rabia feliz: “Malparido desconsiderado”. Y me dormí. Recuerdo a la perfección el tema del sueño que tuve durante el resto de aquella madrugada, porque lo uní en el corazón primero a la alegría de que Raulito volviera y después, en la mañana del día siguiente, a la sensación indefinible que me produjo el verlo. 
     Soñé que me ponía las siliconas.


martes, abril 22, 2014

El amarillo es el color de la melancolía

 Para D.

          Y sí: se podía morir. Siempre lo supe, porque es un inevitable sino de los hombres todos, grandes y pequeños, del sastre al emperador, aunque uno tiende a pensar que no les ocurrirá a aquellos a quienes ama. El 17 de abril, cuando a media tarde me dieron la noticia, sentí ese como desgarramiento en el pecho y un torrente de lágrimas se me vino a los ojos, y durante varios minutos tuve que callar. Y fue todo. En realidad, andaba más triste por la muerte, el día anterior, de mi amigo Esnéider Zabala, y tras el impacto inicial la de García Márquez se volvió apenas un murmullo en el corazón.
Fue el más grande amor literario de mi vida. Lo conocí casi tan pronto como a la literatura, lo cual sucedió en cuanto aprendí a leer. Mis primeras lecturas fueron unos westerns que mi mamá guardaba en un nochero con otros papeles de mi papá. Tenía, no sé, ocho, nueve años. Entonces se produjo el gran guiño del destino: un día, mi tío Fabio estuvo de visita y dejó olvidado un libro que me llamó la atención por la carátula: la imagen de una persona que se veía muy triste, aislada en un rincón, forrada de pies a cabeza en un grueso vestido de color azul turbio, en un cuarto con baldosas azules y amarillas. Fue esa carátula, y no el título, lo que se conectó con algo muy íntimo en mi sensibilidad, pues soy desde niño un hombre dado a la tristeza.
La lectura se dilató a lo largo de casi un año. La primera de por lo menos cinco que he hecho de ese libro –en distintas ediciones–, y en una de sus muchas claves posibles, la que yo precisaba para ese instante de mi vida: la de aventura fantástica a modo de cuento infantil, en la cual aparecía, por ejemplo, un hombre melancólico al que siempre rodeaba una nube de mariposas amarillas. Después supe que se trataba de la edición de Cien años de soledad publicada en 1970 por Círculo de Lectores, y perdiéndose en la tortuosa ruta de los decenios aquel ejemplar fue a dar a la biblioteca de mi tía Leticia, en Pensilvania, de donde lo hurtaré la próxima vez que vaya por esos lados.
Recuerdo con nitidez varias de las impresiones que me generaban los sucesos narrados en la novela. Eso es: más que imágenes, impresiones. La tristeza del ser (¿hombre, mujer?) de la carátula; la melancolía de Mauricio Babilonia envuelto en su nube de mariposas amarillas; el prodigio de Remedios, la bella, acaso una muchacha triste y solitaria, elevándose en cuerpo y alma a los cielos, envuelta en las sábanas finas de su cuñada Fernanda del Carpio mientras esta se compungía por la pérdida de sus prendas en vez de asombrarse ante el fenómeno; el ingenio de Úrsula Iguarán para evadírsele a la vejez preguntando a los niños de la familia por el color de las cosas, como quien pone a prueba los progresos de los pequeños y no como quien se está quedando ciego, y ella misma reduciéndose de tamaño mientras le pasaban las décadas y los siglos hasta caber en una caja de zapatos y convertirse en juguete de sus tataranietos…
Ahora que lo pienso, mi primera lectura fue un viaje a la tristeza a través de las maravillas de la fantasía. Y sí, la tristeza es el elemento común en todas mis lecturas de Cien años de soledad, si bien cada una de ellas ha estado marcada por una clave distinta. En la polifonía literaria que esta novela constituye, distintos instrumentos han estado disponibles para cada uno de los hombres que soy en el instante de esas lecturas. En cada momento soy uno solo, pero la novela está dotada de una multiplicidad que le permite mostrárseme con nuevas voces cada vez que acudo a sus páginas. Y así como en la primera me atrapó la fascinación de los hechos fantásticos narrados en ella, en la más reciente, hace siete años y con motivo de un viaje a La Guajira –la mismísima región donde la historia tiene lugar–, la vibración principal de la narración estuvo marcada por la muerte. En otro instante, recuerdo, había sido la risa: cuánto se divierte el narrador García Márquez en este, el estudio más certero que haya hecho nadie sobre la cultura caribe. Y ahora que él ha muerto, me propongo una lectura en que la clave será la presencia del escritor.

Pasaron algunos años, me convertí en adolescente y fui a dar a un internado. Esto ocurrió en 1981, el año en que García Márquez sonaba como fijo para el Nobel pero en vez de darnos a sus adoradores la dicha del premio (lo obtendría al año siguiente) lo que nos entregó fue una novela corta y perfecta, una historia policiaca en clave de tragedia en la que desde el título mismo sabemos que el héroe va a morir y desde la primera línea que esa muerte será por asesinato. Conocidos tan pronto estos detalles, nos queda para el suspenso enterarnos de cómo es que lo van a matar, de las motivaciones más profundas de los asesinos y de cómo estos anhelan que alguien les impida cometer el crimen y cómo el pueblo entero que anhela impedirlo acaba asistiendo a manera de coro a la ejecución. Con seguridad el concepto se me ha contaminado por las sucesivas lecturas y por el exceso de siglos que ha caído sobre mi entendimiento, pero recuerdo la maravillada expectación con que leí aquella Crónica de una muerte anunciada.
Cuatro años más y, recién cumplida la mayoría de edad, estaba convertido en un apasionado de la escritura garciamarquiana. Ya habían pasado por mi sensibilidad toda su obra narrativa, buena parte de la periodística y algunas de las películas basadas en sus relatos. Entonces llegó el 7 de diciembre más importante de mi vida: el del lanzamiento comercial de El amor en los tiempos del cólera, que es de todas las novelas que adoro la que adoro más y aquella por la cual García Márquez, que ya era mi escritor preferido, se convirtió en uno de los miembros conspicuos de mi panteón espiritual. Ese 7 de diciembre cayó en sábado y lo recuerdo con plenitud. Todos llevábamos semanas escuchando y leyendo apartes de la primera novela posterior al Nobel y moríamos por tenerla de una vez por todas, y yo venía ahorrando peso a peso el valor del libro, de manera que esa tarde corrí a alguna librería del centro de Medellín y lo compré. Veintiocho años largos después, conservo el mismo ejemplar de pasta dura, amarilla y con la única ilustración del pequeño buque fluvial en la esquina inferior derecha. Sobresalen allí las dos chimeneas soltando humo (el de la selva adyacente al río Magdalena que durante casi un siglo se quemó y devastó para impulsar la navegación comercial) y la bandera del cólera, pero en cambio apenas si se notan, discretas aunque gloriosas, las siluetas de los dos ancianos enamorados.  
Todavía tuve que esperar a que terminara una fogata de los scouts (ese gran error de criterio de mi existencia) en el parquecito de Carlos E. Restrepo, antes de poder agarrar la buseta para mi casa, en el barrio Aranjuez, y encerrarme y durante dos días ofuscarme el corazón con la aventura del único héroe romántico al que en esta vida he querido imitar: durante muchos años estuve dispuesto a amar como Florentino Ariza y llegué a persistir en necias veleidades del corazón, hasta cuando descubrí que los Florentinos Ariza del mundo no habían sobrevivido hasta mi generación y que a las Ferminas Daza bien podía mandárselas con un gesto de desprecio al rincón más frío del olvido, pues en últimas solo merece ser amado el que nos ama (ay, D, vos). Aun así, adquirida esta conciencia gracias a las enseñanzas de muchas otras novelas y de la vida misma, ningún pasaje literario logra estremecerme de emoción, y hasta inundarme de lágrimas, como ese en el que, al cabo de medio siglo, Florentino Ariza logra por fin que la mano de Fermina Daza espere la suya en la soledad de un camarote y asistimos después de 447 páginas a la realización de ese amor por el que él ardió a fuego vivo desde cuando sus miradas adolescentes se cruzaron por primera vez. No hay momento más glorioso en la literatura que el encuentro final de esos dos ancianos que gracias a la tozuda pasión de él han logrado pasar por encima de todos los convencionalismos y enamorarse, ya no con el ardor de los años en que la gente debe incendiarse de pasión, pero sí con la serena felicidad del hombre y la mujer que, en apariencia, ya no tienen nada por vivir. Florentino Ariza es, al final, un hombre sabio cuyo mayor logro consiste en hacer merecedora de su amor a la mujer que no había logrado verlo. Ese es mi héroe literario y en su honor y en el de su amada bauticé a mis dos gatos.

Quería contar la anécdota de la primera vez que vi a García Márquez en persona, pero creo que ya no cabe aquí. Han pasado los primeros cinco días desde su muerte y a esta hora de la madrugada me tomo unos rones para brindar por su grandeza. Y sí, bueno, yo había anunciado que la suya sería la única muerte de un artista admirado que lloraría, y por eso he recibido unos cuantos mensajes de condolencia. Los que me quieren, saben que esta muerte me concierne en lo personal. No obstante, tengo que aclarar que ya lo lloré en 2006, cuando su agente literaria, Carmen Balcells, anunció que él no escribiría más. Esa es la muerte de un artista para sus seguidores: cuando deja de producir; lo demás corresponde al círculo de su intimidad, y el García Márquez de la vida privada y de los años posteriores al anuncio de Balcells no me ha interesado nunca en absoluto… Y, sin embargo, sí, siento ese vacío de cuando muere uno de los ancianos de la familia. Pienso en todo lo que he leído, paseo los ojos por mi biblioteca, y me doy cuenta de que en algún rincón de la eternidad existo todavía en la forma de un muchachito que lee como un libro de aventuras infantiles la novela más importante jamás escrita en nuestro lado del idioma. Es inevitable que en este momento se me escapen algunas lágrimas, no sé si por ese niño, cuya memoria no acaba de esfumarse en mi espíritu, o si en definitiva por ese hombre grande que murió, como uno de sus personajes maravillosos (Úrsula Iguarán), en Jueves Santo. Y tengo claro que sigue siendo el más grande amor literario de mi vida.

Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...