martes, diciembre 31, 2019

Entre los viejos


Estoy en la farmacia de la IPS universitaria. La ciudad y el mundo andaban en una descongestión estupenda, pero al llegar aquí he sido lanzado de bruces a un abismo plagado de polillas. Todos los ancianos de la ciudad se congregan en este sitio, y un infierno de pastillas, cremas, sonrisas, óxido e impaciencia me traga con todo y mis últimos arrestos de juventud durante horas, minutos, años, días: aquí, el tiempo se revuelve con exceso de parsimonia y se asienta en un pantano en el que todo está muriendo. Sé que soy como cada uno de ellos, gentes que vienen de la ciudad entera en busca de la elusiva e innecesaria prolongación de sus funciones vitales. Hace poco menos de veinticuatro años, cuando trabajaba en un periódico de Armenia, me perturbaba la imagen frecuente de los ancianos haciendo inmensas colas, inhumanas colas –pensaba entonces–, en las corporaciones bancarias para reclamar sus mesadas. Aquellas colas no cabían en las sedes de las corporaciones; salían y se extendían alrededor de cada manzana. Me parecía un insulto permanente a la dignidad de esas personas, hasta que me metí a averiguar para una crónica y descubrí que la mayoría de ellas anhelaban la fecha de la cola porque era la oportunidad de salir y encontrarse con caras, si no amigables, al menos semejantes en el destino. Se aireaban. Supongo que hoy sucede lo mismo, pues un vistazo general a los rostros no revela mayores ansiedad o desazón.
Igual que ellos, aguardo todas esas pastillas para agarrarlas en el orden en que caigan a mi bolso y zampármelas sin saber qué hago. He salido hace un rato del consultorio de la dermatóloga, una médica excelente que en varios años de tratamiento me ha librado de verrugas y otros insultos de la piel, y que precisamente esta vez me ha recomendado hacer ejercicio como preparación para la tercera edad. Me alertaba sobre lo que viene, sin duda: la veloz fuga de los años. Sonreí como un compinche, “es la primera vez que alguien me menciona lo cerca que estoy de la tercera edad”, y explicó algo apenada que la susodicha llega después de los 65 pero que es bueno prepararse desde ahora. En fin. Ella sabe cuál es mi ahora por la historia clínica que le mostraba el computador.
Compran tiempo al meterse en este caos; lo compro con ellos. Algún dios de mil maneras tergiversado nos manda a seguir viviendo como sea, como toque, incluso si lo que resta de vida se consume en lugares como este y en el frenesí de las pastillas, las cremas, las falsas esperanzas. En el vocerío distingo una frase: “¿Usté vino a dormir o a reclamar la droga?”. Un hombre de voz jocosa interpela a alguien que no le contesta. Ahora, en la revoltura de murmullos, empiezan a revelárseme declaraciones del tipo ‘tengo que tomar…’, ‘sufrí una leucemia…’, ‘las piernas me fallan…’, y todos tienden a la quietud. Nadie se impacienta a pesar de la espantosa lentitud con que corren los turnos, a pesar de que la espera no asegura que las pastillas, más anheladas que necesarias –creo neciamente–, sean entregadas a cada quien. Yo me acojo al espíritu de la fecha y me abstengo de rumiar ideas como la pregunta de por qué diablos la IPS universitaria tenía que contratar con todas las empresas prestadoras de servicios de salud de la tercera edad y por qué si nos reservan a los afiliados una fila exclusiva esta no avanza, etcétera, etcétera.
Veo a un antiguo profesor, el más malo que tuve en el pregrado; veo a una antigua alumna, no la más brillante. Él se las arregló durante un semestre entero para no dar una sola clase de un curso de radio que debería haberme alentado alguna vocación. Ella, según recuerdo, se manejó con juicio y –de seguro me equivoco– me coqueteó un par de veces. De él aprendí que se puede ser un bacán sin hacer el trabajo de uno. De ella he aprendido que los inicios mediocres no necesariamente socavan las bases de una carrera. Ahora los tres nos desbarrancamos en la misma ancianidad sin atenuantes: cualquiera de los tres morirá de un momento a otro sin que sea lamentable; nada perderá el mundo.
…Y mientras escribí las 710 palabras anteriores (ninguna idea brillante en ellas, pero todos sabemos el esfuerzo que cuesta escribir), pasó la cantidad ingente de minutos que la máquina repartidora de turnos requería para acordarse de mí y me entregaron las pastillas y las cremas. Bueno, la mitad. Por no sé qué razón de esas del sistema de salud, tengo que volver dentro de un mes por la otra mitad. Ha de ser una estrategia para que quienes aún vemos otras caras y cultivamos alguna que otra ilusión nos hartemos y decidamos no volver. Así se ahorran unos pesos, que en vez de mejorar el sistema de salud robustecerán las billeteras de los políticos. He abordado el metro en esta tarde de clima raro y aparente descongestión. Voy apretujado entre el gentío, mi brazo en contacto con el de un muchacho. Lo miro de reojo. No es esencialmente bien parecido, pero en este momento cualquier cosa que transpire juventud me transfiere vida; me voy recargando como un celular defectuoso al que luego no le durará la batería.

jueves, septiembre 26, 2019

Encuentros


Jueves
Es de noche y voy en el metro. Charlo con dos amigos, esposo y esposa, gente que logra moverme el ánimo. Una que otra frase en alto volumen. Nos despedimos en San Antonio, ellos ahí cambian de línea. No acabo de hacer los respectivos gestos de adiós con la mano, cuando siento que me tocan el hombro y una voz recia me dice: “César Baloo, todavía me acuerdo de vos”. Lo veo: un tipo robusto, en sus cuarenta y tantos, moreno, facciones que parecen duras y jóvenes. No hay tiempo para saludos ni despedidas, pues él también sale del tren. Apenas alcanzo a reaccionar con una sonrisa tonta, una que espera ser afable, y un manotazo en su hombro. Se pierde en la multitud y quedo sonriendo para nadie.
Creo reconocerlo, y no porque en su cara logre ver los restos de la que tuvo de niño, sino porque la asocio con la del adulto al que vi una sola vez y en una situación análoga. Hace algunos años, quizá muchos, yo iba conduciendo por la 65 hacia el norte. Era por la tarde y había sol intenso y ofuscación de carros, y en la cuadra que sigue a Colombia me detuvo el semáforo. De pronto oí un pito insistente y una voz que gritaba parte de la fórmula de esta noche: “¡Hey, Baloo!”. Miré hacia el foco de la voz. Desde un camioncito que se había detenido justo al lado, el que creo era el mismo sujeto de esta noche me saludó con una mano alzada y una risa de esas que se extienden como luz en una vida fría. Apenas alcancé a preguntar: “¿Cuál sos?” y él a responder: “Julián”. “¿Julián qué?”, pregunté como animándolo a darse cuenta de que debía ser más específico. “Barbosa”, respondió. El semáforo que nos había reunido después de muchos años nos separó de nuevo después de algunos segundos.  
El hecho de que le preguntara cuál sos en vez de quién sos se debía a que su identidad podía revelárseme a partir de una bolsa de sujetos no demasiado amplia ubicada en la parte de la memoria que me es grata. Durante una decena de años, entre los ochenta y los noventa, fui Baloo o César Baloo para alrededor de un centenar de niños lobatos del grupo sexto de los scouts de Medellín. Es gente a la que por lo general asocio con buenos momentos de la vida; para algunos de ellos constituyo a la vez un recuerdo importante. De muy pocos sé en el presente. Cuando la casualidad me cruza con alguno, la mayoría ya tan borrados por la edad adulta, en un porcentaje alto de casos el saludo es frío, si no es que me ignoran, y me alcanza a doler; en otros es de una calidez como la de esta noche, que me ha dejado la misma sensación de aquella tarde: gratitud, alegría mía por la alegría de aquel Julián que aún no se convierte en un fantasma diluido en el tiempo.

Domingo
Camino hacia el apartamento de mi mamá. En la 57 con veinte me aborda una habitante de calle para que le dé algo de comer. Son demasiados y la inmensa mayoría de veces los ignoro, pero de mi presupuesto destino unos pocos pesos para favorecer a alguno de vez en cuando. La mujer debe andar en sus treinta o en sus cincuenta, puede que en sus cuarenta o en sus sesenta. Todo en su cuerpo es desfondarse y caer. Está flaca, pero conserva algo de la altivez que posiblemente en otra vida tuvo. En el ojo izquierdo, el iris en blanco la hace ver como uno de esos cyborgs que pierden la última batalla en esas películas. La voz, firme, puedo decir que bonita y hasta cómplice. Cabello largo y sucio, sucia su piel y sucios sus andrajos. Se ve que en su carrera al abismo no dista demasiado del fondo.
Le digo que sí, hágale pues, vamos a la panadería y coma lo que quiera. Se pone radiante, tanto que alcanza para iluminar algunos espíritus. Nos paramos ante la vitrina. Repito el ofrecimiento. Pregunta si es cierto que puede pedir cualquier cosa. Calculo el costo de mi generosidad: no será demasiado, pues ellos saben lo frágil que es la nobleza ajena, y por lo general me toca decirles que bien puedan, que aprovechen y se coman algo rico y que los llene, que los alimente incluso. En el caso extremo, me costará diez mil pesos; estoy dispuesto a llegar hasta veinte mil. Intuyo que se decidirá por un café con leche y a lo sumo un pan o un pastel de pollo, y que la alentaré a escoger algo más. Entonces viene la sorpresa: sin hablar, señala una copa de helado. Una especie de totuma de chocolate en cuyo interior, sobre una masa café clara, flotan una supongo que fresa envuelta en almíbar y una galleta desvaída con raya quebrada de chocolate; por el frente, una gotera blancuzca, sobre cuya naturaleza prefiero no preguntarme, recorre la copa y cae al plato eliminando cualquier posibilidad de que el helado resulte apetitoso. Sus facciones se llenan de expectativa. Pregunta si puede pedir eso. “¿De verdad quiere un helado?”, le pregunto como regañándola por no elegir algo más sólido y alimenticio. Dice que sí y sus facciones se vuelven traviesas, el gesto infantil. Instruyo al dependiente para que le dé lo que desea. La mujer estalla de alegría. “Me dan hasta ganas de llorar”, declara, y sé que si mi actitud fuera menos adusta se daría cuenta de que somos de la misma casta. El hombre le entrega la copa y ella la recibe como si se tratara de un objeto místico que le conferirá algún poder o la pondrá en contacto con alguna divinidad. Algo de una antigua altivez regresa por un momento a su espíritu. Le alcanza el ánimo para reclamarle al hombre la cucharita que debería venir con el helado. Se repliega sobre sí misma, exultante.
Ellos no dan las gracias, pero uno sabe que en esos momentos se enamoran un poco de la vida. Más tarde en la noche llueve. Las nubes ocultan la Luna, que ha empezado a menguar.

miércoles, septiembre 11, 2019

Migdonio


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Fue en febrero, el último viernes. Tenía que ir de afán a la hemeroteca de la universidad. En la galería del primer piso de la biblioteca, por la que llevaba días pasando sin darme cuenta apenas de que exhibían unos paisajes, un cuadro se me prendió en la mirada. Solo podía haber ocurrido en ese momento, no sé bien la razón; a veces se conjugan cosas y sensaciones a partir de los mismos elementos que antes han pasado sin tocarnos. El cuadro entró entonces por mis ojos y se incrustó en algún lugar del cerebro donde se administra la sensibilidad (intuyo que es el mismo en el que se ubica el espíritu). Una fuerza me obligó a devolverme desde el segundo piso para mirarlo, para contemplar la exposición. Di varias vueltas alrededor de los paneles: eran paisajes del Chocó pintados al natural por alguien que está metido en ellos y no puede hacer otra cosa que transmitir la sublime belleza.
No sé nada de arte, así que no soy quién para desconfiar del naturalismo. Mi capacidad crítica se reduce a la reacción típicamente impresionista ante las obras: me conmueve, me gusta. Y eso me ocurrió con la mayor parte de la exposición, pero sobre todo con ese cuadro. Eran imágenes diversas de las selvas, a veces con mucho color, siempre dominadas por la vegetación –el verde– y el agua: en estos elementos, las pinturas estaban casi siempre bien logradas. Unas pocas incluían animales, una que otra ave, algún mico, y entonces la calidad decaía. Me detuve ratos largos ante varios de esos cuadros, pero una y otra vez tuve que volver sobre el primero. Me llamaba, me turbaba de algún modo, me apaciguaba.
Era uno de los más grandes, un rectángulo horizontal de 160 por 79 centímetros en el que se plasmaba en su serena majestuosidad la selva del río Lloró. El punto de vista del pintor estaba emplazado en un recodo, con la corriente en primer plano y en el fondo la omnipresencia de los árboles, la niebla, la luz tenue de un amanecer –quizá de un atardecer– proyectándose oblicuamente desde el ángulo superior izquierdo del cuadro y hundiéndose en un segundo plano de la manigua. Comprendí que mucho de mí se hallaba inserto en ese paisaje. Por eso me lo llevé en las células, a la vez que me dejé a mí mismo para habitarlo.
Una vez, hace veintisiete años, recorrí el Lloró y otros afluentes del Atrato con un grupo de investigadores de Biología. Tengo en la memoria la pureza y la serenidad del agua, y también la inmensidad de la corriente y el miedo que me producía la posibilidad de que la panga en que íbamos, larga y delgada, se hundiera. Nunca he vuelto al Chocó, pero sé por los relatos que esa selva ya no existe: los mineros han abierto enormes baches en la vegetación y han llenado los ríos de mercurio y otras inmundicias opuestas a la vida. Pero esto no es más que anécdota. El cuadro no me conmovió porque una vez estuve en ese río o por la melancolía que me produce su destrucción, sino porque existía un vínculo fuerte entre ese pintor, ese paisaje y la parte de mí que todavía se conmueve con lo bello.  
Conservé el catálogo de la exposición. Del pintor se decían pocos datos además del nombre: Migdonio Chaverra Mosquera, nacido en Quibdó, con estudios en algún instituto de cultura y exposiciones en su ciudad natal, en Cali y en varios centros comerciales de Medellín. Esta de la Universidad de Antioquia, me iba a enterar luego, era el gran hito de su carrera. El catálogo decía, en la pluma elegante y autorizada de Luis Germán Sierra: “…tiene el propósito, tal vez, de hacernos ver en la ciudad lo que ocurre allá, en la selva, en ese silencio lleno de vida”.
Silencio. Esta es la palabra que en mí ha definido mejor el cuadro de Migdonio Chaverra. Tremenda paradoja, pues sé bien lo habitadas de ruidos que están las selvas. Pero es el silencio de ese paisaje visto desde afuera, el mudo entreverarse de la niebla y los follajes, la luz y el agua, la fuerza catalizadora que me transforma en parte del cuadro. Y soy perfectamente capaz de percibir al artista pintando cada hoja, cada fragmento del río, en eterna comunicación conmigo cuando paso frente al cuadro o me siento a contemplarlo. En un par de ocasiones, favorecido por yerbas ennoblecedoras, he logrado lo que aquel personaje de Los sueños de Akira Kurosawa que se introduce en las obras de Van Gogh y hasta dialoga con el pintor. Solo que, a diferencia de los trazos posimpresionistas del holandés, los hiperrealistas de este colombiano me sosiegan de un modo, no sé, salvaje. No hablo con Migdonio en mis viajes a su paisaje selvático. Es, era, un hombre poco dado a las palabras con los no cercanos; en eso nos parecemos.
Unos días después de ver el cuadro, contrariando la falta de entusiasmo que me producen los individuos detrás del arte, me animé a comunicarme con él. Encontré su perfil en Facebook y le escribí: “Quería comentarte que tus paisajes de la selva me conmovieron bastante”. Demoró dos semanas para responder que le alegraba mi comentario y agregar: “Eso quiere decir que ha valido la pena mi entrega y amor por lo que hago. Muchas gracias”. De inmediato repliqué algo sobre su acierto al captar el misterio de los paisajes y me animé a preguntarle si sus cuadros estaban en venta. Tardó otra semana para responder que sí.
De esta manera, hablando de semana en semana a través de las redes, acabé comprándole el cuadro. Avisó que deseaba agregarle unos detalles y me invitó a ser parte del acto creativo. Le respondí que, en mi concepto, no le hacía falta nada y cualquier elemento nuevo estorbaría. Lo trajo a mi casa el penúltimo viernes de marzo. Estaba contento a la manera en que la gente como nosotros se pone contenta: diciendo unas pocas palabras, sin gran despliegue de expresividad. Yo también lo estaba. Solo quedó pendiente un detalle: el certificado de autenticidad. Nos contó que días antes, en un atraco, le habían robado los documentos, y prometió que en cuanto recuperara la cédula de ciudadanía haría el certificado. Escribió en mayo para saludar y decir que seguía pendiente de recibir la cédula y que en cuanto esto ocurriera haría el certificado. Le conté que el cuadro nos gustaba mucho a nosotros y que había sido muy admirado por nuestros visitantes. Respondió: “Es lo que más me gusta saber en mi vida. Muchas gracias”.
No supe más de él hasta el jueves 5 de septiembre, cuando apareció en mi muro de Facebook la noticia de su muerte. ¿Qué le pasó? A la muerte de alguien, la pregunta, me parece que natural, es siempre esa. ¿Qué le pasó? ¿De qué murió? ¿Por qué así, un artista en plena vitalidad, etc.? Ninguna pista hay en su página ni en los numerosos comentarios que siguen a los anuncios de sus hermanos primero sobre su muerte y luego sobre el dolor que los embarga y la resignación que esperan. Diego y yo concordamos en que era un hombre de actitud triste.

sábado, julio 27, 2019

Noticias de un festival entre montañas



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Entre el 18 y el 21 de julio se llevó a cabo la que podría haber sido la última edición de un evento cinematográfico al que dan muchas ganas de ir, en el municipio de Jardín, Antioquia. Ojalá que alcaldía, comerciantes y patrocinadores institucionales se pellizquen sobre la importancia de darse menos pantalla y brindar un apoyo real a la organización.

Cuando por fin, el jueves 18 de julio, el bus del festival ha pasado por el feo y cada vez más arruinado sitio de Bolombolo, veo entre dos crestas de la montaña los puntales enfrentados de lo que algún día será un viaducto. ¿Llevamos cuántas horas, cuatro, el día entero, en este bus? Muchas, muchísimas más de las que deberían ser. A finales de mayo, las pésimas condiciones de construcción de la autopista Pacífico 1, que hace muchos años debería estar comunicando a Medellín con la región suroccidental de Antioquia y con el Chocó, produjeron un derrumbe gigantesco en el municipio de Amagá que no se ha querido remover y para hacer este recorrido, que por la trocha llamada Troncal del Café debería tomar si acaso tres horas, ahora quién sabe cuántas serán: todo depende del genio que este día acompañe a los mil demonios que gobiernan esta región. Mi propio genio es hoy bastante bueno, a pesar de que vengo con una de esas gripas que le hacen doler a uno hasta la cuarta generación de su descendencia. Se debe, supongo, a que he pasado unos días en Bogotá y siempre viene bien cambiarse de aires y venir a los pueblos.
La tal Pacífico 1 es parte de un complejo de autopistas que el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, letal como las enfermedades más perversas, se inventó para desatrancar al país y ponerlo en materia vial a la altura, al menos, de Bolivia. Auspicioso proyecto que ya hasta en Discovery han presentado como una maravillosa realidad. Solo que se trata de una realidad existente nada más en la propaganda del gobierno: ninguna de las autopistas ha llegado a terminarse. El proyecto se tragó las dos administraciones de Uribe y las dos de Santos, se tragará toda la de Duque (bueno, lo de Duque no es una administración, sino una delegación mal asumida por un pelele) y la de su sucesor, y si algún día llega a término este no será feliz. Entre Odebrecht y los políticos se tragaron la plata de las obras. Todos ellos han comido de los billones y billones de pesos que les han metido a estas montañas, no para trazar en ellas una superautopista de cuarta generación, sino para destruirlas haciendo pedazos de mamarrachos carreteables que algún día serán si acaso un camino de mulas repleto de peajes. Presidentes, gobernadores, alcaldes, banqueros: para todos ha alcanzado la torta del presupuesto que debería haberse invertido en la superautopista, y todos, todos, todos, se han llenado los bolsillos de plata y las jetas de palabrería mientras la gente como yo y como usted, y como todos los uribistas –cosa que ni usted ni yo, ni la gente que piensa, es–, se tiene que someter al suplicio de estas vías dizque de última generación que solo han servido para acabar de dañar el viejo trazado de la Troncal del Café, una carreterita en ruinas que jamás ha movido bien a la región.
En el bus viene también Rosario, la hermana de San Andresito Caicedo. Me ilusiona oírla, aunque a estas alturas de la vida ya es casi nada lo que puede decirle a uno una hermana de ese jovencito empantanado. Sin embargo, luego me enteraré de que la señora no tiene programada actividad alguna en el festival –viene en plan turismo–, y como soy tímido y respetuoso del derecho ajeno a la tranquilidad, no le hablo ni le hablaré jamás. Si algo quiero en el futuro oír de Caicedo, lo oiré en sus libros, aunque desde que terminé la adolescencia estos han perdido la capacidad de hablarme. Lo más seguro es que he sido yo quien ha perdido la capacidad de oírlos, pues Andresito Caicedo logró convertirse en apenas veinticinco años de vida en un maestro de la literatura.
Llegamos, pues, a Jardín. Tres casas bonitas, calles destruidas y un entorno de montañas de gran belleza. Hoy los genios estuvieron tranquilos y el viaje nos tomó apenas cuatro horas y media. El horripilante estado de la carretera es una de las razones por las que este año mermó la afluencia de visitantes. Otra es la falta de puente festivo y la otra, lo poco atractiva que resulta la temática elegida para la cuarta edición: cine y patrimonios. A pesar de eso se puede reportar con alegría que el público, en vez de escasear, se ha reducido a sus justas proporciones. Durante los cuatro días de duración del evento no llegará a verse una sola proyección o una sola conferencia sin gente. La organización del festival de cine de Jardín, tozuda y valerosamente apalancada por mis amigos Adriana González y Oswaldo Osorio, es impecable y el público tiene claro que lo que aquí se le ofrece será siempre un producto de calidad.
Tres cosas me traen a Jardín. La primera, la actividad académica, que es la virtud que lo hace especial entre los festivales de cine de provincia. La segunda, el aire limpio que baja de las montañas. La tercera, un par de películas. Varias proyecciones se harán en el teatro municipal, bastante bello, y entregado, aunque sin dotación técnica, para su estreno en el festival. Inaugurado en 1912 y en ruinas hace tres décadas, el teatro es lo único que se ha restaurado en Jardín durante el último cuatrienio. De resto, todo es destrucción. Esperemos que el pueblo consiga sobrevivir a la perversa administración que lo rige y elija un buen alcalde –no lo hará, pero siempre hay espacio para la ilusión– en octubre próximo.
La parrilla de películas no está supeditada al tema del patrimonio y algunos títulos son más bien oportunidades que la organización ha sabido aprovechar. La más notable, La ciénaga, entre el mar y la tierra. Hace tiempo tenía interés en esta película, cuyo estreno internacional se malogró un par de años atrás por culpa de un litigio entre los dos personajes que figuran en la codirección, Manolo Cruz y Carlos del Castillo. Nunca he sabido bien en qué consiste el diferendo, y la explicación que dan el primero y su actriz protagónica contribuye a mantener la confusión. Por lo que se le cuenta al público, Cruz, que también interpreta al difícil personaje principal, le cedió durante el rodaje a Del Castillo la dirección en campo, luego este quiso apropiarse el crédito de director para él solo y algún tribunal acabó fallando a favor del primero. Lo más importante es que al fin esta película puede llegar a la fase de cartelera, en la que, sin duda, tiene con qué defenderse: a pesar de las precariedades de su guion, telenovelesco por momentos y con evidentes deudas con Mar adentro de Alejandro Amenábar (2004), la buena historia que relata y la portentosa actuación de Vicky Hernández, secundada por la menor pero bien lograda del propio Manolo Cruz, bien que pueden entusiasmar a la taquilla. 
Casi no han venido actores este año, de manera que la atención de la gente se concentra en la enorme Vicky Hernández. Enorme, digo, porque esta mujer es, sin duda, un patrimonio vivo de la actuación en Colombia. Simpática y entusiasta, me fascina, por ejemplo, cuando se toma fotos con las personas que la atosigan por doquier. Más aun, cuando es ella quien se las toma a las personas –la he visto hacerlo más de una vez–. Hay un momento en que Vicky es de una sabrosa sensatez, como cuando está hablando sobre el papel del actor en nuestro cine, sobre la relación del director con sus actores, en fin, pero hay otro momento, mucho, mucho rato después de que ha estado hablando ininterrumpidamente, en que la sensatez muta en tedio, y ya uno quiere que le ceda la palabra, por ejemplo, a ese joven aspirante a director de cine que está a su lado y al que veremos por todo el pueblo acompañándola como un lazarillo. Hernández y Cruz relatan que la última de muchas versiones del guion de La ciénaga, entre el mar y la tierra se puso en manos de la actriz. Resulta evidente que el control entero de la película se puso en las mismas manos, y el extenso diálogo –en realidad, el extenso monólogo de Vicky– que sigue a la proyección pone en evidencia algo que he pensado hace tiempo: todo gran actor necesita un gran director; de no darse el encuentro, ocurrirá lo que en esta película, que la actriz se desborda y acaba llenando el espacio fílmico con nada más que su presencia.
El segundo título que me atraía es una antigualla de los tiempos en que el cine colombiano se dejaba en manos de los directores de teatro, que ni entonces ni nunca han sabido hacer películas. Se trata de Bajo la tierra, dirigida (malograda, más bien) por Santiago García en 1968 y basada en una novela de José Antonio Osorio Lizarazo. Mucho busqué esta película hace una década, cuando hice mi investigación sobre las relaciones entre el cine y la literatura en nuestro país, pero la única copia existente estaba en las bodegas de la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano y no era posible verla. Ahora la han restaurado y su presencia resulta más que oportuna en un festival cuya temática es el patrimonio. Complicado tema, este. Me paso la proyección preguntándome si una obra tan burdamente actuada y tan pobremente realizada merece los recursos invertidos en su restauración. ¿Qué diablos es el patrimonio?  
Ya para terminar, la joya de Jardín: la sección Caleidoscopio. Una veintena de cortometrajes de realizadores jóvenes que se juntan mediante convocatoria nacional. Lo más bonito es que Caleidoscopio atrae multitudes y a la vez da cuenta de la fortaleza de nuestro cine joven. Los nuevos realizadores y el público vienen hasta esta lejanía a sostener un feliz encuentro.
Asisto a unas cuantas proyecciones y conferencias más y aprovecho también para recorrer este pueblo mal administrado y bello. Al final, como debe hacer uno de todas partes, me largo. Llegando a Medellín después de muchas horas, una imagen que de entrada me parece bonita: en uno de los semáforos de la glorieta de Monterrey, una viejita hace malabares con varias bolas frente a un grupo de carros. Admiro la pericia que ha logrado “a esa edad”. Entonces me doy cuenta de que una viejita de esa edad, a esa hora, en ese lugar, haciendo eso, no debería ser una imagen que sintetizara la inquebrantable lucha del espíritu humano por la supervivencia: es un insulto de nuestro sistema inequitativo. Esa pobre señora debería gozar del derecho que con quién sabe cuántos años de existencia se ha ganado a estar descansando a esta hora, y yo debería llevar por lo menos dos horas en mi casa, pero es que la carretera… Ah, Jardín: ojalá este no haya sido tu último festival de cine.
 
La actriz Vicky Hernández y el director Manolo Cruz conversan con el público luego de la proyección de La ciénaga, entre el mar y la tierra en el festival de cine de Jardín.

sábado, julio 13, 2019

Esplendor

Para el regreso de mamá del crucero le tuvimos flores en su apartamento. Me llevé unas pocas al nuestro, un girasol, dos rosas, un cartucho abierto y otro por abrir, margaritas teñidas, algunas hojas y unas ramitas menuditas cuyo nombre desconozco y que no quise preguntarle a la vendedora porque su actitud no era la de alguien que vende belleza. Las pusimos en el florero que nos queda del matrimonio y lo ubicamos en la sala, sobre un butaco, bajo el cuadro de Migdonio Chaverra –el hermoso paisaje naturalista del río Lloró– y entre nuestras dos plantas más frondosas. La sala se llenó de colores y estos refulgieron muchas veces durante las dos semanas que siguieron, pues hubo ratos de bastante sol. Las flores se fueron muriendo sin parar, el cartucho cerrado abrió y languideció, pero los colores no dejaron de refulgir: aunque se tornaron graves con la marchitez, siguieron siendo intensos. Aprendí que en las postrimerías de la vida lo bello muta, no muere; o, si es que muere, la muerte no significa su desaparición. Quizá una lección adicional tenga que ver con las ramitas menuditas, que hoy siguen vivas: esa persistencia callada y efectiva de lo humilde.
Esto es algo que vengo pensando hace rato, desde cuando pasé de cierta edad y llegué a una, esta, que he denominado “la de la muerte inminente”. Los que crecimos en el Medellín de los ochenta y noventa bien sabemos que la muerte puede ocurrirle a cualquiera en cualquier momento, sobre todo si ese alguien es joven y vive en ciertos barrios, en fin. Tantos héroes cayeron ante nuestros ojos y la ciudad se quedó tan con nosotros, los astutos cabizbajos que no amenazábamos a nadie, que no tendría por qué resultar una sorpresa, ni siquiera un inconveniente, el hecho de que cualquiera se muera en cualquier momento. Sin embargo, con todo y nuestras tasas de muerte inesperada, indebida, que llegaron a ser las más altas del mundo y luego bajaron y luego han vuelto a subir, la muerte es algo que uno se obstina en creer que no llegará. Sobre todo, que no le llegará a uno mismo. Por eso vivimos como si fuéramos sujetos eternos, sujetos, digamos, que duran toda la vida. Pero llegás vos a esta cierta edad y te das cuenta de que ya no son los miembros de dos generaciones por encima de la tuya los que se están muriendo como moscas fulminadas por el dios de las cosas que pasan: la mayoría de ellos, digamos los abuelos, hace tiempo que dio el gran paso, el paso final, el último paso. Los que aún no lo dan constituyen la anomalía que confirma que se puede ser longevos. 
Ahora los que caen todo el tiempo, van por ahí y de repente se les acaba la vida, son los de la generación de encima, apenas un peldaño arriba de la nuestra, los papás, las mamás, los tíos que amábamos y odiábamos, que nos hicieron y deshicieron, los que nos agarraban en el borde del abismo, nos guardaron del marasmo de la historia y nos pusieron en el milenio como si perteneciéramos a él. Vamos y los lloramos en los velorios, casi no asistimos a las cremaciones; a veces abrazamos a los hijos. Esos, que durante toda la vida fueron la gente que nos brindó seguridad, están dejando de existir y, si bien duele, nos parece normal que ocurra. Los viejos mueren. Los jóvenes envejecen. Y, de pronto, los que toda la vida fuimos la siguiente generación nos encontramos con la realidad incuestionable de que a grandes trancazos estamos envejeciendo sin que nadie nos avisara que esto debía ocurrir. Los viejos mueren, los jóvenes envejecen y los que seguíamos damos tumbos entre las edades. Entonces ocurre: los pioneros de entre nosotros están empezando a morir. En cualquier momento, incluso mientras miro por la ventana la silueta de la arboleda vecina y al fondo las luces de la ciudad que trepa hasta más arriba de la montaña más alta, puede suceder que sea yo quien presione por última vez una tecla del computador y marche al territorio del adiós definitivo, el de la disolución. Siempre lo había pensado, pero nunca lo había sabido en realidad: puede ocurrir en cualquier momento.  
Puede que dure más, pero mi vida se marchita como ese girasol, esas margaritas, esas rosas, esos cartuchos, a la larga esas ramitas; se marchita como ese sol cuya existencia en los eones nos hace posibles. Saberlo ahora sí –después de tanto saberlo como si no fuera conmigo–, me produce un poquito de angustia y un mucho de tranquilidad. La marchitez de las flores se ha prolongado días, antes de que decidamos tirarlas a la basura. Y yo, al fotografiar el girasol en su postrera explosión de amarillos, me doy cuenta por fin de que la muerte es algo que nos está destinado a todos los que hemos vivido y que todo, todo, se reviste de belleza cuando se dispone a dar el paso final. Pienso en los monstruos y ángeles incontables que nos han poblado a lo largo de la historia y dudo, pero sí. Todo.




martes, junio 11, 2019

Caridad

En el Éxito de Envigado, el que por grande y atestado pusieron Éxito Wow! cuando le adosaron el centro comercial Viva, me compré un pastel de pollo. Amenaza letal para mis arterias y para las amalgamas de mi dentadura, además de un atropello para el género humillado de las aves de corral.
            –Dos mil novecientos noventa pesos –informó la señora que atendía la caja de la fritanguería.
            Me hizo gracia la precisión. Podría haber costado tres mil o dos mil novecientos, pero no: eran dos mil novecientos noventa. Lo escribo en números para que se dimensione mejor: 2.990.
            Le pasé un billete de cinco mil, de esos bonitos de la nueva serie, el que conserva como motivo al poeta José Asunción Silva.
                –¿Quiere donar los diez pesos­? –preguntó.
            –Sí, claro –respondí sin pensarlo, pensando en realidad que ella sería la beneficiaria de la donación. Sin razón válida, solo porque se me parecía a las señoras que venden empanadas y otros fritos en los barrios populares los fines de semana por la noche, había desarrollado simpatía por ella. Sin embargo, mientras revolvía billetes y monedas en la caja para devolverme, lo pensé. Pregunté con una voz que anhelaba sonar simpática, pero consciente de que mi voz a pesar de lo lenta es recia y mis preguntas siempre salen como regaños: “¿Qué pasa si uno dice que no?”.
            –Se le devuelven cincuenta –respondió. Complicado, claro, porque monedas de diez y de veinte pesos colombianos no circulan desde los días en que Uribe era presidente (todo tiempo pasado fue más atroz).
            Entonces caí en la cuenta de todo: la señora no era una viejita de empanada callejera y la caja no era suya, sino del hipermercado, de la multinacional, que le saca provecho a cada metro cuadrado de sus almacenes. Miré el enorme establecimiento: miles de compradores. Miles en ese momento, domingo en la primera hora de la noche, y miles cada momento del día de cada día de la semana, cada uno de ellos enfrentado a la pregunta por la “donación” de los diez o los cien pesos, si estaba pagando en efectivo, o por la de “la gotica pa los niños” si lo estaba haciendo con tarjeta. La minucia que fuera. La enorme mayoría contestaría como yo, de afán y con una sonrisa de desdén por la fruslería que significan diez o cien pesos, o los mil de la gotica: “sí, claro”. Entonces lo pensé: definitivamente, entre que el Éxito pierda cuarenta pesos o yo diez es mil veces preferible lo primero. Minutos antes había evadido en una caja de las grandes la trampa de la gotica pa los niños. El negocio es diabólico de tan sencillo: yo me las doy de caritativo desprendiéndome de minucias –mil, dos mil, diez pesos– y así pago en mínimas cuotas la futura entrada al cielo, y la multinacional deduce impuestos gracias a mi conciencia tan barata y a la de otros quinientos mil compradores que en este momento hacen fila en las cajas de sus mil almacenes. Wow! No, gracias. Prefiero evitar el vértigo. Mi auténtico sentido de la caridad con “los niños” consiste en no engendrarlos y en convencer a otros, hasta donde puedo, de que no los engendren (apóstol que soy de la iglesia furibunda de san Fernando Vallejo).    
Soy un hombre de palabra y ya no podía deshacer el “sí, claro”. Queda para futuras ocasiones, cuando estaré más avisado. Entre tanto, el manjar estaba caliente, grasoso y duro, y me lo comí pensando en los diez malditos pesos y en que si de verdad quisiera ser solidario no andaría por ahí contribuyendo a la prosperidad de la industria malvada de la avicultura. Estaba muy rico el pastelito, y diez pesos no me vuelven más pobre pero en cambio sí enriquecen mucho más a los dueños extranjeros del gran almacén que una vez fue tan nuestro como el edificio Coltejer y la fama de buenos negociantes (haberes hoy igual de extintos).


martes, enero 22, 2019

La hora del té



Ella es Amanda, la amiga con la que me iba a tomar un tinto esta mañana en la Universidad de Antioquia. Sin embargo, descubrí que la canción, aunque tiene rima y es divertida, miente: las iguanas no toman café. Ni a la hora del té ni a ninguna otra. Tal vez habría preferido compartir una zanahoria o unas hojas de lechuga. No sonrió ni me hizo mohín alguno; siguió su camino y se internó en la espesura, con ese desinterés en uno que tienen las iguanas. Poco después caminó hacia el bloque 16, donde están la rectoría y otras oficinas administrativas. Confieso que pensé en hacer algún comentario gracioso sobre la atracción de los lagartos por las burocracias, pero ni la gracia ni la realidad me alcanzaron este día para hacer chistecitos que más bien insultarían a la nena o a los funcionarios.
Me quedé viéndola lo más lejos que pude. No tan poco como para causarle molestia, no tanto como para perderme el encanto del encuentro y la oportunidad de las fotos. 
Alguien me contó que hay una familia entera de ellas que tiene su casa en uno de los bordes de Ciudad Universitaria, por los lados del sendero que lleva al estacionamiento del Parque Norte. En días de sol se atreven a adentrarse en la Universidad, cuya comunidad, al parecer, las respeta. Hace tiempo leí, además, que existe en un barrio del noroccidente de Medellín un parque dedicado a ellas, donde los vecinos las cuidan. Nunca fui por allí y hago fuerza por que la situación no haya cambiado, por que aún existan dicho parque y dichos vecinos cuidadores de una especie que nos habita aunque uno se la imagina más cómoda en las sabanas de la costa. Hace más años, cuando daba clases en la seccional de la Universidad en el Bajo Cauca, alguien me contó que se tiene la creencia de que cuando uno se encuentra con una de ellas es señal de que luego va a encontrar dinero. Tal vez. No sé: rico no soy. En fin. En fin. En aquella canción decían, además, que fuera de tomar café a la hora del té la iguana llevaba puesta una ruana de lana y se peinaba la melena junto al río Magdalena. Cosas de la imaginación, a veces tan pendejas y encantadoras. Lo real es la alegría de esta mañana de enero. 
Otra confesión es que el nombre de Amanda es arbitrario, que no pude preguntarle si más bien prefería llamarse Armando. Uno da por sentado que todas las iguanas son chicas que quieren llamarse como chicas, como da por sentado que todos los burros son chicos que quieren llamarse ídem o que todos los políticos son excreciones del demonio. A la larga no importa. De alguna manera habrán de llamarse unos a otros los individuos que habitan el mundo de las iguanas y es poco probable que hagan caso de nuestros nombres. A fin de cuentas, ella o él no estaba allí por mí. Hubo otros acontecimientos en el día, se habló de disturbios en preparación para la tarde y de helicópteros sobrevolando la ciudad, pero yo preferí quedarme con la imagen de una iguana cruzándose en mi camino sin que el encuentro significara daño para ninguno de los dos.
Me gusta cuando una presencia es bonita y nada más, y me llené de una alegría que sigue vigente.



Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...