martes, marzo 30, 2021

La caída de un muchacho


Cayó una tempestad. En pocos minutos, la ciudad que ya estaba fría desde la mañana presenció una granizada gélida acompañada por un vendaval que sacudía los cables de la electricidad y el follaje de los árboles ubicados al otro lado de la calle. Logramos contener la lluvia y el granizo afuera de las ventanas y mirar desde nuestro calorcito la pavorosa belleza que el mundo adquiere cuando la catástrofe está más allá de nosotros. 
En el mejor momento de la tormenta, antes del desastre, me solacé pensando en el final de mi novela La familia perfecta. El personaje narrador ha sido abandonado en un rincón por sus amigas, quienes están encantadas con la muchacha hermosa que ha venido a asumir su lugar en el mundo, y se consuela relatando un aguacero universal que, imagina, se ha desatado sobre el país entero. Tomé una fotografía y la colgué en mi Facebook junto con un fragmento de dicha narración: "Pensé que llovía en todo Medellín. Llovía sobre las comunas de los ricos, de los pobres y de los desasosegados. En El Poblado y en Santo Domingo Savio, en Castilla y en Guayabal. Chorros enormes se lanzaban contra las moles grises y feas donde se agolpaban como en colmenas fracasadas las familias del norte: edificios y edificios sombríos que le daban a esa zona del valle la apariencia de cementerio apocalíptico; los mismos chorros se lanzaban también contra los enjambres de rascacielos suntuosos del sur, donde los privilegiados hacían como que habitaban otra realidad. El aguacero se cernía con violentas ráfagas de granizo y viento sobre unos y otros, igualándolos en la furia de los elementos y en el destino irremediable al que todos se dirigían. Era el mismo aguacero que yo veía, triste y maravillada, por la ventana de esa habitación de la vieja calle Barbacoas donde todas me habían olvidado". 
Eso ocurrió el 24 de marzo. Van un “me asombra”, catorce “me encanta”, veintiocho “me gusta”, ocho comentarios y tres compartidos. Tal es mi techo de popularidad. Para todas esas personas, el fragmento era nuevo y, aunque varias por alguna razón –porque la compraron o se la obsequié– tienen o tuvieron la novela, ninguna recordaba el título y la mayoría ni siquiera se ha dado por enterada de que funjo (tal vez finjo, je, je, je) de escritor. No importa. Este no es el asunto ahora. 
No oí el estruendo de la caída porque el de los truenos solapaba incluso al de la granizada. Me enteré de que las cosas tendían a la catástrofe cuando me asomé al balcón y descubrí que la quebradita de la canalización estaba a punto de desbordarse. La corriente procede de las montañas del occidente, pero el agua que había aumentado en, calculo, al menos cincuenta veces el caudal, provenía de toda la cuenca hidrográfica del valle y a lo mejor de más amplias distancias, convertida primero en vapor, luego en nubes densas y ahora en esta lluvia poderosa y en estas trombas de granizo que nos iban a aniquilar a todos. Solo una vez en las demasiadas décadas que llevo en este barrio se ha desbordado la canalización y ahora estaba a pocos centímetros de volver a ocurrir. Salí al balcón atraído por la gritería de abajo. Necesité un tiempo largo (¿cuántos segundos son un tiempo largo en esta circunstancia, cuántos minutos o cuántos años en otras?) para darme cuenta de que uno de los árboles, uno de los muchachos que tanto queremos, se había roto apenas medio metro arriba de la raíz y había caído por encima de la calle para ser detenido por la fachada del edificio a dos apartamentos del nuestro. Era un gigante; el más alto, el más larguirucho de los muchachos y el del follaje menos tupido. Hace años veníamos observándolo y nos dábamos cuenta de que las hojas crecían en un porcentaje mínimo de sus ramas. Estaba muriendo como mueren ellos, despacio, en silencio y erguido. Aun así, en él habitaban numerosos pájaros, numerosas aves lo usaban como punto de tránsito y las ardillas, eventuales iguanas y quién sabe cuántas especies de insectos se alimentaban en él, se hacían la corte, lo festejaban, regresaban al tronco en el rumbo de los años. Ese muchacho, como cada uno de los que se alzan en la preciosa arboleda que recorre la canalización, era a la vez un mundo y parte de un mundo más amplio enclavado en un mundo aun mayor, y así en una progresión que nos lleva hasta las estrellas, las galaxias y los supercúmulos. Cada uno es un individuo, una multitud y un universo en el que viven montones de criaturas. En todo esto pensé al enterarme de la caída. 
El aguacero cesó justo cuando las aguas pardas de la canalización empezaban a devolverse por las alcantarillas. Pronto pudimos reaccionar y bajar hasta el nivel cero del edificio para medir la magnitud del suceso. En nuestros dominios el percance había sido menor. Una lámpara y un bajante hechos añicos, algunas materas rotas, parte de la malla doblada, muchos restos de árbol en el suelo y ramaje incrustado en dos balcones del cuarto y quinto pisos. Tomé fotografías e hice videos por si los requerían el seguro o las autoridades que luego vendrían, pero sobre todo para mi archivo de cosas opuestas que suceden en la vida: la belleza y el desastre. Desde abajo era más reconocible el tamaño del incidente, la triste caída de uno de esos colosos que han crecido frente a nosotros mientras la humanidad que los rodea se degrada. 
Cuando vinimos a vivir aquí, la canalización era una ondeante línea de concreto por cuyo centro se arrastraba el raquítico hilo de una de las tantas quebradas contra las que la ciudad se pasó el siglo XX atentando. Nunca supe quién sembró los árboles, si la constructora –lo dudo–, la acción comunal o el municipio. Como sea, fue un gran acierto. Año a año iban creciendo, tupiéndose, llenándose de fauna y apartándonos del infame barrio que tenemos de vecino. Al cabo de las décadas, desde nuestro balcón y nuestras ventanas tenemos en primer plano la vista en conjunto de todos ellos, nuestros muchachos. Nos proveen la ilusión de que no vivimos en los territorios de la gentuza. No sé cuál es la duración de la vida de cada especie, pero al parecer varios individuos han envejecido. Ya antes, más abajo y cerca del río, han caído algunos en tormentas de diverso calibre. Ahora le tocó a este. 
Poco antes del atardecer llegaron varias cuadrillas de las Empresas Públicas, los bomberos y alguna otra entidad que no pude identificar. La labor de remover al caído sin causar estropicios en el edificio, romper los cables de la electricidad o provocar accidentes en la calle fue una película de muchas horas de duración. Algo funciona bien en la ciudad, pensé mientras observaba las peripecias de aquella veintena de operarios. Casi a la medianoche, el enorme tronco y el intrincado ramaje quedaron seccionados y apilados a la vera de la calzada. Así acaba de morir un gigante, pensé. Varios vecinos aplaudieron a los operarios. El que supongo era el jefe de la cuadrilla de Empresas Públicas le dijo al que supongo era el jefe de los bomberos: “Nos vemos en el próximo”. Y se dieron la mano. Se desatarían nuevas tormentas y más árboles caerían aquí y allá en esta urbe donde todo cae alguna vez. Los últimos en irse se despidieron diciéndose que había sido un placer casi sexual. El último le anunció a una señora del segundo piso que al día siguiente vendrían a recoger los pedazos. Acostumbrado al mal funcionamiento del país, pensé que allí permanecerían durante días y años. Pero algo funciona bien en la ciudad y al otro día, temprano, estaban varios operarios con un aparato en el cual metían los pedazos de tronco y ramas. Con gran estruendo, el nuestro era molido antes de llevarlo al cementerio de los árboles caídos en Medellín. "Ese árbol me caía bien", dijo D. Ambos sabemos que ellos pueden ser amigos nuestros; de muchos modos lo hemos experimentado y bastante hemos leído sobre la diversidad de maneras que el reino vegetal usa en el ejercicio de poblar el planeta. Aún quedan en el sitio el pedazo de tronco que se partió encima de la raíz y un montón de aserrín que unas señoras se han ido llevando en baldes: algo de vida permanece ahí y alimentará a otros seres.  
Días después, el portero de turno seguía contando cómo vio y oyó el atronador rayo que fulminó al gigante. Oí los detalles del relato y no quise desmentirlo. Para qué arrebatarle el protagonismo que había construido con las palabras. Bien sé, desde cuando escribí aquella novela, que necesitamos desesperadamente la ficción para asirnos a la realidad. Vivimos en una ilusión. La realidad se desborda eternamente y somos nosotros quienes le forzamos unos límites para evitar el caos que tanto tememos. Fragmentos de esa realidad se escapan por los resquicios de nuestros límites inventados y nos arrastran hacia el absurdo, donde es más probable que estemos cómodos.


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