martes, octubre 26, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 8. Naufragios

Me asomo al balcón y hay un cielo azul con manchas grises. Mucho calor, viento fresco. Entro. Me apresto a salir y oigo que algunas goticas empiezan a caer. Salgo y apenas avanzo una cuadra porque las goticas son, de repente, trillones y las manchas grises se han convertido en un pesado océano de nubes que aplasta la ciudad de horizonte a horizonte y anuncia el próximo hundimiento de todas las ilusiones. En una esquina encuentro espacio para no mojarme, aunque pronto el vendaval hace que los chorros que no me caen de arriba me caigan de los lados y rujan con auténtica furia. Naufrago de todas formas.
Los aguaceros de Medellín son así: tímidas lluviecitas que pueden aparecer en medio de cualquier verano para retirarse y regresar de un momento a otro acompañadas por temibles tormentas que se van como llegaron, sin que uno se dé cuenta de por qué. Empiezo a caminar. Entro a la tienda de gatos. Atrás de mí, desde el profundo invierno del trópico se materializa de nuevo la tormenta. El vendaval. La llovizna. El sol.
Salgo. Una muchacha me conmina a no mojarme más. Sonriente, le contesto que da igual, que ya me hundí hace 42 años. No me entiende, tal vez porque no le importa o porque el rumor de la lluvia no le deja llegar mis palabras o porque desde que uso tapabocas no me entran los virus de la peste ni me salen los mensajes que emito. Me voy bajo el aguacero y en el trayecto hasta mi casa, unas cuantas cuadras, vuelve y sale el sol y vuelve y cae la lluvia, y así. En estos días alguien aseguró con énfasis de catedrático que este régimen se debe al calentamiento global o cambio climático, llamalo vos como querás, el resultado es la misma locura de nuestro cielo y la ciudad. No le contesté porque a lo mejor tenía razón, pero caigo en cuenta de que cuando mi mundo se llamaba Aranjuez y era un barrio encantador de esta urbe hoy azotada por temporales volubles, y yo tenía varias décadas menos de desencanto, las lluvias eran iguales que hoy. Sonsas, repentinas, lindas, amenazantes, cataclísmicas, invernales, primaverales, románticas, trágicas, eternas y pasajeras. Todas me gustaron siempre y, antes de que todo se debiera al calentamiento global, ya el clima me permitía ser lo que sigo siendo. Me habita el mismo individuo al que granizadas inesperadas hacían brincar de felicidad en las lomas de aquel barrio. En plena canícula o sorteando el naufragio, soy un muchacho que mira la lluvia.



viernes, octubre 22, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 7. También los feos viven hermosas historias de amor

Me gusta descubrir que cuando se es viejo, feo o excluido de cualquier manera la vida no es un asunto que nos excluya. No, ella no. Una parte de la humanidad sí, pero la vida no. En la vida estamos todos.

Durante unos cuantos años, dos vidas atrás, tuve mucho que ver con este espacio. Torres de Bomboná, también conocidas como Torres Marco Fidel Suárez o Torres del ICT. Fueron construidas en los setenta por el que se llamaba Instituto de Crédito Territorial y una década después se habían convertido en uno de los vivideros más cachés del centro. Hoy están aquejadas por los males que convirtieron esa zona en la muestra más representativa del infierno que se campea por Medellín: el ruido, la contaminación, la inseguridad, el miedo, el fastidio. Las Torres mantienen, sin embargo, un poco de su antiguo encanto. 
Estoy sentado al atardecer en uno de los muritos del patio central y no dejo que los males me espanten. Observo. En el cielo, el primer lucero de la tarde me recuerda la antigua promesa de que las estrellas son para cierta persona (perdón, amantes todos, a ustedes les tocará regalar otras cosas a sus amados: pétalos de margarita, piedritas del camino, en fin, pues las estrellas ya tienen un destino asignado por mí). Abajo, a pesar del ruido de las discotecas y los vendedores de megáfono, la gente cruza de un lado para otro y no parece alterada. Fijo mi atención en la banca ubicada frente a mí, a la derecha, y celebro la imagen. Dos enamorados, hombre y mujer (podrían ser cualesquier otras formas del enamoramiento humano), llevan un rato mimándose, besándose, riéndose. Me hago la ilusión de que por estar tan concentrados el uno en el otro no han detectado mis ojos, que los escrutan, y mi espíritu que los celebra. No son jóvenes, no son bellos como la convención manda. Ninguno se baja de los cincuenta años ni de los muchos kilos, ninguno viste marcas de almacén caro, y los dos se ven tan felices que por este rato me hacen feliz a mí. Espero que les dure el mutuo embelesamiento.
Subrepticiamente, tomo la fotografía y ni ellos ni algún espectador que no lea estas palabras podrían darse cuenta de que son ese hombre y esa mujer los protagonistas de la imagen. Solo yo lo descubro. Solo el lucero que anuncia las dádivas a mi amado. Solo nosotros sabemos que el amor esta tarde es cosa de todos y que bien vale la pena entregarse a él en cualquier lugar de la ciudad, en cualquier región de la estética y en cualquier instante de la existencia. Miro la fealdad que domina el entorno y solo en esa banca de la derecha detecto la suficiente belleza para que valga la pena celebrar esta tarde. Me voy. Espero que ellos no. 



miércoles, octubre 20, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 6. Pavesas

Y tanta era la belleza de su vuelo, que eso llegué a pensar en más de una ocasión: que se trataba de pavesas de un incendio celestial. Los veía desde mi calle, desde mi balcón, desde una manga o desde un vagón del metro, siempre lejos, arriba, planeando en las altas corrientes de aire cálido que ascendían sobre la ciudad. Después caí en la cuenta de que su vuelo era una forma de reinado de los más humildes o, al menos, de los que más carecían de pretensión. Nadie ha volado con más belleza en los cielos de Medellín y, sin embargo, nadie más ajeno que ellos a la vanidad. También supe que eran carroñeros y cumplían una función vital en el ecosistema: la de llevarse en sus estómagos todo rastro de vida en estado de putrefacción. Alguien los asoció con la fealdad y elogió cómo los más feos cumplían la importante tarea de limpiar. A mí nunca me parecieron eso. Todo lo contrario: son magníficos en su negrura, fundamentales en su misión. Por eso me gusta que se acerquen, que aterricen con pesadez sobre mi tejado y que en las mañanas de sol desciendan sobre una lámpara callejera, desplieguen su imponencia y se calienten por encima de todos nosotros, que solo podemos observarlos. En el incendio perpetuo del cielo, los gallinazos han sido siempre un detrito de la divinidad.



Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...