miércoles, noviembre 04, 2020

Aguacero

 Para esa Eliana

 Ha vuelto a llover frente a mi casa, que es también la de D. A lo largo del día se alternaron el calor y la brisa, las nubes espesas y un sol tímido. Las montañas se mantuvieron lejos y rodearon la ciudad como han hecho desde que vivo aquí, aunque ahora están más llenas de casuchas y de lucecitas. Casi siempre amarillas, en muchos puntos las lucecitas trepan las montañas hasta la cima. No quiero pensar en lo que significan para la infamia las nuevas luces y los menos árboles. No me gusta darme cuenta de que esta ciudad ya no es bella ni la habita una mayoría de personas dispuestas a la amabilidad. Todo ha empeorado desde los tiempos en que era un muchachito que abría la ventana de madera de nuestra casa en el barrio Aranjuez y me ponía a contemplar los tremebundos aguaceros del norte de Medellín. Quiero pensar que algo de ese muchachito persiste hoy en mí. Lo mínimo, pero esencial. Soy ese muchachito que mira la lluvia. Un muchacho que mira la lluvia.

Los primeros goterones cruzan la calle y se hacen oír en el techo. Al instante empiezo a verlos en la vidriera del balcón y entonces, de sopetón, mi edificio y yo estamos tan cubiertos de lluvia como el resto de la ciudad. Llueve por doquier. Llueve con vendaval y corro por todo el apartamento cerrando ventanas, el espíritu a punto de entrar en júbilo. Quisiera gritar, pero no grito; quisiera volar, pero no vuelo. Quisiera soñar y esto es lo único que hago todavía. Sueño. La lluvia sigue haciendo que el hombre que soy sueñe como el muchachito que fui. En un instante, el aguacero del mundo se ha concentrado en esta ciudad mía. Truena y relampaguea, acciones que suelen acompañar a la lluvia cuando es verdadera. Muevo unos centímetros la vidriera y saco la cabeza al aire frío. El viento sopla en el mismo sentido en que mi cabeza sale al mundo exterior, así que los miles de chorros que me rodean lo mojan todo, pero no a mí. Me extasío en el espectáculo de los árboles, la lluvia y las luces de la calle; por encima de todo, una nube fantasmagórica, inflamada de luz y de agua, se alza encima de la ciudad: estaba preñada de lluvia y pare una tromba, como tantas veces ocurre por estos días. Diría uno que los rayos y las centellas son las señales de dolor de este parto. Son los días de la lluvia. Todos estamos mojados. Yo estoy mojado y sueño. En este instante soy un viejo de Medellín en los años veinte del siglo XXI y un muchachito de Medellín en los años setenta del siglo XX. A ambos nos habita la ciudad. Medellín nos ha dado todo y nos ha quitado más, y luego se ha aplicado a rehacernos. Esta ciudad de aguaceros furibundos y soles que duran meses, y de aguaceros y soles igual de furibundos que duran horas y minutos, esta ciudad de ira y miedo que nos contiene, es la misma en mi corazón de hoy y en mi corazón de hace 43 años, pero es tan distinta de sí misma que no me permite otra opción que diferenciarme del que era entonces. Voy con la ciudad en la desaforada carrera del tiempo; este se dobla sobre el espacio para darse vuelta uno a otro y volverme a mí a los instantes cándidos. Con estos mismos ojos miro la lluvia que miraba entonces, pero los ojos ahora están pesados y por el corazón han pasado combatiéndose con encono la vida y la muerte. Soy ese muchachito del barrio Aranjuez que veía, extasiado, cómo su calle se convertía en un río de aguas fangosas y, aunque el de ahora está más cerca, no sé si soy del todo el hombre que observa el aguacero en las luces del frente. Gracias a la lluvia estoy más cerca del que fui, aunque no sé qué tan cerca estoy del que seré. Sé que el que soy no es el que fui, pero en cambio no estoy seguro de que el que soy llegue a ser el que seré. Cuando todo en mí se apague y deje de haber lluvias que conecten entre sí a los sujetos que he sido a lo largo de mi vida, un único sol arderá sobre todo lo que me importa. Cuando no sea yo, dejará de llover. Hará sol y el cielo se inflamará de nubes. Lloverá después para otros.

Soy tantas cosas. Una de ellas es la lluvia. Transportado por el vendaval, esta noche cubro la ciudad entera, bella y catastrófica. Aprovecho la ubicuidad para asomarme al hospital en el que una niña a la que quiero lucha por evitar que la angustia se enseñoree de su alma. No puedo entrar sino en las pisadas de quienes llegan a la sala de urgencias, pero aun así me acerco. Ella no me percibe. Tengo la esperanza de que en últimas mi presencia le sea amable. Aprovecho también para visitar las calles empinadas de mi antiguo barrio. Hace décadas, desde cuando era aquel muchachito, no estaba aquí de noche y con aguacero. En mi casa de entonces ya no existe la ventana de madera desde cuyas hojas entreabiertas me asomaba a contemplar el vehemente río que se desgajaba por doquier, torrentoso y lodoso, y se iba, con todo el ímpetu de lo que es y lo que será, por el pavimento hacia abajo, hacia abajo, hacia el fondo de este valle donde todas las historias se juntan en una gran tragedia.

Lluevo por todas partes.

Vuelvo a la casa que ahora habito con D y con los gatos. La quebradita que pasa por la canalización de en frente, entre los árboles inmensos y numerosos –“los muchachos”, los llama D–, es ahora una amenazadora corriente cien veces más grande que ella misma cuando está calmada. Hermosa y terrible, avanza a toda velocidad por su cauce domeñado y no provoca más daño que el de haber desalojado por un rato a los individuos para nada bellos que acechan en sus madrigueras. No creo que ellos estén arrobados por el aguacero como yo, que hasta me permito ser uno con él, múltiple, ubicuo. Regreso a mí. Me siento en mi silla de escribir y descubro en la ventana, del lado en que esta es golpeada por las innumerables gotas, a una pequeña lagartija que se desplaza por el cristal como si no existiéramos la lluvia y yo. Millones de minúsculos filamentos ubicados en sus deditos le permiten el prodigio de caminar por el vidrio mojado. La contemplación se reduce a esa lagartija, y así mis sueños. Quisiera convertir en palabras todas las ideas y sensaciones que me bullen en la cabeza, pero no sé hacerlo. Hace tiempo dejé de ser un escritor.

He vuelto a llover sobre la ciudad. Trueno y relampagueo por última vez. Escampo.

 

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A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...