lunes, febrero 25, 2013

Cartagena, para mi tío Óscar


Hace sesenta y ocho horas, en la madrugada del viernes, murió mi tío Óscar. Mamá, mi hermano y yo habíamos ido el domingo a visitarlo al hospital de Manizales donde pasó sus últimas semanas. Cuatro horas de ida y cuatro horas de vuelta, afortunadamente por una carretera cuyo recorrido significa siempre una inmersión en épocas y personas de mi historia que deseo no ignorar. Es un viaje que el resto de mis días agradeceré haber hecho, pues no solo pude verlo por última vez, sino que además esta visita me permitió una inesperada valoración del más distante de mis tíos por el lado paterno.
A lo largo de los años vi a este tío en momentos intermitentes, ninguno de los cuales llegó a convertirse en un verdadero encuentro, y jamás nuestra conversación había pasado de esos asuntos baladíes que forzamos para mantener al menos un estrecho canal de comunicación. Mi hermano viajaba desde los Llanos Orientales. Mamá y yo, desde Medellín; y, como me gustan esas cosas, cuando llegamos tomamos el cable aéreo en la terminal de transportes. Lo que me gusta, más que la novedad del sistema –en Medellín tenemos tres de esos cables–, es observar esa bonita ciudad de Manizales que se esparce en pedazos sobre la cima de una montaña y donde partes de mi pasado se difuminan tras los fantasmas de gente que me antecedió y de la cual tengo pocas noticias, mi papá –él– incluido. Ver a Manizales desde el aire era un ejercicio de recuperación de la memoria. Lloviznaba. Al bajar en la última estación del cable cogimos un taxi y le pedimos al conductor que nos llevara al Hospital de Caldas. Me daba miedo ir allá, pues no solo los centros médicos me causan aprensión, sino que no sé cómo hablarles a los enfermos con el respeto que merecen, sin engañarlos pero también sin agredir su sensibilidad y su pudor. Además, el dolor de los otros me genera pánico, sobre todo cuando es producido por la enfermedad que los llevará a la muerte. ¿Qué se le puede decir a un hombre que está muriendo? Sabíamos que el tío padecía ya una batería de afecciones de la que no se iba a recuperar. Por esta razón, la decisión de hacer un viaje tan atravesado en plena época de máximo trabajo, cuando yo tenía que dejar en Medellín tantas cosas listas para poder venir tranquilo días después a Cartagena y estar aquí en el festival de cine con la despreocupación absoluta que este evento me regala.
En la entrada del hospital estaba mi tía Leticia. No hablaré de ella, que lleva mucho tiempo estando muy triste. Solo diré que es el ser humano más hermoso y generoso que existe en ese lado de la familia. Lloró al vernos, claro. En esas situaciones hago un esfuerzo grande por no ser necio ni soltar frases cargadas de lugar común o de humor cínico, y el esfuerzo siempre acaba por enredarme la lengua y el pensamiento; me vuelvo torpe con la palabra. Y como Leticia merece un consuelo noble e inteligente que yo no he sido capaz de encontrar en mí, la abracé y permití que fuera mamá quien hablara; es muy sabia mi madre, el tipo de persona que uno debe tener a su lado en las catástrofes de la vida.
Minutos después, apareció en la entrada mi hermano con mi prima Jimena. En ese hospital es rigurosa la norma de que máximo dos personas estén con cada enfermo, así que ellos debían salir para que nosotros entráramos. Subimos. Cuarto piso, habitación veintiuno: al fondo desde las escaleras y luego pasillo a la izquierda hasta el final. Describo el recorrido para dar idea de lo numerosos que fueron mis pasos hasta el lugar desde donde mi tío se iba del mundo. Tenía miedo de verlo y no saber cómo ser digno de acompañarlo en un momento tan crucial.
La enfermedad aún no lo envilecía. Óscar era el mismo hombre de ojos despreocupados y bigote entre cano y quemado por muchos años de cigarrillo. Su voz no había perdido firmeza y, como llevaba quién sabe cuánto tiempo sin beber licor, sus ideas fluían con tino. Tenía un dolorcito perdido en algún lugar del estómago, fuerte pero no insoportable, por lo que todo el tiempo se reacomodaba en la cama, de manera que nada le impedía hablarnos como si no hubiera distancias entre nosotros. Esta confianza se debía a ellos, a mi tío y a mamá, que se conocían desde muy jóvenes, que nunca tuvieron un conflicto y aunque nunca fueron tampoco muy cercanos, cada vez que se encontraban sostenían una charla serena, de esas de las que uno puede alegrarse.
Yo tenía muchas ganas de llevarle algo a mi tío, pero no había qué. Frutas o golosinas no nos dejarían entrar al hospital. Regalos físicos ya no le hacían falta. Pero yo necesitaba expresar en algo material el afecto que sentía por él. Durante la conversación inicial, que jamás penetró un centímetro más allá de las nimiedades sobre los médicos descuidados y las enfermeras tan dispares –unas muy amables versus otras francamente odiosas–, descubrí que si algo podía serle útil eran unas cajas de jugo, de esas que venden en cualquier tienda. Regalarle unos juguitos al tío Óscar en su enfermedad se me convirtió en la mayor posibilidad de heroísmo. Hice que terminara la primera parte de la visita, para que otros familiares pudieran ingresar y almorzar nosotros. Fuimos, almorzamos, compré varias cajitas de jugo de distintos sabores, volvimos al hospital y en el filtro de la entrada me descubrieron los jugos (siempre he carecido de fortuna para ocultar mis pecados). Regresamos a la lejana habitación: escalón por escalón hasta el cuarto piso, paso a paso por el pasillo a la izquierda, doblando de nuevo a la izquierda en el puesto de enfermeras, paso a paso hasta la última habitación del fondo. Y entonces, pensando en el libro de los silencios que estoy escribiendo, hice un esfuerzo gigante por dejar de hablar futilidades y le pregunté a Óscar si era auténtico un recuerdo antiquísimo que tengo de él: yo con mi papá en la cocina de una casa de Manizales, visitándolo en la época en que mi tío tenía una esposa y dos hijos, cuando fue lo más parecido que llegó a ser nunca a un señor común y corriente, y desde esa cocina se veía al fondo, lejos, imponente y blanco, el edificio de la cárcel donde él trabajaba como guardián. Confirmó que era posible que el recuerdo formara parte de una situación real. Mi tío enfermo de muerte empezó a contarnos de la época en que trabajó para el Instituto Nacional Penitenciario y cómo acabó retirándose de la institución por denunciar las corruptelas de un director. Después de eso Óscar rodó por el país. Trabajó un año en una finca del Chocó, a donde lo invitó un amigo que después terminó involucrado en negocios ilícitos; nos contó cómo al patrón antiguo amigo lo mataron unos pájaros (usó ese término de los tiempos de la Violencia: pájaros, asesinos de carácter paramilitar). “Le pegaron doce tiros”, dijo, y la voz se le quebró un poco. Doce tiros, así de exactos en su memoria. Y, entonces, el dique que en algún lugar de su alma contenía sus historias se rompió. Óscar Alzate, el tío con el que yo jamás había intercambiado más de tres oraciones, ese hombre duro al que yo consideraba ajeno a cualquier emoción que significara debilidad, se puso en el momento final de su existencia a contarnos a mamá y a mí la epopeya de su paso por el mundo. Casi todo eran cosas de las que teníamos noticia, pero con un significado nuevo: el que tienen para sí mismo los asuntos de alguien a quien se le acabó el tiempo, de alguien que necesita hablar, quitarle a su pasado la tierrita que ha empleado para enterrarlo donde no pueda doler. Mi tío Óscar lloró.
Descubrí que detrás de ese tío al que nunca le había prestado atención existía un hombre que había vivido, y esto era digno de respeto. No muchos hombres son capaces de lanzarse sin miedo a la vida, torcerle el pescuezo y, si no dominarla, por lo menos hacerse sentir de ella (Arturo Cova en La vorágine: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”).
Al despedirnos, me atreví a darle un abrazo y le prometí que todos íbamos a estar pendientes de él. Fuera de la habitación tuve que detenerme y permitir que me salieran unas lágrimas. Le comenté a mamá: “Pobrecito, el calvario que le espera”, pues desde el principio estaba pensando en otros tíos que han muerto de lo mismo, que se han consumido despacio y con mucho dolor. Nos fuimos de Manizales, donde hacía un frío sereno. Los días siguientes fueron de mucho trabajo para mí. El jueves viajé a Cartagena para el festival de cine. Mientras tanto, mi tío Óscar sufría. Para él fueron el dolor, la morfina y esas cosas.
El viernes, mamá me llamó muy temprano. Siempre cuando tiene que darme una noticia, arma a mi alrededor una muralla de comentarios cotidianos para protegerme del impacto y luego me lo dice. Me dijo: “Y su tío Óscar se murió”. Me quedé callado. Luego le comenté el gran alivio que me producía el que su sufrimiento no se hubiera prologado durante un tiempo infamemente largo, como no debería de ocurrirles a los desahuciados de ciertos tipos de cáncer ni a aquellos a quienes una sencilla inyección puede liberar del tormento.
Como no creo en la trascendencia de las almas ni me interesa la eternidad en la diestra de creador alguno, cada vez que muere uno de los míos hago algo bonito para conmemorar su existencia. Es mi íntima ceremonia de adiós. En el caso de mi tío Óscar decidí aprovechar el lugar maravilloso en el que estoy, esa luna y esta ciudad, y disfrutar en su honor de las películas y los encuentros. Cartagena y el cine son uno de los momentos en que estoy más limpio, así que puedo dedicárselos. Lo he hecho hasta ahora y lo seguiré haciendo hasta la última proyección del festival: al inicio de cada película cierro los ojos y a modo de oración fúnebre me acuerdo de que mi tío Óscar estuvo en el mundo.
Imagen tomada de internet

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