Estoy en la farmacia de la IPS universitaria. La ciudad y el
mundo andaban en una descongestión estupenda, pero al llegar aquí he sido
lanzado de bruces a un abismo plagado de polillas. Todos los ancianos de la
ciudad se congregan en este sitio, y un infierno de pastillas, cremas,
sonrisas, óxido e impaciencia me traga con todo y mis últimos arrestos de
juventud durante horas, minutos, años, días: aquí, el tiempo se revuelve con
exceso de parsimonia y se asienta en un pantano en el que todo está muriendo.
Sé que soy como cada uno de ellos, gentes que vienen de la ciudad entera en
busca de la elusiva e innecesaria prolongación de sus funciones vitales. Hace
poco menos de veinticuatro años, cuando trabajaba en un periódico de Armenia,
me perturbaba la imagen frecuente de los ancianos haciendo inmensas colas,
inhumanas colas –pensaba entonces–, en las corporaciones bancarias para
reclamar sus mesadas. Aquellas colas no cabían en las sedes de las corporaciones;
salían y se extendían alrededor de cada manzana. Me parecía un insulto
permanente a la dignidad de esas personas, hasta que me metí a averiguar para
una crónica y descubrí que la mayoría de ellas anhelaban la fecha de la cola
porque era la oportunidad de salir y encontrarse con caras, si no amigables, al
menos semejantes en el destino. Se aireaban. Supongo que hoy sucede lo mismo,
pues un vistazo general a los rostros no revela mayores ansiedad o desazón.
Igual que ellos, aguardo todas esas pastillas para agarrarlas
en el orden en que caigan a mi bolso y zampármelas sin saber qué hago. He
salido hace un rato del consultorio de la dermatóloga, una médica excelente que
en varios años de tratamiento me ha librado de verrugas y otros insultos de la
piel, y que precisamente esta vez me ha recomendado hacer ejercicio como
preparación para la tercera edad. Me alertaba sobre lo que viene, sin duda: la
veloz fuga de los años. Sonreí como un compinche, “es la primera vez que
alguien me menciona lo cerca que estoy de la tercera edad”, y explicó algo
apenada que la susodicha llega después de los 65 pero que es bueno prepararse
desde ahora. En fin. Ella sabe cuál es mi ahora por la historia clínica que le
mostraba el computador.
Compran tiempo al meterse en este caos; lo compro con ellos.
Algún dios de mil maneras tergiversado nos manda a seguir viviendo como sea,
como toque, incluso si lo que resta de vida se consume en lugares como este y
en el frenesí de las pastillas, las cremas, las falsas esperanzas. En el
vocerío distingo una frase: “¿Usté vino a dormir o a reclamar la droga?”. Un
hombre de voz jocosa interpela a alguien que no le contesta. Ahora, en la
revoltura de murmullos, empiezan a revelárseme declaraciones del tipo ‘tengo
que tomar…’, ‘sufrí una leucemia…’, ‘las piernas me fallan…’, y todos tienden a
la quietud. Nadie se impacienta a pesar de la espantosa lentitud con que corren
los turnos, a pesar de que la espera no asegura que las pastillas, más
anheladas que necesarias –creo neciamente–, sean entregadas a cada quien. Yo me
acojo al espíritu de la fecha y me abstengo de rumiar ideas como la pregunta de
por qué diablos la IPS universitaria tenía que contratar con todas las empresas
prestadoras de servicios de salud de la tercera edad y por qué si nos reservan
a los afiliados una fila exclusiva esta no avanza, etcétera, etcétera.
Veo a un antiguo profesor, el más malo que tuve en el
pregrado; veo a una antigua alumna, no la más brillante. Él se las arregló
durante un semestre entero para no dar una sola clase de un curso de radio que
debería haberme alentado alguna vocación. Ella, según recuerdo, se manejó con
juicio y –de seguro me equivoco– me coqueteó un par de veces. De él aprendí que
se puede ser un bacán sin hacer el trabajo de uno. De ella he aprendido que los
inicios mediocres no necesariamente socavan las bases de una carrera. Ahora los
tres nos desbarrancamos en la misma ancianidad sin atenuantes: cualquiera de
los tres morirá de un momento a otro sin que sea lamentable; nada perderá el
mundo.
…Y mientras escribí las 710 palabras anteriores (ninguna idea
brillante en ellas, pero todos sabemos el esfuerzo que cuesta escribir), pasó
la cantidad ingente de minutos que la máquina repartidora de turnos requería
para acordarse de mí y me entregaron las pastillas y las cremas. Bueno, la
mitad. Por no sé qué razón de esas del sistema de salud, tengo que volver dentro
de un mes por la otra mitad. Ha de ser una estrategia para que quienes aún
vemos otras caras y cultivamos alguna que otra ilusión nos hartemos y decidamos
no volver. Así se ahorran unos pesos, que en vez de mejorar el sistema de salud
robustecerán las billeteras de los políticos. He abordado el metro en esta
tarde de clima raro y aparente descongestión. Voy apretujado entre el gentío, mi
brazo en contacto con el de un muchacho. Lo miro de reojo. No es esencialmente
bien parecido, pero en este momento cualquier cosa que transpire juventud me
transfiere vida; me voy recargando como un celular defectuoso al que luego no
le durará la batería.