O de
cómo en cuatro momentos de un año cualquiera se puede explicar el lugar que
ocupa uno en la literatura.
Luego
de dos meses y medio de total encierro no estaba tan apolillado como esperaba.
En ese tiempo pasaron por las ventanas del apartamento la navidad y sus
insufribles rituales, a los que no permití la entrada. Pasaron el año nuevo, su
bulla y su aletargamiento, y pasaron los días enteros de enero. Por la puerta
solo cruzaron tres sujetos: la noble L que viene a cuidarme, S que es la única
persona con quien siempre logro conversaciones coherentes y Eli, mi inteligente
alumna, que vino a ayudarme a buscar datos para el libro que me traía
neurótico. Nadie más quiso pasar por aquí; a los que extrañé les hablé por
Facebook, maldita red social que trunca el misterio: todo el mundo cree que uno
está siempre y nadie se da cuenta de que uno se ha marchado al encierro.
Fue
el año pasado, por supuesto, 2012. Todo ocurrió ese año.
Lo
que me obligó a salir no fue un deseo carnal. Esto era lo que había decidido
cuando opté por retirarme: no volver a las calles hasta cuando un apetito de
esa naturaleza me hiciera insostenible la quietud. Lo que me sacó del encierro
fue uno de esos accidentes que parecen verdadera urdimbre del destino (llámese
destino al conjunto de factores, en realidad aleatorios, que dan forma a la
existencia de un hombre), un movimiento de fichas elucubrado por algún dios que
aspira a mostrarte algo. Y fue esto: como L estaba de vacaciones desde hacía
más días de los que las plantas pueden pasar sin agua, decidí que ya era
inevitable salir cuando menos al descanso que hay entre mi apartamento y las
escalas que llevan hacia el mundo. Allí, justo al lado de mi puerta y tapando
con su follaje el timbre del apartamento, hay una hermosa mata sembrada y
mantenida por L. Esa tarde me venció la conmiseración por ese lindo ser vivo
que ahora dependía de mí. Me armé de balde y agua, abrí la puerta, corrí el
pasador de la misma para evitar que se cerrara por accidente, respiré para
darme fuerza y, en pantaloneta y camiseta, sin zapatos ni nada más, salí al
descanso. Con todo el cariño que siento por las criaturas indefensas me
entregué al cuidado de la matica. Limpié cada una de sus hojas, regué sus ramas
y su tronco, vertí agua en la tierra que se veía reseca. Me sentí uno con la
naturaleza, compenetrado con las fuerzas de la vida, y estaba tan contento en
este rol que me fijé en la planta que algún vecino —alguna vecina, más bien—
dejaba languidecer en el descanso ubicado a mitad del trayecto hacia el
siguiente piso. Decidí ocuparme también de esa planta. No la describo, ni
describo la mía, porque a pesar de que son distintas en la cantidad de follaje
y en la especie a la que cada una pertenece, en definitiva una planta de sujeto
citadino es igual a la de cualquier otro.
Entonces
ocurrió lo indeseado: con todo y mi compenetración con los elementos, y con
todo y mi prevención de correr el pasador, vino un manotazo de viento a cerrar
la puerta y dejarme allí abandonado, en pantaloneta y camiseta, sin zapatos,
sin celular ni dinero. En plena vitalidad de la época vacacional. Tras los
segundos de natural estupor, pensé que tal vez hubiera alguien en el
apartamento de mis tíos. Allí se conservaba una copia de la llave, pero la
familia estaba de vacaciones como todo el mundo. Bajé hasta el primer piso.
Atravesé el patio, esperando ser una sombra que nadie ve, y subí por el bloque
del frente hasta el tercer piso. Me encomendé a las fuerzas del azar —maldita
desgracia de no creer en Dios ni en las instancias a él conexas— y toqué el
timbre. ¡Aleluya! Había gente en el apartamento de mis tíos. Estaba Ch, mi
primo.
Ch
es un sujeto magnífico, al modo máximo en que puede serlo alguien de su
generación. Esto es, ante un encuentro casual —no es posible pactar con ellos
otro tipo de encuentros— reaccionará siempre con sinceras expresiones de
afecto. Te abrazará, te dirá lo importante que sos en su vida y, si está de
humor excepcional, preguntará por tu estado de salud y emocional esperando una
respuesta de no más de 140 caracteres. Eso sí, no necesités nada de ellos, que
te traigan un libro de Buenos Aires o te compren una pastilla en la farmacia de
la cuadra, porque la generación de Ch nació para ser servida; ellos no
aprendieron de nuestros abuelos antioqueños el útil sentido del servicio a los
demás, ese que te hace merecedor de un favor porque el otro sabe que en el
momento oportuno también será servido. Nunca explorada su capacidad de servir
más que a sí mismos, los miembros de esa generación ya empiezan a lidiar con la
monstruosa realidad de sus propios hijos, tiranuelos incapacitados para el arte
de comprender el progreso individual como resultado de un incesante intercambio
de afectos y favores: solo yo merezco ser amado y servido en el universo del
cual soy centro absoluto, siente cada una de estas horrendas criaturas, sin sospechar
—ni preverlo sus padres—que más adelante tropezarán en el camino con el resto
de individuos de la generación más torpe de cuantas han sido criadas por el
hombre (y la mujer, valga en este caso la inclusión de género). Ellos
conformarán la “sociedad” que, para colmo, habrá de vérselas con la debacle
definitiva del ambiente. El final de la humanidad será una guerra de monstruos
enamorados de sí mismos.
—¡Primis!
—saludó Ch, y en menos de 140 caracteres le conté lo bien que estaba en el
mundo y el incidente que acababa de sucederme. Me invitó a pasar.
En
cuanto entré, me di cuenta de que el apartamento estaba siendo ordenado a
fondo. Por doquier había libros apilados: los que mi primo había sacado de su
habitación. Al instante me contó que se aprestaba a un cambio radical de vida, el
cual incluía echar a la basura todos aquellos objetos que durante el colegio y
la universidad le habían obligado a adquirir. O sea: esas cosas rectangulares y
llenas de hojas, desdeñadas cuando no odiadas, llamadas libros. Componían las
pilas enciclopedias y libracos de toda especie, en cantidades que me
sorprendían. Se veía de todo: autoayuda, textos de diversas áreas, revistas,
literatura buena y mala, pilas y pilas de libros que tenían por destino el
único lugar al que Ch había anhelado enviarlos cada vez que un profesor malvado
le obligó a adquirir un ejemplar. La basura. Y en una pila refulgente sobre la
mesa del comedor, los únicos volúmenes que en toda su vida habían logrado mover
a mi primo a honda emoción: la tetralogía de vampiros de Stephenie Meyer. Ya en
un par de ocasiones habíamos hablado al respecto y sus ojos se habían iluminado
con la ensoñación de que un romántico vampiro lo amara hasta la eternidad.
En
cuanto comprendí que la del comedor era la única pila de libros destinada a la
salvación, comprendí también que ciertos volúmenes desperdigados entre las
demás pilas, aquí y allá en el piso de la sala, iban para la basura. Los míos,
los cuatro que hasta entonces había publicado y que hasta entonces, edición
tras edición, había obsequiado con amorosas dedicatorias a Ch y los suyos. Él
comprendió lo que yo acababa de comprender; lo noté en sus ojos y evadí la
situación con una observación jocosa sobre lo bien que me vendría recuperar
esos ejemplares.
—Al
menos prometé que me vas a seguir invitando al lanzamiento de tus próximas obras
—fue todo lo que atinó a decir. En cuanto a mí, entendí que a Ch le pasaba lo
que al resto de la familia: ya era una década de ganar premios menores y sacar
ediciones marginales, así que tenían todo el derecho de sentir que a estas
alturas el escritor que se había colado en su estirpe de comerciantes no les
iba a dar prestigio alguno. Por eso era justo que tiraran mis libros. Aun
así no pude evitar la torpe defensa de
un sarcasmo. Con esforzada negligencia en la voz le dije que no se preocupara
por los lanzamientos y los ejemplares y que en últimas prefería ser tirado a la
basura que permanecer en la biblioteca de alguien cuya idea de la literatura se
agota en la epopeya de unos vampiros eternamente adolescentes e idiotas.
Por
demás, Ch se portó bastante amable y me entregó las llaves de la salvación.
Marché a mi apartamento con los cuatro ejemplares recuperados y pensando ya en
a quiénes los destinaría. Es mi necedad, que no conoce los límites: igual que
mi madre, siempre anhelo dar algo mío a alguien.
Muy
pronto después de que en 2001 publiqué a instancias del premio Cámara de
Comercio de Medellín La ciudad de todos
los adioses, mi primera novela, comprendí que nada ocurriría conmigo y la
literatura. No sería descubierto ni buscado por las editoriales, no sería
objeto de estudios académicos, vituperios o encomios de la crítica, ni sería
leído por las multitudes. Nada de eso. Sin embargo, a la escala en que sé
moverme en el mundo, así, despacio y hablando siempre en voz baja, pasarían
cosas. La más importante de ellas, llenaría de orgullo a mi madre, la noble L
que siempre me cuida, en homenaje a quien habría de inundar de ejemplares
dedicados a familiares y amigos. De esto ya he hablado en otras partes (ver,
por ejemplo, mi libro Para agradar a las
amigas de mamá), así que reduciré el asunto al hecho de que convertirse en
un escritor publicado no sirve sino para enorgullecer a quienes lo conocen a
uno y encartarlos con libros de los que pasado un tiempo prudencial habrán de
desembarazarse. Por lo menos he tenido el buen gusto de no tratar de
vendérselos, que es una de las acciones más lamentables de los escritores
menores, y puedo decir que las novelitas me han traído uno que otro amor y me
han permitido la comunicación con los lectores que a esta escala existen:
pocos, pero al fin y al cabo la tropilla que lo sigue a uno.
Semanas
después de la anécdota de mi primo, me encontré en el festival de cine de
Cartagena con el director de una revista especializada que por esos enredos de
la vida había leído aquella primera novela. Conversamos varias veces. En la
penúltima de esas conversaciones me contó que admiraba La ciudad de todos los adioses, pero apelando a la sinceridad que
permitía nuestra creciente amistad dijo que tenía dudas sobre si valía la pena
invertir tiempo en Mártires del deseo,
mi segunda novela. Su pregunta exacta fue esta:
—¿Vos
qué lugar ocupás en la literatura nacional?
Devolviendo su sinceridad le recomendé que no
desperdiciara su tiempo y que más bien pensara en los autores a los que debía
encomendar artículos sobre la saga Crepúsculo.
Todo
ocurrió en 2012. Meses después de lo de mi primo y lo del amigo que dirige la
revista especializada, me apareció un lector español. Un académico al que el
destino había empujado a Colombia y en la búsqueda de la literatura colombiana
posterior a todas las tragedias la web había conducido a mis libros. En su
primer correo electrónico lamentó la ausencia de títulos míos en las librerías
de Bogotá y propuso que le enviara mis ejemplares, a cambio, desde luego, de
pagarme el costo de los mismos y del envío. Le propuse un canje del cual salí
altamente beneficiado: le enviaría mis libros —menos La ciudad, del todo agotado— y él me correspondería con algunos de
literatura española que yo no conociera. Un par de meses más tarde, otro correo
del académico: él y su esposa venían a Medellín y, si yo no tenía problemas al
respecto, querían conocerme. Mi único problema al respecto era mi timidez
crónica, así que le pedí a V, una diplomática excelente, que me acompañara al
encuentro de los peninsulares. Mientras V y la esposa se enfrascaban en una
conversación de señoras instruidas en la que yo anhelaba intervenir, el
académico se alargó en generosos elogios a mi obra y me habló de su obsesión
por encontrar buenas novelas de escritores de tercer nivel de países como el
suyo y el mío. Antes de despedirnos me regaló con la declaración de que en su
concepto yo soy mejor que muchos de los escritores colombianos del segundo
nivel. De todas maneras me sentí cómodo en el nivel en que me ubicaba, pues,
según su teoría, no estaba conformado por escritores carentes de talento sino
por aquellos a los que por diversas razones el mercado les era ajeno. En mi
caso, y esto no se lo dije para no parecer enfrascado en una inútil defensa, se
trata de que soy un absoluto renegado de la autopromoción. No soy vendedor ni
siquiera de mí mismo, y bien se sabe que en todos los extremos de la calidad
literaria es indispensable estar dispuesto a venderse de muchas maneras para
lograr el éxito. De los García Márquez a las Stephenie Meyer, el que no se
vende a sí mismo no conocerá el rostro sonriente de la publicidad.
Dejé
así el asunto y, como siempre desde aquello, me volví a acordar de mi primo.
Y
como el 2012 no se podía acabar sin que se hicieran las aclaraciones
pendientes, en mi último encuentro con S dimos en mirar los periódicos y las
revistas de la ciudad. Él estaba escrutador esa noche. Más que los artículos,
miraba los índices. De pronto, con los mismos ojos necesitados de buen consejo del
director de la revista especializada en Cartagena meses atrás, me miró. Venía
atormentándolo una inquietud:
—¿Vos
por qué nunca aparecés en ninguna de estas publicaciones? —preguntó.
Pobrecito
S, tan amigo de un escritor que nunca será famoso. Él iba a ser una especie de
personaje de Truman Capote tras la estela de la alta alcurnia local,
ascendiendo, ascendiendo hacia lo alto de nuestra estratificación social, pero
conmigo llevaba ya tres años desperdiciando su talento para las relaciones
públicas. Sentí la obligación de aclarárselo.
—Querido
S, has de saber que en el vasto mundo nadie más que vos se creería el cuento de
que al andar conmigo estabas acompañado por un escritor. Lamento decírtelo
justo en esta época, y aprovecho para hacerte saber, si es que nadie te lo ha
aclarado antes, que el Niño Dios no existe, son el papá y la mamá los que
compran los regalos.
Me
extendí en un etcétera de comentarios graciosos para paliar la decepción de S y
caí en la cuenta de que mis libros, o al menos el acto de deshacerse de ellos,
sí habían servido para algo: para que por una vez en su vida Ch se decidiera a
hacer algo por alguien. Pues la noche que siguió al día del incidente de las
llaves apareció en mi apartamento llevándome un plato de espaguetis que estaba
bastante bueno.