miércoles, diciembre 09, 2015

Besos, abrazos y estruendo

Al otro lado de la calle vive una borracha que el año pasado se quedó insultando al vecindario cuando los policías se fueron después de decirle que debía apagar su inmunda fiesta. Llevábamos varias noches soportando el estrépito y esa vez, hartos hasta el borde de liberar a los asesinos que deberíamos llevar en algún rincón del espíritu, le hicimos al barrio el favor de llamar al cuadrante. Los policías vinieron pronto, la borracha los recibió con alborozo, les ofreció natilla, baile y aguardiente, trató de convencerlos de que era motivo de júbilo general el que sus familiares hubieran venido de la USA después de dos años y accedió a parar la música. Los policías se fueron. En cuanto vio las motocicletas dar la vuelta en la esquina, ella empezó a gritar denuestos y declaró a todo pulmón que su fiesta apenas empezaba. La cuadra entera permaneció muda. Y sí: apenas empezaba. Los familiares, gente que allá vivía vidas miserables —digo— y aquí se mostraba emperifollada, se veían algo incómodos por el escándalo pero no dejaron de acompañarla en el ruido.
Hoy descubriremos con estupor que fue vana nuestra esperanza de que la gentuza esa, la borracha y sus familiares, se hubiera ido. Teníamos la impresión de que lo habían hecho, porque algún comentario les oímos entonces sobre la intención de trastearse y a lo largo del año nunca más hubo ruido en esa casa. Pero no: como prescribe Murphy, indefectiblemente lo que está bien se daña y lo que está mal tiende a empeorar. En las últimas semanas hemos descubierto que aun sin la borracha y los suyos el barrio es de por sí estridente. Cada mañana nos despiertan muy temprano las palomas que infestan el techo. A mí suelen gustarme mucho, dado mi espíritu irracionalmente animalista, pero D ha empezado a odiarlas y hasta ha fantaseado con una masacre de plumas y piquitos tiernos. El celo de las palomas en nuestro tejado se mezcla después del amanecer con las proclamas a voz en cuello o vía megáfono de la horda de vendedores ambulantes que asolan estas calles con una variedad insólita de productos. No paran en todo el día los vendedores, no paran las palomas. Sumemos los carros. Los niños y las señoras que chillan. Y en la noche, sobre todo los fines de semana, la gama más grosera de gentuza: iguazos de variadas apariencias que arman fiestas para ellos solos pero con estruendo para el barrio entero. El neologismo ‘iguazo’ fue introducido a finales de los noventa por unos tipejos que hacían un programa de sátira social en la televisión y designa al sujeto basto que atraviesa todas las capas de nuestra nacionalidad. Los iguazos del barrio son unos posadolescentes que se parchan en la esquina a hablar duro y llevan un equipo portátil en el que ponen a todo taco lo que llaman ‘músicas urbanas’ (algarabía maluca); también la media docena de familias distribuidas con gran sentido de la estrategia en las cuadras alrededor de nosotros, quienes arman sus fiestas con otras músicas —despecho, salsa, vallenato, reguetón y sus horrendas derivaciones— cada vez que les da la gana, domingos a la medianoche incluidos; y la que yo más aborrezco, mi enemiga personal, una mocosa a la que no le he visto la cara pero que de sábado en sábado me arruina la tarde de lectura sacando a la ventana de su habitación un bafle gigantesco, como de pueblo costeño, y poniendo durante horas una mezcolanza de todos los ruidos inmundos que puede haber creado la mediocridad humana.
Las ocasiones del ruido se han densificado conforme avanza noviembre, mes lúgubre en otros tiempos y en los actuales una vulgar antesala de diciembre. A mitad del mes los muchachitos empezaron a salir a vacaciones y, como no hay forma de desterrarlos, lo que desde octubre venía estando mal se ha vuelto un tormento. Ruido. Ruido. Ruido. Tendremos que huir, D; salgamos por el planeta a destruir los templos del dios idiota al que se le ocurrió juntar en los latinoamericanos el gen de la alegría con el de la bulla.
Henos aquí, pues, aguardando la ceremonia más absurda que se ha inventado desde cuando comenzaron a inventarse las absurdas ceremonias de la navidad. Como estas, aquella surgió de un mito colectivo que al correr los años tomó forma de verdad en el corazón del vulgo. Se la denomina ‘la alborada’ (casi habría que escribirla ya en mayúsculas). Consiste en que a la medianoche del 30 de noviembre se lanza a la atmósfera de Medellín toda la pólvora del mundo. Los tontos creen que es una celebración de la llegada del mejor mes del año, pero ellos mismos saben que es en realidad una celebración de las tinieblas que habitan el lado más vil de nuestra conciencia. Se inició en el año 2003, a raíz de la falsa desmovilización de un grupo paramilitar (fingieron deponer las armas y obtuvieron mil indultos). El mandamás le ordenó al populacho recibir a los dizque desmovilizados con pólvora, pero no solo en el sector donde la mayor parte de ellos vivía, en las comunas del oriente, sino en la ciudad entera para demostrar que ellos seguían al mando. Y al mando siguen doce años después.
—Tratá de resemantizar la celebración —clama D, que creció durante diez alboradas con su hermano, contemplándolas emocionados desde la terraza de su casa y aprovechándolas para brindar por el amor de la familia y por la belleza de la vida. Meditaban ellos y se celebraban mientras la pólvora estallaba con un millón de encantos en el cielo.
D tiene la clarividencia de los que han estudiado mucho y bien, al punto que me sirve de faro en el brumoso mar de mi existencia. Sin embargo, me es difícil aceptar la pureza de su interpretación. Para mí, todo lo que tiene el origen innoble de nuestras guerras seguirá mancillándonos por siempre.
—Difícil —replico—. Por muy bonito que se vea el espectáculo, y es innegable que incluso es sobrecogedor, no se puede olvidar que en su origen hay muchas muertes, mucho dolor y demasiada infamia.
Existe entre nosotros cuando menos una generación de distancia. La mía empieza a envejecer y carga el fardo de haber sobrevivido a la época más aciaga de la ciudad; la suya creció con algo de luz en su destino. Por eso mi verticalidad, en contraste con su disposición a contemplar las virtudes de la alborada. Que las tiene, digo. Aquello de la pólvora que acompañó siempre las mejores noches de navidad en la niñez, la belleza de las luces multicolores que revientan por doquier y un cierto espíritu colectivo que se predispone a la alegría —así no sepa el porqué de tal alegría, alego yo: el sinsentido.
A las once pasadas nos asomamos a la ventana del estudio con el fin de ver cómo empieza a tremolar el ambiente. Entre las cosas buenas que tenemos aquí se halla la vista. Desde nuestras ventanas tenemos dominio sobre el occidente, norte y suroriente de esta ciudad que trepa por las montañas. Algunas lucecitas se elevan y revientan ya, regadas por el valle. Sin embargo, no es esto lo que capta su atención.
—Te tengo una mala noticia —informa. Su voz alarmada. De veras.
Sigo su mirada y la mía se posa con la suya muy cerca de donde estamos. Al otro lado de la calle, a unos veinte metros en diagonal, del lugar de donde desde hace rato proviene la batahola de las canciones que absurdamente identifican la temporada, unos niños y unos adultos igual de bullosos prenden una candelada justo en la acera de la borracha. Portan peroles y carnes varias y, se ve, ánimo para empezar la versión de diciembre que les gusta.
—¡Ay, ay, ay! —gimo—. O sea que esa gente no se ha ido de por aquí.
Niños. Muchos niños. Los de la familia de nuestra amiga y los muchísimos de la cuadra. Todos revolotean por la calle. Un signo del subdesarrollo, sin duda: nubes de niños igual de tóxicas que las nubes radiactivas. Pero, más letales que ellos, los adultos burdos que los crían y a los que acabarán emulando sin remedio. Esos que se autorizan a sí mismos a sacar la fiesta de sus malditas casas a costa de la tranquilidad a que todos tenemos derecho. Difícil, muy difícil, practicar la tolerancia con tales escorias.
—Tolerancia no significa aguantar que el otro haga lo que le dé la gana con vos.
—En la escuela Epifanio Mejía del barrio Aranjuez, donde estudié la primaria, la señorita Consuelo Gil de López, a quien con gusto le erigiría un monumento, nos enseñó la clave más elemental de la convivencia: la libertad de cada cual termina donde empieza la de los demás. ¿Por qué un mensaje tan sencillo, tan sabio a la vez y que se transmite a la totalidad de las mentecitas en formación, no es una de las premisas que guían el comportamiento general? ¿Por qué los niños de nuestra ciudad involucionan en la borracha y sus parientes que lavan inodoros wasp en Nueva York y aquí se creen los paracos de la cuadra?
D, para mí la libertad consiste en hacer lo de la muchacha del frente. Habita el tercer piso de la casa que está al otro lado de nuestro edificio y desde nuestra cocina dominamos la visual de su baño. Que sepamos, vive con el papá y la mamá y la visita con cierta regularidad un tipito que ha de ser su novio, su amante o cualquier cosa. Nunca le hemos oído siquiera la voz. A veces se les escabulle a los viejos, entra al baño, abre las dos alas de la ventanita y con la cabeza en dirección al cielo le da plones a un bareto, o hace el amor con el tipito. Cuando vemos esto nos apartamos de la ventana, de manera que pueda proceder a gusto. Para ser justos, de hecho la mayoría de nuestros vecinos habita el espacio con parecida discreción a la de la muchacha. En la medida en que ejerzan su existencia sin molestar, hasta los querremos. No hay mejores amigos que los que no existen.
—Ahí va el primer globo de este diciembre —anuncio. Le señalo una lucecita amarilla que se eleva en el cielo frío del nororiente. No hay estrellas.
—Qué hermoso y qué peligroso.
He ahí la dualidad trágica de seres como los globos de navidad. Son pedacitos de fuego envueltos en papel de china (aquí se le llama papel globo, precisamente) que la gente eleva en un lugar con la ilusión de que surquen el éter y lleven mensajes de buena voluntad a personas distantes. Uno los ve pasar a lo lejos y se emociona. El problema es que no siempre caen en lugar propicio para transmitir el mensaje y con frecuencia causan incendios. Así, igual que la pólvora, los globos acaban siendo señal de nuestra alegría insensata y egoísta, vacua, vana.
—Igual que este mes de diciembre, que los iguazos reciben como el mejor del año sin caer en cuenta de que todo en él carece de sustancia. ¿Qué celebramos? ¿El nacimiento de un individuo que tal vez ni siquiera existió y que en caso de haber existido nació fue en abril? Algo de fascinante tiene el asunto, hay que admitirlo: una ilusión colectiva que de tanto alimentarse acabó infectando la historia real. Así pues, porque el relato lo dijo, Cristo existió; nació en diciembre y dio origen a… Bueno, lo que somos. ¿Qué más celebramos? ¿El final y el comienzo del año? Otra ilusión, un artificio. Si de finales y comienzos hablamos, tendrían que fijarse en alguno de los equinoccios o de los solsticios, que sí marcan finales y comienzos en el periodo de traslación terrestre alrededor del sol…
Como percibe que estoy dispuesto a alargar la perorata, D toma la palabra para ilustrar:
—La verdad social es una usanza. La sociedad acontece en convenciones.
No hay estrellas, pero entre las nubes aparece con coquetería la luna menguante. Descubrimos que faltan menos de diez minutos para las doce porque en derredor, aquí y allá, y cerca y lejos, empieza a arreciar la pólvora. Luces, estallidos, fantasmas de humo. La ciudad encajonada entre las montañas sucumbe en un santiamén al hervor del alegre exhibicionismo. Este es el instante que los animalistas esperan con pánico: los pájaros y alimañas en los árboles, los animalitos callejeros y las mascotas en los hogares elevan sus niveles de estrés en proporción directa al bochinche. Visualmente espléndido y ética y estéticamente dudoso, el espectáculo de la alborada aplasta durante largos minutos a Medellín. Hay un momento en que emociona, sí. Es cuando descubrimos que, igual que la de nuestro estudio, las ventanas de las cuadras adyacentes están pobladas de gente que mira, oye; sombras retozan y se quieren en las azoteas. Todo el horror, pero también toda la gloria, de nuestro ser colectivo se volatiliza con estruendo en el aire. En ese momento todos en Medellín somos una sola ciudad. Pero dura poco. Minutos después, cuando el furor decae, de nuevo hay el estropicio de los bafles de pueblo costeño. Miramos a Lucrecia, la gata a la que pertenecemos, que ha estado parada todo este tiempo en la mitad del estudio sin alterarse pero sin tampoco mostrar signos de entusiasmo. Entonces, a unas diez cuadras al noroccidente, hermosos fuegos pirotécnicos explotan como una supernova que opaca al resto de la galaxia. Es el vecino barrio Antioquia, nido de expendedores de droga. Los narcotraficantes —colijo, pero pueden también ser inofensivos líderes comunitarios— prolongan otro cuarto de hora la ensoñación.
—Cuántos millones quemados en pocos minutos —reflexiona D.
—Y cuántos niños. Mañana lo veremos en las noticias.
Retomamos la conversación:
—Otro globo —le muestro—. El quinto de la noche.
—Qué hermoso y qué peligroso.
Y la luna, sí, coqueta. Es el calificativo que mejor le cuadra a ese simpático satélite que juega con las nubes.
Apenas se les acaban los fuegos pirotécnicos, los del barrio Antioquia arrecian con el alboroto de sus armas. Revólveres y ametralladoras se disparan —al aire, espero— en señal de prolongación del regocijo inmenso que embarga a los narcos. Tengo que explicárselo a D, cuya alma pacífica no sabe distinguir entre pirotecnia y balas.
—Qué armada está la ciudad —se alarma.
—Pues te confieso que yo a veces quisiera estar igual de armado y aprovechar la vista privilegiada que tenemos aquí para descerebrar a unas cuantas bestias de esas.
—¿De qué te serviría? ¿Acaso nunca viste CSI Las Vegas?
—Tenés razón —admito—. Hasta un estudiante de criminalística de la Universidad de Medellín descubriría con un mínimo de análisis de dónde proceden las balas que le hicieron ese favor a la ciudad.
—En todo caso, qué vamos a matar nosotros a nadie. Somos la clase de gente que se aguanta todos los abusos porque no cree en la violencia.
—Eso somos, qué rabia.
Resumimos nuestra impotencia en esta exhortación:
—Mejor cerremos la ventana, pa que no veamos más a esta chusma hijueputa.
            Nos abrazamos de costado. Baja la cortina. Aunque el furor ha decaído, aún estallan voladores en diversos puntos de la ciudad. Seguirán estallando en la mañana, cuando nos levantemos.
            En el apartamento quedamos nosotros, la gata, las plantas y el ruido, el inevitable ruido de la gentuza que celebra la llegada del mes más insufrible del año.
            —¿Estás bien? —le pregunto al rato.
—Estoy meditando. Para mí se acaba el año en este momento. El resto del mes es el comienzo del otro año.
—Ya veo. Los propósitos y todo eso del 31, pero un mes antes. Por la alborada; qué bonito ritual.
—¿Y vos? ¿Estás bien?
—Estoy triste.
—¿Por qué estás triste?
—Porque la borracha no se ha muerto ni se ha ido.
Pienso, sin embargo, que la pobre mujer ha de ser una esmerada trabajadora que a lo largo del año se mata por mantener a los suyos y todo eso, hasta viuda será, el tipo de persona que me genera simpatía porque hijo de una viuda trabajadora y sacrificada soy yo mismo. Lo más seguro es que ni siquiera sea una borracha, que apenas se pase un poquito de copas y repelencia en ciertas celebraciones, y en todo caso si lo es a mí me tiene sin cuidado. La resemantizo. Pero no me dura la empatía, pues, como si fuera la mala literatura y no la vida quien dicta los acontecimientos aquí relatados, por encima de la música supérstite se levanta de pronto una voz gangosa, gritona, vulgar.
—¡No puede ser! —exclamo.
Vuelo a la ventana de la cocina, levanto la cortina y descubro con pánico que es cierto, que no se ha muerto ni se ha ido. A veinte o menos metros de distancia en diagonal, en el único balcón iluminado de la cuadra, un manatí deforme se retuerce en un sillón y habla por celular. Sus gruñidos compiten con la estridencia de la música para que los distingamos sus familiares en Nueva York y sus vecinos en la cuadra. Sí, es ella. Igual que Jesucristo, la borracha salió del relato y se impuso a la historia y hela aquí, allí no más, ofreciéndoles cuidado, protección y fiesta a los que vendrán a pasar con ella las fechas en que la gente se ama con todo el corazón.
Algo comenta D. El estupor me nubla la memoria. Me prefiguro las sillas en la calle, la carpa, el asador y los bafles enormes que sonarán tantas veces en este mes cuyos primeros minutos son ya una pesadilla. 
            —Esperate, yo le tomo una foto. No saldrá buena, pero quiero tener el recuerdo. ¡Huy, qué susto que me pille y me insulte!
            Disparo varias veces la cámara de su celular. Vemos las fotografías, deficientes debido a la prisa con que se tomaron. Mi ánimo decae.
            —He tomado una decisión radical —anuncio.
            —A ver.
            —Cuando me muera, le voy a exigir a Dios que en mi próxima encarnación no me haga volver como humano.
            —¿Y qué querés ser?
            —Una piedra del camino. Salir disparado desde el interior de un volcán y antes de caer al suelo descalabrar a un pastor cristiano; estar ahí durante milenios y que después alguien me coja y me use para destortillarle la cocorota a un encapuchado de asamblea estudiantil y luego a un policía antimotines, y así: pasarme la vida de tusta en tusta golpeando gente ruin. Que un tipito como nosotros me lance desde un quinto piso contra la cabezota de un organizador de fiesta barrial y le rompa las ganas de esparcir el espíritu navideño.
            Se lo piensa un momento. Sonríe con un gruñido.
            —Mmm… ¿Qué es la cocorota?
            —La cabeza. Así se le decía en mis tiempos; está en el diccionario y todo.
            —Pues yo creí que tus tiempos eran estos. Je.
            —Je.

jueves, octubre 15, 2015

Abuelo, se va a firmar la paz con los que te mataron


Me llevó muchas horas encontrar al abuelo. No lo veía desde su entierro. Dos guerrilleros de las Farc lo asesinaron a sangre fría disparándole por detrás la madrugada del viernes 19 de febrero de 1999, una hora después de que en un éxtasis único en mi vida yo pusiera punto final al primer borrador de mi primera novela. El abuelo era un anciano desarmado y solo que desde cuando ellos llegaron a Pueblonuevo les dijo a la cara que con él no contaban porque era conservador. Esa, pensaba yo, constituía su gran fortaleza; estaba seguro de que un grupo revolucionario habría de ser respetuoso del pensamiento opuesto que se le expresaba con rectitud moral y que, si no era así, al menos ciertas reglas debían regir su ética de guerra: entre ellas, el respeto a la vida de los no combatientes, el respeto a la libertad de pensamiento. Creía yo que una cierta inteligencia les permitiría entender a los guerrilleros que el pensamiento opuesto enriquecería su discurso. Daba por sentadas tantas cosas sobre el proyecto revolucionario de las Farc, que no tomaba en serio las amenazas que, insistían los rumores, pesaban sobre el abuelo. Lo que no sabía es que las cosas dignas de una revolución en realidad nunca formaron parte de dicho proyecto.
Hubo que contrariar su deseo expreso de que se le enterrara en el lugar en que vivió las décadas más importantes de su vida, a orillas del río Samaná, y llevarlo a enterrar a La Unión, su pueblo natal, para no desatar más la furia aniquiladora de los guerrilleros. A la vez, yo contrarié mi costumbre de no ver cadáveres: necesitaba ser su testigo, grabarme en el alma su rostro deformado por la muerte, para que el dolor se hiciera uno solo con la rabia y me impidiera olvidar jamás aquella infamia. Ese fue el día en que me rendí por fin a las tercas evidencias de que la nuestra era una revolución traicionada, que a quienes decían luchar por el pueblo los movía el anhelo demente de la sangre derramada y que no pretendían otra cosa que dominar la tierra para sembrarla de perfidia. Adonde llegaban se portaban como una fuerza de ocupación, sin poder alguno para convencer a nadie pero con la brutalidad de las armas para someter a la población desprotegida.
*
Dado que en estos meses se diluyeron los últimos rasgos de mi confianza en los dioses y sus paraísos, ni siquiera contemplé la posibilidad de buscarlo en el más allá. Las puertas del cielo y del infierno son como las hadas de Peter Pan: se desvanecen de a una cada vez que alguien declara no creer en ellas, de manera que a estas alturas quedan muy pocos agujeros por los cuales ingresar a semejantes lugares; ninguno de ellos me está destinado. Así pues, tras múltiple frustración opté por hacer caso de un antiguo instinto y me dirigí al escondrijo recóndito de mi memoria en que guardo buenos momentos de mi coincidencia en el mundo con un puñado de personas, él entre ellas. No se crea que fue fácil hallar dicho escondrijo –carece de sentido enumerar las peripecias de la búsqueda–: casi nada hay en mí del niño al que una vez, y sospecho que por un lapso bastante breve, quiso el abuelo. Pero lo conseguí.
Este recuerdo se halla en uno de los rincones más gratos del escondrijo: una casa en un valle de los Andes colombianos; en ella, un hombre del campo y un niño de no más de cinco años conversan, lo que quiere decir que juegan. El momento de esta coincidencia es alguna fecha de comienzos de los años setenta, el valle el del cañón del Samaná, el campesino él cuando empezaba a tener la edad de los patriarcas y el niño uno que se desfiguró en mí para dar paso al hombre medroso que soy ahora. Estos elementos permanecen atados a mi memoria por alguna fibra secreta de la melancolía, una que se va debilitando vivencia tras vivencia y algún día se romperá para dejarnos caer a todos en la espesura del olvido. Mientras tanto, agazapados bajo múltiples capas de mi ser, allí están el cañón, el río, la casa, el hombre que fue mi abuelo, el niño que fui yo. Los vislumbro al final de mi búsqueda.
Allí voy, pues. Me lanzo al abismo y en lo hondo de mí, cuando siento que estoy a punto de perderme, me encuentro con el abuelo. Pienso que si el cielo y esos embustes existieran, él se habría ganado un espacio en ellos, pero, como no hay cielos ni eternidad para la conciencia de los muertos, se vuelve necesario cultivar el consuelo del recuerdo para hacer de cuenta que ellos permanecen en alguna parte. Esa parte soy yo. En mí he encontrado al abuelo, dieciséis años después de su asesinato a manos de quienes ahora pretenden llamarse Paz.
En el recuerdo, sin embargo, nada es nada y nadie es nadie. Todos fuimos, todo fue, y solo tras un esfuerzo gigante de la voluntad consigo hacer que el hombre me vea. Que me vea, que me perciba. Son muchas las distancias que he debido vencer. Por ejemplo, yo ya tengo la edad que él tenía cuando yo ya tenía uso de razón. Solo que, como uno viene estando consigo toda la vida en una especie de perpetua juventud, no se da cuenta de que de repente ha llegado a la edad de los abuelos. Eso, y que a diferencia suya yo no he tenido hijos y por consiguiente tampoco nietos. No los tuve y no los tendré; no está en mi voluntad hacerle más daño al ecosistema. En esencia soy un hombre tan diferente de él, tan diferente incluso de aquel niño al que él quería y con el que en este rincón de la memoria juega a frotarle la barba de dos días en las mejillas, que por muy adentro que esté de mi ser me es difícil entablar comunicación. Pero me las ingenio. El prodigio de la literatura permite que en el rincón dentro de mí al que he ido a buscarlo confluyan su tiempo y mi tiempo, de manera que a pesar de las circunstancias de cada cual en nuestro encuentro sigue habiendo entre nosotros la diferencia de edad suficiente para que él sea el abuelo y yo el nieto, y para que podamos hablar.
El problema ahora es cómo llamarlo. Por la época a la que corresponde el recuerdo y hasta bien entrada la primera juventud, me dirigí a él por el mote que en el país paisa les teníamos a los abuelos: “Papito”. Cuando empecé a crecer, ese apelativo se me hizo tonto. Durante los últimos años lo llamé por su nombre de pila antecedido del calificativo que, en mi concepto, se había ganado bien: “Don Jesús”.
Don Jesús Vargas, el abuelo, rodó de pueblo en pueblo y de finca en finca hasta recalar con su familia –mujer y diez hijos legítimos y, que se sepa, cuando menos otro que fue concebido a hurtadillas con una señora del lugar–, a comienzos de los años sesenta, en un caserío recién fundado en los límites entre Caldas y Antioquia. Como lo mío es el silencio, nunca me han contado bien la historia. El hecho es que Pueblonuevo estaba lejos de todo, pero cerca de la felicidad. Ubicado en lo hondo del cañón del Samaná y guardado por la fertilidad de todos los pisos térmicos, allí no le faltaba lo fundamental a nadie. Sobraban el agua y la comida, y la solidaridad de unos con otros llenaba los vacíos que la pobreza generalizada le imponía a la comunidad. Entonces llegaron ellos, los guerrilleros, y lo que nunca hubo durante tantas décadas de abandono estatal desbordó de repente las vidas de todos allí: la desgracia.

Llamarlo Don Jesús, sin embargo, se me hace que incrementa la distancia en un ejercicio como este, que consiste en traerlo de vuelta de los abismos por un rato y comentarle que, después de tres años de negociación, el Gobierno y las Farc han anunciado un acuerdo sobre aplicación de justicia y, para dentro de seis meses, la firma de la paz. No es que yo crea que un convenio con uno de los tantos grupos en conflicto nos vaya de veras a volver un país pacífico, pero algo de ilusión genera el hecho de que el más vehemente de todos esté dispuesto a aquietarse, así a cambio haya que ofrecerle mil prebendas.
            Lo llamaré como quisiera llamarlo ahora si no estuviera muerto. Sin embargo, a pesar de mi decisión, en la circunstancia presente sigo envuelto en la barrera que toda la vida me impidió comunicarme con los míos. ¡Lo tengo a mi disposición en un jirón de la memoria y no sé cómo hablarle! Qué debo decirle, no sé en definitiva; he ahí el siguiente problema. ¿Cómo hablar con un muerto de tantos años al que uno quiso y con el que en vida, sin embargo, ya era difícil el diálogo? Avemaría, abue, ni siquiera te pregunto si estás descansando en paz, porque tengo claro que en la nada no hay descanso ni necesidad de él, ni te hago preguntas sobre tu experiencia en esa nada porque bien entiendo que en ella en definitiva no estás, no sos.
            –Buenas noches –le digo.
            –Buenas noches, joven –saluda y es la primera vez que oigo su voz profunda en tres quinquenios largos. Sonríe con los ojos, y el mismo prodigio que me ha permitido hallarlo en este recuerdo lejano permite que él me vea como a su nieto, a pesar de que en su momento y en el mío tenemos más o menos la misma edad. Cosa difícil de comprender, esta de haber alcanzado en edad al abuelo de uno. Como he logrado que su tiempo y el mío se fundan y a través de sus ojos consigo sentirme en el Pueblonuevo de los años setenta, a través de los míos logro que perciba mi circunstancia presente. Esto ya lo tengo claro. Por eso apelo al único recurso de comunicación que se me ocurre: le hago ver que hay eclipse de luna esta noche.
            –Mire, abuelo –le indico mirando al cielo–: un eclipse de luna.
            En nuestros cielos palpitan las mismas estrellas, aunque la mayoría de las mías están opacas en el esmog de la ciudad. Una luna enorme y brillante ha estado ascendiendo hacia el cenit y ahora, en vez de enrojecer como se anunciaba, se pone negra al atravesarse en la sombra de la Tierra y segundo a segundo va desapareciendo. En pocos minutos no se verá más. En últimas el fenómeno no me perturba mayor cosa y a él ningún interés le causa, pero el pretexto sirve para decir algo. Insisto:
            –A diferencia de la noche en que mataron a Luis Carlos Galán, nueve años y medio antes que a usted, hoy la luna no se puso roja. Simplemente desapareció, mire.
            Alza la mirada. Desde su casa en Pueblonuevo sus ojos atraviesan la ventana de mi estudio en Medellín cuarenta y tantos años después y vuelve a comprobar que el eclipse carece de gracia. Nada comenta.
            –Todos nuestros acontecimientos están ligados a la muerte –digo yo.
            Le cuento lo de mi primera novela, de la que él no llegó a tener noticia porque la escribí en secreto a lo largo de muchos años para justo venir a ponerle el punto final al  primer borrador esa madrugada. Tanto como el día y la fecha, viernes 19 de febrero de 1999, tengo tatuada en las venas la hora exacta: 4:41. Ese instante fue mi versión de la felicidad absoluta. Me acosté tras una noche de febril escritura y una hora después me despertaron los gritos de mamá. Mi felicidad desapareció en la espesura de su dolor. Nunca seré capaz de perdonarle a nadie el dolor de mamá cuando mataron al abuelo.
            –Qué pesar haberles causado ese sufrimiento –musita. Supongo que alguna culpa le asiste, pues habría podido acobardarse, silenciarse, y los magnánimos combatientes de la revolución le habrían permitido morirse de viejo unos años después.
            Al respecto, le cuento, yo manejo dos ideas contrapuestas. Por un lado, la rabia por el dolor que ese acto le ocasionó a mi gente. Pero, por otro lado, también el orgullo de que un abuelo mío muriera aferrado a la palabra. Le digo: “Resistir al opresor incluso a costa de la vida es un acto de heroísmo”.
            –Ya era mi tiempo –justifica a la vida y a la muerte, supongo, con modestia. ¿O será a los asesinos? ¿Cómo será el perdón desde el punto de vista del muerto?
            Abuelo: Karina, la bestia que ordenó tu asesinato, es ahora una cristiana fervorosa y gestora de paz. ¡Gestora de paz, válganme el dios de los cristianos y los de todas las confesiones! Travestida de buen ángel del Señor, vive protegida en las instalaciones de una brigada militar en Carepa, Urabá antioqueño, perdonada por la justicia de los hombres y, sin duda, con una pata en el reino de los cielos porque el cristianismo que condena como pecados mortales las acciones más humanas es capaz en cambio de absolver con espantosa alcahuetería los crímenes más execrables. Ese demonio inmundo asoló durante casi una década la región de donde nuestra familia proviene, generando muerte, muerte y más muerte, no pronunciando jamás aunque fuera una frase que denotara un ideario, y bastó un traspié militar para que se acobardara y negociara la entrega de los suyos con el mismo expresidente colérico que hoy lanza rayos de apocalipsis contra los acuerdos logrados entre el gobierno y la guerrilla.
            –No se debe juzgar a esa pobre mujer, pobre espíritu atormentado.
            Se me ocurre por estas palabras que de pronto sí existen el cielo y el infierno y que él conoce el destino que les aguarda a sus verdugos. Al instante caigo en cuenta de que el abuelo no hablaba así, o por lo menos conmigo nunca llegó a estas reflexiones, y que este diálogo es un constructo de mi propio inconsciente. Ese es el problema de venir a buscar a las personas en los recuerdos: los vacíos de la memoria se llenan con los deseos que uno tiene sobre ellas. El abuelo con el que hablo es el abuelo que imagino, no el que tuve. Pero, siendo esto o nada, mantengo la conversación.
            –Yo nunca la he visto como una pobre mujer –admito–. La verdad es que muchas veces he fantaseado con tenerla de frente, decirle “vos ordenaste matar a mi abuelo, maldita” y destrozarla a patadas.
            –No, mijo, no vale la pena. Eso sería una simple venganza, no un acto de justicia. Y de venganza en venganza hemos perpetuado una guerra.
            –“Algún día el odio tiene que terminar” –recito. Es la conclusión de la película The Railway Man, sobre un oficial británico que al cabo de los años tiene la posibilidad de vengarse del soldado japonés que lo torturó durante la Segunda Guerra Mundial. Abuelo, ¿qué pensás vos? ¿Hay que darle fin al odio? ¿Significa esto olvidar las afrentas?
            Le cuento, pues, que esta semana el Presidente de la República y el comandante del grupo guerrillero se dieron la mano en La Habana y anunciaron el acuerdo sobre la aplicación de una forma de justicia a los combatientes de ambas partes, y que en seis meses estarán en condiciones de firmar un tratado de paz. Son malditos negociando con malditos, y, en términos grandilocuentes, calculados, vienen a hacer su anuncio a tres semanas de que se conceda el premio Nobel. Me resulta repelente la noticia de que los líderes de los dos bandos son considerados en la baraja de candidatos. ¡De veras: lo son! No obstante, reconozco, algo de esperanza me generan estas negociaciones. Mirá, abuelo, lo que, por ejemplo, dice el acuerdo: "En todo caso no serán objeto de amnistía o indulto las conductas tipificadas en la legislación nacional que correspondan con delitos de lesa humanidad, el genocidio y crímenes de guerra, como la toma de rehenes, secuestro, tortura, desplazamiento forzado, desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales y violencia sexual". Claro, si esto se aplicara no habría posibilidad de amnistía alguna.
Esos son precisamente los crímenes más usuales de las Farc, ejecutados por los guerrilleros rasos y ordenados por los cabecillas.
Hay que saber que este acuerdo (como todos los que en el mundo se han suscrito) estará lleno de mentiras y de concesiones a los criminales. Y esto, sí, es preferible a que se mantenga la violencia. Así que ni modo: a tragar sapos por montones, qué le vamos a hacer. A nosotros mismos nos ha ocurrido ya en el país y en condiciones mucho peores de lo que puede preverse con la actual negociación. Mirá nada menos un ejemplo que a vos no te tocó: cuando el gobierno Uribe (por quien seguramente habrías votado, y no te juzgo) negoció la “paz” con sus amigotes de la motosierra, había equis cantidad de paracos masacrando pueblo. No sé, digamos quince mil, nunca se supo con certeza. El hecho es que se desmovilizaron cincuenta mil, les impusieron penas simbólicas y siguen delinquiendo cien mil. Se atomizaron en montones de bandas criminales. 
            Y sí, abuelo mío: con las Farc va a ocurrir lo mismo. Se atomizarán en montones de bandas criminales, por supuesto. Igual que ocurrió en El Salvador y Guatemala, igual que ocurrió aquí con los paramilitares de Uribe. Los cabecillas harán política, pero como nadie les cree y todo el mundo los desprecia, en pocos años se fundirán con las huestes del clientelismo nacional. Igual que ocurrió con los del M-19, proceso que a vos sí te tocó, y eso que este grupo era burgués y le caía bien a la gente.
            –Y, sin embargo, esto es mucho mejor que lo que tenemos –me interpreta–. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nadie?
–Víctimas, ni más ni menos.
–Víctimas en Colombia somos todos.
–No lo crea, abuelo. Ellos con mucho cinismo se autodenominaron víctimas al comienzo de la negociación y no en vano el país entero se enfureció. Los primeros, puede ser, eran parte de la base popular siempre sometida. Recuerde que todo empezó porque a un campesino el ejército le mató unos marranitos y unas gallinitas. El campesino se armó, descubrió que las armas otorgaban poder, que el poder servía para someter a los inermes, que los inermes eran la mayoría, y ya lo demás ha sido el horror. Los sometidos del comienzo acabaron siendo una hueste de sicópatas, tan aborrecible como los opresores de siempre. Más, porque con los otros a gente como usted no la habrían asesinado nunca en este país.
–No cultive el rencor, mijo.
–El rencor, no. Pero la memoria sí.
            Castigo no va a haber para nadie que tenga armas y sepa usarlas con la maldad que requieren. La impunidad no se desterrará. La hubo en el proceso de Uribe con los paracos, asesinos demenciales que igualan en perversión a los guerrilleros, como la hay todos los días para los políticos que se cagan en el país una y otra vez. Lo que nos queda es esperar que sí se destierre la matanza. Al menos eso. Que no te maten más, abuelo.
            Sentencia:
–Los hombres nunca hemos sido buenos castigando, porque no sabemos ser justos. Dejemos esa parte en manos de Dios.
–No, don Jesús. Mejor no hablemos de Dios. Ese tema todavía me complica la vida.
Miro por la ventana. Me doy cuenta de que la luna está volviendo a aparecer. Crece con el paso de los minutos. Nadie ha dicho que tenga que ser así, pero asocio el final del eclipse al final del encuentro con mi abuelo muerto.
            –Justicia no va a haber –concluye. Sonríe de esa manera suya, que tanto podía significar absolución como gran ironía–. Pero a estas alturas lo más justo es que dejen de matar a la gente.
Lo dice un hombre que fue asesinado. Ajusticiado, dicen ellos. Comprendo.

 Mis abuelos Cleotilde y Jesús. 
Observan: mis primos John William y Juan Felipe Salazar Vargas.




martes, agosto 25, 2015

Entrevista a Patricia Ayala Ruiz

Se estrena Un asunto de tierras

Érase una ley que ofrecía servir para que las víctimas fueran menos víctimas y un gobierno que prometía hacerla cumplir de inmediato y una comunidad dispuesta a darles la oportunidad a la ley y al gobierno para que por una vez hicieran lo que debían. Érase una realizadora cinematográfica que creía en el poder de las películas y quería contar esa historia.


A punto de estrenar su segunda película de largometraje, la directora bogotana trabaja como una abeja obrera. Entre contactos y estrategias para que la gente vea este importante trabajo sobre una comunidad que no depone la esperanza mientras un sistema kafkiano promete y quién sabe si cumplirá, pasa los días, las semanas, y ya faltan apenas días para que en algunas salas de cine comercial rueden las imágenes y los sonidos y un crédito que dice “Una película de Patricia Ayala Ruiz”.
Un asunto de tierras hace un seguimiento al primer año de funcionamiento de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Una historia de víctimas, como todas las que tratan la realidad de este país, pero también de gente que da la lucha por que las víctimas lo sean menos, y de gente que podría y debería propiciar las condiciones para que las víctimas dejaran de serlo y para que los luchadores hicieran efectiva su causa… Una historia sobre una realidad que, sí, pareciera provenir de alguna novela sobre lo absurdo.
La gente debería de acudir a las proyecciones –comerciales, académicas, culturales– de esta película con el corazón y el entendimiento dispuestos a la solidaridad. Mientras tanto, un diálogo con Patricia es clave para comprender cómo ve la vida y al cine esta mujer que hace tres años se estrenó en el documental de autor con el retrato de un personaje fascinante y ahora vuelve al género siguiéndole los pasos a una comunidad que no se rinde. Una de las nuevas voces que vale la pena atender en el cine colombiano.

Don Ca nació casi por una casualidad: hacías otro documental y te encontraste con ese personaje estupendo. Terminaste haciendo un retrato entrañable. ¿Cuál fue la génesis de Un asunto de tierras?
El encontrar que el gobierno de Santos, en lugar de ser una continuación evidente del gobierno Uribe, empezaba a dar timonazos hacia otro lugar. Fue más bien la sospecha, yo creo; la desconfianza. Quería saber qué estaba pasando detrás de todos esos anuncios que sonaban tan bien. Y cuando hubo el anuncio de la Ley de Restitución de Tierras, me pareció que era algo muy extraño, que este presidente, con sus antecedentes, llegara a hablar de un tema crucial para el país.

¿En qué momento se produce el anuncio de Santos sobre la Restitución de Tierras?
Lo dijo más o menos un par de semanas después de su posesión, tras volverse el mejor amigo de Chávez, arreglar las relaciones con Ecuador… Lo que él sí dijo en su discurso de posesión fue lo de las llaves de la paz.

…Que él las tenía y estaba dispuesto a abrir la puerta.
Sí, y uno más o menos sabía por dónde iba la cosa. Pero antes de dar oficialmente el anuncio del proceso de paz –lo que me parece que fue inteligente–, lo primero que hizo fue anunciar el proceso de restitución de tierras, pegado a la Ley de Víctimas… Cuando este gobierno empezó a hablar de esas cosas distintas, extrañas, a mí me surgió una gran inquietud, como una gran duda. No soy solo yo, es un mal del país, que tenemos como un principio de no confianza, sobre todo en las instituciones. Es tristísimo, es un mal. No está bien que una sociedad sufra de eso. Y yo creo que mi interés respondió a eso. Yo quería estar ahí, quería saber qué había detrás, si efectivamente algo iba a pasar en términos positivos o no, y no quería que me lo contara la prensa. Quería verlo. De ahí viene el interés.
Y en el 2011 yo estaba canaliando –cuando todavía tenía televisor– y me pillé que esos procesos son tan lentos, que casi me dieron tiempo a que yo estuviera desde el principio. Lo que vi en la televisión en ese momento: “falta el último debate para que se apruebe definitivamente la Ley de Restitución de Tierras”. Entonces, ahí dije ‘estoy a tiempo’, pedí una cámara prestada, salí corriendo, busqué a Ricardo [Restrepo] para que hiciera la cámara y nos fuimos y nos hallamos a ese último debate.

El debate en el Congreso con el que empieza la película.
Sí. Y obviamente tuve que transformar, aterrizar el proyecto. Yo quería hacer un seguimiento de cuatro años, o sea todo el gobierno de Santos –en ese momento nadie sospechaba que fuera a ser reelegido–, pero eso en términos de producción es muy difícil. Entonces lo reduje a un año, teniendo en cuenta, primero, la promesa que hizo el Ministro [de Agricultura, Juan Camilo Salazar], y, segundo, que un año es un ciclo, una unidad de tiempo importante.












A IZQUIERDA Y DERECHA
La Promesa a la que te referís es aquella según la cual el trámite que antes de la Ley se hubiera demorado diez años, ahora se llevaría uno. ¿En qué momento pensaste: esto va a ser una película?
Primero vino el interés, pero enseguidita dije ‘aquí hay una película, hay que hacer este documental’. A mí me pasa una cosa: hay gente que tiene ideas y se las guarda, es muy chistoso; dice ‘tengo una idea’, pero nunca te cuenta de qué se trata, porque se angustian y creen que los otros le van a robar la idea, o que si dicen la idea ya no se va a cumplir. A mí me pasa lo contrario: tengo una idea y empiezo a contársela a Reimundo y todo el mundo. Había una respuesta muy positiva y, claro, eso me decía que estaba por buen camino.

Había pasado un año desde la sanción de la Ley.
No. Había pasado un año desde que se había anunciado que se iba a dar la Ley. Pero tú sabes que el trámite es largo. El proyecto había pasado por los debates en el Congreso, pero no se había producido la sanción presidencial. Lo que me anunciaban las noticias es que faltaba un solo debate en la plenaria del Senado para que la Ley pasara a sanción presidencial. Y en ese momento, esta era una ley histórica. Y era la bandera del gobierno en ese momento; el gobierno se la metió toda a sacar esa ley adelante. Contra la izquierda y contra la derecha. A ninguna le gustaba. La izquierda, porque veía una trampa en ella; la derecha, porque esta Ley volvía a reconocer la existencia del conflicto armado interno, que hay víctimas, reconoce en cierta forma la responsabilidad del Estado. No de la forma como la izquierda quisiera, pero la reconoce. La Ley no es la panacea, pero tampoco es el demonio. Es un poco lo que dice Alfredo Molano, lo que dice también Carmen Palencia, la mujer que lidera la organización Tierra y Vida: no es una ley perfecta, pero es la ley que hay y en últimas es mejor con ley que sin ley. Yo lo que quería era hallarme a un momento que era histórico para el país, no desde la mirada periodística, sino desde la mirada del documentalista, que va un poco más allá, que se detiene, que lo digiere y que propone su punto de vista.

¿Cuál fue el proceso de la película?
Este fue el proceso contrario a Don Ca. En Don Ca me encuentro con un personaje y a partir de él y de su historia me empiezo a inventar una película y a buscar un tema. Aquí, en cambio, tenía un gran tema, y a partir de él empecé a buscar a los personajes. No me podía presentar al Fondo para el Desarrollo Cinematográfico sin esos personajes. Lo primero que descarté, fue hacer el seguimiento de la Ley a partir de los funcionarios. Eso hubiera sido peligroso.

Claro, te habría institucionalizado el documental.
Claro, claro. Es un compromiso político, político en términos que no me interesaban. Entonces la primera decisión fue contar la historia a partir de una comunidad. Mira que, extrañamente, nunca pensé en una familia. Me parecía más interesante una comunidad. Y encontré un artículo en El Espectador que hablaba de Las Palmas, y lo que me llamó la atención de Las Palmas es que era una comunidad muy digna, muy alegre, muy trabajadora. Y los busqué, y los encontré, y ya: me quedé con ellos. Y además era una comunidad de Montes de María y Montes de María es un caso que concentra todas esas características nefastas y terribles que rodearon el despojo de tierras.

En Don Ca, como anotabas ahora, la presencia fuerte es la del personaje. En Tierras es la de la comunidad. Cuando uno ve esta película, de pronto extraña la presencia de personajes fuertes. ¿Fuiste consciente de eso durante el rodaje?
Yo me di cuenta de que la película no era de personajes apenas empezamos el rodaje. No podía ser de personajes. El personaje era la Ley. Y lo difícil, precisamente, era registrar, filmar, un proceso que es tan etéreo y tan abstracto, pero que siendo tan abstracto define la vida de la gente. Por eso traté de hacer el énfasis en los espacios y en la inmensa contradicción que hay entre esos espacios: el espacio del poder, donde está la atención de los medios; por ejemplo, el poder político, los funcionarios… Y el espacio del no poder, el espacio de la gente, de las víctimas, aunque nunca hubo una intención de hacer énfasis en su condición de víctimas. Es un escenario donde hay unos personajes que tienen el poder de decidir sobre la vida de los otros, y que están infinitamente lejos y, por más esfuerzos que hagan, no se encuentran. Hacer énfasis en personajes ahí era muy difícil y a mí me parecía que era innecesario.












LA FUERZA DE LA CÁMARA
Y uno encuentra dos grupos: esa comunidad, a la cual se mira como con cierta solidaridad, y el Estado, desde el propio Presidente de la República, al cual pareciera que todo el tiempo se mira, digamos, con incredulidad… La Ley hacía una promesa, y la película parte del seguimiento a esa promesa y de la pregunta de si se cumplirá. ¿Eras optimista de que se cumpliera?
Sí. Sobre todo, porque estaba la cámara detrás de esta comunidad. Lo que me sorprendió es que no se cumpliera. Nosotros empezamos a grabar con el aval del Ministerio de Agricultura y de la Unidad de Víctimas; ellos supieron del proyecto desde el principio y además estaban muy interesados. Y supieron, desde el principio, que no había ningún chance de que ellos metieran mano editorial. Afortunadamente, y esto es lo que te dan los recursos de las convocatorias, teníamos toda la independencia.

Claro: no estabas buscando el patrocinio de la Unidad de Restitución de Tierras ni de ninguna entidad de esas.
Claro, no. Pero necesitaba el aval institucional para poder registrar.

¿Y ellos esperaban que fueras un poquito propagandística?
Yo fui muy clara desde el principio, y creo que la película conserva ese equilibrio. Sí es cierto, obviamente, que hay un punto de vista claro y uno toma partido. Y en este caso, tomo partido por los despojados, por la comunidad. Estoy con la comunidad: eso es evidente y es válido. Pero también traté de ser cuidadosa y de no pasar una línea en la que los otros, el escenario del poder, queden caricaturizados o que haya un tratamiento insidioso o manipulador. En Cinéma du Réel [el festival en que se estrenó la película, en marzo de 2015, en París], la persona que hizo la presentación eso fue lo que destacó: le pareció que era muy fácil perder el equilibrio en el tratamiento, y él decía que la película mantenía ese equilibrio y que esto era lo más interesante. No era que pusiera a unos como los malos y a los otros como a los buenos. Es casi como una mano invisible que está encima de todos y que hace que las cosas sean así. ¡Es una tragedia! Una tragedia, donde los seres humanos combaten, sin éxito, contra una cosa que está más allá de ellos.

Ambos. Ambos grupos.
Sí. Obviamente, dentro del escenario del poder hay personajes que son antagonistas. Cuando tú ves un senador que está viendo mujeres en pelotas mientras se debate la Ley, ¡a ver! Yo no tengo nada más que hacer. No es que yo esté siendo insidiosa, es que él se  pone en evidencia y, obviamente, la cámara lo pone en evidencia. Claro, por supuesto. Pero no él con nombre propio, sino esta tipología, este grupo de personajes. Porque, así como del lado de la comunidad no hay personajes específicos, del otro lado tampoco. No es que uno se ensañe y diga ‘la culpa es de Santos, la culpa es del Ministro’. ¡No! Es el sistema, que es nefasto. Es todo el diseño general, histórico. Va más allá de eso. No se queda en esos señalamientos.
Entonces, volviendo a tu pregunta sobre la promesa, para mí fue una sorpresa que no se cumpliera. Normalmente, una entidad que sabe que hay una cámara siguiendo un caso en particular, va a hacer todo lo posible por que ese caso sea exitoso. ¿Sí o no? A mí me sorprendió que si no fueron capaces de sacar adelante el caso de Las Palmas, sabiendo que iba a haber una cámara con ellos un año, y que iba a ser una película, es porque están amarrados. No es porque no tengan la voluntad. Ni tontos que fueran. Es porque, efectivamente, esto está muy amarrado, es muy complicado, es muy difícil.












EL SISTEMA
Finalmente, el problema de la tierra ha sido el causante de nuestro conflicto, no desde hace cincuenta años, sino desde que somos una república.
Para mí, es el origen. A veces, Robledo [Jorge Enrique, senador por el Polo Democrático Alternativo] se molesta un poco cuando uno dice que el problema de la violencia en Colombia es un asunto de tierras, y él dice que no, que no solamente. Pero, para mí, es claro. La distribución, el acceso, las posibilidades de usufructuar equitativamente, eso determina una sociedad.

¿Qué pensaba la comunidad? ¿Tenía la esperanza, tenía la certeza de que se le iba a cumplir?
Creo que es lo más triste, y traté de que quedara en la peli. En la película no puedes dar cuenta de un tema tan complejo, es demasiado grande y complejo para explicarlo en su totalidad. No. No era, nunca fue la intención. Entonces, lo que decidí fue concentrarme en esa consecuencia nefasta que se genera en el interior de las comunidades. Y es que para las comunidades sí se abrió una esperanza. De verdad, la gente fue con mucho entusiasmo y con el corazón muy dispuesto a decir ‘ah, por fin hay justicia y por fin me van a reconocer y por fin me van a devolver y por fin en este país tengo un chance de creer en algo’.
Y tú ves a lo largo del año: la esperanza se vuelve como una especie de espejito. El espejito con el que nos pendejiaron hace quinientos años, es ahora la Ley. La Ley se vuelve una esperanza tonta y la gente anda detrás de ese espejito que brilla y tiene una luz bonita, y no se da. Terminas dando vueltas alrededor de esa cosa que se llama ‘esperanza’, pero nunca se concreta el resultado de esa esperanza. Y eso es peor.  Es muy triste.

El balance, entonces, es desolador.
Pero lo hago con base en la experiencia que vimos en la película. Yo sé que se han restituido tierras. Y, bueno, sigo creyendo que hay que agarrarse de lo que hay, y es mejor que exista [la Ley] a que no exista. Pero el balance que hago a partir de la experiencia con esta comunidad, a lo largo de ese año de registro, sí, es desolador. ¡Es que, después de un año, ni siquiera entraron al registro! El primer paso para que esa promesa se cumpliera, era que tú te sentaras, el funcionario te escuchara y te inscribiera en el Registro Único de Víctimas. Es como si te dan tu cédula y a partir de entonces eres ciudadano y puedes ejercer derechos. En este caso, el Registro Único de Víctimas hace esas veces. Es como un reconocimiento. Si no estás en ese Registro, no pasa nada, el Estado no te ha reconocido. Y lo que pasó es que después de ese año, la gente ni siquiera estaba dentro del Registro todavía.

Era como si les estuvieran tomando el pelo, pero si uno mira a los funcionarios que aparecen en la película, da la sensación de que actuaban muy en serio. Lo que decías ahora: ellos mismos estaban atados por el sistema.
Sí. Sí. No se trata de decir que los funcionarios son malos o que no hacen su trabajo bien. No. Yo solo me encontré con funcionarios de muy buena leche, que sentían que estaban haciendo algo importante para el país y para la gente. Pero, luego, ¡pam! Ellos mismos se daban contra las paredes, porque no había manera: el sistema es nefasto. También con ellos.

En circunstancias como esta, pienso en Álvaro Gómez Hurtado, cuya familia contribuyó a montar este sistema, pero que en sus campañas a la presidencia decía que lo que hay que cambiar en Colombia es el sistema, precisamente; no a un individuo.
Claro, está demostradísimo. Finalmente, las guerrillas, los paramilitares, los grupos de extremas, terminan en lo mismo, ejerciendo el poder para sí, abusando de los más débiles. Es una cosa que tenemos metida en el sistema y en la cultura, y es lo que habría que erradicar. ¡Juepucha tarea!

¿Cuándo terminó el rodaje?
En abril del 2013. Cuando los palmeros se dan cuenta de que ha pasado un año y no han entrado al Registro, y el funcionario les dice todas estas cosas chistosas. Ahí terminó. Fue el último día del rodaje.

Un momento muy cercano al del final de la película. ¿Qué ha pasado después con estas personas? ¿Ya ni esperan?
Creo que algunos han recibido un tipo de indemnización administrativa. Me da la impresión de que las entidades han sentido un poco la bulla de la película, y entonces hicieron un documental, obviamente institucional, en el que hablan de Las Palmas como un caso ejemplar, y muestran tres casas recién pintadas y gente diciendo que todo es la maravilla.

Eso es cínico, ¿no?
Obviamente, es para la cámara. Se hizo un intento de retorno con setenta familias, si no estoy mal, de las cuales 65 se devolvieron, porque no puedes hacer que la gente retorne a un lugar en el que todavía no hay luz eléctrica, agua potable, carretera. El retorno no es a la brava. Ese es el problema de la violencia en Colombia: donde no hay Estado, hay la ley del abandono o la ley del más fuerte. Tienes que hacer que el Estado llegue, y esto no significa que lleguen los soldados. Que el Estado llegue, significa que lleguen las cosas básicas que un estado debe garantizar. Los servicios básicos, la educación…

¿Y esto lo tenían antes de todo el drama? ¿Esa comunidad tenía agua potable, energía eléctrica…?
Claro. Es que eso es lo que da indignación. Esa es una comunidad que no es pobretona; es una comunidad rica y pujante, que tenía todo.


LA PELÍCULA
Vamos a Un asunto de tierras como obra cinematográfica. Mientras rodabas, ya tenías idea más o menos de cómo iba a pasar cuando esto se convirtiera en una película. ¿Fue muy difícil editar y llegar a esos… 78 minutos del corte final?
Sí. De verdad, esta película no fue fácil. Por muchas cosas. Rodando, era una cantidad de aristas que surgían, una cantidad de personajes y de situaciones. Lo que quedó por fuera es impresionante. Teníamos entre setenta y ochenta horas grabadas. Aunque no es tanto la cantidad de horas. Este no es como Don Ca, ese tipo de documental observacional donde tú debes poner la cámara y esperar a que las cosas pasen. Aquí, cuando pones la cámara es porque la cosa va a pasar. O sea: cumplió un año la Ley y el Gobierno hace un acto protocolario en el que lanzan el libro de Juan Fernando Cristo [entonces senador ponente de la Ley y actual Ministro del Interior]: ya sabes que tienes que ir a registrar eso y eso se va a demorar media hora… No es que tuviera tanto material en términos de horas; era que tenía mucho en términos de diversidad de material. Entonces, cuando terminé, realmente me asusté, porque no veía la película.
Cuando terminamos, yo hubiera podido hacer tres películas. Una, donde se buscaba a los bandidos. A los malos, malos. Porque los malos salieron durante la película: los despojadores con nombre propio. Y con cara. No los entrevisté, porque nunca estuvo dentro de mi tratamiento ese tipo de acercamiento. Sí hice entrevistas, pero de las cosas que tuve claras apenas nos sentamos a armar, a montar, era que las entrevistas salían; ese tipo de aproximación del lenguaje no funcionaba, no pegaba, no cuadraba. Lo que pasó fue que en algún momento el Nene, uno de los líderes de la comunidad en Bogotá, se encuentra con [el senador izquierdista] Iván Cepeda y este le dice ‘¿quién compró esas tierras?’, y el Nene le da el nombre del personaje, Iván le tiene un prontuario al personaje, lo busca en su computador y aparece la foto y todo el prontuario. Es un personaje tenaz. Hubiera podido irme por ahí, que eso, en términos sensacionalistas… Pero decidí que no.
Siento que, en medio del desafío narrativo que implicaba esta película, me deja satisfecha la apuesta que hicimos: retratar a esos seres humanos, chiquitos, en ese universo sin sentido que se genera en su encuentro con esa cosa grande que es la Ley. Y eso lo vuelve universal, porque entonces en cualquier otro país, no necesariamente donde haya problemas de tierras, en cualquier sociedad del mundo, vuelve y pasa: el ser humano se vuelve chiquito, impotente, y termina metido en una espiral absurda cuando se encuentra con esa cosa llamada La Ley.

Se sienten dos ecos en Tierras: lo kafkiano y lo rulfiano. Vos usualmente te referís a lo kafkiano, pero cuando yo veo las imágenes de la película pienso en Rulfo. ¿Qué vocación tenías durante y después de la película?
Lo kafkiano lo descubrí después del rodaje, en ese proceso de reescritura y de reflexión. Eso es lo bonito que tiene el documental: que todo el tiempo estás escribiendo. En tu cabeza, con la cámara, en la sala de montaje, todo el tiempo estás deshaciendo tu guion. Y lo rulfiano te lo debo a ti; fuiste tú el que le dio el nombre, pero desde la primera vez que fuimos a ese pueblo esa era la sensación y desde el principio hubo como esa claridad de que ese pueblo, Las Palmas, ese pueblo abandonado y perdido en medio de ese calor tan espantoso, no podía tener el mismo tratamiento que el resto de los escenarios.
Realmente, te encuentras con tres espacios. El espacio del poder, el espacio del despojado, del no poder, del ser humano en su pequeñez, y el tercer espacio que es ese pueblo, que es como un espacio onírico. La intención, desde el rodaje, siempre fue que el espectador no supiera si ese pueblo era de verdad o no, si en ese pueblo había gente o fantasmas, como pasa en Rulfo.

El rodaje duró un año. ¿Cuánto tiempo duró la posproducción?
Otro año. Terminamos grabación en abril de 2013 y empezamos posproducción un poco antes, porque uno puede ir visualizando, y terminamos en marzo de 2014.

Siempre pensando en llegar a cartelera este año. 
Es chévere que no tengas un death line tan ajustado. El Fondo para el Desarrollo Cinematográfico te da tres años para hacer la película. Yo nunca he tenido que pedir prórroga. Pero tampoco he insistido en hacer la película en un año. No estás trabajando para un canal de televisión, que te dice que tenemos que emitir pasado mañana o en un mes. Es tu película. Y si hay un lujo que puedes darte, es escuchar lo que el proyecto te pide, y sobre todo en montaje, y sobre todo en documental, el tiempo del montaje es necesarísimo. Tú tienes que armar y quedarte quieto y tomar distancia y volver y mirar con otros ojos. No es una fórmula lo que estás haciendo. Tienes que esperar, a ver qué dice eso que acabas de armar.

¿Quiénes son las personas del equipo que acompaña a esta autora?
La producción la hago yo, en términos de responsabilidad, de búsqueda de recursos y toma de decisiones grandes, pero en la gerencia de producción, que es un apoyo invaluable, estuvo Éricka Salazar. En rodaje, Ricardo Restrepo [fotografía] y José Jairo Flórez [sonido]. Es el mismo equipo de Don Ca. No es gratuito que los directores se casen con un mismo equipo, sobre todo en documental. Porque en documental tienes que estar muy bien conectado. Están las cosas pasando frente a ti, y tú no puedes parar para decirle al otro ‘no, mira, no quiero que hagas ese plano así, sino que lo hagas asá’. Eso no lo puedes hacer. Tienes que ser invisible, estar calladito, tienes que molestar lo menos posible, lograr que la gente no repare en ti. Entonces, para eso tienes que entenderte con tu equipo casi telepáticamente. Que tú mires al otro y él entienda que lo que quieres es que abra el plano, o que lo cierre, o que se mueva para un lado o para el otro. Es el mismo equipo, y creo que estuvo muy bien.
Esta vez tuvimos un apoyo extra en producción de campo, que fue Octavio Céspedes. Y el mismo montajista: Gabriel Baudet. Y la misma diseñadora de sonido [la cubana Lena Ezquenasi]. Lo único que cambió, es que se sumó Aarón [Moreno, su hijo], haciendo esa música, que yo sé que no suena como música sino que se acercó mucho al diseño sonoro… A mí me cuesta trabajo la música, César. No me imagino, no me sale, siempre me molesta, me parece que está sobrando. Precisamente, tal vez porque le tengo mucho respeto. Si tú haces una película, la música debe ser un elemento narrativo solito, debe aportar algo que no esté aportando ningún otro elemento, y eso es dificilísimo. Entonces, en Tierras, sobre todo porque el pueblo necesitaba ese tratamiento especial para que diera esa atmósfera de un pueblo fuera del tiempo, irreal-real, un pueblo rulfiano, por eso dije ‘sí, hagámosle una cosa especial, y Aarón empezó haciendo una cosa muy musical, donde los instrumentos eran evidentes, y yo le dije dije ‘no, no es eso; quite, quite, quite todo eso’ y al pobre chino le tocó mucho trabajo. Lo que hizo fue coger todos los elementos naturales, el grillito, el pavo que hace gru gru gru, todos esos sonidos, el viento, y deconstruirlos y luego repetirlos, jugar con ellos y volverlos elementos musicales, pero no hay un solo instrumento, todos son los sonidos del ambiente.

LA DISTRIBUCIÓN
Terminando ya, ¿qué agregarías que se me haya pasado por alto preguntarte y te parezca importante?
Lo único que agregaría es que yo creo que es un milagro que una película como Un asunto de tierras esté en salas de cine. Su curso normal, y afortunadamente pasó, es que su estreno mundial fuera en un festival como Cinéma du Réel, dedicado al cine documental, un aval que vino muy bien, y además los festivales donde ya ha estado y en los que está comprometida. Pero lo que no es su curso normal es que la película estuviera en salas de cine. Porque el circuito comercial, ¡es comercial!, y esta no es una película comercial para nada. Es lo que cualquier distribuidor diría ‘eso no funciona’. A mí me parece que es un milagro que esta película esté en cartelera, y me parece que es un milagro que habla bien del momento del cine en Colombia, del momento del documental en Colombia, y habla bien de ese ánimo expansivo y de esa pequeña línea de comunicación que se ha abierto entre los exhibidores y los productores.

Bueno, también es una cosa que tiene que ver con vos misma, en el sentido de que muchos de los documentalistas del país hacen sus películas y de entrada están pensando que no hay espacio en la cartelera comercial, y a veces se inventan unos circuitos alternativos interesantes; otros ni siquiera piensan en que su película vaya a tener alguna distribución, y simplemente la hacen y la muestran en dos o tres eventos, y de entrada le están matando las posibilidades de llegar al gran público. Tanto en Don Ca como en Un asunto de tierras tu decisión desde el comienzo ha sido llegar a cartelera. 
Bueno, en Don Ca había un atractivo comercial. Y en Tierras, está ese antecedente, que te permite la confianza del distribuidor, así se vaya a poner en unos horarios especiales y no en veinte o cuarenta salas. Y además existe la conciencia de que es el momento de hablar de esto, de que para algo más que para entretenerse deben servir las películas. Creo que esta película va a tener la vida que merece, espero, y de ahí en adelante espero que, ya habiendo cumplido en el circuito comercial, se vuelva un poco más libre.

Se volverá un documento.
No sé, de pronto sí. Es que no sé si eso es chévere o no, que se vuelva un documento. Yo espero que siempre sea una película.





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