domingo, noviembre 27, 2011

El arca

He decidido encerrarme. No soporto más el mundo de afuera, menos ahora que va a empezar diciembre y todo se torna insufriblemente bobo y postizo. Ayer me despedí de mis estudiantes en la seccional Oriente de la Universidad. Les dije: ustedes hicieron un paro largo, ahora verán a quién llaman para que les acabe de dar el curso. Aunque no importa; nada útil les estaba yo diciendo ahí, nada útil les dirá quien llegue. Les puse cinco a todos y los despaché para la casa. Ellos, felices; ni siquiera uno sintió curiosidad por el motivo de mi anunciado encierro, menos a ninguno le dio algo de nostalgia el abrupto final de nuestra relación académica. De los de Medellín no pude ni podré despedirme. Siguen en paro. Van a acabar con la Universidad en el proceso de luchar por la educación pública.
A nadie más he querido decirle adiós. La única persona a la que deseé ver en mi última noche en el mundo de afuera fue S. Estuvimos viendo una obra de teatro que yo no sabía que se iba a estrenar y fue una auténtica sorpresa. Una maravillosa introspección en el universo de un escritorcito maldito al que yo, reconocerlo he de, no conocía. La obra se titula Las danzas privadas de Jorge Holguín (no sé si el “de Jorge Holguín” es parte del título o el crédito del mismo, pues en el folleto que en el teatro entregaron está todo en una sola línea y con la misma tipografía). El grupo que montó esta obra es el Matacandelas, el más interesante de Medellín, una ciudad donde el teatro no ha acabado de naufragar porque la alcaldía municipal lo financia en buena medida, a cambio de que los grupos presenten una función gratuita cada mes. Los grupos han aprendido a vivir para esa única función del mes, el último miércoles, en que el público parece atraído por sus montajes, en tanto el público, poco a poco, se ha ido educando en la posibilidad del teatro como una de las bellas artes del entretenimiento. Con seguridad abandonará las salas el día en que la alcaldía deje de pagar por las funciones gratuitas del último miércoles. El resto del mes, los teatros de la ciudad languidecen entre audiencias que por lo general no superan la decena de personas y la propia incapacidad de la mayoría de ellos de crear obras atractivas. Casi todo el teatro que se hace en Medellín es pobre y muy aburrido. Excepciones son los grupos Hora 25 y Matacandelas, un poco a veces el Pequeño Teatro. Y es el Matacandelas el único que ha sabido deslumbrarme con la mayoría de sus propuestas. Sólo exceptúo El mediumuerto, que ya desde su título de chiste malo mostraba lo que el director Cristóbal Peláez anuncia con tanta sapiencia en sus reflexiones: que no siempre se acierta, y cuando no se acierta no hay lío porque siempre habrá nuevas oportunidades, nuevas obras. Estas danzas privadas de ese niño terrible que se ve que fue Jorge Holguín valdrían para borrar todos los desaciertos anteriores, si no fuera porque el Matacandelas tiene una historia de múltiples aciertos que no necesita borrarse. Sobre todo, me han fascinado sus búsquedas de escritores. Búsquedas que en realidad constituyen encuentros, que no rescates, porque, dice Cristóbal Peláez, los escritores no estaban secuestrados ni desaparecidos cuando el grupo emprendió las búsquedas. Los más bellos encuentros del ‘Mata’ han sido con Fernando Pessoa, Sanandresito Caicedo, Silvya Plath, Fernando González y Edgar Allan Poe. Y tan bello como aquellos, o quizá más, ahora el de Holguín. La función de estreno, como siempre ocurre en el teatro en general, lucía un poco atrancada en la parte plástica, en especial en la propuesta dancística —los actores bailaban con susto— que es tan vital desde el título mismo, pero aun así alcanzaba para emocionar. Se me armó un taco en la máquina de llorar con ese final en que el autor-personaje, muy bien inventado —reinventado, en realidad— por el actor Juan David Toro y su equipo de actores y directores, está a punto de fallecer y la dramaturgia nos saca del cuento ex profeso para decirle al personaje-hombre que por ahora termina este ilusorio regreso suyo a la vida. El teatro es un regreso a la vida. Espléndido final, hermosa muerte. Después me fui con S a tomar un par de cervezas en el Homero Manzi, el bar de tangos ubicado en la esquina de Pichincha con la carrera 41, y allí me despedí de la noche, de las calles y, sin decírselo, de él.
Me encierro, pues. Del planeta, al que considero enteramente mío, en las convenciones de los hombres solo me pertenece un mínimo cubículo de 72 metros cuadrados localizado diez metros sobre el nivel del río Medellín, también conocido como Aburrá, en el último piso de un edificio de ladrillos que tiene por un lado una iglesia católica y por otro un bar de tangos —no el Homero, desde luego, pues no vivo en el centro—. La iglesia está en un incómodo trabajo de construcción que ya acumula un lustro, mientras al bar hace muchísimos años no traen un buen cantante, y ambos, iglesia y bar, son desconsideradamente ruidosos. Pero no me quejo. He sabido adaptarme a las molestias que una y otro generan. En cambio cuento con una vista panorámica de 340 grados sobre la ciudad y, apenas a quince metros de distancia, con la vecindad de una tupida arboleda que es visitada por multitud de pájaros y malevos. Este es el lugar donde he decidido aislarme, ya que el idilio de los verdes campos me produce aprensión.
Gasté mi último sueldo en las provisiones que necesitaré durante el menos un par de meses, hasta que pase el periodo de cretinismo colectivo que está por llegar. Después ya veremos qué se hace: la suerte, como a los héroes del cine malo, siempre me salva en el último instante. De la puerta solo tiene llave L, la noble mujer que me cuida; aparte de ella nadie tiene autorización para venir aquí. Dispongo de una conexión de banda ancha, un computador de buena capacidad, una línea telefónica fija, una línea de celular. A través de estos artilugios me mantendré al tanto. Pero también tengo una biblioteca en cuyos laberintos podría perderme durante al menos un par de vidas; tengo papel y muchos lápices. Me acompañan dos gatos y el suficiente desdén para escribir y escribir y escribir. No requiero más. No saldré de este sitio hasta que acabe de componer un libro sobre cine y literatura, una novela sobre un pequeño travesti de las comunas cuya familia es suplantada individuo a individuo por otros más bellos y estilizados; una saga familiar basada en la historia que imagino de los míos, no en la que no hubo quien me contara; un volumen de cuentos sobre amantes feos y algunos poemas sobre un sujeto comemierda que no pudo hacer buena literatura porque era demasiado buena persona. A nadie veré en este tiempo, que espero sea el definitivo. Si no acabo aquí, después escribiré una novela sobre un muerto que regresa y tras la emoción del comienzo descubre que los suyos se han acostumbrado a su muerte y no lo soportan vivo.
El amor ya no me interesa. No me interesa el sexo con interpuesto individuo. Para suplir ambas ilusiones están la paja y los chats. Después de descalabrarme rodando a las simas del sentimiento aquel, traté durante unos meses de remplazar mis vacíos armando parejas entre las personas de mi entorno. Cupido además de ciego es torpe y carece de criterio. Mi última experiencia con el angelito idiota basta para ilustrar los defectos que enuncio. Así que intenté, con la máxima bondad, ayudarle un poco. Tuve un par de éxitos. Armé un par de matrimonios, y varias muchachitas de espíritu ingenuo imploraban mis servicios. Sin embargo, la ilusión explotó ante mis ojos en un plazo de contundente brevedad. El primero de esos matrimonios se deshizo casi en tragedia, demostrándome que en asuntos de amores soy bobo y mi criterio es tan absurdo que por el bien de la humanidad no debe permitírseme recargar el carcaj. Cupido: eres una peste, pero el trabajo es tuyo. Anda tú a zaherir almas con tus flechas de trayectoria siempre errada. Yo me quedo en mi encierro de palabras, aquí, en este quinto piso de un edificio de ladrillos, en la temporada de frío que antecede al cataclismo final.

domingo, noviembre 20, 2011

¿Para qué sirven un blog y la vida?

Esta semana estuve leyendo el blog de Yoani Sánchez, la diva cubana del ciberespacio. Se llama, el blog, Generación Y. En él retrata la cotidiana bajeza de la vida en la Cuba de los dinosaurios Castro. Ser cubano y vivir en Cuba es como ser colombiano y vivir indocumentado en cualquiera de esos países horrendos, Estados Unidos o España, donde te explotan sin misericordia y te persiguen porque te dejás explotar: les lavás los inodoros, pero quieren expulsarte y que a la vez te sintás muy agradecido por permitirte acariciar su sueño de vida. Según lo que cuentan Yoani, las películas y quienes de allí han podido escapar, los cubanos viven en un régimen de apartheid en extremo miserable que los obliga a ser excluidos de su propio país. Todo lo bueno de la isla es para los turistas. Y para los miembros del régimen, por supuesto. Si deseás salir, aparte de las ya de por sí odiosas visas necesitás un permiso gubernamental. Y si estás afuera y después de un tiempo querés regresar, necesitás otro permiso. ¡Es tu país y necesitás permiso para pisar su territorio! La Revolución te saca o te aprisiona, pero no te reconoce la libertad.
La revista literaria que sigo es El Malpensante. Hoy me llegó la edición de noviembre. Como cada vez que me llega una publicación en la cual hay algo mío, la abrí con ansiedad y me dispuse a buscar, primero, aquello. No tuve que buscar mucho. Ya en la portada interior, uno de los mejores espacios para ubicar publicidad en cualquier publicación, encontré lo mío. No es un artículo, sino un aviso. El del evento cultural en que trabajo, el Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia. El tema de este año es el cine y la Revolución Mexicana —otra de esas revoluciones en las cuales el pueblo acabó tan traicionado, Dios santo—, y la imagen oficial me gusta mucho. Representa a un grupo de mexicanotes de sombrero grande y cananas cruzadas en equis alrededor del tronco, sentados detrás de un videobeam en pleno parque principal del pueblo. El aparato dispara un chorro de luz hacia el lector. Los personajes ven una película y la película somos nosotros. El sábado está frío y mi espíritu vira hacia la oscuridad, pero este aviso tan bien ubicado en esta revista me produjo alegría. La alegría se disipó pronto. Propensos como somos a llevar la contraria, hace mucho frío en nuestra versión del calentamiento global, y con el frío y la inacción llega la pesadumbre. 
Anoche estuve chateando largamente con una antiquísima compañera de trabajo. Ahora vive en un pueblo de Wisconsin y espera con ansia regresar a Bogotá, la ciudad donde mejor se siente, pero no puede hacerlo antes de febrero porque tendría que pagar un sobrecosto de doscientos dólares en el tiquete aéreo. Yo no quisiera volver a vivir en Bogotá. Cierto que es una ciudad con algún grado de cosmopolitismo, pero basta un mal gobierno o un leve aguacero para que todo en ella degenere en caos. Además me disgustan muchos de sus usos sociales, bastante mezquinos, y sus taxistas son los seres más viles con los que uno puede cruzarse. Volviendo a mi amiga, no voy a contar ahora, sino más adelante en una novela, las peripecias que vive en el Medio Oeste. En un punto de la conversación se refirió a nuestro antiquísimo jefe, un destacado poeta que siempre estuvo al servicio del gobierno de turno. Yo nunca entendí que un poeta estuviera al servicio de un gobierno. Sin embargo, le reiteré a mi amiga el buen concepto que en general tuve de este poeta, porque a pesar de su servilismo con los políticos era un buen jefe. Era amable y considerado, y tenía un exquisito sentido del humor. A mí me llamaba “el latin lover de la Comuna Nororiental”, lo cual en esos tiempos tenía sentido: yo era un jovencito que provenía del barrio Aranjuez, donde comenzaba la Comuna, en la época en que la Nororiental existía como unidad administrativa de Medellín y fascinaba con su situación de violencia a los sociólogos y demás farsantes de las ciencias humanas. Ahora el jefe, me contó mi amiga, está muy viejo y enfermo. “Como ido”, describió. “¿Cómo así que como ido?”, le pregunté. “Como ido”, reiteró. “¿Qué quiere decir como ido?”, insistí. “Pues ido, chino marica”, concluyó en uno de esos tonos de no pregunte más que en realidad no sé. Bueno, espero que esta condición, la de estar “como ido”, no sea demasiado grave. Y si lo es, qué le haremos. Yo nada tengo que ver ya con aquel poeta.
Los estudiantes debían levantar ayer el paro que han sostenido durante un par de meses. Así lo instruyó la organización central del paro, luego de lograr el cometido de que el Gobierno retirara el proyecto de ley que reformaba, para peor de lo que está, la educación superior en Colombia. Sin embargo, en mi universidad, la de Antioquia, no se levantó el paro. En el mejor de los casos, ocurrirá el próximo miércoles, cuando se reanude la asamblea general. Me gustan los estudiantes, me gustan mucho porque son la única instancia a la vez limpia y pensante de nuestra sociedad, pero me disgusta la temible asamblea de la de Antioquia. Me disgusta, sobre todo, por eso: por temible. Porque es insensata y arrogante y detiene la vida de la universidad más veces de lo que es necesario, simplemente porque al grupo más vehemente le viene en gana. La mayoría de los estudiantes no quiere prolongar el paro, pero la asamblea opera con un mecanismo diabólico, que proviene de los tiempos en que los más vehementes eran jóvenes y manejaban el movimiento estudiantil de los setenta: a punta de “mociones” se dilata cualquier propuesta contraria a los deseos de la vehemencia, hasta que los contrarios se rinden por agotamiento y abandonan el recinto, y entonces se vota la propuesta de la minoría reacia a estar en clase. Muchos dicen que la asamblea está infiltrada, aunque no aclaran por quién. Supongo que se sobreentiende, aunque yo no sobreentiendo nada: en la universidad operan todas las fuerzas, las más malvadas, y todas la tienen penetrada en todos los estamentos. Lo único que tengo por cierto es que si la universidad permanece parada, la sociedad se enferma de incapacidad de pensar.
Hace un frío infernal y yo muero de ganas de ir a cine, pero no hay nada, no hay un solo título que no haya visto y valga la pena. Mire usted las opciones: Cartas a Dios, dramón con muchachito muriendo de cáncer; Terror en lo profundo, tiburón resucitado para el 3D; cuatro de terror, lo que significa morbosa desmembración de tontos y tardías imitaciones de la Bruja de Blair; Los tres mosqueteros, en versión estúpida de Paul W. S. Anderson… La cartelera está podrida en Medellín. De veinte títulos, ya vi los cinco interesantes. La última muy buena película que vi en cine  —no quiero empantanarme en los bajíos de Cuevana— fue Contagio de Steven Soderbergh. Película llena de virtudes, empezando porque es la primera del género ‘pandemia amenaza con acabar el mundo’ que trata el tema con la suficiente seriedad para que uno crea el drama y quiera a los héroes. Hay un personaje allí diseñado para el lucimiento de un galán. El del periodista bloguero que manipula a su audiencia y se enriquece a costa del temor de la masa al contagio. Lo más interesante es que el lucimiento del galán se da haciéndolo actuar de malo y feo. ¡Soderbergh logra hacer que Jude Law se vea feo! Pero este no es el punto. El punto es que, muy bien metida en el guion, hay una definición que le escupe el detective al periodista: “Un blog es grafiti con puntuación”.
Vengo pensando en esto desde entonces.
¿Cómo encajan todos los asuntos que he tratado hoy aquí? La diva cubana, mi aviso en la revista, la amiga varada en Wisconsin y el poeta enfermo, la asamblea tozuda, la cartelera podrida. Todos ellos son pequeños episodios de la vida, más cercanos o más lejanos a mí, pero todos entran en el rango de lo que me afecta. ¿Para qué sirve hacer un blog, si a la vida nada le importa lo que yo piense de ella? ¿Se hace un blog para registrar la vida? ¿La de quién? ¿Se vive para, entre otras cosas, llevar un blog? Creo que tengo un poco de crisis ciberexistencial. Hace mucho frío.  

miércoles, noviembre 02, 2011

8526

Fíjese usted, por ejemplo, en cómo opera el mundo a veces. Interrumpe uno su trabajo para hacer, digamos, lo que los bobos de la proactividad denominan una ‘pausa activa’. Se dirige al balcón y toma aire de la tarde fría. Frente a usted, una arboleda en medio de la ciudad. Y mire: el primer detalle en que sus ojos se fijan es esa cosita roja, muy pequeña, que se solaza en una de las ramas medio secas del árbol menos entusiasta.
Se han necesitado todos sus años de formación (sin contar los miles de millones que precedieron su existencia) y muchos otros tumbos del aire y los elementos para que en este golpe de vista esa cosita roja se clave en el mero centro de sus ojos y conmueva algo que lleva usted por allá en lo más íntimo de su percepción. Fíjese no más el observador; aquí le va la fotografía del momento posterior a ese primer golpe de vista. La manchita roja que de inmediato puede percibirse en medio de todo ese verde, esa manchita es un pájaro que ha venido volando desde el inicio más lejano de la eternidad con el fin de acudir a este encuentro de solo unos segundos con usted y su ánimo. Algo en sus células se hincha de una alegría que no tiene mayor fundamento: no es que se vayan a cumplir al fin sus sueños, no es que los sátrapas vayan en este instante a anunciar su retiro o que el amado esquivo haya decidido justo en este momento que es usted la respuesta a sus deseos. Nada de eso. Sus muertos recientes no dejarán de estar muertos, no, ni descenderá la amenaza humana sobre el planeta. En este pequeño segmento de tiempo usted se da cuenta de que sí existe ese algo que los ingenuos pretenden felicidad y que ésta, como los grandes sucesos de la vida, es fugaz. Más aun: nadie la desea constante.
Cambia usted de tercio y, ahora con los ojos adecuados, observa otro ángulo de la ciudad. Mire qué fácil es todo: en este momento, un tibiecito rayo de sol, el único que logra traspasar las nubes densas, cobija una franja de edificios ubicada mucho más allá de su calle. Se da usted cuenta de que a una buena cantidad de personas la cubre con gran generosidad ese tibiecito rayo de sol. No durará mucho. Apenas lo suficiente para que alguien, usted —nadie más le importa al universo, en verdad—,descubra lo hermosa que se ve la luz un tanto opaca que logra pasar a través del aire frío de la tarde. Regresa usted al rincón desde el cual puede otear el mundo entero, la pequeña ventana de bits que lo conecta con todos los que son, y en la sombra encuentra un gato. Piensa en lo bien que funciona el engranaje de la alegría: ese gato en la sombra no actuaría con toda esa calma ni sería el fantástico hallazgo que es, si la manchita roja del árbol volara hasta el balcón. En tal caso el gato se convertiría en fiera, el pájaro en víctima y usted en testigo horrorizado. ¿Ve qué perfecto el mundo? Cada elemento está donde le corresponde. Hace apenas un rato lo afligían la muerte, el amor, el desdén, el frío. Dentro de un rato volverán los temores, las dudas, la incapacidad de hacer obra.
Finaliza la pausa activa. Usted se convierte en uno y regresa al mínimo rincón desde el cual le está permitido lanzar un grito enorme al universo mundo. En la cámara fotográfica trae comprimidos los instantes que formaron este momento. La conecta el equipo y repasa. La alegría que llamó felicidad se disuelve ya y toma la forma de los átomos que un día se juntarán en otros seres. Observa las imágenes. Extrae la primera de ellas. Los momentos son ahora números, matemáticas, esa otra manera de la eternidad. El cuadrito que registra la manchita, el árbol ceniciento, la arboleda verde, el cielo gris, existe en el mundo de los bits en la forma de un número. La eternidad y el infinito se presentan de múltiples maneras, uno y su yo una de ellas, todas tan fugaces.

miércoles, octubre 19, 2011

Una anfitriona acertada y dos películas colombianas

En la noche fui a cine con S. Llovía como si los cielos del mundo entero nos hubieran enviado su lluvia. Tres de las cosas que me gustan más. Estar en cine, sentir la lluvia y estar con S. Habíamos llegado de Abejorral, adonde yo quería ir desde hace años. Toda la vida he pasado por la entrada a ese pueblo, camino a La Unión, Sonsón y los demás escenarios donde ocurrió la existencia de mis ancestros, y ahora se me presentaba la oportunidad de conocerlo gracias a que una amiga está viviendo por unos meses allí. Una amiga que además es escritora. Anoten este nombre, quiero ser el primero en mencionarlo para el ámbito del periodismo y la literatura: Eliana Castro. Una mujer de palabra sublime. Cuando supere su tendencia a la tristeza sin fundamento, será una autora del tamaño de Leila Guerriero y entonces todos querremos que escriba perfiles de nosotros. Mientras tanto, pueden seguirla en el blog que sostiene con sus compañeras de La Panacea, un grupo del que saldrá más de una escritora interesante:  http://www.ungatilloa5manos.blogspot.com/.
Lindo pueblo, Abejorral, aunque pésimamente administrado. Está enclavado en un paisaje de sucesivos valles de alta montaña, de una belleza que se le mete a uno en lo más hondo de la poesía. Conserva mucho de la arquitectura del siglo posterior a la Colonización Antioqueña, pero segundo a segundo las casas tradicionales se desvencijan ante los ojos del visitante y se advierte el afán esnobista que prima en los nuevos constructores; en pocos años, esta cuna de antiguos colonizadores imitará a otras poblaciones de la región del Oriente en la mudanza de su arquitectura hacia el estilo feo de los barrios populares de Medellín. Ya lo hicieron Marinilla, El Carmen de Viboral y Rionegro. Y ni hablar de sus calles, a las cuales se ve que en décadas la administración no les ha invertido un peso en mantenimiento. Lo peor es que bastó un par de días de tropezar por todos lados con la campaña política actual para darnos cuenta de que el futuro no es promisorio: dos candidatos, no más que dos, en representación de los partidos de siempre, Liberal y Conservador, se disputan la alcaldía con una estrategia repleta de mezquinos epítetos al contrario y falsarias promesas al electorado. Abejorral marcha a toda prisa hacia el pasado, pero no hacia la gloria de sus mejores tiempos. De todas formas aún es grato pasear por allí. No conocimos ni saludamos a nadie más que a Eli, no hizo falta; tan buena anfitriona es, que llena con su presencia todas las ausencias posibles.
Al salir del pueblo, le dije un poco en broma y un poco en serio a S: “Si sobrevivimos a esta infame carretera, cuando lleguemos a Medellín nos vamos para cine”. De no ser el feliz optimista que es, S habría tenido razones de sobra para temer que no sobreviviríamos. La carretera de Abejorral de veras merece el calificativo de infame y yo cargo con la injusta fama de ser un conductor sin pericia, y encima soy de esos que fácilmente se dejan robar por el paisaje. En esto me alejo de Fernando Vallejo, quien, la última vez que hablamos, hace tres años mientras yo recorría el cañón del Chicamocha y él visitaba a S en el teatro Lido, replicó a mi descripción del hermoso viaje: “A mí ya no me emocionan los paisajitos”. S está acostumbrado a lidiar con los sustos y los ensueños de los escritores, por lo que a la vez podía comprender el desdén de Vallejo por los paisajes y mi fascinación por ellos, de manera que aprobó con alegría la idea de ir a cine no si llegábamos, sino en cuanto llegáramos a la ciudad, y no necesitó preguntar qué veríamos.
El jueves anterior habíamos fracasado en el propósito de ver Póker, la película de Juan Sebastián Valencia. Tras apenas una semana en cartelera y una asistencia pírrica de público, había sido relegada en Medellín a un par de salas y a un horario tan infame como la carretera de Abejorral. Acudimos al multiplex de Premium Plaza, uno de los mejores sitios para ver cine en la ciudad a pesar de los horrendos cortos que allí le imponen al público antes de la función (mal realizados y proyectados en un videobeam con menos lumens que el corazón de un asesor del expresidente Uribe). Yo estaba afanado porque pensaba que Póker saldría de cartelera al día siguiente y, como bien se sabe, considero una obligación de cinéfilo ver todas las películas nacionales y además un amigo de criterio confiable me había dicho que la ópera prima de Valencia tenía unos cuantos méritos. También esa noche llovía y bajo la lluvia llegamos justo a tiempo. Sin embargo, la niña de la taquilla nos anunció que la función había sido cancelada. Habían cambiado Póker, en la cual tendrían dos espectadores serios pagando, por un preestreno que les llenaría una sala de lagartos sin pagar. La niña trató de consolarnos invitándonos a ver el preestreno. ¿Cuál era? ¡Johnny English! Odio a Mr. Bean casi tanto como a Nicolas Cage (ninguno de los dos me ha hecho nada, ni los conozco en persona ni saben que existo, pero sus películas insultan una y otra vez mi sensibilidad de espectador maníaco). “¡Jamás me verá usted en una película de ese monigote!”, le grité a la niña, como si a ella le importara, como si supiera que existe un anticomediante horrible llamado Mr. Bean y como si supiera que Johnny English es basura repudiable y además le importara. “Calmate, Cesítar”, sonrió S. Para no perder el impulso cinematográfico, entramos a ver una comediezuela que me indignó de tan estúpida: Amigos con privilegios. 
Al día siguiente nos fuimos a visitar a Eli.

LA NIEBLA
Consultamos la cartelera y vimos que Póker continuaba en Premium Plaza en el horario infame. Para el hueco que nos quedaba entre nuestra llegada a Medellín y la hora de Póker se nos presentó una opción que también anhelábamos: El páramo, que acababa de ser estrenada. Arribamos a la taquilla justo sobre la hora y nos atendió la misma niña de la otra vez. La miré con optimista complicidad, pero la carencia de emoción de sus ojos puestos en algún pensamiento ajeno a mí me hizo comprender que no nos registraba en su memoria. Informó que ya no quedaban puestos para ver El páramo, lo cual nos aterró porque así se nos desmoronaba el doble bocado cinematográfico pero a mí me alegró porque significaba que una película colombiana volvía a ser un taquillazo y no era uno de los adefesios de Dago García. Miramos el computador de la niña. En realidad estaba libre la primera fila, pero ella asumía que nadie querría ubicarse ahí. Recordando que las salas de Premium Plaza ofrecen una respetable distancia entre la primera fila y la pantalla, le dije que de todas formas nos vendiera las entradas y en ese momento descubrimos una aplicación práctica del antiguo juego de Tetris: más atrás había un par de cuadritos libres, el C1 y el D1, que nos permitían estar juntos en un sentido ligeramente distinto al tradicional. Compramos esas butacas y me imaginé que, como en el Tetris, dos filas desaparecían al acabar de llenarse con nosotros. No desaparecieron las filas. No desapareció nadie en el teatro, pero rato después sí mucha gente en la pantalla.
Yo esperaba que tanta promoción como la que El páramo ha tenido en los medios y en el circuito de festivales fuera indicio de una película cuando menos bien hecha. Y bien hecha, muy bien hecha, está: impecable producción. Los soldados parecen soldados, para lo cual fue importante que el Ejército colaborara permitiendo el uso de instalaciones, uniformes e insignias; que las armas no fueran de juguete, que los actores supieran actuar y no fueran galanes de telenovelas, que en vez de fingir el miedo los personajes lo sintieran y que la relación entre ellos develara la violenta armonía que existe en los cuerpos castrenses. Como es arriba es abajo, y entre estos nueve hombres, igual que en todos los grupos armados de derecha e izquierda, legales e ilegales, aquí y en cualquier país, el que manda no es el mejor sino el más agresivo y el que en últimas sobrevive no es el más valiente sino el más sinuoso. Lo demás está dado por un guion que será preciso analizar despacio —no en este momento—, pero que es eficiente en su intención de asustar, o por lo menos mantener en vilo la atención del espectador, valiéndose del suspenso que está presente en el mejor cine de escuela Hollywood y sin las torpezas del más pretensioso cine colombiano. En El páramo no hay descanso; espectador que sale tres minutos a orinar, rompe el hechizo y se pierde detalles esenciales porque no hay en esta película un solo minuto de más. Osorio Márquez tiene un sentido de la tensión con el que en Colombia podría equipararse, si acaso, el de los hermanos Orozco en Saluda al diablo de mi parte.
No existe en nuestro país una industria cinematográfica, sino una extensa acumulación de óperas primas. Pocos directores llegan a hacer un segundo largometraje y muchos menos un tercero. De los que han rebasado la barrera del cuarto filme, casi todos lo han hecho aplicando formulitas para realizar baratijas en cantidad. Ninguno de nuestros grandes maestros tiene una obra uniforme en cantidad de títulos y hondura estética. En esto vengo pensando hace tiempo, y mientras veía la ópera prima de este nuevo Jaime Osorio de nuestro cine pensaba también que ojalá esta tendencia se revierta. Creo que estamos ante un director del que desearemos ver cuatro y más títulos.

EL AZAR
Finalmente pudimos ver Póker, aunque en un doblete esta película debe verse antes y no después que El páramo, porque a la narración de Juan Sebastián Valencia le falta la que es precisamente la mayor virtud de la de Jaime Osorio Márquez. Esto es, el sentido de la tensión. Y en un ejercicio de comparación un poco más profundo, habría que mencionar aspectos fundamentales como el reparto. Valencia opta por reunir en la escena a un elenco principal de seis actores, del que al menos cuatro son reconocidos galanes de nuestras telenovelas. Primer escollo: uno ve a estos señores haciendo, en vez de una película, uno de esos capítulos unitarios de ciertos espacios de los canales nacionales; es inevitable pensar en ello.
El debutante director “apuesta” (el verbo, desde luego, no es gratuito) por una narración fragmentada en torno a una noche de cartas en la sala vip de un casino. La narración se corta cada tantos minutos para, a punta de digresiones, contarnos la historia que ha llevado a cada uno de los personajes a esa mesa, esa noche, ese momento definitivo de sus existencias. El recurso es necesario, pero no se utiliza con eficiencia: cada vez que el espectador es arrancado de esa sala de juegos para contarle un fragmento de una de las seis historias que allí confluyen, se rompe el flujo de la narración y hay que empezar de nuevo a encariñarse con la película. Juan Sebastián Valencia además de dirigir escribió el guion, por lo que es él a quien hay que citarle un referente que podría serle útil: Guillermo Arriaga, Fuego. El mexicano consigue narrar una historia en tres momentos (a veces incluso cuatro) que se cortan una y otra vez a lo largo del metraje, manteniendo la tensión en los tres y desde el primero hasta el último minuto. Esto se debe, además de la gran habilidad de Arriaga como narrador, al hecho de que los tres momentos de la historia de Fuego son también los decisivos en las vidas de sus personajes, y además de ser decisivos son interesantes y (otra vez hay que decirlo) están narrados con gran sentido de la tensión.
No ocurre esto en Póker. Si bien de cada uno de los cinco personajes sentados alrededor de aquella mesa, y del sexto que vuela al encuentro de la única mujer del combo, se nos trata de contar los momentos decisivos de su existencia, dichos momentos están marcados por un aire telenovelesco que los banaliza. Hay un hombre que se endeuda por satisfacer los deseos de su amada, otro que necesita costear el trasplante de médula de su hijito canceroso, un pobre que anhela conseguir con qué pagar la educación de su hija y callar a su odiosa exmujer, un sacerdote que peca, una madre violada, un muchacho bueno que se enamora en el metro… Historias que ocurren todos los días en el cine como en la televisión —y como en la vida—, es cierto, pero que en Póker se parecen más a las de la caja tonta que a las de la gran pantalla. De esta manera, ni el tono ni las historias de los personajes logran seducir al espectador (por lo menos a mí no; mucho menos a S).
Lo que sí tiene esta película, en cambio, es un interesante diseño de producción. Donde la narración no se ve enturbiada por la cercanía de la historia al género de la telenovela es en los escenarios. Aquí, Juan Sebastián Valencia y su equipo de trabajo logran hacer cine.
En alguna parte leí que la ciudad donde ocurre la historia de Póker ha sido asolada por un terremoto. No me dio tal sensación ni lo dice la sinopsis oficial de la película. En cambio, sí es una urbe extraña, con un aire entre posmoderno y, bueno, apocalíptico; con bastantes toques de las dos ciudades que sirvieron de locación, Bogotá y Medellín (más, de la primera), pero también de otras tantas aglomeraciones urbanas tanto del primero como del tercero y del último mundo. Al acabar la proyección me levanté diciéndole a S que, sobre todo, esa ciudad-rompecabezas me hacía pensar bastante en cierta ciudad literaria que un día veremos en cine: la que muestra Rafael Chaparro Madiedo en su novela Opio en las nubes. No me levanté de la butaca (ahora no pasábamos de una decena los espectadores en la sala) pensando en esos personajes insulsos que acababan de no conmoverme, sino en las personas que llevan varios años trabajando en la adaptación de la novela de Chaparro: sí se puede mostrar en cine la ciudad en la que unos gatos alebrestados hablan de amores y un tipo marcha a la muerte en una ambulancia con whisky. Esto le dije a S, quien a estas alturas estaba aburrido y me acusó de ser complaciente con el cine colombiano. Hay un venenito en esta acusación y los dos nos reímos.
Al salir de la sala, pensaba en la niebla en que se incubaba el miedo de los soldados de El páramo y en las calles por donde las almas compungidas de Póker rodaban hacia la disolución. Después leí un comentario de Jaime Osorio Márquez: Lo que me interesa o me llama del cine y que me gustaría lograr con él, es finalmente una cosa: no es invitar a soñar, sino a despertar”. Dejé a S en su casa y me fui para la mía por la ruta del aeropuerto, la que bordea el escabroso barrio Antioquia. Llovía y al motor del carro se le había acabado el agua. Se recalentó; yo iba solo.

viernes, septiembre 23, 2011

La última lección

            S, una de las personas que más quiero en el mundo, llamó el lunes al mediodía. Su voz no brillaba como siempre. “Se murió Lucho”, me informó llorando.
            Se murió Lucho, me repetí a mí mismo y clasifiqué las tres palabras en mi entendimiento. No suelo entender de entrada la dimensión de las cosas que me dicen, y solo cuando capto que son importantes empiezo a prestarles atención. “Huy, no, qué pesar”, dije, de veras compungido. Sin embargo, era previsible que esta muerte sucediera. Lucho llevaba largo tiempo enfermo. La última vez que lo vi, hace meses en un bar de tangos al que arrimó por casualidad, me mostró las marcas de la enfermedad en su cabeza. Empezaba a curarse, pero era apenas una tregua conseguida por los medicamentos. En realidad se precipitaba hacia el final. Supongo que lo sabía. Se le veía, en la forma de no reír, que sabía que el próximo destino en su ruta era el país oscuro.
            Lucho, Luis Manuel Mosquera, exalumno mío de periodismo en la Universidad de Antioquia. El mejor amigo de S y quien nos presentó. Con Lucho compartí poco y siempre fue agradable encontrármelo. En su momento soportó con respeto y buen humor la dureza de mis calificaciones y, virtud que envidio —soy un egoísta que desdeña las palabras ajenas—, supo tomar de mi discurso aquello que podía servirle para ser un mejor individuo. Siempre me lo decía. Yo me sentía inmerecidamente obsequiado con su reconocimiento. Y un día, cuando ya no era mi alumno, la semana se hizo viernes por la tarde y nos cruzó en la salida de la Universidad. Él iba con S y me invitó a unírmeles. Nos fuimos a las calles del pecado de esta ciudad nuestra donde no siempre pecar es cometer crimen o perjurio. El viernes se hizo noche y me llevó por sus historias. S cantaba un verso de Fonseca que se le había pegado en la memoria, y decía encantadoras majaderías; Lucho lo regañaba graciosamente, y como en Medellín las calles del pecado son vecinas de las calles de la muerte, me convidaron a acompañarlos en un ritual de humor negro que acostumbraban en sus errancias. Querían que fuera con ellos “a tomar tinto” en el complejo de salas de velación que había al otro lado de la avenida, pues tenían la costumbre de colarse en velorios ajenos para hacer un retrato de nuestros usos: lo risible que podía ser la muerte. Los acompañé en todo, menos en esto. Cualquiera que me conozca sabe que les tengo miedo a los muertos y que no sabré cómo arreglármelas con el sombrío pánico de mí mismo cuando sea uno de ellos. Les dije que a mí también me fascinaba la ritualidad en torno a la muerte, pero prefería escuchar la crónica que ellos pudieran hacer del tema. Se quedaron conmigo contándome sus historias de deudos entristecidos y estudiantes de periodismo que se cuelan en velorios ajenos. Ya S nos había pegado el verso de Fonseca, “eres el negativo de la foto de mi alma”, cuya poesía nunca he comprendido pero que sigo instalando en mi cerebro cada vez que deseo pensar en él.
Cuando fue mi alumno, aparte de la frivolidad propia del ser estudiantil Lucho llevaba consigo una tristeza. Su mamá había muerto. No había hermanos, apenas un padre. El padre murió luego. Lucho quedó solo, aunque no del todo. Había primos, había S. Y como la amistad es grande y generosa, S cuidaba de Lucho cuando este necesitaba ser cuidado y se divertía con Lucho las más de las veces, cuando este era joven y quería divertirse. El lunes fue a visitarlo a la unidad intermedia, ayudó a cambiarlo, le dijo cosas aunque no hubiera respuestas, se despidió para ir a trabajar y cuando iba en el bus uno de los primos lo llamó para darle la noticia.
La velación era en Campos de Paz, un cementerio que significa mucho en mi vida y en mis muertes. Allí, en una tumba que me espera, han enterrado al personaje principal de mi primera novela y a tres de mis tíos, todos muertos de violencia. Me gusta ese cementerio. Una suave colina que desciende desde el sur, con la vista dominando en primer plano el aeropuerto Olaya Herrera y en el fondo el hermoso valle de Medellín. Fue creado por la Curia en los años setenta para remplazar como camposanto de las clases acomodadas al antiguo —y mucho más bello— San Pedro. Entiéndase por clases acomodadas a los ricos de tradición primero y a los narcotraficantes y su variada cohorte de áulicos después. Al principio era la elegancia hecha cementerio: discretas plaquitas de mármol señalaban el nombre de los muertos, quienes yacían en tumbas al ras de la tierra y en medio de un césped impecable. Después, en los ochenta, la excesiva realidad se llevó por delante toda pretensión de sobriedad y elegancia y las tumbas de Campos de Paz se volvieron tumultuosas como la guerra que se libraba en nuestros barrios. Fascinante.
            Llevaba muchos años sin ir allí. Lo hice el martes. En la entrada tomé y boté aire varias veces, pues siempre he necesitado insuflarme fuerza para entrar a donde los muertos reinan. Me dirigí al conjunto de salas de velación, pensando en lo mucho que me gustaría no tener que ir a la número ocho. No tuve que llegar hasta el interior de la misma: en la acera, sentado, recostado contra un muro y con cara de aburrición, encontré al que menos esperaba.
            Lo miré con sorpresa. Él no me había visto llegar.
            —Quihubo, Lucho —lo saludé. Y, fiel a nuestra costumbre de siempre, lo regañé en un tono que traté de hacer amistoso—. ¿Vos por qué estás aquí y no… allá adentro? —Señalé con la mano izquierda el lugar donde se esperaba que él estuviera.
            Una chispa de amistad iluminó sus ojos. Me sonrió como sonreía últimamente, con afecto pero sin verdadera alegría.
            —Ah no, profe, es que estoy esperando a Sebas para meternos al velorio.
            Por un momento dudé si no era consciente de que esta vez el velorio era el suyo propio. No supe si era oportuno aclarárselo. Me salió de la boca una torpeza en vez de un apunte gracioso:
            —¿Y sí dan tinto bacano en este velorio?
            Guardó silencio. Ocurría casi siempre que nos encontrábamos: yo decía alguna imprudencia, pero a él le parecía más imprudente replicarme y se quedaba sin saber qué decir.
            —¿Qué más, profe?
            —Hermano, por aquí haciendo el deber.
            —Detalle que se le agradece. Siempre es bueno que no lo olviden a uno tan rápido.
            Me senté a su lado. No me pareció prudente apoyarme en su hombro, pues por un lado siempre he creído que a los muertos les disgusta que los toquen y por otro lado, como ya dije, les tengo miedo, así que avancé la mano derecha hasta el piso de la acera para no caerme.
            Ensayé unas palabras de consuelo, pero esforzándome por no mentirle. Solo a los amantes se les miente. Y yo detesto mentirles sobre todo a los niños, a los enfermos y a los muertos. El consuelo para que sirva ha de ser auténtico:
—Hombre, ante la contundencia de la muerte lo único que podemos hacer es retrasar un poco el olvido. De todas formas, finalmente el olvido prevalecerá y un día no seremos ni siquiera nombres en la libreta de recuerdos perdidos de alguien, pero vale la pena luchar un poco para retrasarlo; es nuestra única victoria posible.
            Me miró. No dijo nada. Entendía.
Agregué:
            —No sé si debo decirte esto, pero yo estoy muy triste de que te hubieras muerto.
            —Bacano que lo diga, profe.
            Traté de hacer un giro hacia el optimismo:
            —Bueno, y si este fuera un examen final, ¿qué me contestarías al yo preguntarte qué balance hacés de la vida?
            —Ah, la vida es chévere, profe. A pesar de todo.
            Sopesé lo que había en ese “a pesar de todo”.
            —¿Y qué tal la muerte, mano?
            —Ahí sí le tocaría venir a usté y comprobarlo por sí mismo.
            —Espero hacerlo pronto. La humanidad se me hace cada vez más insoportable.
            Volvió a guardar silencio. Estos giros seudoexistencialistas de la conversación tenían más éxito con S que con Lucho. Odio citar a Borges, el abusivamente citado, pero tengo que citarlo para indicar lo que pensé en ese momento. Justo pensé en el cegatón ese, en Borges, cuando hablaba de esas amistades “al estilo inglés” en las que era posible el silencio. Pero nosotros éramos tan paisas: somos gente de la palabrería, el silencio nos incomoda, lacera la amistad.
            Como yo no rompí el silencio, lo rompió él:
            —No diga eso, profe.
            Comprendí lo que significaba el que un muerto me reconviniera por desdecir de la vida y de la humanidad. Pensé que sería adecuado tratar de consolarlo de la prontitud con que las cosas acababan para él.
            —¿Sabés lo que decía Manuel Mejía Vallejo, el gran escritor antioqueño? Que la tarea no es durar.
            Me miró a los ojos. Por primera vez —iba a decir que “en la vida”— me sostuvo la mirada.
            —La tarea es vivir.
            Y me di cuenta por fin de lo mucho que me dolía esta muerte. Ahora sí le puse la mano en el hombro y así estuvimos largos segundos.
            Pensé, y supuse que, si estando muerto se podía permitir el estar aquí conmigo, también podía permitirse darse cuenta de mi pensamiento. Leerlo o algo así. Pensé: en los vastísimos océanos de la eternidad todas las eras son infinitesimales. Los dinosaurios reinaron durante más de doscientos millones de años; nosotros lo hemos hecho durante apenas unos milenios y algún día seremos, como ellos hoy, sedimentos de la memoria que luego serán arrastrados al mar de la nada y diluidos en el eterno olvido. Sucederá lo mismo con el planeta y las especies que en él han sido y serán. Suelo imaginar el primer segundo en la era de los dinosaurios: me apabulla la vastedad del tiempo que pasará antes de que venga el asteroide de la destrucción. Y, sin embargo, qué de ellos hoy: el recuerdo enterrado de lo que tal vez fue. Sé que nosotros duraremos menos, merecemos acabar pronto. Algún día seremos, como los dinosaurios, nada, desmemoria, olvido, muerte. Pero hoy yo quiero que la vida dure un poco más; todos saben que solo acabamos de morir el día en que muere el último individuo que tiene un recuerdo de nosotros.
            —Profe: de vez en cuando volveré por aquí. ¿No le parece?
            Sus palabras me hicieron pensar en tantas cosas en las que no creo. Tantos mitos y tantas religiones que las culturas han inventado para afianzar la vana esperanza de trascender. Pensé que le debía el respeto de la sinceridad:
—No, no. Los muertos están muertos, Lucho. No vuelven.
No me dio tiempo a caer en la cuenta del sinsentido de lo que acababa de decir.
            —Ay, profe, usté sí es charro.
Charro en Antioquia significa gracioso. Esta acepción no aparece en el diccionario de la Academia, lo cual no significa que no sea válido su uso; significa que la Academia es insuficiente en su pretensión de registrar la rica variedad de las palabras. En Bogotá, charro significa ordinario y en México jinete. Lucho usaba para referirse a mí la acepción local. Sonreí.
—Sí que tenés razón. Pero para no dártela toda ganada, te salgo con otra cita de un maestro de la literatura regional. Esta es de Mario Escobar Velásquez en su novela Canto rodado: “La vida es una sola. Y muerde como una perra”.
            —La tarea es vivir. No se le olvide eso.
            —La tarea no es durar —evoqué a mi maestro—. La tarea es no olvidar. Y morir para siempre, también. Pasar a la eternidad: este es uno de los eufemismos sobre la muerte que me gustan más. Es una manera romántica de pretendernos parte de algo que nos es por completo ajeno.
—Profe: tráigame flores alguna vez. No me olvide.
Dios, pensé: los muertos saben que la memoria es el único modo de no irse del todo tan pronto. Por primera vez me sentí abrumado con esta muerte. Una manotada de llanto me apretó la garganta y dos torrentes de lágrimas se me atrancaron en los ojos. Tuve que asentir con la cabeza, apenas diciendo “ujum” y sin abrir la boca para que el llanto no se me desbordara. No es de buen recibo llorar delante de un muerto, pues a ellos hay que despedirlos con alegría. Se supone que van hacia un lugar mejor: hacia el país de la nada.
Recuperé el dominio y, sin mirarlo, le dije: “Vos tranquilo. Te voy a traer flores alguna vez, aunque no te prometo convertirlo en una costumbre”. Entonces volví la vista y ya no estaba. Un segundo después lo vi caminar hacia el fondo, hacia la colina de tumbas. Por primera vez se retiraba de mi lado sin pedirme permiso: privilegios que otorga la muerte, ¿no? Lo vi irse. “Chao, Lucho”, dije más para mí que para él, y mientras él seguía yéndose yo pensaba que era agradable haberlo conocido y que, bueno, que la muerte siempre nos produce dolor. Y el dolor es, como la memoria, uno de los homenajes finales que podemos hacerles a ellos.
Elaboré un fácil juego de palabras con su apelativo: “Lucho, luego existo”. Je je. Me reí de mí mismo por la pobreza literaria del juego y me di cuenta de que ya no me dolía. En el pensamiento le hice una recomendación que a él con seguridad no le interesaba: “No vayás al cielo. Eso está lleno de cristianos que te arruinarán la eternidad”. Me fui del cementerio. En casi toda la semana no volví a hablar con S. Él me llamó el jueves a la medianoche: “Estoy borracho, Cesítar. No te olvidés de mí, que estoy triste”.
Foto de Lucho tomada del Facebook de S

jueves, septiembre 08, 2011

Mi Festival en tres personajes

Hace ya días terminó en Medellín el 9° Festival de Cine Colombiano, evento en cuya organización participo desde cuando lo concebimos como consecuencia de ese otro certamen que me mueve las entrañas, el Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia. La organización implica compromisos de tal intensidad, que el ánimo se halla íntegramente afectado. Casi todo es digno de memoria. Unos pocos aspectos del trabajo, un par de personas indeseables con las que es inevitable hablar en el proceso y hasta alguna contrariedad de corte romántico son los aspectos que estoy inhabilitado para tratar aquí, así que habrán de quedar para las memorias o las novelas. Mientras, me permito elaborar mi balance de lo que significó este Festival magnífico sintetizándolo en tres de las personas con las que pude compartir momentos más o menos extensos y en todo caso muy intensos.

Uno. El escritor vedette
De Bogotá, uno de esos periodistas que siempre hablan por lo que han oído decir y no por lo que han atestiguado o investigado me llamó a reportar el fastidio de algún amigo intelectual por los master class (expresión esnob, de moda en el mundo de la comunicación organizacional, para designar lo que en realidad son simples conferencias) que Guillermo Arriaga dio esa semana en un auditorio de la capital. “Improvisa y sostiene sus charlas a punta de chistes malos”, se quejaba mi amigo periodista y justificaba con ello su inasistencia a las charlas del guionista, director, productor y vedette mexicano. Aunque a la edad que tengo es normal haber cultivado abundancia de prejuicios, y a pesar de que estoy rodeado de críticos cinematográficos, me he impuesto como norma de conducta el no emitir juicio alguno si no media mi propia experiencia frente al sujeto u objeto en cuestión.
Arriaga llegó a Medellín el viernes antes del lunes en que el Festival comenzaba. Esa noche, movido por la curiosidad, quebranté la decisión hace muchos años tomada de preservar la dignidad no arrastrándome en pos de personalidad alguna. Tuve la suerte de iniciar mi carrera en un medio que me obligaba al encuentro constante de diplomáticos, ministros, presidentes, gente de la farándula y hasta personas honorables: algunos escritores, algunos artistas, en fin. El caso es que siendo muy joven colmé para siempre la necesidad del contacto con celebridades. Solo una vez me permití la banalidad de salirle al paso a una de ellas, afiche suyo en mano, y solicitar su autógrafo: la primera en que vi a Gabriel García Márquez, el único escritor cuya muerte he llorado. Amo a García Márquez casi tanto como a alguien de mi familia o de mi grupo de amigos y de ese primer encuentro conservo la dedicatoria que me escribió en el hermoso afiche que, antes de caer en desgracia con él, la editorial Oveja Negra hizo diseñar de la efigie del gran escritor formada sobre el texto completo de su novela El coronel no tiene quién le escriba. Después vi muchas veces a García Márquez en el Festival de Cartagena y no tuve nunca el impulso de acercármele: ¿para qué, si es su obra, no su persona, la que me ha hecho feliz en tantas ocasiones a lo largo de la vida?
La noche de ese viernes, pues, acepté uno de los privilegios de formar parte del staff del Festival y fui a cenar con Guillermo Arriaga. No quería hablar con él; no me interesaba y sigue sin interesarme. Lo que me interesaba era observarlo, escucharlo. Había leído muchas cosas suyas y sobre él. El sujeto me intrigaba. Precisamente por lo contrario de lo que mi amigo el periodista prejuicioso rechazaba: porque en el mundo de la palabra escrita, más allá de los flashes y de su autoconciencia de vedette internacional —del cine más que de la literatura, aunque su literatura merece más atención— encontraba a un Arriaga digno de ser escuchado. Ya sospechaba que se trata de un ser ambiguo: es una estrella del espectáculo, lo sabe, le gusta y lo cultiva, pero también es un hombre que conoce la vida, conoce el mundo, conoce el cine, conoce la literatura, conoce el alma humana y sabe contraponerla a la del animal fiero, y, sobre todo, sabe decirlo.    
Escuché a Arriaga el sábado, cuando presentamos su película Fuego y propiciamos su encuentro con el público. Lo escuché el lunes, cuando dio la lección inaugural del Festival. Y lo escuché ese mismo día, cuando lo entrevisté. No sé si a él, pero a mí no me satisfizo la entrevista. La concedió como una gracia especial al Festival y concertamos que el encuentro durara media hora —el doble de lo que nos había autorizado otorgar a los pocos medios que lo entrevistaron en Medellín—, tiempo del todo insuficiente para que en una entrevista se digan algo más que efímeras formalidades, así que me fui armado de cámaras y de preguntas formales y me dije a mí mismo que si quisiera elaborar una crónica o un perfil de Guillermo Arriaga dispondría de material suficiente con los sucesos de la cena y de los eventos públicos, así como con las anotaciones de quienes lo acompañaron a conocer la ciudad. Tenía, en todo caso, argumentos suficientes para replicar al amigo intelectual de mi amigo periodista bogotano y a los personajes trascendentales que también en Medellín se han quejado de que Arriaga improvisa y hace chistes en sus charlas. Sí, es cierto que este señor no prepara su discurso. En todos los escenarios —el restaurante, el auditorio, el cuadro enmarcado por la cámara—, lo primero que hace es escrutar a sus escuchas con sus cinco sentidos de cazador, definirlos y determinar el clima. Sabe que, tal como sucede con las películas y los libros, no todos los individuos serán conquistados por su verbo. A los que no, los descarta; no le interesan, no le importa su desdén. A los demás les entrega todo. Su experiencia de la vida, su conocimiento del mundo. Entonces empieza a hablar. No tiene que preparar esta charla específica: ya se ha preparado a lo largo de la vida y tiene clara conciencia de cuáles son las palabras, de la primera a la última, que necesita decirles a quienes en cada escenario lo escuchan, chistes incluidos, para, primero, seducirlos; luego, decirles unas cuantas cosas que les van a ser útiles. Claro que hace chistes, claro que improvisa. Pero entre chistes y palabras improvisadas se hallan finamente entretejidos sus mensajes por mucho tiempo decantados en su intelecto. Rescato este para los que tienen ganas de escribir y no lo hacen: las historias hay que contarlas, hay que escribirlas, o de lo contrario se oxidan en la garganta y te matan.
Nada nuevo, es cierto. ¡Pero cuánto necesitamos que una voz autorizada nos lo recuerde de cuando en cuando!

Dos. La heroína anciana
En el polo opuesto del espectro mediático, una maestra del cine colombiano. Una testigo y una denunciante de la infamia, una voz recia que se alza a derecha e izquierda para decir que no se debe seguir matando a los pueblos indígenas, a las comunidades negras, a la gente pobre del campo y de la ciudad. El miércoles, en el teatro Camilo Torres de la Universidad de Antioquia, Marta Rodríquez presentó su documental más reciente, aunque el título del mismo, sus palabras en off a lo largo de la narración y lo que en vivo le decía al auditorio, daban a entender que será el último: su testamento. Testigos de un etnocidio: memorias de resistencia es una síntesis de la pelea que durante las últimas cuatro décadas han dado las etnias de todo el país para mantenerse vivas y dignas, y del acompañamiento que esta mujer volcánica ha hecho al proceso, primero con personajes como su esposo, el realizador Jorge Silva —fallecido hace veinticuatro años—, y ahora con el realizador Fernando Restrepo.
Marta no hace concesiones. Sentada frente a la primera fila del Camilo, pues tiene problemas de rodillas y la concurrencia la ha excusado de subir al escenario, lanza una proclama de vida en la cual hay reproches para todas las fuerzas que atacan a los débiles. Al mismísimo Alfonso Cano, ese anciano anclado en los peores errores del siglo pasado que dirige la guerrilla etnocida de las Farc, le reclama que sea consecuente con sus antiguos ideales, los que ambos discutieron cuando estudiaban Antropología en la Universidad Nacional y luego, cuando ella pasó largas temporadas haciendo trabajo de campo para sus documentales en los campamentos guerrilleros. A Cano le reclama, en Testigos de un etnocidio y aquí, ante una audiencia de más de doscientos estudiantes y profesores (muchas personas de afuera no han podido venir, pues la de Antioquia es una universidad groseramente cerrada para el pueblo que no tiene carnet), que las Farc dejen de participar en la masacre de los pueblos indígenas. Lo mismo les reclama a los demás ejércitos de nuestras guerras cruzadas, a los estatales y a los paraestatales: “¡No sigan matando a los indígenas, hermano!”. Y su voz alcanza para reprochar el oportunismo de ciertos documentalistas que se aprovechan de los pueblos masacrados, desplazados, abusados de mil maneras, para hacer películas de panfleto que los lleven a festivales y les granjeen premios en el ancho mundo.  
Creo que Testigos de un etnocidio: memorias de resistencia es la película más importante de este año en el Festival. Otras que me han impactado mucho, como Retratos en un mar de mentiras de Carlos Gaviria, son al fin y al cabo elaboraciones de la ficción en torno a lo que sucede en este país… No quiero con esto iniciar un alegato a favor del documental sobre la ficción, claro que no, aunque para tal efecto podría usar una idea de Marta: “El documental es importante porque nos permite guardar la memoria de los que ya no están”. Pero en todo caso sería un alegato absurdo e innecesario.
Es solo que más allá de los géneros lo que me parece fundamental es la presencia de esta mujer, Marta Rodríguez, para decirnos con su testimonio vivo que el silencio es inmoral.

Tres. La muchacha de mente geométrica y cartesiana
Por supuesto, no voy a caer en la inmodestia de abundar en elogios para nuestra organización. Solo diré que este Festival es, como las películas, el resultado del trabajo de múltiples autores: a cada uno de ellos, de nosotros, se parece. Quedarán para las memorias o las novelas los muchísimos entresijos de la organización. Entre tanto, la única licencia que me concedo para apurar el homenaje es mencionar a esa muchacha valiente que hace año y medio llegó de Barcelona para integrarse al equipo en calidad de coordinadora general. El puesto adecuado para una cabeza que procesa las ideas y las convierte en acción efectiva. No mencionaré su nombre, porque hablar de ella o de cualquiera de nosotros es caer en el autoelogio. Diré que en ella, en su valentía —cuánto admiro esta virtud—, se sintetiza todo lo que de difícil, satisfactorio, bello y trascendente tiene hacer este Festival.
Aquí termino, pues, y me voy a preparar el de Santa Fe de Antioquia. Y a escribir las novelas.
Foto Juan Pablo Castro

lunes, julio 18, 2011

Ye, no sigas sintiendo que soy arbitrario

Una alumna de ojos azules y buena escritura me dirigió una carta en la que me decía cuánto me quería y cuánto también a veces me odiaba. Varias razones tenía para el segundo sentimiento, pero la que más me movió a reflexión y tristeza fue esta: me acusaba de ser a veces arbitrario. A veces, aclaraba ella y enfatizo yo. La arbitrariedad es uno de los usos más despreciables del autoritarismo, y a lo largo de mi vida en la academia, en el periodismo, en la familia, en la literatura y hasta en el sexo he hecho lo posible por no cultivar actitudes que me conduzcan a ella. Pero ahí ves, uno es uno para uno y otro para los que lo observan. Aparte de democrático y unas cuantas virtudes que me esfuerzo por poner en práctica, mis estudiantes consideran que soy un poco arbitrario.
La llamaremos Ye, de acuerdo con la costumbre de este blog de no dar señales que puedan conducir a la plena identificación de los sujetos que en él tienen intervención. Ye, por su primer nombre. El caso es que esta Ye, por lo general una estudiante bastante bien puesta en un grupo de estudiantes bastante bien puestos, de vez en cuando aparecía con actitudes que yo interpretaba como consecuencias un poco molestas del clima de libertad que había logrado generar en clase, pero que su carta me aclaró como desafíos juveniles a un poder a veces opresor. Por ejemplo, esa ocasión en que estuve a punto de salirme de casillas, agarrarla del pelo y sacarla del aula: Ye jugaba con un trompo y continuaba haciéndolo a pesar de mis sutiles señales de que ya era suficiente; persistió hasta el punto de sentarse en la mitad del salón, en el piso, y atraer la atención de los otros estudiantes. Me estaba desafiando, a mí, el a veces arbitrario. El desafío estuvo a punto de culminar en un llamado mío a los “robocops” —el oscuro escuadrón antidisturbios que insulta a la universidad con su presencia constante— para que vinieran por esta muchachita que jugaba con un trompo a pesar de que yo le indicaba, con la mínima calma de que aún disponía, que estaba perturbando la clase. Los robocops se hallaban lejos, no porque ese día no tuvieran ganas de gasear y golpear universitarios, sino porque el grupo de Ye estudia en una de las seccionales que la universidad ofrece en las regiones del departamento, así que para el desafío de Ye no me asistían otros recursos que la paciencia o el insulto. De lo que en últimas hice se enterarán los nietos de Ye cuando ésta les cuente viejas historias de abuelita ojiazul.
Hoy he estado pensando en lo duro que la vida con frecuencia te abofetea.
En serio digo que detesto la arbitrariedad. Sobre todo en la cátedra, donde es especialmente nociva. La única persona a la que he llegado a odiar en este mundo era una profesora que en aquella universidad de Bogotá nos daba dizque Relaciones Humanas. Esa señora, cuyo nombre no escribiré para no mancillar este espacio y de paso para evitar una posible demanda por difamación —si es que el buen Dios no ha tenido el tino de llamarla a su lado—, concebía las relaciones humanas en la carrera de Comunicación Social y Periodismo como una continuada imposición de dinámicas de integración y lectura de espantosos libros de autosuperación que los estudiantes estábamos obligados a elogiar. Los bobos la adoraban. Yo la odié minuto a minuto durante los dos semestres de 1991. En el primero prevaleció mi dignidad y, por supuesto, reprobé con una nota mínima (el único elogio que le debo a esa ilustre dama; caer en desgracia con un tirano ha de ser siempre un motivo para enorgullecerse de uno mismo). En el primer minuto de la primera clase del segundo semestre, la vieja me cubrió con sus ojos bondadosos y, con esa voz meliflua de las señoras estrato seis que se esfuerzan por parecer nobles aunque la pobre humanidad las mata de asco, me dijo: “Tú ya tienes perdida la materia”. Eso me dijo, usando el mismo tono que usaría uno para contarle a alguien a quien ama que Uribe jamás será presidente de nuevo. Yo era diplomático de la República y no me convenía seguir reprobando cursos, menos uno tan apartado de cualquier estímulo para el raciocinio, así que respiré hondo, contuve la borrasca de adrenalina que me desbordó el sistema nervioso y guardé silencio. La profesora era esposa de uno de los dueños de la universidad, por lo que no había lugar a acudir a esas instancias que las instituciones serias disponen para la defensa de los estudiantes. No me quedó otra salida que poner en práctica mi oficio: la esperé hasta el final de la clase y le propuse un pacto de paz en el que los dos resultamos favorecidos. Ella ganó otro bobo para sus dinámicas de integración y sus libracos de autosuperación, yo me di el gusto de obtener su afecto en unas pocas sesiones y dejar de asistir a su espantajo de clase el resto del periodo académico. De los arbitrarios es fácil burlarse. Les das un poco de gusto y su voluntad te pertenece… Pero produce tanto asco, de todas maneras.
Cómo acabé dejando la diplomacia, es una historia que el único amigo que aún conservo en ese mundo ha amenazado con relatar en una biografía no autorizada que algún día publicará si llego a ser importante. Pierde su esfuerzo de ardua recopilación de datos, pues hace tiempo decidí no serlo. Nunca más, ser un funcionario de traje barato y castradora corbata. Jamás, un individuo de arrolladora presencia. El caso es que al año siguiente estaba yo de regreso en mi ciudad, en mi universidad y en mi carrera, en las que me ha ido tan mal como me habría ido en el circo de la corbata y la inutilidad, pero en las que he sido tan felizmente desdichado.
Volviendo a Ye y sus compañeros, no quiero que una característica negativa sea la que prevalezca en nuestra memoria. No con ellos. Por esa tendencia que tengo a ver el lado oscuro de la Luna incluso en los instantes plenos de felicidad, con más frecuencia de la que le conviene a la literatura me sumerjo en unas hondas melancolías de las que no logran rescatarme sino dos cosas. Una es el cine, como ya tantas veces he cacareado. La otra son los estudiantes. En diez años he tenido a mi cargo unos cincuenta grupos y siempre, siempre, ha ocurrido que toda desazón se disipa en el momento en que ellos arriban al aula y ocupan sus asientos. La única excepción fue aquella oportunidad en que descubrí que varios habían incurrido en plagio. Esta práctica es abominable sobre todo en el periodismo, oficio del que se espera que ofrezca luces en el tránsito de la humanidad por las tinieblas de la historia. Su acción me producía tanta vergüenza por ellos mismos y por nuestra carrera, que en la sesión siguiente al descubrimiento del plagio no fui capaz de dar la clase: les leí un esclarecedor artículo en el que el (grande) escritor Óscar Collazos hablaba de la miserable acción de copy/paste en los tiempos de la revolución informática y despaché a los estudiantes para donde quiera que la vida los fuera a llevar ese día. Al viernes siguiente me tocaba clase con el grupo de Ye y la contrariedad continuaba. Llevé el artículo, lo leí y eché un discurso. Aspiraba a darles por anticipado una lección sobre lo imperdonable de practicar el plagio y en general todas las formas de robo de propiedad intelectual, pero no me daba cuenta de que ellos no requerían dicha lección. Esas prácticas no cabían en su imaginario. Ye admitió en su carta que a pesar de momentos como ese, en que, atrabiliario, traumatizaba a media clase, las cosas entre ellos y yo seguían funcionando. Y yo comprendí que no solo el grupo de Ye: la mayor parte de los estudiantes de periodismo de mi universidad no tiene tratos con el plagio y sus derivados.
Ye, pequeña, deja ya de pensar que a veces soy arbitrario. Que mi ánimo se dispare en ocasiones y vague por los países del ensueño solo es consecuencia del hecho de que hace tiempo descubrí una cosa que Proust dijo bellamente en alguno de los tomos de su tiempo buscado; aquello de que debemos cultivar algo de locura para que la realidad se nos haga soportable. El mundo es hermoso y la humanidad lo degrada. No podemos escapar a la condición de humanidad que nos rige desde cuando el dos por ciento de nuestro ADN nos separó de los simios. Enloquezcamos un poco —un poco, no más—, practiquemos el correcto hábito de despreciar a los arbitrarios y contemplar los atardeceres, y estudiemos como niños buenos para que algún día dejen de ser los malos quienes tengan el mando. Y cuando estés en el lado oscuro de la Luna, levanta la mirada: te compensarán los ojos con la visión de un cielo mil millones de veces estrellado.

Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...