jueves, febrero 11, 2021

La coca del venezolano

      Aporofobia: según el diccionario de la Asociación de Academias de la Lengua Española, fobia a las personas pobres y desfavorecidas. Según la filósofa española Adela Cortina, quien introdujo el término al idioma de Hispanoamérica en un libro publicado en 2017, es la fobia específica al extranjero pobre.  
    Una amiga de una amiga me acusó de padecer tal deformación de la conciencia, a propósito de unas cosas que no dije, pero que ella leyó, en una entrada sobre ciertas obras que desde el año pasado y hasta fecha imposible de calcular se están construyendo en mi casa. Ya preveía yo que alguien saldría con semejante señalamiento, pues sé bien que mucha gente lee sin entender y concluye lo que el autor no ha dicho o lee pedazos de una cosa y entiende fragmentos de otra. Si la señora hubiera prestado atención, se habría dado cuenta del cuidado que puse en no dar precisamente esa impresión, la de exponer un discurso de odio, de miedo o de fastidio a un grupo social determinado. Cuántas hogueras injustificadas se han encendido por causa de la ciudadanía biempensante que juzga, no lo que otro dijo, sino lo que ella imagina que debió decir. La entrada, lamentablemente, ya no existe para verificar mi discurso: la borró el olvido. Nadie la leyó. 
    En un contexto general, Adela Cortina señala que las sociedades marcadas por el fenómeno de la migración extranjera experimentan un rechazo a los migrantes pobres. Un sector amplio de la población colombiana es un claro ejemplo de este fenómeno desde las dos perspectivas: llevamos décadas enviando pobres en gran cantidad a otros países y durante el último lustro, por cuenta de esa catástrofe llamada Nicolás Maduro, nos hemos convertido en un país receptor de inmigrantes, en su mayoría pobres y en todos los casos venezolanos, que vienen porque les quedamos al lado, no porque tengan la auténtica esperanza de que aquí les vaya a ir mejor que allá. Para expresarlo con un mínimo grado de claridad: huyen de la miseria para llegar a la pobreza extrema y del régimen de un idiota perverso de izquierda al régimen de un idiota perverso de derecha.
    La masiva fuga de venezolanos de su territorio ha tenido dos momentos. En el primero, durante los tres lustros iniciales de este siglo, de Venezuela empezaron a llegar políticos, empresarios, actores de televisión, cantantes y otras personas que no causaban rechazo porque traían sus cuentas bancarias. Eran gente linda y fácil de querer. Luego, en lo que parecería una hórrida estrategia del régimen de Maduro para deshacerse de la pobrería y de paso joder a sus enemigos, nos llegó una oleada de migrantes indeseados —no indeseables— de la que nuestro país no tenía antecedente desde la conquista española.
    El territorio colombiano ha sido desde siempre un lugar de tránsito para las migraciones de todas partes que tienen como objetivo alcanzar la muy dudosa arcadia de Norteamérica. Del norte y del sur, del este y del oeste, de todos los lugares que en el mundo producen miseria han llegado y siguen llegando legiones de desesperados que se atreven a hacer el peligroso tránsito de Colombia con la esperanza de atravesar la frontera hacia el noroeste sin que los maten la selva o los traficantes y seguir en esa misma dirección, de para arriba en el mapa, arriba, arriba, arriesgándose a cada paso en países fallidos con el propósito de saltar el muro final. Pocos se han quedado aquí. Por eso los colombianos crecimos sin conocer más extranjeros que los que se veían en televisión y, en cambio, expulsando a los nuestros en gran cantidad. Cuando yo era pequeño, los papás de mis amigos se iban para una de dos partes: Estados Unidos o Venezuela. Los familiares que quedaban aquí empezaban a prosperar gracias al dinero que enviaban los que se iban. Estados Unidos era la utopía.  Venezuela era un país igual al nuestro, pero en versión rica. Creíamos.  
    Cuando empezó a ocurrir la situación inversa, que el país con las mayores reservas de petróleo del mundo se arruinó por culpa de la satrapía chavista y los nuevos y los antiguos pobres se quedaron sin opciones allá y tuvieron que venirse a buscar opciones acá, la reacción inicial fue la adecuada: comprender que, de todos los países que forman la gran familia de la humanidad, Venezuela es nuestro hermano más cercano, el gemelo siamés de Colombia. Allí nos han acogido, es justo retribuirles el gesto. Todo país tiene la obligación moral de recibir a los desesperados que huyen. Venezuela y Colombia somos un mismo país, aunque dirigido por dos regímenes perversos. En fin: bienvenidos, compatriotas bolivarianos.
    Los que cruzaron la frontera empezaron siendo cientos, luego fueron miles y ahora son millones. Los cálculos varían según la entidad que los haga y el interés que haya tras ellos, pero debe ser cierto que rondan los dos millones porque en determinadas capas de la sociedad ya se ha presentado una especie de fenómeno de sustitución. Como si de repente fuéramos una nación rica, hay oficios que ahora no ejercen los colombianos. Esto, sin embargo, no es para animarse: no sucede porque los colombianos dispongan de mejores opciones, sino porque para los dueños de los negocios y de muchas empresas se ha vuelto rentable poner en esos oficios a indocumentados que los ejercen por pagos irrisorios (y sí: era posible que todavía se maltratara más a la clase trabajadora). Volviendo al asunto: cada día uno se sorprende con el hecho de que en todo lado dejó de haber colombianos. En la tienda, en el restaurante, en la papelería, en los semáforos, en todos lados te atienden, te piden o te asaltan con el acento de las calles caraqueñas. Cónchale, vale: los acentos colombianos ya no se oyen por ahí. Y esto empieza a causar exabruptos como que se produzcan brotes de xenofobia. 
    Si la amiga de mi amiga hubiera leído más allá del tercer párrafo, se habría dado cuenta de que mi fastidio por el muchacho que vino a trabajar un par de semanas a mi casa y luego huyó con el dinero de su jefe, dejando como sardónico recuerdo la coca con su almuerzo, no se debía a su nacionalidad ni a su pobreza, sino a sus horrendos atentados contra la higiene. Sus costumbres eran suyas, no de la patria que lo había repelido, y pasar por alto el desagrado que producían no sería un acto de amor por los pobres; sería demagogia. Algo he visto del mundo a través del periodismo, la literatura y el cine, como para tener claro que no todos los naturales de un país comparten las mismas características y que, de hecho, una acción como la referida no constituye el todo de un ser humano. No creo que aquel muchacho, venezolano en Medellín, colombiano en Antofagasta, boliviano en La Plata o etíope en el cruce del Darién, fuera un simple ladrón y prefiriera no trabajar. Me faltan muchos datos sobre su circunstancia para calificar lo que hizo: pudo ser un vulgar robo, pero también pudo ser la acción desesperada de un padre que debía llevarles comida a sus cuatro hijos (¡cuatro!) y, tristemente, veía que por la ruta del trabajo honrado y muy mal pagado el sueldo no iba a llegar a tiempo ni iba a ser suficiente. El resultado más triste de ese robo es que las opciones del venezolano se reducirán todavía más, como si estando en el fondo del desastre fuera posible seguirse hundiendo. ¿De quién es la culpa? ¿Suya? Componía su espíritu un coctel de deletéreos elementos que alentaban su vocación de miseria: la pobreza, la ignorancia y la alienación cristianoide. Quisiera pensar que no está con su mujer y sus cuatro niños en algún semáforo y que algo le salió bien, que logró regresar con ellos a su lugar de origen y ahora prepara los documentos para emigrar a un país menos vuelto mierda que el suyo y el mío. En caso de que no hayan podido cumplir su deseo de retornar, espero que exista para ellos una oportunidad en la medida que esta semana anunció el títere del sátrapa colombiano.
    El de Colombia no ha sido nunca un gobierno generoso con sus nacionales pobres, menos lo va a ser con los nacionales pobres de Venezuela y menos aún durante el régimen actual. No obstante, alguna ventaja puede haber en el sospechoso “Estatuto Temporal para la Protección de Migrantes Venezolanos” que, según el mostrenco instalado en la Casa de Nariño, pretende “regularizar” durante diez años la situación de las más o menos dos millones de personas que habían llegado hasta el 31 de enero. Esto, supongo, quiere decir que tendrán derecho a contratación laboral en condiciones al menos tan injustas como las de los colombianos, a cobertura en salud y a alentar la esperanza de ser vacunados contra el covid 19. A que se les trate con la dignidad que merecen y, en todo caso, no a votar en las próximas elecciones presidenciales como algunos analistas con evidente mala intención sugieren.
    Ojalá, pero no lo creo. Estamos en manos de gente malvada. En eso sí que somos iguales los colombianos y los venezolanos.



Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...