jueves, octubre 15, 2015

Abuelo, se va a firmar la paz con los que te mataron


Me llevó muchas horas encontrar al abuelo. No lo veía desde su entierro. Dos guerrilleros de las Farc lo asesinaron a sangre fría disparándole por detrás la madrugada del viernes 19 de febrero de 1999, una hora después de que en un éxtasis único en mi vida yo pusiera punto final al primer borrador de mi primera novela. El abuelo era un anciano desarmado y solo que desde cuando ellos llegaron a Pueblonuevo les dijo a la cara que con él no contaban porque era conservador. Esa, pensaba yo, constituía su gran fortaleza; estaba seguro de que un grupo revolucionario habría de ser respetuoso del pensamiento opuesto que se le expresaba con rectitud moral y que, si no era así, al menos ciertas reglas debían regir su ética de guerra: entre ellas, el respeto a la vida de los no combatientes, el respeto a la libertad de pensamiento. Creía yo que una cierta inteligencia les permitiría entender a los guerrilleros que el pensamiento opuesto enriquecería su discurso. Daba por sentadas tantas cosas sobre el proyecto revolucionario de las Farc, que no tomaba en serio las amenazas que, insistían los rumores, pesaban sobre el abuelo. Lo que no sabía es que las cosas dignas de una revolución en realidad nunca formaron parte de dicho proyecto.
Hubo que contrariar su deseo expreso de que se le enterrara en el lugar en que vivió las décadas más importantes de su vida, a orillas del río Samaná, y llevarlo a enterrar a La Unión, su pueblo natal, para no desatar más la furia aniquiladora de los guerrilleros. A la vez, yo contrarié mi costumbre de no ver cadáveres: necesitaba ser su testigo, grabarme en el alma su rostro deformado por la muerte, para que el dolor se hiciera uno solo con la rabia y me impidiera olvidar jamás aquella infamia. Ese fue el día en que me rendí por fin a las tercas evidencias de que la nuestra era una revolución traicionada, que a quienes decían luchar por el pueblo los movía el anhelo demente de la sangre derramada y que no pretendían otra cosa que dominar la tierra para sembrarla de perfidia. Adonde llegaban se portaban como una fuerza de ocupación, sin poder alguno para convencer a nadie pero con la brutalidad de las armas para someter a la población desprotegida.
*
Dado que en estos meses se diluyeron los últimos rasgos de mi confianza en los dioses y sus paraísos, ni siquiera contemplé la posibilidad de buscarlo en el más allá. Las puertas del cielo y del infierno son como las hadas de Peter Pan: se desvanecen de a una cada vez que alguien declara no creer en ellas, de manera que a estas alturas quedan muy pocos agujeros por los cuales ingresar a semejantes lugares; ninguno de ellos me está destinado. Así pues, tras múltiple frustración opté por hacer caso de un antiguo instinto y me dirigí al escondrijo recóndito de mi memoria en que guardo buenos momentos de mi coincidencia en el mundo con un puñado de personas, él entre ellas. No se crea que fue fácil hallar dicho escondrijo –carece de sentido enumerar las peripecias de la búsqueda–: casi nada hay en mí del niño al que una vez, y sospecho que por un lapso bastante breve, quiso el abuelo. Pero lo conseguí.
Este recuerdo se halla en uno de los rincones más gratos del escondrijo: una casa en un valle de los Andes colombianos; en ella, un hombre del campo y un niño de no más de cinco años conversan, lo que quiere decir que juegan. El momento de esta coincidencia es alguna fecha de comienzos de los años setenta, el valle el del cañón del Samaná, el campesino él cuando empezaba a tener la edad de los patriarcas y el niño uno que se desfiguró en mí para dar paso al hombre medroso que soy ahora. Estos elementos permanecen atados a mi memoria por alguna fibra secreta de la melancolía, una que se va debilitando vivencia tras vivencia y algún día se romperá para dejarnos caer a todos en la espesura del olvido. Mientras tanto, agazapados bajo múltiples capas de mi ser, allí están el cañón, el río, la casa, el hombre que fue mi abuelo, el niño que fui yo. Los vislumbro al final de mi búsqueda.
Allí voy, pues. Me lanzo al abismo y en lo hondo de mí, cuando siento que estoy a punto de perderme, me encuentro con el abuelo. Pienso que si el cielo y esos embustes existieran, él se habría ganado un espacio en ellos, pero, como no hay cielos ni eternidad para la conciencia de los muertos, se vuelve necesario cultivar el consuelo del recuerdo para hacer de cuenta que ellos permanecen en alguna parte. Esa parte soy yo. En mí he encontrado al abuelo, dieciséis años después de su asesinato a manos de quienes ahora pretenden llamarse Paz.
En el recuerdo, sin embargo, nada es nada y nadie es nadie. Todos fuimos, todo fue, y solo tras un esfuerzo gigante de la voluntad consigo hacer que el hombre me vea. Que me vea, que me perciba. Son muchas las distancias que he debido vencer. Por ejemplo, yo ya tengo la edad que él tenía cuando yo ya tenía uso de razón. Solo que, como uno viene estando consigo toda la vida en una especie de perpetua juventud, no se da cuenta de que de repente ha llegado a la edad de los abuelos. Eso, y que a diferencia suya yo no he tenido hijos y por consiguiente tampoco nietos. No los tuve y no los tendré; no está en mi voluntad hacerle más daño al ecosistema. En esencia soy un hombre tan diferente de él, tan diferente incluso de aquel niño al que él quería y con el que en este rincón de la memoria juega a frotarle la barba de dos días en las mejillas, que por muy adentro que esté de mi ser me es difícil entablar comunicación. Pero me las ingenio. El prodigio de la literatura permite que en el rincón dentro de mí al que he ido a buscarlo confluyan su tiempo y mi tiempo, de manera que a pesar de las circunstancias de cada cual en nuestro encuentro sigue habiendo entre nosotros la diferencia de edad suficiente para que él sea el abuelo y yo el nieto, y para que podamos hablar.
El problema ahora es cómo llamarlo. Por la época a la que corresponde el recuerdo y hasta bien entrada la primera juventud, me dirigí a él por el mote que en el país paisa les teníamos a los abuelos: “Papito”. Cuando empecé a crecer, ese apelativo se me hizo tonto. Durante los últimos años lo llamé por su nombre de pila antecedido del calificativo que, en mi concepto, se había ganado bien: “Don Jesús”.
Don Jesús Vargas, el abuelo, rodó de pueblo en pueblo y de finca en finca hasta recalar con su familia –mujer y diez hijos legítimos y, que se sepa, cuando menos otro que fue concebido a hurtadillas con una señora del lugar–, a comienzos de los años sesenta, en un caserío recién fundado en los límites entre Caldas y Antioquia. Como lo mío es el silencio, nunca me han contado bien la historia. El hecho es que Pueblonuevo estaba lejos de todo, pero cerca de la felicidad. Ubicado en lo hondo del cañón del Samaná y guardado por la fertilidad de todos los pisos térmicos, allí no le faltaba lo fundamental a nadie. Sobraban el agua y la comida, y la solidaridad de unos con otros llenaba los vacíos que la pobreza generalizada le imponía a la comunidad. Entonces llegaron ellos, los guerrilleros, y lo que nunca hubo durante tantas décadas de abandono estatal desbordó de repente las vidas de todos allí: la desgracia.

Llamarlo Don Jesús, sin embargo, se me hace que incrementa la distancia en un ejercicio como este, que consiste en traerlo de vuelta de los abismos por un rato y comentarle que, después de tres años de negociación, el Gobierno y las Farc han anunciado un acuerdo sobre aplicación de justicia y, para dentro de seis meses, la firma de la paz. No es que yo crea que un convenio con uno de los tantos grupos en conflicto nos vaya de veras a volver un país pacífico, pero algo de ilusión genera el hecho de que el más vehemente de todos esté dispuesto a aquietarse, así a cambio haya que ofrecerle mil prebendas.
            Lo llamaré como quisiera llamarlo ahora si no estuviera muerto. Sin embargo, a pesar de mi decisión, en la circunstancia presente sigo envuelto en la barrera que toda la vida me impidió comunicarme con los míos. ¡Lo tengo a mi disposición en un jirón de la memoria y no sé cómo hablarle! Qué debo decirle, no sé en definitiva; he ahí el siguiente problema. ¿Cómo hablar con un muerto de tantos años al que uno quiso y con el que en vida, sin embargo, ya era difícil el diálogo? Avemaría, abue, ni siquiera te pregunto si estás descansando en paz, porque tengo claro que en la nada no hay descanso ni necesidad de él, ni te hago preguntas sobre tu experiencia en esa nada porque bien entiendo que en ella en definitiva no estás, no sos.
            –Buenas noches –le digo.
            –Buenas noches, joven –saluda y es la primera vez que oigo su voz profunda en tres quinquenios largos. Sonríe con los ojos, y el mismo prodigio que me ha permitido hallarlo en este recuerdo lejano permite que él me vea como a su nieto, a pesar de que en su momento y en el mío tenemos más o menos la misma edad. Cosa difícil de comprender, esta de haber alcanzado en edad al abuelo de uno. Como he logrado que su tiempo y el mío se fundan y a través de sus ojos consigo sentirme en el Pueblonuevo de los años setenta, a través de los míos logro que perciba mi circunstancia presente. Esto ya lo tengo claro. Por eso apelo al único recurso de comunicación que se me ocurre: le hago ver que hay eclipse de luna esta noche.
            –Mire, abuelo –le indico mirando al cielo–: un eclipse de luna.
            En nuestros cielos palpitan las mismas estrellas, aunque la mayoría de las mías están opacas en el esmog de la ciudad. Una luna enorme y brillante ha estado ascendiendo hacia el cenit y ahora, en vez de enrojecer como se anunciaba, se pone negra al atravesarse en la sombra de la Tierra y segundo a segundo va desapareciendo. En pocos minutos no se verá más. En últimas el fenómeno no me perturba mayor cosa y a él ningún interés le causa, pero el pretexto sirve para decir algo. Insisto:
            –A diferencia de la noche en que mataron a Luis Carlos Galán, nueve años y medio antes que a usted, hoy la luna no se puso roja. Simplemente desapareció, mire.
            Alza la mirada. Desde su casa en Pueblonuevo sus ojos atraviesan la ventana de mi estudio en Medellín cuarenta y tantos años después y vuelve a comprobar que el eclipse carece de gracia. Nada comenta.
            –Todos nuestros acontecimientos están ligados a la muerte –digo yo.
            Le cuento lo de mi primera novela, de la que él no llegó a tener noticia porque la escribí en secreto a lo largo de muchos años para justo venir a ponerle el punto final al  primer borrador esa madrugada. Tanto como el día y la fecha, viernes 19 de febrero de 1999, tengo tatuada en las venas la hora exacta: 4:41. Ese instante fue mi versión de la felicidad absoluta. Me acosté tras una noche de febril escritura y una hora después me despertaron los gritos de mamá. Mi felicidad desapareció en la espesura de su dolor. Nunca seré capaz de perdonarle a nadie el dolor de mamá cuando mataron al abuelo.
            –Qué pesar haberles causado ese sufrimiento –musita. Supongo que alguna culpa le asiste, pues habría podido acobardarse, silenciarse, y los magnánimos combatientes de la revolución le habrían permitido morirse de viejo unos años después.
            Al respecto, le cuento, yo manejo dos ideas contrapuestas. Por un lado, la rabia por el dolor que ese acto le ocasionó a mi gente. Pero, por otro lado, también el orgullo de que un abuelo mío muriera aferrado a la palabra. Le digo: “Resistir al opresor incluso a costa de la vida es un acto de heroísmo”.
            –Ya era mi tiempo –justifica a la vida y a la muerte, supongo, con modestia. ¿O será a los asesinos? ¿Cómo será el perdón desde el punto de vista del muerto?
            Abuelo: Karina, la bestia que ordenó tu asesinato, es ahora una cristiana fervorosa y gestora de paz. ¡Gestora de paz, válganme el dios de los cristianos y los de todas las confesiones! Travestida de buen ángel del Señor, vive protegida en las instalaciones de una brigada militar en Carepa, Urabá antioqueño, perdonada por la justicia de los hombres y, sin duda, con una pata en el reino de los cielos porque el cristianismo que condena como pecados mortales las acciones más humanas es capaz en cambio de absolver con espantosa alcahuetería los crímenes más execrables. Ese demonio inmundo asoló durante casi una década la región de donde nuestra familia proviene, generando muerte, muerte y más muerte, no pronunciando jamás aunque fuera una frase que denotara un ideario, y bastó un traspié militar para que se acobardara y negociara la entrega de los suyos con el mismo expresidente colérico que hoy lanza rayos de apocalipsis contra los acuerdos logrados entre el gobierno y la guerrilla.
            –No se debe juzgar a esa pobre mujer, pobre espíritu atormentado.
            Se me ocurre por estas palabras que de pronto sí existen el cielo y el infierno y que él conoce el destino que les aguarda a sus verdugos. Al instante caigo en cuenta de que el abuelo no hablaba así, o por lo menos conmigo nunca llegó a estas reflexiones, y que este diálogo es un constructo de mi propio inconsciente. Ese es el problema de venir a buscar a las personas en los recuerdos: los vacíos de la memoria se llenan con los deseos que uno tiene sobre ellas. El abuelo con el que hablo es el abuelo que imagino, no el que tuve. Pero, siendo esto o nada, mantengo la conversación.
            –Yo nunca la he visto como una pobre mujer –admito–. La verdad es que muchas veces he fantaseado con tenerla de frente, decirle “vos ordenaste matar a mi abuelo, maldita” y destrozarla a patadas.
            –No, mijo, no vale la pena. Eso sería una simple venganza, no un acto de justicia. Y de venganza en venganza hemos perpetuado una guerra.
            –“Algún día el odio tiene que terminar” –recito. Es la conclusión de la película The Railway Man, sobre un oficial británico que al cabo de los años tiene la posibilidad de vengarse del soldado japonés que lo torturó durante la Segunda Guerra Mundial. Abuelo, ¿qué pensás vos? ¿Hay que darle fin al odio? ¿Significa esto olvidar las afrentas?
            Le cuento, pues, que esta semana el Presidente de la República y el comandante del grupo guerrillero se dieron la mano en La Habana y anunciaron el acuerdo sobre la aplicación de una forma de justicia a los combatientes de ambas partes, y que en seis meses estarán en condiciones de firmar un tratado de paz. Son malditos negociando con malditos, y, en términos grandilocuentes, calculados, vienen a hacer su anuncio a tres semanas de que se conceda el premio Nobel. Me resulta repelente la noticia de que los líderes de los dos bandos son considerados en la baraja de candidatos. ¡De veras: lo son! No obstante, reconozco, algo de esperanza me generan estas negociaciones. Mirá, abuelo, lo que, por ejemplo, dice el acuerdo: "En todo caso no serán objeto de amnistía o indulto las conductas tipificadas en la legislación nacional que correspondan con delitos de lesa humanidad, el genocidio y crímenes de guerra, como la toma de rehenes, secuestro, tortura, desplazamiento forzado, desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales y violencia sexual". Claro, si esto se aplicara no habría posibilidad de amnistía alguna.
Esos son precisamente los crímenes más usuales de las Farc, ejecutados por los guerrilleros rasos y ordenados por los cabecillas.
Hay que saber que este acuerdo (como todos los que en el mundo se han suscrito) estará lleno de mentiras y de concesiones a los criminales. Y esto, sí, es preferible a que se mantenga la violencia. Así que ni modo: a tragar sapos por montones, qué le vamos a hacer. A nosotros mismos nos ha ocurrido ya en el país y en condiciones mucho peores de lo que puede preverse con la actual negociación. Mirá nada menos un ejemplo que a vos no te tocó: cuando el gobierno Uribe (por quien seguramente habrías votado, y no te juzgo) negoció la “paz” con sus amigotes de la motosierra, había equis cantidad de paracos masacrando pueblo. No sé, digamos quince mil, nunca se supo con certeza. El hecho es que se desmovilizaron cincuenta mil, les impusieron penas simbólicas y siguen delinquiendo cien mil. Se atomizaron en montones de bandas criminales. 
            Y sí, abuelo mío: con las Farc va a ocurrir lo mismo. Se atomizarán en montones de bandas criminales, por supuesto. Igual que ocurrió en El Salvador y Guatemala, igual que ocurrió aquí con los paramilitares de Uribe. Los cabecillas harán política, pero como nadie les cree y todo el mundo los desprecia, en pocos años se fundirán con las huestes del clientelismo nacional. Igual que ocurrió con los del M-19, proceso que a vos sí te tocó, y eso que este grupo era burgués y le caía bien a la gente.
            –Y, sin embargo, esto es mucho mejor que lo que tenemos –me interpreta–. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nadie?
–Víctimas, ni más ni menos.
–Víctimas en Colombia somos todos.
–No lo crea, abuelo. Ellos con mucho cinismo se autodenominaron víctimas al comienzo de la negociación y no en vano el país entero se enfureció. Los primeros, puede ser, eran parte de la base popular siempre sometida. Recuerde que todo empezó porque a un campesino el ejército le mató unos marranitos y unas gallinitas. El campesino se armó, descubrió que las armas otorgaban poder, que el poder servía para someter a los inermes, que los inermes eran la mayoría, y ya lo demás ha sido el horror. Los sometidos del comienzo acabaron siendo una hueste de sicópatas, tan aborrecible como los opresores de siempre. Más, porque con los otros a gente como usted no la habrían asesinado nunca en este país.
–No cultive el rencor, mijo.
–El rencor, no. Pero la memoria sí.
            Castigo no va a haber para nadie que tenga armas y sepa usarlas con la maldad que requieren. La impunidad no se desterrará. La hubo en el proceso de Uribe con los paracos, asesinos demenciales que igualan en perversión a los guerrilleros, como la hay todos los días para los políticos que se cagan en el país una y otra vez. Lo que nos queda es esperar que sí se destierre la matanza. Al menos eso. Que no te maten más, abuelo.
            Sentencia:
–Los hombres nunca hemos sido buenos castigando, porque no sabemos ser justos. Dejemos esa parte en manos de Dios.
–No, don Jesús. Mejor no hablemos de Dios. Ese tema todavía me complica la vida.
Miro por la ventana. Me doy cuenta de que la luna está volviendo a aparecer. Crece con el paso de los minutos. Nadie ha dicho que tenga que ser así, pero asocio el final del eclipse al final del encuentro con mi abuelo muerto.
            –Justicia no va a haber –concluye. Sonríe de esa manera suya, que tanto podía significar absolución como gran ironía–. Pero a estas alturas lo más justo es que dejen de matar a la gente.
Lo dice un hombre que fue asesinado. Ajusticiado, dicen ellos. Comprendo.

 Mis abuelos Cleotilde y Jesús. 
Observan: mis primos John William y Juan Felipe Salazar Vargas.




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A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...