jueves, septiembre 26, 2019

Encuentros


Jueves
Es de noche y voy en el metro. Charlo con dos amigos, esposo y esposa, gente que logra moverme el ánimo. Una que otra frase en alto volumen. Nos despedimos en San Antonio, ellos ahí cambian de línea. No acabo de hacer los respectivos gestos de adiós con la mano, cuando siento que me tocan el hombro y una voz recia me dice: “César Baloo, todavía me acuerdo de vos”. Lo veo: un tipo robusto, en sus cuarenta y tantos, moreno, facciones que parecen duras y jóvenes. No hay tiempo para saludos ni despedidas, pues él también sale del tren. Apenas alcanzo a reaccionar con una sonrisa tonta, una que espera ser afable, y un manotazo en su hombro. Se pierde en la multitud y quedo sonriendo para nadie.
Creo reconocerlo, y no porque en su cara logre ver los restos de la que tuvo de niño, sino porque la asocio con la del adulto al que vi una sola vez y en una situación análoga. Hace algunos años, quizá muchos, yo iba conduciendo por la 65 hacia el norte. Era por la tarde y había sol intenso y ofuscación de carros, y en la cuadra que sigue a Colombia me detuvo el semáforo. De pronto oí un pito insistente y una voz que gritaba parte de la fórmula de esta noche: “¡Hey, Baloo!”. Miré hacia el foco de la voz. Desde un camioncito que se había detenido justo al lado, el que creo era el mismo sujeto de esta noche me saludó con una mano alzada y una risa de esas que se extienden como luz en una vida fría. Apenas alcancé a preguntar: “¿Cuál sos?” y él a responder: “Julián”. “¿Julián qué?”, pregunté como animándolo a darse cuenta de que debía ser más específico. “Barbosa”, respondió. El semáforo que nos había reunido después de muchos años nos separó de nuevo después de algunos segundos.  
El hecho de que le preguntara cuál sos en vez de quién sos se debía a que su identidad podía revelárseme a partir de una bolsa de sujetos no demasiado amplia ubicada en la parte de la memoria que me es grata. Durante una decena de años, entre los ochenta y los noventa, fui Baloo o César Baloo para alrededor de un centenar de niños lobatos del grupo sexto de los scouts de Medellín. Es gente a la que por lo general asocio con buenos momentos de la vida; para algunos de ellos constituyo a la vez un recuerdo importante. De muy pocos sé en el presente. Cuando la casualidad me cruza con alguno, la mayoría ya tan borrados por la edad adulta, en un porcentaje alto de casos el saludo es frío, si no es que me ignoran, y me alcanza a doler; en otros es de una calidez como la de esta noche, que me ha dejado la misma sensación de aquella tarde: gratitud, alegría mía por la alegría de aquel Julián que aún no se convierte en un fantasma diluido en el tiempo.

Domingo
Camino hacia el apartamento de mi mamá. En la 57 con veinte me aborda una habitante de calle para que le dé algo de comer. Son demasiados y la inmensa mayoría de veces los ignoro, pero de mi presupuesto destino unos pocos pesos para favorecer a alguno de vez en cuando. La mujer debe andar en sus treinta o en sus cincuenta, puede que en sus cuarenta o en sus sesenta. Todo en su cuerpo es desfondarse y caer. Está flaca, pero conserva algo de la altivez que posiblemente en otra vida tuvo. En el ojo izquierdo, el iris en blanco la hace ver como uno de esos cyborgs que pierden la última batalla en esas películas. La voz, firme, puedo decir que bonita y hasta cómplice. Cabello largo y sucio, sucia su piel y sucios sus andrajos. Se ve que en su carrera al abismo no dista demasiado del fondo.
Le digo que sí, hágale pues, vamos a la panadería y coma lo que quiera. Se pone radiante, tanto que alcanza para iluminar algunos espíritus. Nos paramos ante la vitrina. Repito el ofrecimiento. Pregunta si es cierto que puede pedir cualquier cosa. Calculo el costo de mi generosidad: no será demasiado, pues ellos saben lo frágil que es la nobleza ajena, y por lo general me toca decirles que bien puedan, que aprovechen y se coman algo rico y que los llene, que los alimente incluso. En el caso extremo, me costará diez mil pesos; estoy dispuesto a llegar hasta veinte mil. Intuyo que se decidirá por un café con leche y a lo sumo un pan o un pastel de pollo, y que la alentaré a escoger algo más. Entonces viene la sorpresa: sin hablar, señala una copa de helado. Una especie de totuma de chocolate en cuyo interior, sobre una masa café clara, flotan una supongo que fresa envuelta en almíbar y una galleta desvaída con raya quebrada de chocolate; por el frente, una gotera blancuzca, sobre cuya naturaleza prefiero no preguntarme, recorre la copa y cae al plato eliminando cualquier posibilidad de que el helado resulte apetitoso. Sus facciones se llenan de expectativa. Pregunta si puede pedir eso. “¿De verdad quiere un helado?”, le pregunto como regañándola por no elegir algo más sólido y alimenticio. Dice que sí y sus facciones se vuelven traviesas, el gesto infantil. Instruyo al dependiente para que le dé lo que desea. La mujer estalla de alegría. “Me dan hasta ganas de llorar”, declara, y sé que si mi actitud fuera menos adusta se daría cuenta de que somos de la misma casta. El hombre le entrega la copa y ella la recibe como si se tratara de un objeto místico que le conferirá algún poder o la pondrá en contacto con alguna divinidad. Algo de una antigua altivez regresa por un momento a su espíritu. Le alcanza el ánimo para reclamarle al hombre la cucharita que debería venir con el helado. Se repliega sobre sí misma, exultante.
Ellos no dan las gracias, pero uno sabe que en esos momentos se enamoran un poco de la vida. Más tarde en la noche llueve. Las nubes ocultan la Luna, que ha empezado a menguar.

miércoles, septiembre 11, 2019

Migdonio


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Fue en febrero, el último viernes. Tenía que ir de afán a la hemeroteca de la universidad. En la galería del primer piso de la biblioteca, por la que llevaba días pasando sin darme cuenta apenas de que exhibían unos paisajes, un cuadro se me prendió en la mirada. Solo podía haber ocurrido en ese momento, no sé bien la razón; a veces se conjugan cosas y sensaciones a partir de los mismos elementos que antes han pasado sin tocarnos. El cuadro entró entonces por mis ojos y se incrustó en algún lugar del cerebro donde se administra la sensibilidad (intuyo que es el mismo en el que se ubica el espíritu). Una fuerza me obligó a devolverme desde el segundo piso para mirarlo, para contemplar la exposición. Di varias vueltas alrededor de los paneles: eran paisajes del Chocó pintados al natural por alguien que está metido en ellos y no puede hacer otra cosa que transmitir la sublime belleza.
No sé nada de arte, así que no soy quién para desconfiar del naturalismo. Mi capacidad crítica se reduce a la reacción típicamente impresionista ante las obras: me conmueve, me gusta. Y eso me ocurrió con la mayor parte de la exposición, pero sobre todo con ese cuadro. Eran imágenes diversas de las selvas, a veces con mucho color, siempre dominadas por la vegetación –el verde– y el agua: en estos elementos, las pinturas estaban casi siempre bien logradas. Unas pocas incluían animales, una que otra ave, algún mico, y entonces la calidad decaía. Me detuve ratos largos ante varios de esos cuadros, pero una y otra vez tuve que volver sobre el primero. Me llamaba, me turbaba de algún modo, me apaciguaba.
Era uno de los más grandes, un rectángulo horizontal de 160 por 79 centímetros en el que se plasmaba en su serena majestuosidad la selva del río Lloró. El punto de vista del pintor estaba emplazado en un recodo, con la corriente en primer plano y en el fondo la omnipresencia de los árboles, la niebla, la luz tenue de un amanecer –quizá de un atardecer– proyectándose oblicuamente desde el ángulo superior izquierdo del cuadro y hundiéndose en un segundo plano de la manigua. Comprendí que mucho de mí se hallaba inserto en ese paisaje. Por eso me lo llevé en las células, a la vez que me dejé a mí mismo para habitarlo.
Una vez, hace veintisiete años, recorrí el Lloró y otros afluentes del Atrato con un grupo de investigadores de Biología. Tengo en la memoria la pureza y la serenidad del agua, y también la inmensidad de la corriente y el miedo que me producía la posibilidad de que la panga en que íbamos, larga y delgada, se hundiera. Nunca he vuelto al Chocó, pero sé por los relatos que esa selva ya no existe: los mineros han abierto enormes baches en la vegetación y han llenado los ríos de mercurio y otras inmundicias opuestas a la vida. Pero esto no es más que anécdota. El cuadro no me conmovió porque una vez estuve en ese río o por la melancolía que me produce su destrucción, sino porque existía un vínculo fuerte entre ese pintor, ese paisaje y la parte de mí que todavía se conmueve con lo bello.  
Conservé el catálogo de la exposición. Del pintor se decían pocos datos además del nombre: Migdonio Chaverra Mosquera, nacido en Quibdó, con estudios en algún instituto de cultura y exposiciones en su ciudad natal, en Cali y en varios centros comerciales de Medellín. Esta de la Universidad de Antioquia, me iba a enterar luego, era el gran hito de su carrera. El catálogo decía, en la pluma elegante y autorizada de Luis Germán Sierra: “…tiene el propósito, tal vez, de hacernos ver en la ciudad lo que ocurre allá, en la selva, en ese silencio lleno de vida”.
Silencio. Esta es la palabra que en mí ha definido mejor el cuadro de Migdonio Chaverra. Tremenda paradoja, pues sé bien lo habitadas de ruidos que están las selvas. Pero es el silencio de ese paisaje visto desde afuera, el mudo entreverarse de la niebla y los follajes, la luz y el agua, la fuerza catalizadora que me transforma en parte del cuadro. Y soy perfectamente capaz de percibir al artista pintando cada hoja, cada fragmento del río, en eterna comunicación conmigo cuando paso frente al cuadro o me siento a contemplarlo. En un par de ocasiones, favorecido por yerbas ennoblecedoras, he logrado lo que aquel personaje de Los sueños de Akira Kurosawa que se introduce en las obras de Van Gogh y hasta dialoga con el pintor. Solo que, a diferencia de los trazos posimpresionistas del holandés, los hiperrealistas de este colombiano me sosiegan de un modo, no sé, salvaje. No hablo con Migdonio en mis viajes a su paisaje selvático. Es, era, un hombre poco dado a las palabras con los no cercanos; en eso nos parecemos.
Unos días después de ver el cuadro, contrariando la falta de entusiasmo que me producen los individuos detrás del arte, me animé a comunicarme con él. Encontré su perfil en Facebook y le escribí: “Quería comentarte que tus paisajes de la selva me conmovieron bastante”. Demoró dos semanas para responder que le alegraba mi comentario y agregar: “Eso quiere decir que ha valido la pena mi entrega y amor por lo que hago. Muchas gracias”. De inmediato repliqué algo sobre su acierto al captar el misterio de los paisajes y me animé a preguntarle si sus cuadros estaban en venta. Tardó otra semana para responder que sí.
De esta manera, hablando de semana en semana a través de las redes, acabé comprándole el cuadro. Avisó que deseaba agregarle unos detalles y me invitó a ser parte del acto creativo. Le respondí que, en mi concepto, no le hacía falta nada y cualquier elemento nuevo estorbaría. Lo trajo a mi casa el penúltimo viernes de marzo. Estaba contento a la manera en que la gente como nosotros se pone contenta: diciendo unas pocas palabras, sin gran despliegue de expresividad. Yo también lo estaba. Solo quedó pendiente un detalle: el certificado de autenticidad. Nos contó que días antes, en un atraco, le habían robado los documentos, y prometió que en cuanto recuperara la cédula de ciudadanía haría el certificado. Escribió en mayo para saludar y decir que seguía pendiente de recibir la cédula y que en cuanto esto ocurriera haría el certificado. Le conté que el cuadro nos gustaba mucho a nosotros y que había sido muy admirado por nuestros visitantes. Respondió: “Es lo que más me gusta saber en mi vida. Muchas gracias”.
No supe más de él hasta el jueves 5 de septiembre, cuando apareció en mi muro de Facebook la noticia de su muerte. ¿Qué le pasó? A la muerte de alguien, la pregunta, me parece que natural, es siempre esa. ¿Qué le pasó? ¿De qué murió? ¿Por qué así, un artista en plena vitalidad, etc.? Ninguna pista hay en su página ni en los numerosos comentarios que siguen a los anuncios de sus hermanos primero sobre su muerte y luego sobre el dolor que los embarga y la resignación que esperan. Diego y yo concordamos en que era un hombre de actitud triste.

Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...