viernes, septiembre 23, 2011

La última lección

            S, una de las personas que más quiero en el mundo, llamó el lunes al mediodía. Su voz no brillaba como siempre. “Se murió Lucho”, me informó llorando.
            Se murió Lucho, me repetí a mí mismo y clasifiqué las tres palabras en mi entendimiento. No suelo entender de entrada la dimensión de las cosas que me dicen, y solo cuando capto que son importantes empiezo a prestarles atención. “Huy, no, qué pesar”, dije, de veras compungido. Sin embargo, era previsible que esta muerte sucediera. Lucho llevaba largo tiempo enfermo. La última vez que lo vi, hace meses en un bar de tangos al que arrimó por casualidad, me mostró las marcas de la enfermedad en su cabeza. Empezaba a curarse, pero era apenas una tregua conseguida por los medicamentos. En realidad se precipitaba hacia el final. Supongo que lo sabía. Se le veía, en la forma de no reír, que sabía que el próximo destino en su ruta era el país oscuro.
            Lucho, Luis Manuel Mosquera, exalumno mío de periodismo en la Universidad de Antioquia. El mejor amigo de S y quien nos presentó. Con Lucho compartí poco y siempre fue agradable encontrármelo. En su momento soportó con respeto y buen humor la dureza de mis calificaciones y, virtud que envidio —soy un egoísta que desdeña las palabras ajenas—, supo tomar de mi discurso aquello que podía servirle para ser un mejor individuo. Siempre me lo decía. Yo me sentía inmerecidamente obsequiado con su reconocimiento. Y un día, cuando ya no era mi alumno, la semana se hizo viernes por la tarde y nos cruzó en la salida de la Universidad. Él iba con S y me invitó a unírmeles. Nos fuimos a las calles del pecado de esta ciudad nuestra donde no siempre pecar es cometer crimen o perjurio. El viernes se hizo noche y me llevó por sus historias. S cantaba un verso de Fonseca que se le había pegado en la memoria, y decía encantadoras majaderías; Lucho lo regañaba graciosamente, y como en Medellín las calles del pecado son vecinas de las calles de la muerte, me convidaron a acompañarlos en un ritual de humor negro que acostumbraban en sus errancias. Querían que fuera con ellos “a tomar tinto” en el complejo de salas de velación que había al otro lado de la avenida, pues tenían la costumbre de colarse en velorios ajenos para hacer un retrato de nuestros usos: lo risible que podía ser la muerte. Los acompañé en todo, menos en esto. Cualquiera que me conozca sabe que les tengo miedo a los muertos y que no sabré cómo arreglármelas con el sombrío pánico de mí mismo cuando sea uno de ellos. Les dije que a mí también me fascinaba la ritualidad en torno a la muerte, pero prefería escuchar la crónica que ellos pudieran hacer del tema. Se quedaron conmigo contándome sus historias de deudos entristecidos y estudiantes de periodismo que se cuelan en velorios ajenos. Ya S nos había pegado el verso de Fonseca, “eres el negativo de la foto de mi alma”, cuya poesía nunca he comprendido pero que sigo instalando en mi cerebro cada vez que deseo pensar en él.
Cuando fue mi alumno, aparte de la frivolidad propia del ser estudiantil Lucho llevaba consigo una tristeza. Su mamá había muerto. No había hermanos, apenas un padre. El padre murió luego. Lucho quedó solo, aunque no del todo. Había primos, había S. Y como la amistad es grande y generosa, S cuidaba de Lucho cuando este necesitaba ser cuidado y se divertía con Lucho las más de las veces, cuando este era joven y quería divertirse. El lunes fue a visitarlo a la unidad intermedia, ayudó a cambiarlo, le dijo cosas aunque no hubiera respuestas, se despidió para ir a trabajar y cuando iba en el bus uno de los primos lo llamó para darle la noticia.
La velación era en Campos de Paz, un cementerio que significa mucho en mi vida y en mis muertes. Allí, en una tumba que me espera, han enterrado al personaje principal de mi primera novela y a tres de mis tíos, todos muertos de violencia. Me gusta ese cementerio. Una suave colina que desciende desde el sur, con la vista dominando en primer plano el aeropuerto Olaya Herrera y en el fondo el hermoso valle de Medellín. Fue creado por la Curia en los años setenta para remplazar como camposanto de las clases acomodadas al antiguo —y mucho más bello— San Pedro. Entiéndase por clases acomodadas a los ricos de tradición primero y a los narcotraficantes y su variada cohorte de áulicos después. Al principio era la elegancia hecha cementerio: discretas plaquitas de mármol señalaban el nombre de los muertos, quienes yacían en tumbas al ras de la tierra y en medio de un césped impecable. Después, en los ochenta, la excesiva realidad se llevó por delante toda pretensión de sobriedad y elegancia y las tumbas de Campos de Paz se volvieron tumultuosas como la guerra que se libraba en nuestros barrios. Fascinante.
            Llevaba muchos años sin ir allí. Lo hice el martes. En la entrada tomé y boté aire varias veces, pues siempre he necesitado insuflarme fuerza para entrar a donde los muertos reinan. Me dirigí al conjunto de salas de velación, pensando en lo mucho que me gustaría no tener que ir a la número ocho. No tuve que llegar hasta el interior de la misma: en la acera, sentado, recostado contra un muro y con cara de aburrición, encontré al que menos esperaba.
            Lo miré con sorpresa. Él no me había visto llegar.
            —Quihubo, Lucho —lo saludé. Y, fiel a nuestra costumbre de siempre, lo regañé en un tono que traté de hacer amistoso—. ¿Vos por qué estás aquí y no… allá adentro? —Señalé con la mano izquierda el lugar donde se esperaba que él estuviera.
            Una chispa de amistad iluminó sus ojos. Me sonrió como sonreía últimamente, con afecto pero sin verdadera alegría.
            —Ah no, profe, es que estoy esperando a Sebas para meternos al velorio.
            Por un momento dudé si no era consciente de que esta vez el velorio era el suyo propio. No supe si era oportuno aclarárselo. Me salió de la boca una torpeza en vez de un apunte gracioso:
            —¿Y sí dan tinto bacano en este velorio?
            Guardó silencio. Ocurría casi siempre que nos encontrábamos: yo decía alguna imprudencia, pero a él le parecía más imprudente replicarme y se quedaba sin saber qué decir.
            —¿Qué más, profe?
            —Hermano, por aquí haciendo el deber.
            —Detalle que se le agradece. Siempre es bueno que no lo olviden a uno tan rápido.
            Me senté a su lado. No me pareció prudente apoyarme en su hombro, pues por un lado siempre he creído que a los muertos les disgusta que los toquen y por otro lado, como ya dije, les tengo miedo, así que avancé la mano derecha hasta el piso de la acera para no caerme.
            Ensayé unas palabras de consuelo, pero esforzándome por no mentirle. Solo a los amantes se les miente. Y yo detesto mentirles sobre todo a los niños, a los enfermos y a los muertos. El consuelo para que sirva ha de ser auténtico:
—Hombre, ante la contundencia de la muerte lo único que podemos hacer es retrasar un poco el olvido. De todas formas, finalmente el olvido prevalecerá y un día no seremos ni siquiera nombres en la libreta de recuerdos perdidos de alguien, pero vale la pena luchar un poco para retrasarlo; es nuestra única victoria posible.
            Me miró. No dijo nada. Entendía.
Agregué:
            —No sé si debo decirte esto, pero yo estoy muy triste de que te hubieras muerto.
            —Bacano que lo diga, profe.
            Traté de hacer un giro hacia el optimismo:
            —Bueno, y si este fuera un examen final, ¿qué me contestarías al yo preguntarte qué balance hacés de la vida?
            —Ah, la vida es chévere, profe. A pesar de todo.
            Sopesé lo que había en ese “a pesar de todo”.
            —¿Y qué tal la muerte, mano?
            —Ahí sí le tocaría venir a usté y comprobarlo por sí mismo.
            —Espero hacerlo pronto. La humanidad se me hace cada vez más insoportable.
            Volvió a guardar silencio. Estos giros seudoexistencialistas de la conversación tenían más éxito con S que con Lucho. Odio citar a Borges, el abusivamente citado, pero tengo que citarlo para indicar lo que pensé en ese momento. Justo pensé en el cegatón ese, en Borges, cuando hablaba de esas amistades “al estilo inglés” en las que era posible el silencio. Pero nosotros éramos tan paisas: somos gente de la palabrería, el silencio nos incomoda, lacera la amistad.
            Como yo no rompí el silencio, lo rompió él:
            —No diga eso, profe.
            Comprendí lo que significaba el que un muerto me reconviniera por desdecir de la vida y de la humanidad. Pensé que sería adecuado tratar de consolarlo de la prontitud con que las cosas acababan para él.
            —¿Sabés lo que decía Manuel Mejía Vallejo, el gran escritor antioqueño? Que la tarea no es durar.
            Me miró a los ojos. Por primera vez —iba a decir que “en la vida”— me sostuvo la mirada.
            —La tarea es vivir.
            Y me di cuenta por fin de lo mucho que me dolía esta muerte. Ahora sí le puse la mano en el hombro y así estuvimos largos segundos.
            Pensé, y supuse que, si estando muerto se podía permitir el estar aquí conmigo, también podía permitirse darse cuenta de mi pensamiento. Leerlo o algo así. Pensé: en los vastísimos océanos de la eternidad todas las eras son infinitesimales. Los dinosaurios reinaron durante más de doscientos millones de años; nosotros lo hemos hecho durante apenas unos milenios y algún día seremos, como ellos hoy, sedimentos de la memoria que luego serán arrastrados al mar de la nada y diluidos en el eterno olvido. Sucederá lo mismo con el planeta y las especies que en él han sido y serán. Suelo imaginar el primer segundo en la era de los dinosaurios: me apabulla la vastedad del tiempo que pasará antes de que venga el asteroide de la destrucción. Y, sin embargo, qué de ellos hoy: el recuerdo enterrado de lo que tal vez fue. Sé que nosotros duraremos menos, merecemos acabar pronto. Algún día seremos, como los dinosaurios, nada, desmemoria, olvido, muerte. Pero hoy yo quiero que la vida dure un poco más; todos saben que solo acabamos de morir el día en que muere el último individuo que tiene un recuerdo de nosotros.
            —Profe: de vez en cuando volveré por aquí. ¿No le parece?
            Sus palabras me hicieron pensar en tantas cosas en las que no creo. Tantos mitos y tantas religiones que las culturas han inventado para afianzar la vana esperanza de trascender. Pensé que le debía el respeto de la sinceridad:
—No, no. Los muertos están muertos, Lucho. No vuelven.
No me dio tiempo a caer en la cuenta del sinsentido de lo que acababa de decir.
            —Ay, profe, usté sí es charro.
Charro en Antioquia significa gracioso. Esta acepción no aparece en el diccionario de la Academia, lo cual no significa que no sea válido su uso; significa que la Academia es insuficiente en su pretensión de registrar la rica variedad de las palabras. En Bogotá, charro significa ordinario y en México jinete. Lucho usaba para referirse a mí la acepción local. Sonreí.
—Sí que tenés razón. Pero para no dártela toda ganada, te salgo con otra cita de un maestro de la literatura regional. Esta es de Mario Escobar Velásquez en su novela Canto rodado: “La vida es una sola. Y muerde como una perra”.
            —La tarea es vivir. No se le olvide eso.
            —La tarea no es durar —evoqué a mi maestro—. La tarea es no olvidar. Y morir para siempre, también. Pasar a la eternidad: este es uno de los eufemismos sobre la muerte que me gustan más. Es una manera romántica de pretendernos parte de algo que nos es por completo ajeno.
—Profe: tráigame flores alguna vez. No me olvide.
Dios, pensé: los muertos saben que la memoria es el único modo de no irse del todo tan pronto. Por primera vez me sentí abrumado con esta muerte. Una manotada de llanto me apretó la garganta y dos torrentes de lágrimas se me atrancaron en los ojos. Tuve que asentir con la cabeza, apenas diciendo “ujum” y sin abrir la boca para que el llanto no se me desbordara. No es de buen recibo llorar delante de un muerto, pues a ellos hay que despedirlos con alegría. Se supone que van hacia un lugar mejor: hacia el país de la nada.
Recuperé el dominio y, sin mirarlo, le dije: “Vos tranquilo. Te voy a traer flores alguna vez, aunque no te prometo convertirlo en una costumbre”. Entonces volví la vista y ya no estaba. Un segundo después lo vi caminar hacia el fondo, hacia la colina de tumbas. Por primera vez se retiraba de mi lado sin pedirme permiso: privilegios que otorga la muerte, ¿no? Lo vi irse. “Chao, Lucho”, dije más para mí que para él, y mientras él seguía yéndose yo pensaba que era agradable haberlo conocido y que, bueno, que la muerte siempre nos produce dolor. Y el dolor es, como la memoria, uno de los homenajes finales que podemos hacerles a ellos.
Elaboré un fácil juego de palabras con su apelativo: “Lucho, luego existo”. Je je. Me reí de mí mismo por la pobreza literaria del juego y me di cuenta de que ya no me dolía. En el pensamiento le hice una recomendación que a él con seguridad no le interesaba: “No vayás al cielo. Eso está lleno de cristianos que te arruinarán la eternidad”. Me fui del cementerio. En casi toda la semana no volví a hablar con S. Él me llamó el jueves a la medianoche: “Estoy borracho, Cesítar. No te olvidés de mí, que estoy triste”.
Foto de Lucho tomada del Facebook de S

11 comentarios:

  1. Qué hermosa crónica, qué homenaje tan bello a Lucho, a la vida y a la muerte.

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  2. Todo en el texto (ni hablar del hecho) es triste, pero gracias por compartirlo. No me imaginé el giro que darías y creo que eso es lo que hace que uno, como lector, sienta los diferentes dolores de quienes allí aparecen.

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  3. Gracias por esto, un abrazo...

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  4. Bello retrato de la partida de una amistad.

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  5. en medio de mi dolor vital, no se que decir...la muerte pega mas duro en los que se quedan...bello homenaje.

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  6. Yo creo que la escritura es la mejor forma para expresar los momentos más sublimes de la vida, e incluso la despedida de este mundo de los seres que han escrito su nombre en un rinconcito de nuestro corazón.

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  7. Querido César, o profe, hace días no leía, estaba tan ocupada en cosas tan vanas que había olvidado un libro viejo de Neruda que un amigo me prestó. Hoy en vez del libro abrí mi Facebook y entre tanta basura encontré una crónica hermosa y, si me permites decirlo, parecida a mi, a mi mundo...gracias por contar, gracias por escribir...

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  8. César, que lindo homenaje. Asegúrate de que lucho lo vea en cuanto vuelva.

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  9. Sentí ese diálogo tan real, que no hago más que decirme, no es real, es sólo una fascinante y encantadora forma de escribir.
    Tomaré algunas de tus frases para mí, pues me parecen muy acertadas. Gracias por compartirlas.

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  10. Sin palabras...
    Me sentí como un testigo presencial de tu conversación con Lucho.
    Fueron tantos sentimientos encontrados, fue revivir a ese negrito que tanto nos hizo reír, pero a su vez fue una forma de reafirmar que si está muerto y no es sólo una mala noticia que creí escuchar.
    Me llenó el alma este escrito, tanto que sentí la necesidad de llorar para compensar mi espíritu.
    Gracias profe.

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  11. Estupenda y muy sentida crónica. El olvido es la segunda muerte dicen por ahí. Y la definitiva.

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