martes, junio 11, 2019

Caridad

En el Éxito de Envigado, el que por grande y atestado pusieron Éxito Wow! cuando le adosaron el centro comercial Viva, me compré un pastel de pollo. Amenaza letal para mis arterias y para las amalgamas de mi dentadura, además de un atropello para el género humillado de las aves de corral.
            –Dos mil novecientos noventa pesos –informó la señora que atendía la caja de la fritanguería.
            Me hizo gracia la precisión. Podría haber costado tres mil o dos mil novecientos, pero no: eran dos mil novecientos noventa. Lo escribo en números para que se dimensione mejor: 2.990.
            Le pasé un billete de cinco mil, de esos bonitos de la nueva serie, el que conserva como motivo al poeta José Asunción Silva.
                –¿Quiere donar los diez pesos­? –preguntó.
            –Sí, claro –respondí sin pensarlo, pensando en realidad que ella sería la beneficiaria de la donación. Sin razón válida, solo porque se me parecía a las señoras que venden empanadas y otros fritos en los barrios populares los fines de semana por la noche, había desarrollado simpatía por ella. Sin embargo, mientras revolvía billetes y monedas en la caja para devolverme, lo pensé. Pregunté con una voz que anhelaba sonar simpática, pero consciente de que mi voz a pesar de lo lenta es recia y mis preguntas siempre salen como regaños: “¿Qué pasa si uno dice que no?”.
            –Se le devuelven cincuenta –respondió. Complicado, claro, porque monedas de diez y de veinte pesos colombianos no circulan desde los días en que Uribe era presidente (todo tiempo pasado fue más atroz).
            Entonces caí en la cuenta de todo: la señora no era una viejita de empanada callejera y la caja no era suya, sino del hipermercado, de la multinacional, que le saca provecho a cada metro cuadrado de sus almacenes. Miré el enorme establecimiento: miles de compradores. Miles en ese momento, domingo en la primera hora de la noche, y miles cada momento del día de cada día de la semana, cada uno de ellos enfrentado a la pregunta por la “donación” de los diez o los cien pesos, si estaba pagando en efectivo, o por la de “la gotica pa los niños” si lo estaba haciendo con tarjeta. La minucia que fuera. La enorme mayoría contestaría como yo, de afán y con una sonrisa de desdén por la fruslería que significan diez o cien pesos, o los mil de la gotica: “sí, claro”. Entonces lo pensé: definitivamente, entre que el Éxito pierda cuarenta pesos o yo diez es mil veces preferible lo primero. Minutos antes había evadido en una caja de las grandes la trampa de la gotica pa los niños. El negocio es diabólico de tan sencillo: yo me las doy de caritativo desprendiéndome de minucias –mil, dos mil, diez pesos– y así pago en mínimas cuotas la futura entrada al cielo, y la multinacional deduce impuestos gracias a mi conciencia tan barata y a la de otros quinientos mil compradores que en este momento hacen fila en las cajas de sus mil almacenes. Wow! No, gracias. Prefiero evitar el vértigo. Mi auténtico sentido de la caridad con “los niños” consiste en no engendrarlos y en convencer a otros, hasta donde puedo, de que no los engendren (apóstol que soy de la iglesia furibunda de san Fernando Vallejo).    
Soy un hombre de palabra y ya no podía deshacer el “sí, claro”. Queda para futuras ocasiones, cuando estaré más avisado. Entre tanto, el manjar estaba caliente, grasoso y duro, y me lo comí pensando en los diez malditos pesos y en que si de verdad quisiera ser solidario no andaría por ahí contribuyendo a la prosperidad de la industria malvada de la avicultura. Estaba muy rico el pastelito, y diez pesos no me vuelven más pobre pero en cambio sí enriquecen mucho más a los dueños extranjeros del gran almacén que una vez fue tan nuestro como el edificio Coltejer y la fama de buenos negociantes (haberes hoy igual de extintos).


Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...