jueves, agosto 02, 2012

La cinesífilis de Andrés


 …Pero, hermano, si no fuera por esa oscuridad,
si no fuera porque respiramos mejor dentro de
la sala del cine, ¿qué sería de nosotros?
Carta a Juan M. Bullita, octubre 16 de 1973

 Siempre, desde que me volví adulto y mayorcito que él, lo he llamado San Andresito Caicedo. No es que yo crea que los santos del catolicismo son buenos individuos, unos que merecen toda mi consideración; si tal cosa pensara, tendría el santoral casi entero para enrostrarme el error de criterio con una larga historia de sangre y dolor infligido a la humanidad por los individuos a los que la sacra Iglesia de Roma ha ungido con tal título. No. En mi santoral particular, que tampoco tiene que ver con el de Fernando Vallejo cuando canoniza al mojigato de Rufino José Cuervo, santos son los individuos que han sabido ser auténticamente fieles a su causa y a su condición humana, que han puesto en ello la fuerza de los ciclones y que incluso han sido mil veces salpicados por el pantano de los angelitos que los rodean y atormentan. Santos son los seres como este Andrés Caicedo, que vivió a mil y, fiel a su doctrina y al Seconal, murió pronto y dejando obra. Una demasiado extensa, demasiado vigorosa y pasional para sus escasos veinticinco años, intensa y fascinante, en tres áreas vitales para el desarrollo del espíritu humano.
La primera de esas áreas fue la literatura. Pienso con mucha melancolía en lo que dejó de hacer por morirse tan pronto y me gusta pensar en lo muy lejos que habría llegado, lo muy arriba, lo muy digno de los premios más importantes que habría sido. Otra es el teatro, hijo de la primera pero para el caso independiente de ella, y que San Andresito cultivó como actor y como dramaturgo. Y la otra, la que me trae aquí, es el cine. La cinesífilis, de acuerdo con el término que él usaba para definir su pasión por el arte de las salas oscuras y la luz a veinticuatro cuadros por segundo.   
Tengo grabada en la frente esta sentencia, una de las extensas admoniciones de María del Carmen Huertas, su heroína, al final de Que viva la música: “Adonde mejor se practica el ritmo de la soledad es en los cines. Aprende a sabotear los cines”. Mucho los saboteó él, en el sentido caicediano del verbo sabotear, que significaba hacer intensamente. Y hacer intensamente el cine significaba, en su caso, un cúmulo de acciones: presenciarlo como espectador, difundirlo como cineclubista, discernirlo como crítico, concebirlo como guionista y realizarlo como director (un director que, además, como tantos de aquellos a los que admiraba, se permitía la travesura del cameo).
Ni todos los espectadores intensivos devienen críticos ni todos los críticos anhelan en secreto ser realizadores. Estos tres papeles le sentaban a Caicedito por naturaleza. En sus mejores tiempos llegó a ser espectador de hasta tres películas por día en más de una ocasión a la semana. La consecuencia obvia tenía que ser el conocimiento exhaustivo del arte cinematográfico y, en un espíritu como el suyo, la necesidad de la reflexión. De ahí su faceta de crítico, que practicó en periódicos como El País, El Pueblo y Occidente, en Cali, y que, dada la incontenible intensidad de su cinesífilis, derivó en la creación de su propia revista, Ojo al Cine, que llegó a ser la más importante publicación especializada en el asunto cinematográfico en la Colombia de los años setenta. Le escribía a su compañero de generación Luis Ospina el 6 de agosto de 1973: “Hablás de un fondo que incluiría ‘Revista de cine, películas de 16, proyector, bombillas’. Aquí va lo más importante que tengo para decirte en esta carta: hagamos que sea un hecho lo de la revista”.
Por los días en que escribía esta carta, se hallaba en su periodo estadounidense, que durante varios meses alternó entre las ciudades de Houston y Los Ángeles. Fue allí en busca de un sueño todavía más alto: el de no solo escribir guiones, sino que estos se produjeran en la industria de Hollywood. Escribió dos películas de terror: La estirpe de la cripta y, tomando el argumento de un cuento de H. P. Lovecraft, The Shadow Over Innsmouth. Hizo los guiones completos en español y encargó a su hermana Rosario la traducción de los mismos al inglés para ofrecérselos, primero, al productor Roger Corman y, segundo, a cualquier representante de cualquier productor que estuviera dispuesto a escuchar a un escritor de gran talento como él. No lo escucharon. Lo más lejos que logró llegar, y eso gracias a los contactos de Luis Ospina (quien años antes había estudiado cine en la UCLA), fue a algunos miembros menores del “Gay Power” que intentaron ganarlo para su causa y le dieron una lección importante: no se debía entregar a ningún productor un guion terminado para que este lo leyera y considerara (y acariciara la tentación de pasárselo a uno de sus propios asistentes para que lo desarrollara), sino una sinopsis de la historia que le estaba ofreciendo. Lo intentó entonces con la sinopsis de un western que se titularía Los amantes de Suzie Bloom. Y tuvo que regresarse a Cali, donde lo esperaban su cineclub, sus amigos y la revista que iba a fundar.
Dos años antes de la revista y de la desventura hollywoodense, San Andresito Caicedo había vivido su primera y única gran aventura como realizador. En 1971, en codirección con su amigo y antagonista Carlos Mayolo, emprendió el proyecto de un largometraje más o menos basado en su relato Angelita y Miguel Ángel (recogido luego en el volumen Angelitos empantanados). Iba a ser una película de media hora. Consiguió los actores, que no fueron los niños que deseaba para los personajes, sino algunos de sus camaradas de Ciudad Solar, esa especie de comuna en que la generación de Caicedo se congregó durante varios años. Consiguió los recursos. Ensayó y empezaron a rodar. Él y Mayolo en la dirección. Lograron terminar varias secuencias, pero sobrevino la crisis. Así lo narra Mayolo en su libro de memorias Mamá ¿qué hago? (2002): “Tuvimos muchos encontrones Andrés y yo. Yo era demasiado mamerto y quería darle vida a la pareja proletaria [del relato literario]. La película termina con un gran baile de los proletos que los burgueses no podían disfrutar. Fue un engendro donde, con la bicefalia, cada uno pegó por su lado. Quedó una simbiosis de las dos cosas. Apologética”. Para Caicedo se trató más bien de un problema de edades. Carlos Mayolo era seis años mayor, y él estaba destinado a ser un jovencito por siempre. En carta del 25 de agosto de 1973 le escribe a su amigo Miguel González: “El que Angelita y Miguel Ángel permanezca como mi único trabajo inconcluso lo atribuyo, ni más ni menos, a una lucha entre generaciones”.
Después, en 1976, con una cámara de video y con otro de los amigos del combo, Eduardo “La Rata” Carvajal, grabó una entrevista colectiva a cuatro de los niños de su redil, criaturas en realidad menos empantanadas que idiotas, convertidas en personajes por el amor y la imaginación de San Andresito, que supo narrarlos con el ingenio del que la vida no los dotó. A cambio, ellos le dieron abismo y la fascinación de pecar al revés: el adulto corrompido por el menor. En esa entrevista, después rescatada, editada y agregada al acervo del culto caicediano por Luis Ospina, aparecen Guillermito Lemos y su hermana Clarisolcita, la Lolita drogadicta que se merecería la famosa antidedicatoria de Que viva la música.
Y luego, el 4 de marzo de 1977, se murió. Comenzó de inmediato la leyenda que en la última década llegó a rebasar las fronteras de nuestro país. En estos tiempos se puso de moda el culto al precoz genio de la literatura y el cine y la fascinación, a veces más del personaje que de su obra, alcanzó momentos sorprendentes. Se puso de moda Andrés Caicedo. Ya en las dos últimas décadas del siglo XX se habían realizado cuando menos tres trabajos sobresalientes que lo tenían como motivo: Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos, documental de Luis Ospina (1986); el documental Un ángel del pantano de Óscar Campo (1997) sobre Guillermito Lemos, y el experimental Calicalabozo de Jorge Navas (1997) sobre la vida y la obra de San Andresito.
En lo que va corrido del siglo XXI, restringiendo el inventario al mundo audiovisual, habría que destacar el argumental Jamás dijo nunca nada de Esteban Arango (2009). Y, sobre todo, el documental Noche sin fortuna de los argentinos Francisco Forbes y Álvaro Cifuentes. En el delirio que le significa la búsqueda del personaje, el documental logra momentos de gran belleza, el máximo de ellos cuando regala al espectador con la narración y puesta en escena animada de aquel western que en 1973 Caicedo había concebido para algún productor de Hollywood. Hermosamente se nos muestra aquí la magnífica película que habría podido ser Los amantes de Suzie Bloom. Entendemos que San Andresito Caicedo era joven. Estaba destinado a serlo por siempre. Y lo que le hacía falta para triunfar en el cine era tiempo. Crecer, madurar. Lo que él no estuvo dispuesto a hacer.

viernes, junio 15, 2012

El libro que casi me mata




Había un grafiti tremendo en la fachada de alguna casona en no recuerdo qué barrio céntrico de Bogotá por el que yo pasaba casi todos los días en bus. En mi vida han pasado dos décadas y cinco libros desde entonces. Y ahora viéndolo por fin en santa paz, con aquel grafiti encima de mi testa como espada del más fustigador Damocles, me aventuro con el símil de la paternidad para describir lo que el quinto libro, el nuevo, significa. En muchos sentidos los libros son como los hijos, pero en otros tantos se diferencian mucho de ellos. Se parecen en: lo duro del proceso de gestación, en que uno se enferma gravemente en la etapa final, justo antes del alumbramiento, y en que, como los niños, son un peligro para el ecosistema. También se parecen en que al verlos en reposo se le hace a uno inconcebible que haya en unas y otras creaturas semejante capacidad de construir y amenazar. Aunque, para ser atinados, al ecosistema le vendría muy bien que hubiera muchos más libros que niños.
Los libros se diferencian de los niños en un aspecto fundamental: una vez que nacen, es preciso dejar que se defiendan solos en el mundo. No es posible salir en defensa de ellos ni contribuir de manera alguna a su crecimiento. Si los niños nunca acabamos de ser, los libros son desde el momento mismo en que salen de la imprenta.
            Este nuevo libro mío es muy distinto de los otros. No es literatura ni periodismo. Es… Siempre he desdeñado el lenguaje académico por impersonal, por frío, por gélido y porque en definitiva no sirve para nada. Y, sin embargo, he acabado haciendo un libro académico.
            —Creo que terminé por fin la tesis de grado que usté merecía asesorar   —le digo a V, entregándole el segundo ejemplar. El primero, como ha sido siempre y como debe ser, fue para la santa mujer que me parió y me cuida.
            —La solución es que usté haga… —me había dicho V seis años atrás, cuando se me cerraron todas las puertas del laberinto.
            En la Semana Santa del 2006 hice un viaje maravilloso. Agarré dos amigos y emprendí con ellos una travesía por el Río Grande de la Magdalena, el de Simón Bolívar bogando hacia la muerte, el de Florentino Ariza y Fermina Daza yéndose hacia el amor, el de Sayonara huyendo hacia sí misma, el de Geo Von Lengerke trazando el final —o el comienzo— de los caminos de Santander. Íbamos a seguir las rutas del Libertador derrotado, de los ancianos enamorados, de las putas que escapan, del alemán trazador de caminos. Íbamos a buscar el último manatí. Yo tenía un propósito que me obsesionaba: quería atestiguar el estado en que se hallaba el río que había visto relatado en las novelas de Fernando Cruz Kronfly y Gabriel García Márquez, de Laura Restrepo y Pedro Gómez Valderrama, y relatarlo en un cruce de las disciplinas que amo: periodismo y literatura, puestas al servicio de mi tesis de grado para la Maestría en Literatura Colombiana. En Puerto Berrío tomamos un trencito hermoso, pequeñito, de juguete, lo único que quedaba de los ferrocarriles nacionales, y en él hicimos el trayecto espléndido hasta Barrancabermeja. Allí nos embarcamos río abajo, de caserío en caserío, hasta Magangué, desde donde nos devolvimos en chalupa hasta la desembocadura del Cauca y por ella nos adentramos remontando la corriente hasta los pueblos más tristes que he conocido jamás, para devolvernos luego corriente abajo, retornar al encuentro del Magdalena (un gigantesco nido de aguas, como prehistórico a los ojos de un combo de citadinos, donde uno no sabe si está en un gran lago o en uno de los dos ríos), seguir bajando, bajando, y llegar finalmente a la ensoñación de Mompox. Ninguno de nosotros estaba enamorado, así que Dios no creó un manatí para que lo viéramos, como había hecho en su momento, setenta y tantos años atrás, para Florentino Ariza y Fermina Daza. 

Imagen de María de Rafael Bermúdez Zataraín (México, 1918)

            No pude encontrar el último manatí del Magdalena, pero recogí material suficiente para hacer una crónica en la que superpondría mi río con el que había visto tan hermosamente narrado en La ceniza del Libertador, El general en su laberinto, El amor en los tiempos del cólera, La novia oscura y La otra raya del tigre. Hechos el viaje y la investigación y leídos los libros, no me quedaba sino ponerme a redactar. Sin embargo, tropecé con un obstáculo insalvable. Mijaíl Bajtín.
            —Que no —repliqué muchas veces a V en nuestras discusiones—. Que yo no quiero hacer un texto frío y soso que se pierda en los archivos de la academia.
            —Le recuerdo que está haciendo una tesis de grado.
            En esta admonición, y no en el río, se ahogó mi proyecto. Cuando uno sale en busca del último manatí, no regresa a escribir una fría tesis que nadie leerá, que no emocionará a nadie, que estará envenenada por Bajtín. Así que naufragué.
            V se inspiró un día, cuando yo estaba casi resignado a no graduarme nunca:
            —Le tengo la solución.
            Ella siempre ha tenido las soluciones. Y en esta oportunidad sí que la tenía: el relato del río debía quedar para una ocasión más personal. Mientras tanto había que sobrevivir a una tesis de grado y podía acometerla con otro asunto igual de cercano a mi afecto y en el que no me dolería tanto sacrificar el lenguaje en aras de la fría distancia de la academia. No tendría que componer un cadáver académico.
            V me propuso que abordara las relaciones entre el cine y la literatura en Colombia.
             —Un inventario de adaptaciones, precedido por un estudio de carácter histórico —se me ocurrió al instante y ella aprobó.
            En pocos meses tuve listo el trabajo de grado y conseguí el diploma, pero el tema seguía ahí, asediándome. Nadie que sea serio espera agotar semejante empresa en los plazos de una maestría. Aquello era el empujón inicial. Yo tenía un aliciente gigante: además del perenne amor por el cine y la literatura, mi trabajo en la organización del Festival de Cine Colombiano de Medellín y del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia y mi viaje de cada año con A y con O a Cartagena para asistir al festival de esa ciudad. Los tres eventos me mantenían en contacto con la gente que necesitaba para avanzar más y esperar que algún día aquel proyecto deviniera libro: los directores, los guionistas, los productores, los académicos… Y en 2008 apareció una oportunidad de oro: las becas de investigación del Ministerio (cuando digo “el Ministerio”, para mí y la gente con la que ando solo hay uno: el de Cultura). Presenté el proyecto para continuar la investigación y obtuve la beca. Yo seguía haciendo entrevistas y recopilando documentos, pero sin la beca nunca habría tenido la disciplina de procesar todo ese material y convertirlo en un informe, algo que ya empezaba a parecerse a un libro pero al que aún le faltaba mucho trabajo.
            Desde el primer proyecto, el propósito era terminar una investigación que les ofreciera a los estudiosos y demás interesados un producto doble. Primera parte, un recuento histórico y teórico de lo que han sido las relaciones entre el cine y la literatura en nuestro país*. Segunda parte, una base de datos que recogiera todas las adaptaciones de la literatura colombiana al cine, hechas tanto en el país como en el exterior, así como todas las adaptaciones de la literatura extranjera hechas por realizadores colombianos. El trabajo de grado de la maestría me avanzó un cuarenta por ciento. La beca, otro cuarenta. El veinte restante ha sido posible gracias a otra serie de empujones de la buena suerte.
            En septiembre 2011, la adorada historiadora de mi círculo, A, me contó que el Ministerio iba a convocar un premio de publicación de libros que fueran resultado de investigaciones en cine. Estuve atento a la convocatoria. Organicé el material que tenía, agregué todo lo que pude mientras se vencían los plazos y envié el proyecto.
            El premio constituyó el inicio de la parte definitiva de todo este proceso.
            Según la convocatoria, el libro debía estar listo para el 29 de febrero. Estaba bien por este detalle: esa fecha era propicia para presentarlo en el Festival de Cartagena. Y no lo estaba tanto por este otro: necesitaba cuando menos tres meses más para que el libro pudiera llegar a estar en el punto en que yo sabía que merecería mostrarse. Un poco más de investigación, otro tanto de escritura. Entonces, la mala suerte actuó en mi favor: el Ministerio se demoró en consignar los pagos y me concedieron una prórroga del plazo. Hasta el 2 de mayo, en comienzo.
            Con este nuevo plazo en el horizonte me di al trabajo. Lo primero que hice fue enviar a mi base de datos de contactos del cine y la literatura un mensaje en que pedía información. Lo que fuera, así se tratara de la noticia más obvia sobre la realización, por ejemplo, de cualquiera de las siete adaptaciones que se han hecho de la María de Jorge Isaacs. La respuesta fue emocionante, pero abrumadora: alrededor de 150 correos en los que me hablaban no solo de las obviedades, sino de una enorme cantidad de adaptaciones de las que yo no tenía noticia. Empecé a trabajar, como si ya no lo hubiera hecho durante cinco años y medio. Y busqué, busqué, busqué. El plan era que los cuatro listados de adaptaciones que había diseñado (por autores de las obras literarias, por directores de las adaptaciones, por años y por fichas técnicas) estuvieran listos para finales de febrero. No tengo que decir que no lo estuvieron y que me fui para el festival de Cartagena dejando aquellos listados inconclusos. Aproveché el festival para hacer entrevistas y recoger datos que me faltaban. Regresé con un montón de información nueva, calculando que los listados estarían terminados en dos semanas y que en otro mes podría acabar la escritura de los capítulos teóricos, para llevar el libro a diseño en los primeros de abril y a impresión a mediados de dicho mes. Apareció entonces el amago de tragedia.
            El Ministerio consignó el primer pago el último día de febrero. El segundo de marzo, cuando regresé de Cartagena, me recibió un correo temible: el plazo ya no era hasta el 2 de mayo, sino hasta el 30 de marzo.
            Desde luego, cualquier intento de protesta de mi parte se estrellaba en este muro: la convocatoria del premio era clara en que este era para libros terminados, no en proceso. Y, la verdad, mi interventora en la Dirección de Cinematografía había sido tan amable y tan diligente con mis cosas, que si decía que había hecho lo posible por conseguir el plazo más largo no me quedaba más opción que invocar a los santos —en los que lamento no creer— o acelerar para acabar a tiempo. Como fuera.
            Y como fuera significaba: pasar las noches trabajando, dormir unas cuantas horas, retomar el trabajo y volver a pasar las noches en vela.
            El esquema funcionó durante varios días. Un jueves, cuando desperté, tenía en el cuello lo que en Medellín se denomina un mico. Un dolorcito bastante aburridor. Hacia el mediodía, L, la noble mujer que me cuida, me hizo un masaje. El dolorcito no cesaba. Me recosté en el sofá de la sala. El dolor seguía sin cesar. Me levanté. Caminé. Hice ejercicios de estiramiento. Traté de meditar, pero como no tengo paciencia para el yoga la meditación derivó hacia las tragedias de la humanidad. Nada. Me llamaron a almorzar. Y de pronto, en un minuto, sucedió algo extraordinario: vi cómo el dolor bajaba por la nuca, se detenía en el músculo que la une al hombro y allí empezaba a contraerse. Los músculos se recogían, se expandían y se dilataban, y el dolor aumentaba en progresión geométrica.
            —Lo que estás describiendo es un parto —anotó S cuando le conté, muchos calmantes más tarde.
            —Hacé de cuenta que eso fue —le respondí a él y les cuento a ustedes hoy.
            Desde luego, no se trataba de un alien brotando por la zona equivocada de mi cuerpo. Era un espasmo muscular, que es, imagínense ustedes, el dolor físico más espantoso que he padecido en mi más o menos larga existencia. Tuvo que venir mi hermano y llevarme a la mezquina central de urgencias, donde un médico algo más estresado que yo me prescribió un imposible: dormir una semana entera a punta de Rivotril, un medicamento siquiátrico que me negué a tomar y que no probaré hasta cuando me sienta algo más perturbado. Con las inyecciones de no sé qué y los mimos de mi hermano y las mujeres de la casa bajó el dolor… por ese día.
            No dormí una semana entera, pero sí estuve inutilizado todo ese tiempo. Le lancé la voz de alarma a la interventora.
            —Está bien —decidió, a pesar de las órdenes superiores—, tómate un par de semanas más.
Para ser honrados en el testimonio, las dos semanas fueron cuatro. En ellas me repartí entre el libro, la cátedra universitaria, una que otra reunión de trabajo y las terapias para aliviar el espasmo. Almas del Señor vinieron en mi ayuda: la talentosa Eli, el ilustrador Tobías —a quien debo la magnífica portada—, la noble L, mi hermano, A y los corresponsables que me seguían aportando datos. Aunque hubo momentos en que pensé que moriría yo o que moriría alguien en la cadena de presión que se inicia en Planeación Nacional, continúa en la Señora Ministra y culmina en la Dirección de Cinematografía, desde donde me llegaba amortiguada aunque apremiante, avancé bastante para estar en posibilidad de enviar a diseño la primera parte que estuvo lista, que fue la segunda del libro. ¿Quién me alentaba durante aquellas noches frenéticas? Eli desde algún lugar de la web, los gatos en mi casa: ellos venían, me saludaban, dormían alrededor del computador, me brindaban con su presencia una fortaleza especial (aquellos que pertenecen a uno o más gatos entienden de qué hablo). Otro poco me ayudaba el ron Medellín Añejo.  
Mientras el diagramador hacía lo suyo con la segunda parte, yo concluía la escritura de la primera y el gobierno nacional tambaleaba por mi tardanza. Se diagramó la segunda, se concluyó y diagramó la primera, se fue todo aquello a impresión. Juré al Ministerio que el lunes tal de mayo enviaría el paquete de ejemplares que le correspondía. En la editorial trabajaron el sábado y el domingo, aunque era el fin de semana del Día de la Madre. Cada tarde me iban a entregar los ejemplares del Ministerio y cada tarde la realidad lo impedía. Los libros, a diferencia de los niños, necesitan tiempo para hacerse bien. El lunes me instalé en la editorial: no me iría hasta que pusiéramos en el servicio de envíos el dichoso paquete, una caja con cincuenta ejemplares. A las 6:15 de la tarde se empacó por fin la caja; a las seis y veinticinco la aforaron en la empresa transportadora. Esa noche dormí tan descansado como si hubiera salvado de su caída al gobierno al que ni su antecesor ha podido amenazar en serio (y el que en realidad no me importaría que cayera, pero preferiría que si llegara a caer por mi causa dicha causa no fuera el incumplimiento de un contrato mío con el Ministerio). Los ejemplares, sin embargo, no llegaron a destino el martes.
Ese día, por la mañana, un carrobomba mató a dos escoltas y produjo la pérdida del Rolex de un exministro ultraconservador en el discurso aunque algo liberal en aquello de usar a su favor los recursos públicos. Las dependencias del gobierno en Bogotá fueron acordonadas, así que en la oficina de correspondencia del Ministerio no pudieron recibir la caja. Esta se demoró todavía otros cuatro días. Sin embargo, ya en Cinematografía sabían que yo había cumplido y que no sobrevendría por mi culpa un desastre burocrático. En el transcurso de los días siguientes continuaron entregándome el resto de la edición. He empezado a repartirla entre colaboradores y amigos, pero no se presentará públicamente sino en agosto, en la instancia que corresponde: el Festival de Cine Colombiano, aquí en Medellín. Entre tanto, todavía evaluando qué se hizo bien y qué se hizo mal (qué hice yo), no dejo de pensar en lo que sentenciaba aquel grafiti de Bogotá. Esta es la máxima que ha guiado la preparación de cada uno de mis cinco libros (el quinto de los cuales, este, se titula Encuentros del cine y la literatura en Colombia. Recuento histórico y filmografía total de adaptaciones, 1899-2012) y que guiará la de los próximos; en estas palabras cotejo la pertinencia de cada una de las obras en las que por mi causa se gasta papel: “Cada vez que nace un libro, muere un bosque”.

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*Mucho me alivia decir “nuestro país”. Cuando lo hago, siento que pertenezco a algo concreto que se llama Colombia y me gusta. Esta es mi identidad en el mundo.

jueves, abril 26, 2012

Puñaladas, botellas rotas y rock and roll

Se ha puesto de moda el escritor Rafael Chaparro Madiedo. Esto se debe a dos factores. En primer lugar, al talento renovador de su palabra. En segundo lugar, a un periodista de Medellín que desde hace años se ha dedicado a desenterrarlo. Gracias a él, la editorial Tropos de España acaba de rescatar la novela de Chaparro que durante casi dos décadas permaneció inédita: El pájaro Speed y su banda de corazones maleantes. Este periodista, Alejandro González Ochoa, acaba de publicar su propio libro, cuya carátula ven aquí, que es un retrato de Chaparro Madiedo delicadamente urdido con las mejores técnicas del periodismo. Aquí está el prólogo de las Crónicas de Opio, escrito por este su atento servidor que no pudo ser gato.

Alejandro González Ochoa nunca me perdonará el hecho de que cuando fue mi alumno en el curso de Literatura y Periodismo Colombianos en la Universidad de Antioquia no le permití trabajar como tema para ensayo y exposición a Rafael Chaparro Madiedo y su novela Opio en las nubes. Jamás ha aceptado mi justificación de que la idea de aquel trabajo era explorar la obra periodística de un escritor, y como por entonces poco sabíamos de la faceta de Chaparro como cronista, le pedí que eligiera otro personaje para su trabajo académico. Alejandro no desaprovecha la oportunidad para reconvenirme, cariñosamente desde luego, por lo que sigue considerando un error de criterio de mi parte, y sé que tiene planeado hacerlo hasta el final de los tiempos. La terquedad es una de sus marcas.
Una de las primeras cosas que pensé sobre él cuando empecé a recibir sus escritos de clase, fue que alguien que llevara los apellidos del brujo de Otraparte, González Ochoa, y estudiara cualquier oficio relacionado con la literatura, no tenía más opción que escribir bien. No hace falta hacer hincapié en el carácter literario del periodismo; tal vez haga falta, en cambio, aclarar que la coincidencia de apellidos entre Alejandro y el maestro Fernando es producto apenas del azar: el talento de la palabra le viene a nuestro personaje por rutas del ADN que no se han detenido en Envigado. Circunstancia feliz, Alejandro pronto me demostró que estaba a la altura de semejante obligación, a pesar de su prosa entonces signada por los tropiezos propios de la edad. Tuve sin embargo que desplegar una intensa campaña de convencimiento para hacerle creer a él mismo que su escritura bien valía la pena de tenerse en cuenta. Alejo merecía ser leído, lo cual ya es mucho decir en un miembro de una generación más cercana a la imagen y a la que la palabra escrita suele mortificar. Esto es lo único de lo que me envanezco un poco como profesor: cuando él mismo no creía en sus habilidades para la escritura, yo le insistí en la valía de las mismas, no hasta convencerlo pero sí hasta ganármelo como una especie de ahijado en las palabras.
Supongo que estas son las razones por las cuales más adelante me pidió que fuera el asesor de su trabajo de grado. Primero, porque yo le creía. Y, segundo, como una forma de venganza por aquel error de criterio de nuestro encuentro en el curso. Pues Alejandro escogió como objeto de su trabajo de grado nada menos que la elaboración de un perfil de Rafael Chaparro Madiedo.
Aquí vale una confesión. Yo había leído Opio en las nubes sin gran sobresalto. Me parecía una novelita simpática, pero más apropiada para emocionar adolescentes que para ser tenida en cuenta. La petición de Alejandro de que fuera su asesor de trabajo de grado me obligó a atender su despliegue de razones para adorar dicha novela, que él había descubierto con su corazón de melómano en el calor terrible de Puerto Berrío mientras prestaba el servicio militar. En seguida consideré que se me convertía en una obligación volver sobre la novela y tratar de mirarla a través del filtro que me proponía mi estudiante. Opio en las nubes me premió entonces con la revelación de algunos de sus misterios no apercibidos en mi primera lectura. No me produjo demasiadas emociones, pues llegué a ella en una edad para la cual no estaba escrita, pero en cambio me demostró que, en efecto, y a pesar de sus posibles debilidades, era uno de los títulos importantes de la literatura colombiana de las últimas décadas. Un poco en la tradición de Que viva la música de San Andresito Caicedo. No estoy seguro de que, de no haber sido arrastrados tan pronto al mar de las tinieblas, Caicedo y Chaparro estuvieran cómodos con esta comparación, aunque al buscar a cualquiera de ellos en Google o en Youtube pronto tropezará uno con el otro. Quizá sea más justo reconocer que al decir esto soy un gato con nombre de tomate o un tomate rosa al que le gustan los gatos, no sé bien, trip trip trip, Amarilla hace frío, y entregar a Opio el blasón que le corresponde como obra primordial de nuestra reciente literatura. Una que marcó una ruptura, un cambio en los esquemas: una novela que fue más una canción de rock que se tocaba en una ambulancia con whisky. Y todo esto a pesar de no poderse desprender de su carácter de novela de artista adolescente. No es vano que se le suela incluir en el canon de fin de siglo XX en Colombia.
Al emprender su trabajo, Alejandro hizo precisamente lo que debe hacer un estudioso serio: obsesionarse con su autor, a tal punto que en más de una ocasión hube de pedirle que por una vez cambiáramos de tema, indicarle que Chaparro y su obra me resultaban interesantes pero que también era posible interesarse por otros asuntos de menor hondura intelectual y mucho más cercanos a la amistad, y todo ello a pesar de que en cada oportunidad cerré los ojos y de pronto me sentí como un árbol atravesado por cuchillos blancos. Uno al que le daban de puñaladas en pleno centro del alma.
Alejandro estaba tan bien encaminado en su trabajo, que tardó apenas un semestre en llevarlo a cabo. Los que han tenido que vérselas con un verdadero trabajo de grado saben que esto es casi un récord olímpico. El resultado fue un reportaje-perfil de Rafael Chaparro Madiedo, narrado en voz de quienes lo conocieron, amaron, admiraron, y rematado por una emocionante crónica de Alejandro escuchando rock en la tumba de Chaparro y bajo un urapán. Era un texto merecedor de mucho más que reportar una buena calificación para el estudiante y ser archivado en la sección de cidís que nunca nadie consultará en la biblioteca de la Universidad de Antioquia. Crónicas de Opio: testimonios sobre el escritor que quería ser gato llega por fin a la instancia a la que mereció llegar desde cuando fue investigado y escrito; el bonito libro que merecía ser está por fin en manos de quien lee estas palabras.

Pero, también como debe ser, mientras avanzaba en sus pesquisas Alejandro dio un paso más allá de la simple recolección de testimonios en los que apoyarse para la escritura de su perfil. Recogió todo lo que encontró de su admirado escritor que quería ser gato en hemerotecas, álbumes familiares y corazones y llegó a convertirse en el biógrafo que más sabe de él. Así nació Zoológicos urbanos. Historias mutantes de Rafael Chaparro Madiedo, la compilación de artículos periodísticos que vio la luz bajo el sello de la editorial Universidad de Antioquia en 2009. Porque suele ocurrir que los novelistas también coqueteen con el periodismo y se sabía por los testimonios recopilados que Chaparro había practicado bien este oficio, el investigador González Ochoa se aplicó a buscar en los archivos del diario La Prensa y la revista Consigna las huellas de su personaje.
Rafael Chaparro llegó a las letras a través de la filosofía. Estudió esta carrera en la Universidad de los Andes, y gracias al dios de los gatos no se dedicó a ella. No enseñó filosofía en colegios del Distrito. Entre 1987 y 1995, el año de su muerte, ejerció el periodismo en las publicaciones antes mencionadas y como libretista de televisión en programas que todos recordamos como Zoociedad y Quac el noticero. Alejandro lo rastreó de edición en edición, hasta recopilar un acervo de crónicas y artículos de opinión, firmados o no pero siempre marcados por el estilo de Chaparro: el estilo de quien ha llegado al periodismo desde la literatura, a la literatura desde la filosofía y a la filosofía desde la vida misma, de manera que nada hay de convencionalismo en él. Casi cada crónica y cada nota editorial de Rafael Chaparro es un valioso ejercicio de transustanciación de la vida en el cáliz de la palabra. Ahí está el mejor escritor que él pudo llegar a ser. Leer los textos periodísticos de Chaparro es aventarse de lleno a la entraña de las ciudades que habitó, esa Bogotá de la lluvia en la que el escritor podía darse el lujo de estar siempre “un poco triste, pero más feliz que los demás”, y en menor medida La Habana en la que un no muy considerado García Márquez impartía cursos de narración cinematográfica, y el París de la tumba de Jim Morrison. Leer estos artículos es también asomarse a lo hondo de los vicios que Rafael Chaparro cultivó, de los oficios que lo apasionaron y de los defectos de la condición humana que desdeñó. De los vicios, esta defensa de lucidez irrebatible: “El tabaco es una especie de mar extraño por donde navegan las ideas”. Respecto a los defectos, sin duda el que más despreció fue el de la política, que debería ser un oficio virtuoso pero siempre se rebaja al nivel de horrible deformación. Tal vez su artículo más impactante, más elocuente en su silencio, fue el espacio vacío que dejó en su columna el 29 de mayo de 1994, y que tituló “Voto en blanco”. Ese día fue elegido Presidente de la República Ernesto Samper Pizano, siendo su oponente Andrés Pastrana Arango. Entre esos dos personajes tenía que escoger el pueblo. De ahí el clamoroso silencio en la columna del escritor gato, tanto más significativo en la medida en que La Prensa era el periódico de la familia Pastrana.
Las crónicas de Chaparro les dan presencia a los buseros de Bogotá y los cantantes de rock; por ellas pasan como una marca de la melancolía las remembranzas de la niñez y la adolescencia, los partidos de fútbol en las calles, las ranitas en los humedales, los bosques derribados por los centros comerciales, los cuquitos amarillos de las mujeres, los gatos, los gatos, los gatos y las muchachas del rock, cerrar los ojos, puñaladas en el corazón de los árboles blancos, Amarilla y los tejados. Bogotá se muestra aquí en todo su esplendor surreal, se nos relatan las glorias y las derrotas que se repiten en su norte y en su sur, se nos muestran sus calles y sus cloacas, se nos insinúan los bares sórdidos en que alguien rompe una botella de licor en la crisma de su contrincante. A esa ciudad los reyes magos llegan desde el oriente –el Occidente del mundo– y se llaman Rolling Stones.
En estas crónicas y en estos artículos de opinión, así tiene que ser, está prefigurada la obra literaria. Por aquí vemos pasar a los personajes que luego habitarán la ciudad de muchos fragmentos de Opio en las nubes y de esa otra novela y ese volumen de cuentos que Chaparro dejó escritos, que no se han publicado y que apenas conoce un puñado de amigos y estudiosos, Alejandro entre ellos, cómo no. Son personajes del todo comunes, pero transfigurados por las leyes del universo Chaparro, quien decía que “la literatura es el ejercicio del alma y del cuerpo, no solo de la imaginación”. Pues por su alma y su cuerpo pasaban todos esos personajes de la urbe: sus mejores momentos como periodista son aquellos en los que se ocupa de los seres humanos, a los que vuelve importantes gracias al don de la palabra.

Bastante he dicho ya sobre Rafael Chaparro Madiedo, su novela conocida y su libro de artículos periodísticos compilado por Alejandro González Ochoa. No mucho sobre su segunda novela, El pájaro Speed y su banda de corazones maleantes, y menos sobre su volumen de cuentos, Siempre es saludable perder sangre. Sobre estos dos textos no tengo más referencia que la de Alejandro, que los admira. Hasta ahora permanecen inéditos, pero esta condición podría cambiar pronto. Una editorial colombiana y una española están interesadas en publicarlos, con lo que tal vez se obre el prodigio de que mientras usted lee este prólogo pueda aprestarse a leer también, además del libro de crónicas de Alejandro sobre Chaparro, esa novela y ese volumen de cuentos que la literatura nacional está esperando desde cuando presenciábamos los últimos estertores del siglo XX y Rafael Chaparro Madiedo era un escritor que hacía periodismo o tal vez era un gato periodista que quería ser escritor, trip trip trip. Solo resta decir que, en la medida en que su escritura no se parecía más que a sí misma, Chaparro era, además de un escritor, un autor. Y un hombre que nació, amó, temió, fumó y murió como todos los hombres, aunque infortunadamente demasiado pronto; no es despropósito pensar con nostalgia en la obra que en una vida más extensa nos habría legado. Y aquí recuerdo a Claudia Sánchez, uno de los amores de Chaparro, que en una de las crónicas de Alejandro nos informa que el libro de cuentos de Rafael “es otra joya cuyos relatos hablan sobre todo de la muerte, casi todos”. Sobre todo de la muerte.
Que el escritor pensaba en la muerte porque desde el comienzo de su vida padecía la enfermedad que, temprano, lo habría de precipitar en el reino de lo oscuro, es algo que nos informan los personajes que lo conocieron y que a través del trabajo de Alejandro nos hablan de esa vida. Un trabajo de gran sensibilidad, movido por la admiración hacia el autor descubierto en el sopor del servicio militar, pero sobre todo de gran profesionalismo y de respeto por su propio oficio. Alejandro González Ochoa es periodista, uno que ha tenido el tino de no trabajar en ciertos medios dando ciertas noticias, y se ha dado el gusto de hacer como profesional lo que mejor sabe: escribir, develar la música, ir a los eventos culturales y relatarlos, gozarse el trabajo, escribir. Con una prosa sencilla, diáfana como la de un buen cronista, efectiva, cultivada como la de un buen escritor, el autor de Crónicas de Opio nos ofrece en esta decena de relatos el testimonio completo sobre la existencia de ese hombre dotado de literatura y por tanto muy necesitado de existir, que vivió cada palabra y se peleó para sí cada minuto sabiendo que el tiempo era escaso y el ser humano complejo, y que por tanto escribió, escribió, escribió. Nada de artificio. Todo es periodismo. Todo es literatura.
La espectacular ilustración de la portada y contraportada de Crónicas de Opio. Testimonios sobre el escritor que quería ser gato es de un señor dibujante, un señor artista de Medellín. Tobías es su nombre.


sábado, marzo 03, 2012

My own private Ficci

HÉCTOR BABENCO FUE UN PENDEJO, ÁLEX DE LA IGLESIA ESTUVO GENIAL Y UNO DE LOS 110 HOTELES MÁS BELLOS DEL MUNDO ESTÁ INFESTADO DE ZANCUDOS

Creo que una de las razones por las que desearé morir pronto es mi creciente dificultad para comunicarme con el mundo. Me ocurre todo el tiempo últimamente: personas con las que creo haber establecido un diálogo fructífero, agradable y respetuoso, de pronto se sienten fastidiadas y, me temo, agredidas por mí. Supongo que se debe a mi voz lenta, a mi lenguaje más ceremonioso de lo que me gusta (Lidita me acusó de hablar como una obra literaria) y a la cara de no creerle a nadie que traigo puesta desde cuando dejé de creerle a la gente que habla mucho (que es casi toda).
Me sucede todo el tiempo y los ejemplos varían en importancia y en capacidad de mortificarme. No el más reciente, pero sí el más llamativo de los últimos, ocurrió el domingo, cuarto día de un festival que venía siendo magnífico. Desde cuando vi en la página web que traían a Héctor Babenco para hablar sobre cine y literatura, decidí que en torno a esta charla giraría mi viaje a Cartagena. Por esta época soy monotemático. No me interesan más que el cine y su relación con la literatura, pues ando inmerso en la preparación de ese libro. Y Babenco, sin ser un genio, ha hecho unas cuantas películas dignas de recordación —Pixote¸ 1981, digamos; Carandiru, 2003, digamos—, de ellas una que otra adaptación literaria —la muy reconocida El beso de la mujer araña, 1985, y la más reciente El pasado, 2007—. Hice la cola de rigor para ingresar al auditorio de la Cooperación Española, sede de la oficina de prensa y de los espacios académicos, me armé de grabadora y paciencia, y esperé. El conversatorio duró hora y media y, contrario a lo que yo esperaba por el personaje y el moderador, no pasó de ser un banal anecdotario en torno a las películas de Babenco: que si Manuel Puig fue ingrato porque no le hizo comentario alguno sobre su versión de El beso de la mujer araña, que si Gael [García Bernal, uno de los divos del Ficci este año] estuvo bien puesto en el acento porteño de su personaje de El pasado, en fin. Pienso que la manera de mostrar respeto a un maestro es permitirle que hable en serio y que a la vez él le debe a su público el respeto de hablarle en serio, anécdotas incluidas. Además yo necesitaba que ampliara el tema. Por eso, cuando se le dio palabra a la audiencia me apresuré a preguntarle qué método seguía a la hora de adaptar una novela. “No existe método”, respondió, mitad en argentino mitad en portuñol, como habla él debido a que muy joven se fue de su país para Brasil y entre las dos patrias ha realizado su obra. Insistí en preguntar cómo hacía para adaptar un libro, insistió en simplificar el asunto diciendo que no hay método. Callé mi colombiana jeta y esperé a que terminara el conversatorio. Entonces me acerqué con toda la sumisión que pude y levantando el seño para no parecer enojado o agresivo. “Maestro”, me dirigí a él, ya a solas en medio de la multitud que solo quería tomarse fotos con el personaje, y a continuación le expliqué: que escribo un libro sobre las relaciones entre el cine y la literatura en Colombia, que por extensión me interesa saber todo lo que cualquiera que haya hecho adaptaciones en el mundo pueda decir al respecto, que les he preguntado a muchos realizadores, que la mayoría niega la existencia de un método pero explican, por ejemplo, que leen la novela original tres o más veces, la hacen a un lado y escriben el guion, que otros hablan de procedimientos elaborados como la traducción del universo literario al universo cinematográfico, y que, en síntesis, me gustaría que me contara cómo lo hace él. “¿Usté tiene internet?”, preguntó. Pensé que me iba a dar su dirección para que le escribiera y así ampliar el diálogo más adelante. Pero dijo: “Métase a Google y busque. Que no sea otro el que le haga su trabajo en una grabadora. Haga usté su trabajo”.
No soy amigo de los escándalos ni de las peleas, ni me gusta insultar a nadie aunque haga méritos como este señor. Lo que más rabia me da es que en momentos como ese no me vienen las palabras. Me bloqueo. Apenas atiné a responder: “Estoy haciendo mi trabajo, precisamente”. Y pensé: “Qué va a saber este pendejo todos los años que llevo investigando este tema, todos los libros que he leído, toda la gente a la que he indagado, cuántos maestros han respondido sin la grosería de él; qué va a saber en definitiva que más allá de su ombligo egomaníaco hay gente que trabaja también”. Le di la espalda y me largué, deseando que la cena le produjera una indigestión.
Superé mi rencor dos días después, cuando lo encontré en el teatro Heredia viendo la excelente La voz dormida del español Benito Zambrano (otra adaptación: de una novela de Dulce Chacón, sobre las mujeres torturadas y fusiladas en la posguerra civil). Babenco estaba a solas y callado. Escuchó la desprevenida charla de Zambrano con el público, igual que hice yo, e igual que yo se abstuvo de insultar a alguien. Por demás, solo tengo para decir que el brasilero-argentino trajo también su adaptación de la novela de Alan Pauls —la ya mencionada El pasado—, la cual se desarrolla con soberbia virtud hasta faltando una cuarta parte del metraje, cuando se desvía por un camino de soluciones absurdas que no se le creerían ni al personaje de Glenn Close en aquella enfermiza Atracción fatal (1987).
Dos noches antes de nuestro desafortunado diálogo, yo había renunciado a ver en pantalla gigante el clásico de Babenco. El beso de la mujer araña me interesa por dos motivos en esta época: por ser adaptación literaria y porque su temática es afín a la de la novela que estoy escribiendo. Sin embargo, se cruzaba en horario con un título que será más difícil ver en el futuro: Violeta se fue a los cielos del chileno Andrés Wood. Opté por esta, claro. Wood es un director del todo confiable, con al menos dos títulos entre lo destacable del cine latinoamericano reciente: Historias de fútbol (1997) y Machuca (2004). Ambas han llegado por los caminos extraños de la distribución a nuestra cartelera, lo que es extraordinario en un país que no suele mirar lo que hacen sus vecinos. Violeta fue leal a las expectativas que genera su director: una hermosa, conmovedora, cruda biopic de la legendaria cantante y compositora Violeta Parra. Creo que esta película, junto con una colombiana totalmente inesperada, fue de lo mejor que vi este año en el Festival de Cartagena. La colombiana es Jardín de amapolas de Juan Carlos Melo Guevara. Una auténtica sorpresa, pues Melo hizo su película por fuera de los centros de la cinematografía nacional —Bogotá, Medellín, Cali, la Costa Atlántica—, lejos, allá en el sur, ni siquiera en una capital sino en una ciudad secundaria: en Ipiales, Nariño, a mil kilómetros de donde uno esperaría que hubiera alguien haciendo buen cine. Ya desde la producción, la fotografía y, más llamativo, las actuaciones y la solidez de la historia narrada, Jardín de amapolas sorprende, entusiasma. Conmueve. La estaban proyectando en digital, como ocurrió con un buen porcentaje de la muestra —los festivales van hacia lo digital, es inevitable—, y el público estaba del todo enganchado, hasta que ocurrió uno de esos accidentes que lamentablemente aún entorpecen la favorable evolución de Cartagena: la película enmudeció. El público esperó un rato. El director y los actores protestaron. La proyección se detuvo. Se devolvió más de lo necesario, se reanudó el sonido… y volvió a apagarse en el mismo punto de antes. Ocurrió justo en el clímax de la narración. Parte del público pidió que se terminara así, para al menos ver lo que sucedía con el niño y los dos adultos que huían de los sembradores de amapola y del fuego. El director, cuerdo y supongo que un tanto enojado, negó el permiso para este exabrupto. Urge que Jardín de amapolas llegue a la cartelera, para ver su desenlace. Y para que el público colombiano pueda acudir al hallazgo de esta admirable muestra de lo que se puede hacer con talento y voluntad.          
El del sonido fue un problema lo bastante extendido para que algún crítico hiciera el chiste macabro de que el de Cartagena se ha convertido en el segundo festival de cine mudo más importante del mundo (después del de Bolonia, Italia). Ocurrió en repetidas ocasiones en el Centro de Convenciones, en el teatro Heredia y en el multiplex del Caribe Plaza, pero casi siempre el problema se resolvió pronto. Súmese a esto la errónea decisión de hacer la proyección inaugural al aire libre, adaptando con un impresionante andamiaje el espacio adyacente a la Torre del Reloj y teniendo todo dispuesto para el lucimiento, menos lo principal: la pantalla. Esta se la pasó bailando al compás de la brisa y opacándose por las múltiples fuentes de luz que la iluminaban, por lo que se deslució la muy promocionada sorpresa que abriría Cartagena 2012: Chocó de Johnny Hendrix Hinestroza. Una película que dividió al público entre quienes clamaban que se trata de un sencillo hito de nuestro cine y quienes se declararon decepcionados por la ausencia de una historia sólida. Siempre complaciente con el cine colombiano, estoy en la mitad: no me conmovió, pero tampoco me defraudó. Chocó se puede ver y disfrutar, se puede reflexionar a partir de los asuntos que trata —la marginalidad de ese territorio, el maltrato a la mujer, la abnegación de la misma y un pequeño etcétera—, pero también se le pueden discutir las falencias de su puesta en escena y las debilidades de su argumento.
¿Qué pudo defraudarme en Cartagena 2012? Algunas cosas me molestaron, como la torpeza del sistema de ingreso a las salas, que por el interesante experimento de hacerlo gratis para el público llenó funciones con familias enteras que iban solo a comer crispetas, aburrirse y retirarse a poco minutos de iniciada la proyección, mientras los verdaderos cinéfilos tenían que resignarse a no ver las películas; que no permitieran intercambiar material informativo en los alrededores de la sala de prensa o que el señor de los tintos te negara el servicio porque a tu escarapela le faltaba un sello (con lo difícil que es conseguir un buen café en el centro amurallado y la agonía que le entra a uno en el gaznate y en el espíritu cuando arrecia la necesidad de cafeína). Quizá me defraudaron algunos desencuentros con personajes del afecto a los que deseaba ver, pero estos son materia de otras memorias y además constituyeron minoría frente a los encuentros afortunados.
El sentimiento es el opuesto a la desazón: el de Cartagena por fin ha tomado su lugar de festival de cine más importante de cuantos se realizan en Colombia y nos da ejemplo de cómo se hacen las cosas. Allí confluimos todos. He asistido a él durante diecisiete años seguidos y como cinéfilo tengo mucho que agradecerle, pero apenas en los últimos tres años ha emprendido el camino de la excelencia. Parece que la vinculación de Mónika Wagenberg en la dirección, Lina Rodríguez en la gerencia y Orlando Mora en la selección de películas está funcionando. Ellos, por supuesto, no están solos. Todo en el cine, incluso los festivales, es trabajo de equipo. Pero un equipo sin una guía adecuada es un barco destinado al naufragio o, cuando menos, a la deriva. A uno le alegra después de tanto tiempo aplaudir los aciertos más que reprochar las falencias, porque los primeros superan en avasalladora proporción a las segundas.
Llegados a este punto, mi apunte final. Álex de la Iglesia. No soy de esperar mucho de las personas que están detrás de las obras, así que ni siquiera me había planteado la idea de buscar a este señor, cuyas películas suelen gustarme bastante. Sin embargo, se me presentó la oportunidad de colarme en la entrevista que le iba a hacer una revista nacional. “Parece que está muy estrellita”, dijo alguien para indicar que debíamos apurarnos a llegar a la cita, disponernos a esperar quién sabe cuánto tiempo y prepararnos para un personaje difícil. Recordé a Juan José Campanella, el director argentino ganador del Óscar 2010 por El secreto de sus ojos, que en diciembre dijo en Santa Fe de Antioquia: “No hay que trabajar con personas difíciles. No hay que ser difíciles”. Un tipo magnífico, de esos que a la vez tienen obra y encanto. Dijo muchas cosas en una larga entrevista que le hice y en el taller que impartió durante nuestro festival a jóvenes realizadores colombianos, pero lo que más se me quedó grabado fue esto. Lo dijo en un entrañable tête à   tête con el público, en el parque de La Chinca: “No hay que ser difíciles”. Eso fue en diciembre y desde entonces lo tengo como una máxima personal. Armado de este pensamiento acudí a la cita con Álex de la Iglesia. Estaba hospedado en un hotel del sector amurallado que se anuncia en internet como uno de los 110 más bellos y uno de los tres mejores hoteles de encanto del mundo (no sé lo que son los hoteles de encanto). Eché un vistazo rápido. Una hermosa casona de la época colonial, que perteneció a un conde. Bien restaurada, pero… oscura, un poco descuidada ya. Pensé que ojalá no fuera cierto lo de su ubicación en los rankings, porque esto no hablaría bien de la hotelería mundial. Nos sentamos en la salita que nos indicaron. Pronto comprendí que De la Iglesia no estaba en plan de estrellita: simplemente ponía límites a la duración de las entrevistas. Imagino cuántas veces le preguntarán las mismas tres cosas periodisticas que ni siquiera han visto sus filmes. No tuvimos que esperar más de media hora. Llegó a nosotros. Y ya, tío. Genial. Gracioso, inteligente, desprevenido. La entrevista fue conducida por mi amigo O. Yo preferí callar y dedicarme a la observación del genio. Por lealtad a la revista, que me permitió colarme a sabiendas de que la entrevista le era dada en exclusiva, no diré aquí lo que dijo Álex de la Iglesia en aquel encuentro. Tampoco me hice fotografiar con él ni él pidió ser fotografiado conmigo. Un solo detalle sí cuento: como si se tratara de una de las situaciones de sus películas, mientras respondía, el gran director no paraba de rascarse. Tampoco nosotros. Si aquello se hubiera extendido un rato más, alguno de los que estábamos allí se habría salido de casillas y la entrevista se habría convertido en la maldición del mosquito sudaca. Alguien habría enloquecido. Alguien habría sido un personaje de Álex de la Iglesia. Esa noche, su más reciente película, La chispa de la vida, clausuró la edición 52 del Festival Internacional de Cine de Cartagena, en los últimos años devenido Ficci. Muy buena película: conmueve todas las sensaciones del público. La gente ríe, grita, calla, aplaude, aprueba, odia, llora. Es tragedia y comedia, no tragicomedia, tragedia y comedia por separado, pero ambas en la misma cinta. Hay que ver La chispa de la vida. Hay que escuchar hablar a Álex de la Iglesia. Una hora después de nuestra reunión, daba un master class a un público que no cupo en el auditorio y lo comenzó riendo: “contó” que venía de hacerse una prueba de elisa en una farmacia del barrio porque la noche anterior había tenido un cruce inesperado con un muchacho que no sé qué y no sé cuántas… No hay que ser difíciles, Héctor.
Tras ese estupendo cierre, me fui. No había que hablar con nadie ni asistir a cocteles. Todo lo había dicho el cine. Tomé un taxi para mi hotel y mi propia cita extracinematográfica de fin de festival en Bocagrande. El taxista era un anciano que debería estar descansando. Decidí que le pagaría la tarifa que cobrara, así fuera un abuso (la mayor parte de taxistas de Cartagena te cobran un recargo por tu acento). Iba pensando en mí, en la gente que vi entre el 23 y el 29 de febrero, en que hoy era 29 de febrero y no volvería a serlo hasta dentro de cuatro años, en la gente que no veré más en adelante, en el taxista anciano, el encuentro de los próximos minutos, los amores que ya no son. Ya no hay amores. El anciano que debería estar descansando me cobró seis mil pesos, la tarifa justa. Me fui en ese taxi hasta siempre jamás, hasta el mundo del silencio.
    

Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...