jueves, diciembre 24, 2020

La de Antioquia

 

Esta mañana estuve en una charla con las Madres de La Candelaria. Una señora tomó la palabra. Se notaba que la vida le había ido enseñando a hablar en público. Sobre el vestido usaba una especie de peto blanco con la insignia de la organización y, a manera de collar, le colgaban sobre el pecho tres fotografías de su hijo desaparecido hace tantos, tantos años, que ahora tendría tres veces la edad que tenía cuando lo desaparecieron. Digo ‘tendría’ porque todos en el auditorio –el público y la señora– sabíamos que el muchacho estaba muerto. Hace mucho tiempo, la esperanza dejó de ser encontrarlo con vida. ¿Quién habrá sido ese hijo? ¿Qué iras o temores habrá desatado? Las fotos lo mostraban como un muchacho cualquiera de los que crecen todos los días por millones en la tierra. ¿Qué cosas habrá pensado y dicho como para que alguien decidiera borrarlo de la vida?
        El rostro de esa madre cargaba la tristeza de todos esos años. Llorando y pidiendo perdón porque hoy estaba así, con la melancolía lacerándola, contó cómo su único deseo es hallar el lugar donde está enterrado el cuerpo del hijo para ir a llorarlo y hablarle. Dirigir sus palabras a un montículo de tierra y plantas, agua, bichos y olvido, en el que lo que fue un muchacho permanece de alguna manera: unos huesos renegridos, unos nutrientes ya disueltos, algo de trascendencia si uno es la madre y confía en las divinidades. ¿Quién hizo que el hijo de la mujer que hoy tomó el micrófono para hablarnos dejara de ser? ¿Quién desapareció al hijo de esta señora? Tantos pudieron hacerlo, tantos son capaces en Colombia de proceder así: la derecha, la izquierda, los brazos armados del Estado, los legales y los ilegales, los malos y los buenos. Tantos. Al lado de la madre vulnerada estaban sentados dos guerrilleros desmovilizados de las Farc, hombre y mujer. La mujer tomó la palabra y declaró que los miembros de su organización son víctimas de la guerra. Dijo otras tantas cosas, pero ninguna tan ofensiva como esta. No pidió perdón, no reconoció la extrema perversión de las acciones que ese grupo emprendió durante décadas contra la gente, ni mencionó los asesinatos, las desapariciones de personas como el hijo de la señora que hoy estaba tan triste. No. Se declaró víctima. Luego volvió a la mesa y siguió participando sin darse cuenta de que existe la vergüenza.
    Salí del auditorio y desde entonces tengo la impresión de que todo se está desvaneciendo melancólicamente en la nada, que por fin los humanos hemos llegado al punto de no retorno de nuestro cataclismo. Sin embargo, mientras todo se desmorona yo tengo la sensación –tal vez egoísta– de que puedo postergar otro poco el desastre, al menos para mí. A este fin solo requiero saber que esta noche te voy a abrazar, voy a oírte decir mi nombre y vas a declarar de múltiples formas lo mucho que me querés. Sigue siendo un día de un mes de un año en los que existo. Es 26 de febrero de 2020. En unas cuantas frentes –estoy en la Universidad, también esas frentes caben– veo la cruz de ceniza y sé que para algunos esa señal es símbolo de esperanza frente al desastre. Ellos verán. A mí me parece que la cruz de ceniza es un signo del propio desastre. Yo te tengo a vos. Sé que, a diferencia de aquella señora con su hijo, esta noche voy a saciar mi enorme deseo de abrazarte.

*

Ingresando por la portería peatonal de la calle Barranquilla hacia Barrientos, calma. Mientras me acerco a la plazoleta empiezan a picarme un tanto los ojos y la garganta. Al instante comprendo que es un leve remanente de los gases de ayer, los que el alcalde ordenó que el cuerpo más salvaje de la Policía arrojara contra los que estábamos adentro: algunos lanzaban piedras o papas incendiarias, otros gritaban arengas; la mayoría estábamos en actividades diversas, académicas incluso –nada que pusiera en peligro a nadie–. Hoy, por lo menos durante las próximas horas, hay calma en el campus.
        Camino. En un murito del bloque ubicado frente al costado sur de la biblioteca, dos muchachos –muchacho y muchacho– están queriéndose. Se estrujan juguetonamente, se abrazan y se sueltan, se acarician con fuerza y se besan. Es evidente que uno está más entusiasmado que el otro. Esta es una minucia que luego resolverán entre ellos, seguramente en presencia del dolor. Ahora son tan felices porque el uno, porque el otro, porque los dos. Nadie aparte de mí parece fijarse en ellos, menos aun en el detalle del desequilibrio en el entusiasmo. Quizás ojos furtivos como los míos, remanentes de otras épocas, también estén mirando, analizando, algunos hasta juzgando. Por lo pronto, a mí me alegra que también esto sea la Universidad y le digo al mundo que ojalá esta sensación de libertad no sea atropellada por quienes ostentan otras formas de pensamiento y tienen la fuerza para reprimir a los que están contentos. Celebro que la Universidad sea un espacio en el que uno pueda ser lo que siente que puede ser. Ser a la medida de sí mismo en contacto con los demás, creciendo, deteriorándose, afectándolos, nutriéndose.
        Me interno en el edificio y en los periódicos que me ayudan con mi investigación. Los muchachos seguirán amándose y luego irán a otros, amarán a otros, no amarán. Hoy es 27 de febrero del mismo año. El que fui está muy lejos del que soy, a pesar de que soy él. Hay gran distancia entre dos instantes del mismo sujeto. Tanta, que si él se mirara a sí mismo de un extremo a otro de esa distancia le sería difícil reconocerse, tal vez hasta se violentaría. Por eso tenemos la vida, para acostumbrarnos a ser nosotros en el incontable proceso del cambio.


 *

Cuando paso por esta zona me gusta extender la caminada hasta el campus y mirar la Universidad desde afuera. Lo más visible es el cordón de magníficos árboles que la rodea. Ha caído una lluvia vertical y todo está como estancado en un arrume de tiempo; después se han disuelto las nubes y ha regresado uno de esos soles que arden con sevicia. A veces, desde lejos, he visto carros parqueados en el interior, he visto luces encendidas por la noche, pero lo usual durante los últimos nueve meses es que la Universidad permanezca cerrada. Ha probado con éxito otras formas de mantenerse, pero siento que son indispensables la apertura de puertas y el poblamiento de sus espacios físicos por todos nosotros, sus habitantes, la manifestación física de que la Universidad es.
        No sabría qué adjetivos usar para describir la imagen del campus al otro lado de la malla. No quiero mencionar al virus, porque presiento que la mayor parte de la responsabilidad sobre el cierre del mundo no pesa sobre ese bichito. Autoridades de variada pelambre han estado tomando malas decisiones, movidas por intereses que no son los de la gente. Sé que es diciembre, que esta semana volverán los toques de queda y que el terror que nos produce el virus no se debe a su letalidad, sino a que no sabemos quiénes conformarán esa minoría de infectados que enfermarán y, más, morirán. Si supiéramos que no seremos nosotros ni los nuestros, que las víctimas estarán a prudente distancia, nos provocaría, si acaso, estupefacción. Pero no sabemos dónde caerán los muertos. Sabemos que podrían caer a nuestro lado. Que podríamos ser nosotros. Por eso el miedo.
            –Yo no tengo nada, yo tengo es sinó salú –farfulla el anciano que sobrevive contando con una pesa los kilos de la gente a mitad de una cuadra larga que lleva a la estación Hospital. Le habla a un colega, no a mí; yo lo ignoro con respeto. Muchas veces he pasado por aquí y ni una vez he visto que alguien se pese. Pero ahí sigue el anciano, vital, pareciera que incluso contento. En la esquina, una muchacha que vende dulces acaricia a un niño de no más de cinco años que se recuesta en su rodilla. ¿Qué hace ese niño en esta calle y con este sol? ¿Tuvo algo alguna vez el anciano de la pesa? Como ellos, hordas de desposeídos ocupan las calles aledañas a la Universidad. En realidad, ocurre por todas partes. ¡Todo lo hemos hecho tan mal! Tanto necesitaba nuestra gente la lucha de grupos como las Farc, y sin embargo ellos prefirieron traicionarnos y enfrascarse en una guerra por el saqueo con la oligarquía tradicional: no para desalojarla, sino para infiltrarla y ser parte de ella. Los líderes lo lograron. Me acuerdo de aquella desmovilizada y pienso que sí, al comienzo muchos de ellos fueron víctimas, pero se sumieron en la práctica de la barbarie con tal salvajismo y tal torpeza que a la larga todos fuimos sus víctimas.
        Recuerdo por mis notas a la señora del hijo desaparecido y a los muchachos que se estaban enamorando. Ella seguirá oscurecida por la melancolía, lo más seguro es que ellos ya se habrán alejado. Recuerdo también los gases y a los exguerrilleros cínicos. Recuerdo a la multitud informe que poblaba esos edificios, esos tiempos, esos espacios libres, mis ojos y mis oídos, a veces mi gusto y mi tacto, y que también olía. Recuerdo a toda esa gente que es la Universidad, esa infinitud de historias que confluían en el campus con la mía, y deseo con ardor volver a estar allí y entre ellos.
Dentro de unas horas será Navidad, cosa que no me importa. Quiero volver.

 


jueves, diciembre 03, 2020

Del otro lado del cerco

 (Prólogo al libro El brillo de las balas, de Norvey Echeverry Orozco. Sílaba Editores, Medellín, 2020) 

Se hablaba en la sede de la Universidad de Antioquia en Sonsón de un muchachito que hacía todas las preguntas y leía todos los libros, que tomaba notas sobre artículos sugeridos o encargados y para la siguiente sesión ya había agotado los títulos disponibles de cada autor, y que hacía una cosa extravagante: les pedía a los compañeros que plantaran su grabadora en los cursos a los que no podía asistir y registraran las clases. Se decía que pasaba horas escuchando las grabaciones.

Que deseaba aprender todo sobre el periodismo y la literatura.

Yo no creía en esta leyenda, y en realidad solo llegué a comprobar una parte de ella, hasta que asistí a un par de jornadas de un curso de redacción periodística. Sonsón era un sitio estupendo para dar clase; los estudiantes eran como los que se describían en los mejores tiempos de la Universidad: respetuosos, entusiastas, pletóricos de talento, críticos, interesados en lo que uno tenía para decirles y hasta ingenuos. Además era un lugar que toda la vida me había interesado bastante. Por allí había pasado incontables veces en ruta hacia el cañón del Samaná, la Ítaca de la que provengo y a la que no consigo volver. Sonsón tenía múltiples vínculos con mi prehistoria. De este pueblo que congrega, completos, las virtudes y los defectos de la cultura antioqueña, salieron todas las vertientes de mi familia en siglos que la era digital ha olvidado. Allí quería ir como quien regresa a sus orígenes. Sentía que al dirigirme a aquellos estudiantes entablaba un diálogo en el tiempo con los bravos colonos que durante el siglo XIX y la primera parte del XX partieron de municipios como este hacia los vastos territorios que aún no se domeñaban en los Andes colombianos (en realidad, como ocurrió en toda América, esos territorios estaban habitados por gentes que llegaron mucho antes y a las que no se trató con el debido respeto, pero esa es una discusión que no tendremos aquí). El diálogo con ellos me interesaba como una forma de obtener pistas sobre una parte de mi historia que deseaba recuperar por motivos literarios, pero a la que las múltiples argucias del olvido me han impedido acercarme. Los estudiantes provenían, en su mayoría, de diversos pueblos del suroriente de Antioquia. Al menos la mitad eran del municipio sede, pero los había también de Argelia, Nariño, La Unión, Abejorral y La Ceja. De este último procedía el muchachito del que se hablaba porque quería saberlo todo.

Su presencia, sin embargo, no parecía hacerle juego a la leyenda. Se sentaba en un rincón lejano del salón de clase y, al menos en voz alta, no hacía preguntas ni participaba casi. Uno tenía la sensación de que estaba calculando el tamaño del mundo y de la vida antes de atreverse a decir cualquier cosa, y a veces daban ganas de suplicarle que aunque fuera se mostrara necio. Nada. Allí, quieto, como con la intención de marcharse a otras esferas, no hablaba. Pero escribía. Escribía y escribía en sus libretas, y a la clase siguiente venía, aunque sin palabras, con las lecturas hechas, los autores agotados. Sí que lo leía todo. En plena adolescencia era una máquina de absorber información, lo cual le fue muy útil para descubrir pronto que su deseo de ser locutor estaba errado y que, a fin de cuentas, de haber persistido en este, de poco habría necesitado los estudios de Comunicación Social y Periodismo.

Nuestro diálogo no se produjo, pues, mientras fue mi estudiante. O, visto de otro modo, la relación estudiante-profesor no se limitó a las fechas que la academia estipulaba: él decidió retomarla en ese mundo del que es nativo y cuyas leyes permiten hacerle el quite a la timidez porque no obligan a que los ojos se miren y las presencias se perciban en las a veces incómodas dimensiones de la física. Los tímidos sabemos la enorme importancia de este recurso. Uno de los privilegios que nos permite la época es el de abordar al otro sin la incomodidad de la presencia y sin la rigidez de los horarios. El curso que el silencioso decidió que yo le siguiera dando más allá de las aulas comenzó el 26 de diciembre de 2018 a las 9:49 de la noche con un escueto saludo: “Hola, César. ¿Cómo va todo?”. Saludo que irrumpió en el WhatsApp de mi celular con un cálculo necesario: el de escribir correctamente cada palabra y rodearla de los signos de puntuación adecuados más para la tarea universitaria que para ese universo que lo permite todo y en el que la gente suele expresarse con irrespetuoso descuido. Él me había oído decir que la corrección es la mínima seña de respeto que le debemos al lector. Somos periodistas. Somos escritores. Que nos juzguen por el fondo de lo que decimos, no por la forma: esta no debería admitir discusión. El hecho es que, antes de que yo pudiera preguntar quién era el sujeto que me hablaba a esa hora, fue al grano: “¿Te puedo pedir un favor? ¿Me podés recomendar películas buenas sobre el oficio del periodismo?”.  

No sé qué estaba haciendo esa noche. Era 26 de diciembre, ¿no? Alguna simpatía debió causarme el atrevimiento, pues unas horas después le prometí en serio —siempre hemos hablado muy en serio nosotros— que le haría una lista y le recomendé un título de ese año que tal vez él ya hubiera visto: la magnífica The Post (torpemente traducida a nuestro mercado como Los archivos del Pentágono) de Steven Spielberg. Horas después respondió que no la había visto, pero que tenía tiempo y la vería al rato. Y la vio, desde luego. Lo que tiene de más maravilloso el universo digital en que nos hemos movido en este permanente curso que él me pidió y yo acepté darle es esa no necesidad de verse u oírse o leerse en tiempo real. A veces el diálogo discurre así, pero otras tantas veces entre una interpelación y una respuesta pasan minutos, horas y hasta días, y no han faltado los asuntos que uno de los dos corta sin ofrecer excusas y sin que el otro se percate de que lo dejaron con la palabra en la boca. Ha sido un diálogo intenso. Tanto, que ahora me atrevo a darme cuenta de que en el mutuo aprendizaje, en la interminable discusión y en la nula presencia material —no nos vemos desde nuestra última clase en la sede, en diciembre de 2017; casi ni sé ya cómo es su rostro— hemos ido construyendo una valiosa amistad. 

 

***

Hasta su paso por la Universidad, Norvey Echeverry Orozco no descubrió que la violencia era un fenómeno que le ocurría a la gente real. Para su fortuna, del mundo de las armas no conocía ni una pistola de juguete. Todo estaba en las noticias y estas siempre hablaban de cosas que pasaban lejos. Durante un tiempo, observó con ingenua melancolía que la guerra, en apariencia, no lo había tocado y sintió vergüenza de sus privilegios. El estudio del periodismo le mostró que esa lejanía no era cierta: las cosas sucedían aquí, a su alrededor, a sus compañeros de clase... a él mismo. La realidad era una cosa tangible y el periodismo la herramienta para acercarse a ella, estudiarla, relatarla y quizá comprenderla. Sospecho que debe seguir sin conocer las armas de verdad, pero la inmersión en las historias que narra en su primer libro le ha permitido comprender la catástrofe que esas armas producen en el destino de un país.

Puso como presentación en su cuenta de Twitter: “Escribo historias en libretas que sueñan, de grandes, ser libros para estar en las bibliotecas”. Miró el mundo en que se había criado y sus ojos de periodista le mostraron la guerra que antes aparecía, deformada, en las noticias. Se lanzó de lleno a las historias y de entre todas las que encontró seleccionó para este primer libro la de una maestra rural que se hace madre mientras la muerte campea en cada uno de los territorios a los que huye, la de un campesino al que estuvieron a punto de asesinar para hacerlo pasar por lo que no era, la de un jovencito que persiste en estudiar a pesar de los violentos y la de otro jovencito cuya madre es asesinada por vender drogas. Los agentes de todas esas violencias se repiten aquí como se repiten en la turbulenta historia de Colombia que la generación de Norvey no habría debido vivir: la guerrilla, los paramilitares, los narcos, el Estado.

El autor podría haber tenido el privilegio de formar parte de la primera generación de colombianos, en lo que va corrido del milenio y de la vida, con una verdadera oportunidad no de crecer, porque ya lo hicieron, pero sí de conocer al país en paz. Ellos y nosotros estuvimos a nada de lograrlo en aquellos acuerdos suscritos en 2016, pero la ilusión de la paz duró poco. “Este país, ¡este pobre país! ¿Hasta cuándo estaremos así, hasta cuándo?”, escribe en su diario Martha Higinio, la admirable profesora a cuyo relato el libro le presta la voz narrativa de primera persona. Es el mismo personaje que descubre la fundamental importancia de los nombres para conservar la memoria —es fundamental conservar la memoria, evitar el olvido— y nos cuenta al regresar al pueblo de Granada, luego de la masacre paramilitar del 3 de noviembre de 2000:

 

Cuando me acerqué al salón parroquial, más de medio pueblo lloraba por todos los muertos. Diecinueve ataúdes enfilados. Una escena triste. Yo solo conocí a María Leonor y a Pablo Emilio. A lo mejor con Jesús María, Juan Manuel, Jairo, Francisco Javier, Germán, María Edelmira, Andrés Arturo, Salomé, Conrado, Óscar Aníbal, John Ferney, Mario de Jesús, Jesús Heliodoro, Luis Fernando, Jenaro, Socorro y Nicanor, me llegué a cruzar en las calles de Granada, en una eucaristía, en una tienda, en el hospital, en el colegio en que dictaba clases, en un evento comunitario por la paz. A lo mejor hasta les sonreí.

 

“A lo mejor hasta les sonreí”, dice. No es posible dejar de mencionar la horrenda paradoja de la que antes de esta masacre se había enterado Martha en el corregimiento de Aquitania, de donde es oriunda: los paramilitares acercándose al puesto de salud para ofrecerle disculpas a un joven moribundo por haberle disparado cuando las balas que le robaron la vida estaban destinadas a alguien que tenía un nombre parecido. Creería uno que en esos actos de buena educación está oculta la semilla de la convivencia, pero habría que ser tan malvado como los asesinos para aceptar tales disculpas. O para aceptar la horrible venganza que ejecutaron los guerrilleros de las Farc un mes y tres días después de la masacre de Granada, cuando el 6 de diciembre destruyeron el centro del pueblo con un carrobomba y numerosos cilindros de gas convertidos en misiles y disparados desde casas a las que ingresaron sin respeto alguno, como la de Martha.

En el libro que Norvey investigó y escribió para enterarse del horror del que su crianza privilegiada lo había mantenido ajeno hasta su ingreso a la Universidad, la infamia contra los ciudadanos comunes y corrientes salta de muchas maneras al relato. Quizá la secuencia más intensa se encuentre en la historia de Gustavo, un campesino que decide regresar a su finca arrasada en la vereda La Quiebra, a dos horas de camino de Sonsón, porque a pesar de la presencia de los violentos tiene que trabajar para que su familia coma. Este hombre inerme ante los ejecutores de la guerra detalla el encuentro con un grupo de soldados ansiosos de matar a alguien, a él. Cuando los soldados le preguntan si ha ayudado a los guerrilleros a cargar sus morrales y le exigen que se quite la camisa, el hombre se hace una reflexión de la que no se olvidará nunca. Así está narrado el episodio:

 

Gustavo pensó: “Ay, jueputa, de pronto tengo callo en la espalda por cargar la fumigadora”. Era lo más obvio: una bomba de veinte litros con veneno, de metal, varios días a la semana, deja su huella en la piel. ¿Y cómo hace un soldado para saber que un hombre como Gustavo es guerrillero? ¿Por las botas? La mayoría de campesinos llevan botas. ¿Por el callo en la espalda? La mayoría de campesinos cargan bombas fumigadoras de veinte litros que tallan la piel. ¿Cómo carajos hace un soldado para saber si ese hombre que humilla es un guerrillero?

 

La respuesta es que no sabe ni le importa. El soldado necesita presentar resultados y muchos de esos resultados son lo que después se denunciará en el país como los falsos positivos. Ilustra el narrador: “Si los soldados hubieran decidido dispararle a Gustavo y presentarlo como una baja dada en combate, les hubiera significado desde un permiso de vacaciones para ver a sus familiares y novias, un aumento en el salario, un curso de formación, hasta un ascenso, una medalla que se puede conseguir por cincuenta mil pesos o menos en internet, o una felicitación de un general”. La desventura de Gustavo, tristemente, no se agota en el encuentro con los soldados del que salió torturado e insultado, aunque vivo. Es un campesino colombiano en tiempos de guerra y en esa coyuntura a los campesinos colombianos no les queda de otra que enfrentar las consecuencias de un conflicto en el que todas las facciones dicen que pelean para protegerlos, pero todas se ensañan contra ellos.

Esto y más es lo que descubre el autor cuando escucha y acompaña a Martha, a Gustavo, a Camilo Andrés (nombre ficticio, historia verdadera) y a su tocayo Norvey: una profesora rural que ha transitado por religiones y escuelas y no pierde el entusiasmo de las palabras; un campesino que ahora se dedica al cuidado del páramo; un hombre trasegado en las múltiples violencias que acepta que si su mamá, asesinada cuando él tenía once años, estuviera viva, “yo hubiera sido un gamín más hijueputa”; y un sobreviviente de la zona rural de La Unión al que a los ocho años un soldado contraguerrilla le puso su arma de dotación en la cabeza y le preguntó si se quería morir ese día.

En estas páginas está el país. Esperemos que el libro llegue a las bibliotecas, pero, sobre todo, que llegue a muchos lectores. Yo me quedo con la imagen de cada uno de los personajes en sus momentos de inocencia, a salvo en sus casas, amenazados en sus casas. Cada uno de ellos mira las montañas, las hermosas montañas donde la vida florece a pesar de la terrible historia de Colombia. Alrededor de cada casa hay un cerco, un perímetro de seguridad.

—Discúlpenos, hermano, nos equivocamos —cuenta Martha que le dijeron los paramilitares al muchacho moribundo de Aquitania al que le dispararon porque se llamaba como otro.

Del otro lado del cerco está la guerra.

 

 

miércoles, noviembre 04, 2020

Aguacero

 Para esa Eliana

 Ha vuelto a llover frente a mi casa, que es también la de D. A lo largo del día se alternaron el calor y la brisa, las nubes espesas y un sol tímido. Las montañas se mantuvieron lejos y rodearon la ciudad como han hecho desde que vivo aquí, aunque ahora están más llenas de casuchas y de lucecitas. Casi siempre amarillas, en muchos puntos las lucecitas trepan las montañas hasta la cima. No quiero pensar en lo que significan para la infamia las nuevas luces y los menos árboles. No me gusta darme cuenta de que esta ciudad ya no es bella ni la habita una mayoría de personas dispuestas a la amabilidad. Todo ha empeorado desde los tiempos en que era un muchachito que abría la ventana de madera de nuestra casa en el barrio Aranjuez y me ponía a contemplar los tremebundos aguaceros del norte de Medellín. Quiero pensar que algo de ese muchachito persiste hoy en mí. Lo mínimo, pero esencial. Soy ese muchachito que mira la lluvia. Un muchacho que mira la lluvia.

Los primeros goterones cruzan la calle y se hacen oír en el techo. Al instante empiezo a verlos en la vidriera del balcón y entonces, de sopetón, mi edificio y yo estamos tan cubiertos de lluvia como el resto de la ciudad. Llueve por doquier. Llueve con vendaval y corro por todo el apartamento cerrando ventanas, el espíritu a punto de entrar en júbilo. Quisiera gritar, pero no grito; quisiera volar, pero no vuelo. Quisiera soñar y esto es lo único que hago todavía. Sueño. La lluvia sigue haciendo que el hombre que soy sueñe como el muchachito que fui. En un instante, el aguacero del mundo se ha concentrado en esta ciudad mía. Truena y relampaguea, acciones que suelen acompañar a la lluvia cuando es verdadera. Muevo unos centímetros la vidriera y saco la cabeza al aire frío. El viento sopla en el mismo sentido en que mi cabeza sale al mundo exterior, así que los miles de chorros que me rodean lo mojan todo, pero no a mí. Me extasío en el espectáculo de los árboles, la lluvia y las luces de la calle; por encima de todo, una nube fantasmagórica, inflamada de luz y de agua, se alza encima de la ciudad: estaba preñada de lluvia y pare una tromba, como tantas veces ocurre por estos días. Diría uno que los rayos y las centellas son las señales de dolor de este parto. Son los días de la lluvia. Todos estamos mojados. Yo estoy mojado y sueño. En este instante soy un viejo de Medellín en los años veinte del siglo XXI y un muchachito de Medellín en los años setenta del siglo XX. A ambos nos habita la ciudad. Medellín nos ha dado todo y nos ha quitado más, y luego se ha aplicado a rehacernos. Esta ciudad de aguaceros furibundos y soles que duran meses, y de aguaceros y soles igual de furibundos que duran horas y minutos, esta ciudad de ira y miedo que nos contiene, es la misma en mi corazón de hoy y en mi corazón de hace 43 años, pero es tan distinta de sí misma que no me permite otra opción que diferenciarme del que era entonces. Voy con la ciudad en la desaforada carrera del tiempo; este se dobla sobre el espacio para darse vuelta uno a otro y volverme a mí a los instantes cándidos. Con estos mismos ojos miro la lluvia que miraba entonces, pero los ojos ahora están pesados y por el corazón han pasado combatiéndose con encono la vida y la muerte. Soy ese muchachito del barrio Aranjuez que veía, extasiado, cómo su calle se convertía en un río de aguas fangosas y, aunque el de ahora está más cerca, no sé si soy del todo el hombre que observa el aguacero en las luces del frente. Gracias a la lluvia estoy más cerca del que fui, aunque no sé qué tan cerca estoy del que seré. Sé que el que soy no es el que fui, pero en cambio no estoy seguro de que el que soy llegue a ser el que seré. Cuando todo en mí se apague y deje de haber lluvias que conecten entre sí a los sujetos que he sido a lo largo de mi vida, un único sol arderá sobre todo lo que me importa. Cuando no sea yo, dejará de llover. Hará sol y el cielo se inflamará de nubes. Lloverá después para otros.

Soy tantas cosas. Una de ellas es la lluvia. Transportado por el vendaval, esta noche cubro la ciudad entera, bella y catastrófica. Aprovecho la ubicuidad para asomarme al hospital en el que una niña a la que quiero lucha por evitar que la angustia se enseñoree de su alma. No puedo entrar sino en las pisadas de quienes llegan a la sala de urgencias, pero aun así me acerco. Ella no me percibe. Tengo la esperanza de que en últimas mi presencia le sea amable. Aprovecho también para visitar las calles empinadas de mi antiguo barrio. Hace décadas, desde cuando era aquel muchachito, no estaba aquí de noche y con aguacero. En mi casa de entonces ya no existe la ventana de madera desde cuyas hojas entreabiertas me asomaba a contemplar el vehemente río que se desgajaba por doquier, torrentoso y lodoso, y se iba, con todo el ímpetu de lo que es y lo que será, por el pavimento hacia abajo, hacia abajo, hacia el fondo de este valle donde todas las historias se juntan en una gran tragedia.

Lluevo por todas partes.

Vuelvo a la casa que ahora habito con D y con los gatos. La quebradita que pasa por la canalización de en frente, entre los árboles inmensos y numerosos –“los muchachos”, los llama D–, es ahora una amenazadora corriente cien veces más grande que ella misma cuando está calmada. Hermosa y terrible, avanza a toda velocidad por su cauce domeñado y no provoca más daño que el de haber desalojado por un rato a los individuos para nada bellos que acechan en sus madrigueras. No creo que ellos estén arrobados por el aguacero como yo, que hasta me permito ser uno con él, múltiple, ubicuo. Regreso a mí. Me siento en mi silla de escribir y descubro en la ventana, del lado en que esta es golpeada por las innumerables gotas, a una pequeña lagartija que se desplaza por el cristal como si no existiéramos la lluvia y yo. Millones de minúsculos filamentos ubicados en sus deditos le permiten el prodigio de caminar por el vidrio mojado. La contemplación se reduce a esa lagartija, y así mis sueños. Quisiera convertir en palabras todas las ideas y sensaciones que me bullen en la cabeza, pero no sé hacerlo. Hace tiempo dejé de ser un escritor.

He vuelto a llover sobre la ciudad. Trueno y relampagueo por última vez. Escampo.

 

miércoles, agosto 19, 2020

Los tres de siempre

El Gobierno acaba de anunciar los protocolos para la próxima reapertura de las salas de cine. Durante toda mi vida, no ir a cine ha sido sinónimo de desazón, de crisis, de gran pobreza. Hace cinco meses que no lo hago, desde cuando el covid 19 revolcó al mundo y nos quitó mucho de lo que en él tenía gracia. El cine en cine –el streaming es un pobre consuelo– es lo que más anhelo de la vida que se me suspendió por culpa de la pandemia. Ahora me alisto con emoción para volver. Ya he lavado la ropa de ir a los teatros, la voy a planchar, me echaré loción, invitaré a mi compañero para que vaya conmigo a la primera película. Después iré solo, como hice tantas veces; volveré luego con él, con algún amigo, solo… y así. Iré a cine de nuevo, que es como decir que volveré a mí. En dos años o incluso antes veré una película en cuya primera secuencia unos chinos de un mercado popular hacen una sopa de murciélago y desatan esta tragedia que ahora vivimos: entenderé entonces la dimensión de todo esto, porque solo el cine sabe explicarme el mundo. Mientras tanto, algo de memoria para explicarme a mí mismo cuáles son esas brumas de las que proviene el individuo que soy.

Quiero decir: no recuerdo haber empezado a ir a cine; es como si el cine siempre hubiera estado ahí, formando parte de mi vida. Nunca fui a cine por primera vez. No sé si llamarlo amor: no me gusta el lugar común, pero en definitiva eso es. El hecho es que la memoria del encuentro con él hunde sus raíces en una zona de contornos no definidos por acontecimientos específicos, como pasa con la lectura o con la contemplación de la lluvia. ¿Qué lo desencadenó? Ni idea. Sé que voy a cine desde siempre y ese siempre mío se refiere a una magnitud compuesta por unos cuarenta y tantos años, pocos menos de los que corresponden a mis recuerdos más antiguos. Con esto quiero decir que voy a cine porque estoy vivo y que una de las pruebas de que estoy vivo es que voy a cine. A estas alturas de la vida no me gusta declarar amores, pero, para efectos de darles su lugar a los apasionamientos, tendré que decir finalmente que mi amor por el cine, igual que aquellos otros –la lluvia, ya dije; la literatura, alguno más–, es tan antiguo como la conciencia de que habito el mundo y tengo culpas.

¿Cuándo empezó? Nada he podido sacar en claro a la hora de precisar, no digamos una fecha o una impresión de inicio, pero sí al menos un momento específico en que alguien, seguramente un adulto que por esta acción merecería mi agradecimiento perenne, me condujo por primera vez al interior de una gran sala en penumbra, a la búsqueda de una butaca para acomodarme y al encuentro más grandioso de cuantos han acontecido en mí: el de una pantalla enorme contra la cual, de sopetón y desde el reino mismo de las maravillas, un chorro de luz se lanza portando todo tipo de historias. Tendré que aclarar que la relación con el cine implica necesariamente ese acto, el de ir, el de entrar, el de sentarme o sentarnos, el de ver y oír, el de involucrarme. Tendré que aceptar que a lo mejor voy en contravía de los tiempos –ah, la vejez que ya se avizora en las brumas del mundo que me rodea–, pues en mi idea del cine persisten esos elementos que desde el fantasmal inicio de este amor lo integran: la sala, la penumbra, el proyector (tristemente, ahora mudo y digital), los demás espectadores, la pantalla grande. La pantalla muy grande. En la disolución que marca la sucesión de las épocas, los límites con artes menores como la televisión tienden a difuminarse y la corrección política nos obliga a aceptar como cinematográfico cualquier pastiche pensado hasta para el celular. Yo, sin embargo, persisto en considerar el contorno de la gran pantalla como habitáculo inalienable de las películas. La magnificencia es una de las marcas del cine y todo en él está en función de ella. No hay cine en la pantalla del televisor, mucho menos en la de la tablet o el celular. En ellas, si acaso, presenciamos el vano reflejo de lo que es.

Mi recuerdo concreto más antiguo con el cine es el de la frustración y el amor, no esta vez al cine mismo, sino a una persona. Es una mañana de domingo. Siete, ocho, diez años de edad. Una casa en un callejón del barrio Aranjuez, en el nororiente de Medellín, en Colombia. Años setenta, justo antes de que el mundo entero explote a nuestro alrededor. Estas coordenadas son importantes para demarcar la maravilla de ese acto que consiste en desplazarse a un lugar en el que, precisamente, todas las coordenadas cambian: el cine es el reino del no estar, del barajar la realidad sus normas para constituirse en otras muchas posibles. Una mañana de domingo. Vamos a ver una película de Tarzán en el matiné del Palermo. Vamos, pero en últimas van, yo desisto: van mis tíos y mi hermano. Yo me quedo en la casa porque alguien debe acompañar a mi mamá. En tal acto, el de no ir a la película, hay una concreta demostración de amor, pues ya en este momento no existe en el mundo nada que me guste más que ir al Palermo y hacer lo que allí se hace.

La memoria es el lugar donde nos mitificamos a nosotros mismos y de la mía puedo decir que me muestra como un niño que en el teatro del barrio se comportaba como un purista. Durante muchos años (¿tres, cuatro, doce?), los niños de Aranjuez no llegaban al Palermo a sentarse. Se dirigían a la pantalla, un gran telón que recuerdo en tonalidad crema y de una consistencia que ellos conocieron y yo no, y la golpeaban. Hacer esto les causaba fascinación. Tal vez creían en algo que más tarde, una mañana de algunos años después, se esparció de boca en boca entre los alumnos de la Epifanio Mejía, una de las escuelas del barrio: que eran los adultos de nuestro entorno quienes interpretaban las películas, que al encenderse el proyector ellos se metían por entre las paredes, llegaban hasta la pantalla y se convertían en los personajes. Imagino que al golpear la pantalla mis compañeros de generación suponían que se acercaban más a ese mundo que estaba por desplegarse ante nosotros y que podían incidir en lo que estaba por acontecer. Todo se vale en el cine y en la niñez. A diferencia de ellos, yo me quedaba quieto en la butaca y los veía correr por todo el teatro, prestaba atención a la música que ponían antes de la función, miraba la nube de humo de cigarrillo estacionada bajo el cielorraso, y esperaba. Siempre confié en que los adultos harían lo mejor por mí; la rebeldía tardó en llegar. De los niños que iban al Palermo, yo era el que se quedaba quieto en su silla. Eso sí, una vez se encendía el proyector y venían los cortos (los tráileres) y luego la primera película, todo el mundo ocupaba su lugar. Aunque, bueno, existían ciertas leyendas sobre otras cosas que sucedían en ese teatro del barrio, pero cuando llegó la edad de comprobarlas ya mi territorio se había expandido: crecer era ir a cine a los teatros del centro y no ver dobletes.

Después todo cambió. Los teatros del centro y de los barrios se extinguieron y en su lugar abrieron los multiplex de los centros comerciales, las pantallas se encogieron y la imagen fotoquímica, tan entrañable, se digitalizó. La experiencia de ver películas se fragmentó en montones de dispositivos, pero, como ya dije, el auténtico encuentro con el cine sigue restringido a las salas. Con o sin otros espectadores, pero sí en unas condiciones tan fundamentales como la pantalla en gran formato: sin doblajes, sin luces ni ruidos parásitos, sin crispetas, sin interrupción para visitar la confitería o ir a orinar, sin celulares encendidos, sin comentarios, sin amantes que pretendan robarle a uno la atención que es para el verdadero espectáculo. He ahí la clave: con sala llena o vacía –cuántas veces he sido el único espectador–, allí solo estamos la película y los tres de siempre: mí, mí mismo y yo. O, pronunciado en el tono melancólico de John Boorman para el personaje de Charlie Meadows en Barton Fink de los hermanos Coen: “Me, myself and I”. No hay nada más, y esto es lo que amo del cine. Es mi acto más íntimo, en el que lo transgredo todo para encontrarme a mí mismo. Nada existe allí, aparte de mí convertido en el factor por el que todo adquiere sentido. La película, la sala, yo. Todo aquello se hizo para que yo existiera en múltiples dimensiones. Soy uno y eterno cuando estoy en cine.   




domingo, junio 28, 2020

Veintiocho de junio


Cuando yo estaba en segundo de bachillerato en el internado de las Granjas Infantiles, teníamos un profesor que nos inspiraba mucho respeto y, en consecuencia, lo queríamos. Las dos cosas se sustentaban en la calidad de sus clases y en el (aparente) liberalismo de su discurso. Nos daba biología y educación física. Pasado el tiempo vine a caer en cuenta de que lo de la calidad de sus clases aplicaba solo en la primera materia. En la segunda, Fabio se limitaba a ponernos a jugar fútbol a los hombres y basquetbol a las mujeres o hacernos trotar a nosotros horas enteras alrededor de la cancha o, peor, de arriba para abajo de unas instalaciones que quedaban en la caída de una montaña (allí siguen las Granjas). Nunca una instrucción sobre el ejercicio, un calentamiento, una enseñanza sobre las reglas. Nada. Éramos hombres y teníamos que correr y jugar fútbol porque éramos hombres. Punto. Así estaba decidido por las sanas costumbres de nuestra cultura heteropat… en fin. Nunca, una alternativa para aquellos a quienes el balón nos daba pánico porque carecíamos del interés de driblarlo y todas esas cosas que hace la gente hombres y mujeres con los balones en las canchas.
Como éramos adolescentes y él nuestro profesor bacano de biología, muchos temas se permitían en el salón. Habían transcurrido doce años desde Stonewall, cosa que nosotros no sabíamos y a lo mejor él despreciaba, y Fabio, que para el relato es importante aclarar que era negro, decía cosas que nos hacían creer que el mundo había empezado a cambiar justo cuando nosotros llegamos. Excepto en un tema que toda la vida me quedó rondando en la cabeza: para él, estaba bien que existieran los homosexuales, siempre y cuando estuvieran lejos y lejos se mantuvieran. Recuerdo el día exacto en que me di cuenta de que su liberalismo dejaba serias dudas.
Alguien puso el tema. Dijo que había homosexuales (no se usaba la palabra marica en el salón) en todas partes, en todos los grupos y en todas las razas. Recuerdo la seriedad con que la mirada de Fabio nos cubrió a todos, hombres y mujeres, la fortaleza de su vozarrón y la aparente nobleza de su corazón de maestro cuando, para tranquilizar al auditorio en pleno, dijo, no lo que necesitábamos escuchar, sino lo que a un homofóbico le parecía que nos tranquilizaría y mantendría la limpidez de nuestro nombre colectivo: “Aquí no hay de eso, aquí todos son hombres”. Han pasado treinta y nueve años y es probable que mi recuerdo de sus palabras no sea exacto, pero la idea sí lo es. Recuerdo la atmósfera de tranquilidad que esas palabras extendieron entre los presentes, permitiéndonos respirar a todos porque el supramacho de educación física nos canonizaba, uno a uno, como los hombres que nuestra cultura antioqueña y católica obligaba que fuéramos. Lo que seguía era ser honrados y trabajadores, pero ya teníamos la virtud fundante.
A comienzos de los ochenta, un profesor negro por el que sentíamos cariño y respeto nos ayudaba a derribar el muro racial que se alzaba alrededor de todo en nuestra cultura masculina, heterosexual, honrada, trabajadora y católica (y otro montón de limitaciones contra las cuales las décadas posteriores nos ayudaron a alzarnos). En la vida entera que ha transcurrido desde entonces, ha gravitado en mi sistema de ideas la aparente desconexión que existe entre el respeto que aquel profesor inspiraba y el hecho de que a los mariquitas que había en el grupo (sé bien que había por lo menos uno) se les consolara con la declaración de que tal aberración del comportamiento masculino no estaba presente allí, porque todos parecíamos hombres. El secreto se hallaba bien resguardado por esa virtud tan conveniente con que se ha construido nuestra cultura: la apariencia. En su magnanimidad, Fabio incluía en su apreciación a los dos afeminaditos del salón que inspiraron el tema.
¿Le reprocho al profesor amado su homofobia, siendo él mismo miembro de una minoría excluida? Lo hice durante mucho tiempo. Después he descubierto que se puede ser excluyente dentro de la exclusión. Eso existe por cantidades en el mundo. De ahí, tantos negros, tantos latinos, tantos gays y tantos pobres votando por Trump en Estados Unidos o por el que diga Uribe en Colombia. Pienso que, al modo en que su época se lo permitía, Fabio fue capaz de superar las limitaciones que el mundo le imponía como si fueran naturales, alzándose contra la concepción del deber ser de las cosas que mantenía a los negros en una casta inferior, y se convirtió en un buen profesor. La homofobia estaba en la raíz más profunda de sus creencias y es natural que no fuera capaz de decirnos a sus estudiantes de segundo lo que, en cambio, otros profesores de variados colores sí nos dijeron antes de terminar el bachillerato y lo que yo quisiera que él hubiera dicho para admitirlo sin reticencias en mi santoral: que con seguridad sí había uno o más muchachitos homosexuales (yo preferiría mariquitas, pero esta expresión no se permitía en el salón) y hasta alguna peladita lesbiana, y que esto no tenía por qué representar inconveniente alguno. Pienso en cuántos dolores habrían calmado esas palabras, cuántos comportamientos equivocados le habrían ahorrado a nuestra adolescencia y cuánta alegría de ser habrían permitido.
Nunca más supe de Fabio. No tengo, pues, manera de saber si las peleas que tantos han dado en las décadas transcurridas le cambiaron el concepto aberrado de que la manera de tranquilizar a sus estudiantes maricas era declarar que no lo parecían, dando a entender, por tanto, que no lo eran. O dando a entender que tenía razón la cultura, que lo importante era no parecer, o parecer otra cosa. A veces he llegado a pensar que quizá no comprendí las intenciones del profesor, que él en realidad estaba protegiendo a los excluidos: al decir que en el salón no había de eso y que todos eran hombres, estaba salvando del señalamiento a los que sí eran eso. Quizá. Pero también recuerdo con cuánto odio se refería a los flojos a los que no nos  gustaba el fútbol.






viernes, mayo 29, 2020

Muertos que la pandemia no deja enterrar



Rodrigo murió el sábado. Salió a trabajar y al rato llamaron a Teresa. Infarto fulminante. Así quería morir, según anunciaba desde que empezaron a hablar de la muerte: como es usual entre los sujetos que se importan, el tema afloró casi tan pronto como la vida los juntó valiéndose de artimañas un tanto rebuscadas. No hubo opción de ir a verlo, nada, ni mucho menos la hubo de un velorio o ritual alguno. El hijo de Rodrigo y Teresa pasó la noche llorando con gran desconsuelo. A ella, supongo, se le deben haber venido algunas lágrimas, pero, fuerte como es, la mayor parte del tiempo estuvo tranquila. Imagino la nostalgia y la avalancha de recuerdos y sensaciones, pero también el sereno diálogo (esas oraciones que son como mantras) con la divinidad en la que cree. El domingo, madre e hijo acudieron a una cita en el cementerio: solo ellos dos y para mirar la camilla en que transportaban a su muerto antes de que lo introdujeran al horno crematorio. Por otras muertes de esta época, Teresa intuía las características de lo que les iba a tocar y llevó consigo una botella de agua bendita.
Antes del confinamiento, dos meses largos atrás, dos vidas atrás, ella de todas formas ya iba poco a la iglesia. Sus problemas de columna y rodilla se habían complicado. Consecuencia para nada deseada de los quebrantos, hubo de alejarse de misas, repartición de hostias y otras actividades de su parroquia. En las ocasiones en que hacía el esfuerzo de desplazarse a la iglesia, con caminador y acompañante, iba provista de un envase grande y se surtía de la pila. Fue un consuelo enorme llevar consigo el agua bendita al cementerio. Pidió a los funcionarios de la muerte que abrieran la bolsa en que estaba Rodrigo. Ellos accedieron, pero advirtiendo que solo por un minuto y solo a la altura de la cara; ella preguntó por qué tanto rigor, si nada tenía que ver el fallecimiento de su marido con el virus; ellos respondieron que así son los protocolos ahora. No suplicó: pidió que abrieran la bolsa completa, y como hay algo en el tono de su voz que mueve a darle gusto en ese tipo de situaciones, lo hicieron. Es una voz de una firmeza serena: no se enoja, no gime, no constriñe. Salvo en un par de situaciones extremas, nunca he sabido que se altere. La procesión va por dentro, literalmente.
Ya que exequias no se celebrarían, esparció manojos de agua sobre su compañero. Se habían apagado el fuego y la furia, el ansia y el dolor. Todo lo que había sido Rodrigo estaba extinto, salvo ese cuerpo que para ella seguía siendo él y, por tanto, debía honrarse antes de devolverlo a la tierra. Se mojó las dos manos, las puso en la cara de Rodrigo, le echó la bendición, tomó una de las manos de él y le dijo que descansara en paz y que todas las ofensas, las que él le había hecho y las que seguramente ella le había hecho a él, estaban perdonadas. No sé si lloró en ese momento; no me lo dijo y, conociéndola, creo que no. Su hijo sí, bastante. Los funcionarios empezaron a cerrar la bolsa. Ella preguntó si lo iban a cremar con zapatos y todo. Le respondieron que sí, con zapatos, correa y la ropa que llevaba puesta en el momento del deceso. Este detalle, sobre todo lo de los zapatos, la ha tenido bastante inquieta, no entiendo bien la razón y aún no ha sido pertinente preguntársela.

Teresa está convencida de que a Rodrigo lo mató el estrés del encierro. Primero por convicción propia y luego por exigencia de su mujer y su hijo, acató la cuarentena durante varias semanas. Hace días manifestó que no soportaba más, que volvía al trabajo. Desde cuando no pudo jubilarse cubría turnos de vigilancia sin contrato ni prestaciones en un parqueadero del barrio, no sé qué tanto por necesidad y entiendo que mucho por deseo de mantenerse productivo. Teresa le dijo, un tanto en broma, otro tanto en serio, que empacara manta y ropa y se quedara allá mientras terminaba esta situación, para que no llevara la enfermedad a la casa. Él prometió guardar las precauciones indispensables. Cada una de las mañanas siguientes retomó la rutina de levantarse muy temprano, ponerles la comida y consentir a los gatos –tienen nueve–, subirle a Teresa unos tragos y entablar con ella una de esas conversaciones de la lacónica amistad que al cabo de los dramas habían aprendido a sostener. El sábado le anunció que esta semana la acompañaría a hacerse los exámenes que el ortopedista, en consulta telefónica, le mandó a fin de determinar qué es lo que ahora sucede con su columna. La llamó desde el trabajo para recomendarle que no se esforzara en la casa y preguntarle cómo estaba, y avisó que iría a almorzar. Al rato la llamó el dueño del parqueadero.   
Pasó el resto del domingo atada al celular, pues son bastantes sus familiares y sus amigos. Encontré registro de llamadas suyas tarde en la noche y muy temprano hoy. A media mañana le marqué, no contestó, aguardé unos minutos e insistí. Temía que recibiría precisamente la noticia que recibí, pues sé bien a qué horas llama para cada cosa y sobre qué muertes o qué tragedias me va a enterar según el momento en que intente comunicarse. Hablamos cada varios meses, pero hubo épocas en que lo hacíamos todos los días y hasta más.
No obstante, cuando contestó me saludó con el júbilo de siempre y por un momento la conversación fue divertida. Entonces me soltó la noticia como quien cuenta una confidencia, de repente, en voz baja y todo: “Se murió Rodrigo”. Con ella siempre me toca inferir la melancolía que late en un segundo nivel del palimpsesto de su voz. Insisto por tercera vez en el calificativo que he usado para describir su virtud principal: Teresa es una persona serena. Con la misma voz de hoy, desgarrándose por dentro pero no permitiéndose desbordamientos, hace veinticinco años me comunicó la muerte de su hijo menor, quizá la persona que más le dolió y con la que vivió las peripecias más dramáticas de su existencia: “Mataron a Edy”. Eran los tiempos en que la vida nos había hecho confluir en un grupo scout al que yo llegué por un gigantesco error de criterio (nada se me parece menos que el escultismo) y ella buscando una vía de escape a las dificultades que la ruptura en proceso de su primer matrimonio con Rodrigo les acarreaba a los hijos. Muchos fueron los ríos por los que anduvimos de noche, muchas las carpas que se nos inundaron y muchas las fogatas en las que creímos formar parte de una hermandad mundial. Entre tanto, Rodrigo se alejaba más de ella y de los niños, los abandonaba más, a la vez que se fortalecían en el espíritu de Teresa la voluntad de emancipación y la necesidad de alzarse contra todas las cosas que la habían obligado a ser. La vi sufrir y gozar, algo la ayudé, mucho la abandoné también. Llegamos a ser, creo, amigos; la parte fundamental de nuestra amistad sigue activa. Escuché las emociones con que el amor la engalanaba veinte años tarde, pero también las decepciones. La vi emocionarse con requiebros de adolescencia a los cuarenta y tantos años, la vi pelear tarde contra la tiranía de su madre, pero también la vi cuidarla, la vi ser abandonada y me enteré de cómo el hambre la rondaba a veces al lado de ese niño que ya se mostraba deseoso de morir. 
Rodrigo se había ido, supongo que, desde su óptica, con razones para retirar cualquier apoyo. Los hijos se desestabilizaron, el niño se hizo matar, el mayor dio tumbos por el país. Sus amores se fueron, su madre murió, su padre murió. Además eran los años en que la ciudad no era un buen lugar para estar y ella acabó yéndose a empezar de nuevo en otro sitio. Si no se derrumbó, fue porque su espíritu no tenía grietas para que lo colonizara la derrota. Persistía en él una paz que provenía de su verdadera vocación.
Teresa se fue al convento a una edad y en una época en que la gente aún era inocente. Entre las monjas pasó sus años de gloria y nunca dudó de su vocación (aún la tiene). A pesar de ello, su madre o su padre –no recuerdo– la obligó a retirarse antes de profesar y casi que a casarse con Rodrigo. Llegó al lecho matrimonial sin comprender cómo funcionaban las cosas allí, y él, a veces con paciencia, a veces con brusquedad, le fue explicando los mecanismos del mundo y de los cuerpos. Creció a su lado. Se fueron a Bogotá, nacieron los hijos, trabajaron. Hubo épocas felices. En su periodo más estable, los dos trabajaron durante una buena cantidad de años en un taller cuyo patrón los quería como un padre. Sin embargo, cuando tantos años después emprendieron los trámites de la jubilación, la empresa de pensiones les reveló que el patrón bienamado no había pagado ni un solo mes de sus aportes.
Al regresar la familia a Medellín, ella había descubierto una arista nueva de su carácter: no le gustaba ser sometida y estaba capacitada para el amor. Este descubrimiento desencadenó las tormentas que la azotaban por la época en que nos conocimos. Yo siempre le dije, en parte por molestarla y en parte por intuición, que al final iba a quedar con Rodrigo. Ella sonreía y replicaba que su anhelo final era volver al convento. Acabé teniendo la razón: hace veinte años viajé a la ciudad a donde él y el hijo la siguieron y de la que nunca se marcharon, y asistí a su segunda boda. No tenían el amor, pero sí la experiencia. Aprendieron a acompañarse en el envejecimiento. Este año iban a cumplir cuarenta y nueve de trajinar por el mundo teniendo noticias uno del otro: “de aguantármela”, bromeaba él; “de aguantármelo yo a usté”, bromeaba ella. Jamás se trataron de tú ni de vos; todo entre ellos fue un permanente usted. Me contó casi con ternura que estuvieron a punto de ajustar las bodas de oro. Creo que ya es tarde para el convento, pero Teresa ha hecho tantas cosas inesperadas que quién sabe a dónde será capaz de llegar con caminador y todo.
Rodrigo le había indicado dónde guardaba un dinero para que llegado el momento le hiciera el favor de llevar sus cenizas al cementerio de Nariño, el pueblo del que era oriundo. Esto no podrá ser, al menos no durante un buen tiempo, pues los viajes intermunicipales siguen prohibidos y cuando se levante la prohibición el virus seguirá estando por ahí, en las palabras, en las sonrisas, en el aire proveniente de las personas con las que uno podría cruzarse. Ahora Teresa espera que sea miércoles. Para ese día había tramitado con el párroco una misa en el terreno descampado donde los buses del barrio dan la vuelta para emprender la ruta. No sé con qué permiso hará el cura esa celebración, pues la cuarentena sigue y no están permitidas las reuniones. Una vecina lo informó sobre el súbito fallecimiento del esposo de Teresa y le pidió que reorientaran el objetivo de la eucaristía: que esta se oficiara por el eterno descanso del alma de Rodrigo. El sacerdote accedió. Teresa está contenta porque, a fin de cuentas, él no se quedará sin misa. Hace tiempo dejé de participar en la religión, pero me parece que esta alegría de Teresa es la prueba de una solidaridad que está muy emparentada con las maneras más nobles del amor.



jueves, abril 23, 2020

Tres instantáneas del desasosiego



Desasosiego. No puede haber otra forma moralmente válida de estar en este momento.

Los libros de Anagrama siempre me han gustado porque son sobrios y bonitos y por un detalle por el que ahora me doy cuenta de que han empezado a chocarme bastante: por las traducciones crudamente españoletas como si a los editores no les interesara que los leyéramos en Latinoamérica o como si más bien quisieran notificarnos de que les importamos un comino y que la versión del mundo que debemos tragarnos, ya que no aprendimos los idiomas originales de los equis cantidad de escritores de otras lenguas que vamos a leer en la vida, es la que ellos, los españoletes, quieren mostrarnos, y ya. Que os den por culo, peninsulares de mierda, grito con mi voz mental mientras miro con rabia la parte del globo terráqueo donde están España y sus vecinos europeos que hasta hace unos días fueron los países más golpeados por el “nuevo” coronavirus. Vuelvo al libro que estoy leyendo; mejor, en el que estoy tratando de trabajar ahora. Ando sumergido en el periodismo literario y me he dado cuenta, también, de que de Tom Wolfe lo único que me gusta es su estudio sobre el Nuevo Periodismo gringo, y ello a pesar de que sus páginas están plagadas de faltas contra el rigor, pero en cambio no soporto sus textos narrativos, primero por el rococó de su voz y segundo porque además tengo que tragármelo en españolete.
No creo que en la realidad haya sucedido como en mi cabeza, que los no sé cuántos miles de millones de seres humanos del hemisferio que me mira desde el globo terráqueo, con África en primer plano –amo su inmensidad–, Europa ocupando apenas una porción de planeta en la parte de arriba y Asia desvaneciéndose hacia el este, hayan oído desde los cielos mi increpación a los malditos traductores españoles que no tienen consideración de los lectores del lado ahora oculto del globo [algún día, mi única lectora me reprochará el hecho de que me he birlado la imagen del globo terráqueo de un cuento que estoy escribiendo. Je]. Todos ellos, en cambio, contemplan el avance de un virus que los va a poner en aprietos.
Hoy estoy de malas pulgas por una serie de incidentes menores, el más reciente de ellos que la puta empresa de telefonía celular en la que tengo, en vez de plan, un antiplán, no me presta atención por ningún canal para resolver cierta urgencia que me afecta. Por eso la he cargado contra los traductores españoles, aunque en realidad gracias a ellos hace tiempo me tragué a Bukowkski y a algún ídolo de la generación Beat en un idioma creíble. Ahora que lo pienso, no habría soportado que en vez de gilipolleces el viejo Hank se pasara escupiendo güevonadas en sus relatos o que en vez de cachondear se la pasara morboseando en las traducciones. En fin.

*

Ha vuelto a salirme la huella dactilar del medio izquierdo. Lo mismo ocurrió en las yemas de los dedos adyacentes. Dejó de desgarrárseme la piel por la acción alergénica del papel periódico viejo, lo que era incómodo y había empezado a preocuparme. Al parecer, estoy yo como el planeta, que en apariencia está más limpio porque la sociedad humana se ha detenido en casi todas partes, pero que en realidad sigue aquejado por los mismos sobresaltos que a gran velocidad lo dañan desde que empezó la locura de los seres humanos, hombres, mujeres e híbridos de toda especie, yo incluido.
Cuando todo esto empezaba (esto es, cuando oíamos hablar de ese virus que andaba matando chinos y luego nos enteramos con asombro, pero también con indiferencia, de que el horrible gobierno de ese país había puesto en cuarentena a toda una ciudad de once millones de habitantes. Parecía todo muy lejos), yo estaba sumergido de lleno en la colección de periódicos de la Universidad. Vivía una experiencia sumamente interesante: estaba revisando todas las ediciones de El Espectador de hace veintiún años y había empezado a habitar dos realidades simultáneas: la de la Colombia enloquecida del primer semestre de 1999 y la de la Colombia todavía demente del primer semestre de 2020. No sabía qué me perturbaba más, si el asombro o la indignación con la estupidez y la maldad del gobierno de Andrés Pastrana. Varias veces se me cruzaron los cables y llegué a la casa contándole a D, por ejemplo, que los monstruos de las Farc habían matado a unos secuestrados gringos, y habían arrojado los cadáveres en territorio venezolano, después de que a una de las mujeres la picara una tarántula, pues ni les importaba la vida de sus rehenes (como no les importaba la vida de nadie) ni querían cargar con la enferma por los caminos que iban abriendo en la selva. El incidente fue el primer obstáculo serio del proceso de paz que la guerrilla estaba dizque negociando con el gobierno de Pastrana. No se había resuelto esto y ya estaban otros sicópatas, los del Eln, secuestrando en pleno vuelo un avión que salía de Bucaramanga para Bogotá y a los días a un centenar de feligreses que asistían a misa en una iglesia de Cali. A la vez, el Eln les prohibía a las muchachas de los pueblos enamorarse de policías y las Farc expulsaban a la fiscal de San Vicente del Caguán. El caso es que mientras le relataba a D los pormenores de cada infamia de las guerrillas y de cada estupidez del gobierno, me sentía como si todo estuviera ocurriendo hoy. Increíblemente, la estupidez y la maldad de Pastrana son superadas veintiún años más tarde por la estupidez y la maldad del gobierno de Iván Duque. La sensación no dejaba de ser un tanto fascinante.
Durante varias semanas pasé las mañanas y las tardes sumergido en la hemeroteca y, cuando menos pensé, me di cuenta de que los dedos de la mano izquierda estaban desgarrados. Soy diestro para casi todo y zurdo para patear balones de fútbol, practicar placeres solitarios y pasar las páginas de los periódicos viejos, así que fue esa la mano en la que los ácaros y el polvillo de El Espectador de 1999 se cebaron. Cuando empecé a usar guante, ya la piel se levantaba en pedacitos como la cinta con que hemos pegado documentos antiguos. No dolía, pero era fastidioso y caí en la cuenta de que si llegaba a perder la mano derecha no habría manera de avalar documentos legales porque en la izquierda ya no había huellas. Todo en ella era como en los discursos de Pastrana y Duque: el vacío, la mugre, los ácaros ocultos pero dañinos.   
El virus, como las cosas inservibles, se desbordó desde China e inundó al mundo. No quiero pensar en el tiempo que transcurrirá antes de que la hemeroteca vuelva a prestar servicio y pueda yo retomar mi investigación académica. Menos aun, quiero pensar en el cataclismo que nos está arrasando.

*

Esta tarde he visto unas imágenes que me perturbaron. Mi hermano, que por trabajar con el agro tiene autorización para moverse en medio de la cuarentena, puso en su estado de whatsapp un video de su recorrido hacia las afueras de Medellín. La secuencia dura un minuto y medio. En los primeros segundos, lo oímos decir con estupor: “¿Qué es esto, por Dios?”. En un plano horizontal y perfectamente balanceado, vemos desde su puesto de conductor un tramo de la avenida Regional en una tarde que, en circunstancias distintas, se nos podría antojar bonita: más o menos iluminada, el aire en apariencia limpio (ya sabemos, la limpieza del planeta porque los humanos nos hemos ralentizado), una que otra moto, uno que otro carro. En la orilla de la avenida está el motivo de la exclamación: decenas de personas apostadas a lo largo del recorrido, desde quién sabe dónde y hasta quién sabe dónde, blanden banderines rojos. Miran con endeble esperanza a los vehículos que pasan y sus miradas se quedan siguiéndolos atrás. Es la señal del hambre. Al momento en que escribo, casi medianoche del miércoles 22 de abril, las cifras oficiales, las de un gobierno estúpido y malvado, hablan de 393 infectados y tres muertos en Antioquia (4.356 infectados y 206 muertos en Colombia, 2’623.231 infectados y 182.740 muertos en el mundo). Las cifras crecen y seguirán creciendo lenta, inconteniblemente, durante un tiempo cuya duración no podemos calcular. Y esto que voy a decir es estúpido y malvado, lo reconozco, pero lo más terrible, lo que nos asusta y nos ha llevado al confinamiento, es que no sabemos quiénes van a ser las víctimas en adelante. A mí me espanta pensar en D, en mamá, en mi hermano, en mi sobrina, en alguno de los familiares y amigos que amo. La pandemia sería horrorosa pero fácil de sobrellevar si se pareciera a las otras del último siglo, o a tragedias como los terremotos y los tsunamis, en que están localizadas y lejos de nosotros. Cuando las víctimas son números en vez de rostros, el horror no espanta.
Entre tanto, la tragedia se hace presente en grandes proporciones en esa gente de la Regional, en esas muchedumbres de los barrios, en esos vendedores de carretilla que recorren las calles de mi vecindario ofreciendo a pulmón herido aguacates, papayas o bananín, bananón, banano y poniéndose en espantoso riesgo de contagio a sí mismos y a nosotros. Es el hambre, que se extiende entre las gentes de muchos estratos a una velocidad incontenible: mayor que la del virus, inatajable como él.
He repasado muchas veces el video de mi hermano. En los últimos segundos vuelve a oírse su voz: “Qué tristeza”. ¿Qué más se puede decir? ¿Qué más se puede hacer? Durante mucho rato tuve que dejar de leer a Wolfe, tuve que meterme a Facebook en busca de sosiego, tuve que tontear en los chats, tuve que ponerme a repasar una libreta de apuntes de D, y varias veces tuve que salir al balcón en busca de aire o al menos de aquel lucero que estaba cerca del horizonte al atardecer. Nada me tranquilizó el espíritu.
Y me he tenido que poner a escribir.


martes, marzo 17, 2020

Manuel Zapata Olivella, 27 años después



Al cumplirse un siglo del nacimiento del gran escritor cordobés, va mi homenaje con esta crónica de nuestro encuentro a propósito de una novela suya.  


Zapata Olivella, archivo El Espectador
           En 1993, cuando hasta Dios era joven, me encontré en la cancillería colombiana con Manuel Zapata Olivella. En ese entonces yo quería ser todo: periodista, escritor, diplomático, y había hallado acomodo en la dirección de asuntos culturales, la única dependencia de la cancillería que podía conectarse de algún modo con mi alma. Zapata Olivella también estaba joven: con gran fortaleza del espíritu se había levantado por encima de la enfermedad que le quitara el habla y el movimiento, y aunque para escribir debía aprisionar el lapicero entre las dos manos, acababa de publicar una novela llena de su África amada y de su influjo aventurero y había hecho contactos para presentarla en Estados Unidos.
            Por esta razón acudió a mi jefa, una tropicalísima dama que años después acabaría protagonizando una divertida pelea de señoras con una embajadora nuestra en Europa y que entonces a todo decía que sí, aunque en la cancillería a todo le decían que no. La señora recibía con su bella sonrisa a cuanto visitante llegaba hasta su escritorio y se lo chutaba a alguno de sus funcionarios con la instrucción de que procediera; este, si aún no estaba anquilosado —todos los espíritus se oxidaban en ese lugar—, emprendía la odisea de llevar el proyecto hasta el otro lado de un laberinto administrativo poblado por burócratas sin nombre, sin rostro y sin ganas de moverse. Por afinidad con el tema literario, a mí me tocó mandar a Zapata Olivella y su libro a recorrer consulados y universidades de Norteamérica. De la aventura me quedó una entrañable amistad con el escritor, que ejercimos mediante un único diálogo que duró una tarde entera en mi oficina del edificio anexo al Palacio de San Carlos y la mitad de una noche en su casa de la calle 106 con carrera 42. Diálogo que grabé con el permiso de Zapata Olivella y con la idea de que algún día haríamos algo con él.
            Pasaron los años y nunca volví a verlo. Manuel Zapata Olivella murió después, el 19 de noviembre de 2004, yo más o menos, y ahora encuentro por accidente la grabación entre las cosas que saco del fondo más oscuro del desván para, haciéndole caso a un artículo de Rosa Montero en que recomendaba tirar todo lo inútil, dar aire a los espacios de la casa. Solo que yo soy más propenso a la prisión por nostalgia que la Montero y me detengo en cada objeto, verifico con mucho cuidado hasta qué punto se han deshecho los lazos que lo vinculan a mi ser actual, y así no solo vuelvo a guardar el 75 por ciento de las cosas, sino que descubro una que otra joya olvidada. Ahí está el casete. Negro, de una marca japonesa que por aquí no vendían, rotulado por nuestra embajada en Abiyán: el embajador daba una conferencia sobre Colombia en la Radio Nacional de Costa de Marfil y agregaba la grabación a su informe mensual. Maestro Zapata Olivella, ¿le molesta a usted que usemos este patrimonio cultural para que nuestra charla quede grabada?
Recuerdo sobre todo sus dientes, porque tenía la idea de que eran los de un Zapata Olivella mucho más fuerte y temperamental que aquel mulato de 73 años que nos hablaba sin desprecio a los funcionarios. Dichos dientes resaltaban, firmes y numerosos, en un rostro endurecido por el esfuerzo de sobreponerse a la enfermedad. Y era como si a ellos estuvieran adheridos los labios, porque, al hablar, estos se deslizaban sobre aquellos produciendo un sonido leve como de criatura que se arrastra usando para desplazarse una sustancia húmeda. Su ojo izquierdo era una antorcha apagada; en el derecho ardía el último leño de la fogata en una pradera africana.
Sobre usted escribiendo esa novela, cuéntele Zapata Olivella al que soy ahora como le contó al que fui en esas tardes de enero de 1993. Yo quiero rendirle un homenaje a Hemingway en este libro; por eso lo titulo así, Hemingway, el cazador de la muerte. Me he propuesto hacer un elogio fabulado del alma, del espíritu, del sentido de solidaridad humana y con los animales que Hemingway demostró a lo largo de su vida. Este es un punto. Otro es el hecho de que conocía una leyenda kikuyo que dice que todo aquel que dispare sus armas contra un animal sagrado, esa arma se devuelve y lo hiere en el mismo punto donde él hubiese herido a ese animal. Y yo pensaba, a propósito del suicidio de Hemingway, que en una forma o en otra las balas que él había disparado en sus distintos safaris por África, los animales sagrados que pudieron ser sus víctimas le devolvían las balas y lo herían en el mismo sitio.
Hemingway tuvo en su vida muchos escenarios. Tuvo el escenario de la guerra, el escenario de los toros, el escenario de la pesca, en distintos países: en España, en Europa, en Cuba… Pero hay un escenario muy importante, que yo quise tomar como marco de referencia, y es su pasión por los grandes nevados, particularmente por los nevados africanos. Consideré que era el nevado el escenario más adecuado, uno en que se mostrara el esplendor de la nieve, el esplendor de la serenidad, de las aventuras, y tomé a Kenia, y particularmente el monte Kenia, como el escenario de esta novela.
El hecho de que esta novela mía esté escrita en primera persona y que la voz narradora sea la de Hemingway me implicó una serie de confrontaciones antes de escribirla. En primer lugar, quise que en mis relatos no aparecieran relatos que tuviesen alguna coincidencia con el ambiente de obras anteriores de Hemingway. Por eso, informado de que él no había escrito ninguna novela sobre el ámbito del monte Kenia, me decidí por este sitio. Hemingway no fue muy dado a expresar en relatos autobiográficos su manera de vivir y de sentir. Nunca se le hubiese ocurrido escribir una novela de carácter autobiográfico y por lo mismo yo nunca me ciño en esta novela a esa biografía. Todos los personajes, las situaciones y, particularmente, los juicios que Hemingway en esta novela lanza sobre la realidad de Kenia, nunca fueron escritos por él. Muchos lectores, de pronto, pueden imaginar que un libro escrito en primera persona en la voz de Hemingway debía de ser escrito en un lenguaje, en un estilo, similar al suyo. Yo eludí esta responsabilidad. El libro está escrito dentro de mi estilo tradicional en el momento actual, que desde luego no es el mismo estilo de mis novelas anteriores. No es el estilo de Changó, no es el estilo de En Chimá nace un santo, pero tampoco es el estilo de Hemingway.
 En la mira de observación fundamental que yo tuve cuando me aproximé a la figura de Hemingway, fue su espíritu. Y más que su espíritu, más que hacer un retrato de su alma, fue expresar el afecto, la visión personal, el impacto que Hemingway ha ejercido sobre mi vida y sobre mi obra literaria. El hecho de que la novela se realice en África mantiene, en cierta manera, mi postura tradicional de estar ahondando en el espíritu de la cultura africana. En cierta manera también es un homenaje a Jomo Kenyatta, el primer presidente que tuvo Kenia y que fue uno de los líderes de la facción Mau Mau. Su tesis de grado [en antropología] me da la mayor fuente de conocimiento de las comunidades tribales que describo en la obra. En mi devoción de etnólogo siempre me he preocupado por investigar cuáles eran los elementos culturales que caracterizaban los pueblos del oriente del África. Esta preocupación me despertó siempre estar mirando la historia, la geografía, la fauna. Por otro lado, siempre me sedujo la historia revolucionaria de los Mau Mau. Esta es una sigla que quiere decir “Blanco, aléjate de mi tierra”. Y esto me llevó también a considerar la vida de Jomo Kenyatta, que fue uno de los líderes de los Mau Mau, a considerar la tradición de este pueblo, más allá de la imagen desdibujada de los periódicos, que pretendieron presentarlo como salvaje y antropófago. Todos estos elementos sumados justifican mi devoción por Kenia y la elección de ese territorio para esta novela.
No veo la necesidad de asumir ninguna defensa frente a las posibles críticas, por varias razones. En primer lugar, está expreso en el preámbulo que los personajes y las voces narrativas son producto de la labor de ficción del autor. En segundo lugar, porque la mejor manera de rendir ese homenaje a Hemingway era identificarme con el personaje en tal forma que lo que yo quería decir sobre Hemingway lo dijera él sobre sí mismo en una forma fabulada. En tercer lugar, porque un elemento esencial de la novela es el tema del suicidio en general, y particularmente el suicidio de Hemingway. Es muy difícil para un autor, particularmente para alguien que no es un experto en la vida de Hemingway como lo soy yo, entrar a tomar algunas consideraciones sobre los motivos que hubiera podido tener Hemingway para consumar el suicidio. La forma alegórica de la fábula puesta en boca de Hemingway permitía que el personaje de ese suicidio pudiera expresar lo que realmente pensaba de lo que había sido asumir esa decisión.
Tuve dos puntos de vista para la voz narrativa de esta novela. Uno: que todo este relato se estaba realizando unos minutos antes de la muerte de Heminway. Aseguran los colegas siquiatras que el suicida antes de consumar el acto rememora en una forma cinematográfica los aspectos fundamentales de su vida. Basado en este supuesto, asumo que en los segundos anteriores al momento en que Hemingway se dispara tiene la visión fabulada que yo hago de las causas por las cuales se suicida. Conozco un relato del pescador que sirvió de inspiración al personaje de El viejo y el mar, que decía que él había recibido una carta un mes antes en la cual Hemingway le anunciaba su suicidio, lo cual quiere decir que la idea venía de tiempo atrás y no está íntimamente ligada a la concepción que yo asumo como narrador, de que esta fue una decisión extrema en un momento de angustia o desesperación. Por otro lado, también puede verse desde el punto de vista de que Hemingway está narrando estos episodios después de la muerte… Pero estas son trampas del autor para darle más interés al relato y mantener la atención del lector.
Todo lo que significa alejarse un poco de la realidad, se encajona dentro de lo que hemos venido llamando Realismo Mágico. Pero yo considero que la organización del relato en mi novela está más inspirada en un delirio que en un simple relato mágico.

La mayoría de la gente cuando oye mencionar mi nombre me relaciona más con mis obras literarias que como médico. Pero indudablemente mi condición de médico es un elemento básico en la concepción de mi obra literaria, en la visión del hombre, en la visión del enfrentamiento de los personajes con el medio ambiente. Particularmente esto está muy señalado en Tierra mojada, mi primera novela. Después aparecen en mi obra literaria dos o tres novelas en las cuales los personajes son médicos. Es el caso de la novela Detrás del rostro, que tiene un enfoque sicológico de la mentalidad de los gamines bogotanos. En la novela La calle diez hay un estudiante de medicina, que indudablemente recoge muchas de las impresiones que yo tuve de estudiante aquí en Bogotá. Pero vuelvo y repito: estos elementos son secundarios al lado de cuántos libros escribí, qué tipo de temática me interesa, qué relación de compromiso tengo con la herencia indígena y africana.
En mi libro Levántate, mulato, que es un relato autobiográfico, cuento que mi vocación en el momento de iniciar los estudios universitarios no era la medicina. Yo quería estudiar zoología, pero no había escuela de zoología en Colombia en ese momento, ni había tampoco la posibilidad de que mis padres me enviaran al exterior a hacerlo. Y a última hora, en vista de mi renuencia a estudiar otra carrera, mi padre un día me invitó a que lo acompañara. Me llevó a la Facultad de Medicina, me matriculó y me dijo: “Para que estudies al más grande de los animales, ya que eso es lo que te apasiona”. Esto también aparece en Hemingway, el cazador de la muerte. Creo que el biólogo que aparece en esta novela es mi participación inconsciente, de mi gran pasión por la zoología.
Existen en la novelística latinoamericana obras que exaltan, digamos por caso, la etnia indígena. Dentro del género de la llamada novela indigenista se ha planteado que tenemos que asumir nuestra herencia americana como una de las condiciones primarias de nuestra identidad. Sin embargo, no se hizo en el momento en que aparecieron estos libros una perspectiva de los aportes de la antropología cultural.
Desde luego, uno no puede evaluar su propia obra con justeza, ni mucho menos compararla con otros autores. Pero yo creo que Changó, el gran putas tiene su propia atmósfera y en esa medida ha sido captada por el público y por los críticos. Es una novela que pudiéramos llamar extraña, para no llamarla difícil, para un lector común y corriente. La tendencia general de los hispanoamericanos no es identificarse con su ascendencia africana o indígena, sino identificarse con su ascendencia europea. De tal manera que una novela como Changó, que recoge la impresión del descendiente africano para mirar la cultura latinoamericana, es algo que no va a despertar el entusiasmo que podrían despertar obras desde el punto de vista de América Latina y su ascendencia europea. Por otro lado, se trata del enfrentamiento del lector a otra cultura que tampoco es conocida universalmente. La cultura africana que se conoce es la que siempre muestra al África como un país de tribus salvajes, donde hay una gran fauna, selvas, etcétera, y poco se ha interesado en estudiar que en África nació la vida humana y posteriormente se desarrollaron culturas muy importantes. Todo esto es desconocido para el lector de Changó. Adicionalmente, cuando esta novela aparece no está entre los temas de la novela del Boom, que son novelas que se aproximaban a América desde un punto de vista europeo. Yo creo que en unos decenios habrá más interés por la historia de los pueblos del mundo y por tanto por la historia de los pueblos de África, y en ese momento Changó podría tener una acogida que en el momento de su lanzamiento no tuvo. Podría decirte que esta es mi obra más madura. No la de mis mayores afectos, pues a todas les tengo el mismo afecto y cariño, pero es la más madura.
Hemingway, el cazador de la muerte tiene muchos aspectos que la hacen muy próxima a mí. Aquí, los elefantes no aparecen como unos animales sino como una cultura. La cultura de los elefantes, con sus filosofías, con sus sabidurías, sus costumbres, sus hábitos. Desde este punto de vista, muchos años de ignorancia, de haber querido ser un zoólogo, están colmados con esta novela.
Para responderte con gran sinceridad, y yo creo que esta es una situación en la que se encuentran todos los escritores cuando llegan a una edad madura, uno lo único que espera es tener la oportunidad de escribir más libros. No más.
De la amistad con Zapata Olivella quedó este recuerdo, uno de mis tesoros. 
Publicado inicialmente en el libro Para agradar a las amigas de mamá. Periodismo, cine y otras futilidades. Medellín, 2009.



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