viernes, abril 30, 2021

Las palabras

A un nuevo amigo cuyas palabras tienden a aliviarme, le dije en nuestra primera conversación: “El problema es que la realidad se me metió en la vida”. Con esto trataba de explicarle mi percepción sobre el origen de esa angustia que desde hace un tiempo se me ha trepado como un Quijote a su Rocinante: para hacerme andar en pos de objetivos ilusorios aunque mis coyunturas apenas puedan juntar los oxidados huesos que me arrastran por el tiempo. No es que esté enfermo en un sentido físico –debo tener el germen de algunas enfermedades, pero ninguna que me impida nada todavía– y, por lo que he averiguado en las últimas semanas, la única afección que me amenaza en el sentido síquico es atajable, de manera que esa angustia debe estar relacionada con asuntos más profundos, más entretejidos en la existencia. Complementé la declaración con una frase que pronuncia en los primeros segundos del metraje el narrador de Tierra, película de Julio Medem que vi en Cartagena en 1996 y cuya frase de inicio he tenido presente todos los días desde entonces: “La vida siempre va acompañada por un ruido de fondo llamado Angustia”.
    Ese descubrimiento, el de que la realidad se me metió en la vida, fue resultado de aquella conversación inicial. Antes lo sabía, claro, pero como no lo había convertido en palabras formaba parte de mi confusión. Vamos por el mundo cubriéndonos la piel con una capa de locura para salvaguardarnos del horror de la realidad. Los filósofos, los siquiatras y toda la ralea de estudiosos de los fenómenos mentales puede que lo sepan y le den nombres a esta capacidad que los hombres, las mujeres y los demás humanos hemos desarrollado, seguramente para cuidarnos de las fieras y de la propia locura, el hecho es que las más de las veces dicha capa está repleta de hendiduras. Por esas hendiduras penetra la luz que nos ciega y nos conecta con el horror: nos hace ver que llevamos en nosotros el mundo que creíamos contemplar afuera. La realidad se me metió en la vida y por eso no logro evadirme del todo, por eso me preocupa tanto el mundo que afeamos con el horror que sale de nosotros.  
    Vivimos tiempos de espanto. “Qué días tan críticos los que estamos viviendo”, me dijo otro amigo mirando desde el balcón las calles vacías y calladas por el toque de queda. Hizo una lista de los asuntos más evidentes: esta pandemia, este estado de crispación en que la gente protesta y el gobierno y sus fuerzas macabras le responden con violencia; este gobierno que intenta gravarnos con más impuestos, sin consideración de las afugias que nos agobian por doquier. Si nos fijamos, nuestro país está en una situación bastante parecida a la que afrontaban los comuneros de 1781: regidos por una tiranía que se debate entre el cretinismo y la perfidia, que se desmorona y en su caída está dispuesta a arrasarnos, que no sabe cómo manejar nuestras urgencias en tiempos normales (los tiempos normales de Colombia son la crispación permanente, el caos, el abuso que desde todos lados se comete contra la gente) y que en tiempos de pandemia desperdició la oportunidad de mostrar un mínimo de decencia y generosidad y nos tiene con cifras de contagios que bordean los veinte mil cada día y de muertes que bordean el medio millar. ¿Hay esperanza de salir de esto? ¡No! Las vacunas no llegan con la rapidez con que llegan a países de similar nivel de desarrollo como Chile o el triste México de López Obrador. Mientras el gobierno apunta las armas de la policía contra el pueblo y el monstruo sombrío que le da órdenes al presidente conmina a las fuerzas armadas a ejercer la violencia contra los manifestantes, las cifras de contagios y de muertes siguen creciendo y no se detendrán. Uno alcanza a hacerse la ilusión de que en las instancias donde se toman las decisiones haya una inteligencia temible con un plan elaborado, pero la realidad es más ominosa: solo hay caos, la única pretensión de los que mandan es salvarse a sí mismos y a la élite que se sirve de ellos.
    ¿A dónde nos vamos”, le pregunto a mi amigo. ¿A dónde te irías vos si se pudiera? ¿Uruguay? ¿Costa Rica? ¿Islandia? ¿Nueva Zelanda? ¿Existe una arcadia a la cual valiera la pena fugarnos, en la cual seríamos recibidos y hallaríamos acomodo? No, no existe: todos los rincones del planeta están afectados de humanidad. No, no, no, quedémonos aquí, donde al menos están los que queremos y donde está el aire que sabemos respirar. No guardemos silencio y ocupemos nuestras ínfimas fuerzas en tratar de que las cosas no sigan igual. Al menos eso.
    Estas conversaciones han existido siempre, desde cuando empecé a darme cuenta de que la realidad no coincidía con la descripción que de ella hacían quienes tenían el poder del relato. La diferencia ahora estriba en que se me olvidó cómo cubrir las hendiduras de la capa de locura que me protegía y la realidad, como dije, se me metió en la vida. En estos días estaba leyendo viejas ediciones de la revista El Malpensante y encontré en una, la 172, de marzo de 2016, una crónica que un tal Pablo Ferri hacía de uno de los grandes desesperanzados del siglo XX, Stefan Zweig. La crónica relata la llegada de Zweig a Brasil en 1942 y su imposible hallazgo de la paz en la bella sierra de Petrópolis (de nuevo: las arcadias están por doquier, pero todas se contaminaron de humanidad), donde se suicidará con su esposa pocas semanas después. El cronista cita un pensamiento de Goethe en su novela Las afinidades electivas que con seguridad Zweig comprendió: “Hay casos –¡y tantos que los hay!– en los que todo consuelo es una úlcera y la desesperación un deber”.
    No sé si de eso se trata siempre. Los dos amigos a los que he mencionado aquí me dan argumentos sólidos para no sucumbir. Quizá deba percatarme de que una capa de locura no es el único escudo que puedo utilizar para guardarme de la realidad. Son tiempos críticos los que estamos viviendo y nos gobiernan los más infames, pero así ha sido siempre desde cuando la humanidad emprendió su camino por el ancho universo y, sin embargo, existen las cosas bellas, el arte, los atardeceres, las montañas que nos rodean, los árboles que vemos desde la ventana, los gatos, los perros del parque, los amigos, la familia y hasta el amor.    

    
Este gato se llama Florentino.


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