jueves, noviembre 25, 2021

La de Antioquia está abierta

Anoche dormí poco, escasas tres horas, inquieto porque hoy a primera hora tengo la primera cita presencial con el decano desde que empezó la pandemia. No la preocupación, sino el escaso sueño, es la causa del dolor que se anuncia en la cabeza no más abrirse los ojos. Cierta ilusión, sin embargo, me empuja como un resorte: hoy volveré a la Universidad. En sentido estricto ya lo he hecho e incluso podría decirse que nunca he dejado de estar en ella. Tras veinte meses de cierre, las instalaciones se han ido abriendo gradualmente y varias semanas atrás asistí en la sede de posgrados a un seminario sobre Borges. La Universidad son todas sus sedes y las conciencias que la habitan, por supuesto, pero la verdad es que su centro absoluto, el lugar donde uno dice con certeza “la Universidad”, es la ciudadela que enmarcan la calle Barranquilla por el sur, el viaducto del metro por el norte, la Avenida del Ferrocarril por el oriente y la Avenida del Río por el occidente, y cuyo ombligo es el monumento al Hombre Creador de Energía. Allí he vivido varios de mis momentos gloriosos y también unas cuantas caídas al abismo.
    No dormí nada, pero tampoco me levanté muy temprano, así que el metroplús me descarga frente a Ciudad Universitaria apenas cinco minutos antes de la cita. La entrada peatonal está fuera de servicio y me encamino, palpando a veces la malla para cerciorarme de que estoy aquí, a la portería principal. En varias ocasiones tras el final de los confinamientos he pasado cerca, mirando con melancolía la institución de la que formo parte desde 1987, cuando una mañana de octubre compré El Colombiano para buscar la lista de estudiantes admitidos. La explosión de felicidad que me produjo el número de mi cédula de ciudadanía en aquella lista se extendió por mi pasado, por mi presente y por mi futuro. Entonces como ahora, pero por causas infames —en esa época la extrema derecha asesinaba profesores y estudiantes y llegó a darse el caso de cadáveres arrojados en algún pasillo—, la Universidad estuvo cerrada largo tiempo. Dos diciembres después por fin nos convocaron a clases y una madrugada de viernes estuve allí, en la peatonal de Barranquilla, antes de las cinco y media para asistir a la sesión inicial de Sociología de la Comunicación con el profesor Juan Camilo Ruiz, quien me sorprendió con la falta de severidad de los profesores universitarios y bautizó ese comienzo de semestre, en un mes tan poco propicio para los comienzos, con un remoquete que jamás olvido: Síndrome de la Natilla. Nunca más volví a ser el primer estudiante en llegar al campus y nunca he sido el primer profesor. Recuerdo con vivacidad, también, la mañana de marzo de 2001 en que por la portería del Metro me encontré con el funcionario de la editorial que me mostró la carátula de mi primera novela. Y la tarde de octubre de 2012 en que, en la 
jardinera ubicada en diagonal a la antigua cafetería de Tronquitos, vi por primera vez a Diego: en momentos como este la eternidad nos admite en sus dominios a los seres humanos. A finales de enero de 2016 firmé el acta de posesión del cargo de profesor vinculado. Esa mañana, rodeando el bloque 10, fui plenamente consciente del privilegio que significaba disponer de esta magnífica ciudadela como sede de trabajo. Las consecuencias de todos estos puntos de inflexión de mi vida me acompañan en la fuga del tiempo hacia la nada. También me acompañan las muchas desazones que aquí he vivido. Y los desconciertos. El más reciente de ellos ocurrió la noche de un viernes de marzo de 2020, cuando salí de la hemeroteca con la intención de estar de nuevo allí al día siguiente para continuar mi investigación: afuera, una peste se cernía sobre el mundo entero y todo se trastrocó. No sé cuántos años han transcurrido desde entonces.

Durante este tiempo he imaginado que el regreso sería un inventario de sobrevivientes. No tanto por la gente que ha muerto, que ha sido bastante, sino por las economías destruidas, los planes truncados, los arraigos que se diluyeron. A una decena de metros de la portería encuentro algunos tableros con noticias escritas en tiza y, sin fijarme en los titulares, deduzco que dichos tableros me anuncian la supervivencia de uno de esos baluartes que han estado aquí siempre: Miguel. Vendía periódicos cuando estos existían y practicaba una forma de periodismo amarrado a la comunidad universitaria, avisando en los tableros quién había sido nombrado para tal cargo, qué profesor, funcionario o estudiante había muerto, qué decisión que nos afectara había tomado el Gobierno, en qué sucesos del mundo debíamos fijarnos. Cómo habrán sobrevivido Miguel y otras personalidades de la Universidad es una de las cuestiones que nos han inquietado a mí y a los amigos con los que a veces hablo. Los tableritos no son Miguel, desde luego, aunque sí que lo anuncian; dentro de pocos minutos lo veré caminando por la plazoleta Barrientos y no lo saludaré —nunca hemos hablado—, pero su presencia es un signo de que la desesperanza no nos asoló. Son las ocho de la mañana y hay un cielo inmenso. Doy mi número de cédula a uno de los porteros, quien comprueba en su celular que, en efecto, he hecho el trámite de registro. Miro hacia dentro y me siento un poco esos niños de Narnia que miran desde el ropero el mundo fantástico en cuyos intrincados dominios están a punto de adentrarse. Me siento un poco yo en todos los momentos, miles, intensos, que han transcurrido en este lugar donde se me ha permitido ser. Muchos individuos he sido aquí y todos convergen en mí en este instante, si bien prevalece el que soy ahora. Un hombre que regresa.

    Entro.
Después de la reunión prolongo mi presencia en Ciudad Universitaria. Camino por aquí y por allá, hago una que otra llamada y concierto un par de citas para más tarde, con gente de la que no he dejado de saber y a la que me gustará mirarle los ojos sin que la pantalla de un computador medie nuestro encuentro. Por la época del año —el Síndrome de la Natilla empieza ahora en noviembre— y porque la apertura es cautelosa, lo que veo está a medio camino, lejos de ambas, entre la Universidad que era antes de la pandemia y la que será después, no digamos de la pandemia, sino en la etapa de la pandemia eclipsada por el deseo que todos tenemos de volver. Gente. Centennials a los que deberé aprender a enseñarles algo: muchachitos de diversos géneros, en últimas tan expectantes frente a la vida como lo estábamos vos y yo cuando este lugar y nosotros éramos nuevos. Uno de ellos, quizá prolongación de un mismo individuo con distintos ropajes a lo largo de tres décadas y media, practica alguna lección de violonchelo en el vestíbulo del teatro. Grupos. Dos de niños de preescolar, otro de muchachos de colegio, guiados por estudiantes monitores en cuyos discursos husmeo. Mucha seriedad, yo creo que en el fondo mucha emoción. Paso despacio por la jardinera que utilizan dos mujeres, indígena y negra, con sus niños, para comer algo y dialogar; están aquí para algo relacionado con la memoria, con la condición de víctimas.
    En mesas de pasillos dispersos descubro que también han llegado ya los primeros vendedores de tinto, mecato y maricadas varias: antes de todo esto pululaban en cantidades infernales y con seguridad la invasión será aún mayor cuando la reapertura sea plena. Algunos de esos vendedores eran estudiantes, pero la actividad había dado paso a mafias inimaginables. Sospecho que la avanzada que se ve en los pasillos es señal de que los demás mundos subterráneos de la Universidad también han empezado a reactivarse, lo cual, a la larga, indica que estamos vivos. Cosa a fin de cuentas alentadora en tiempos de muerte.
    Voy a la biblioteca con el ánimo de entregar un libro cuya devolución se ha retrasado veinte meses. Me atiende el señor canoso al que conozco desde mis tiempos de estudiante y cuyo nombre nunca he preguntado. No sé si es un recuerdo o una invención de mi memoria el hecho de que siempre haya tenido la cabeza así de blanca. A veces la memoria no capta bien el paso del tiempo. A mí mismo me muestra, por ejemplo, como el sujeto iluso que llegó aquí 34 años atrás, mientras ahora me puebla, si no el desencanto, por lo menos el desconcierto. El tiempo me ha traído consigo y dentro de poco me soltará; estaré contento de no ser. Me pregunto cómo hacen para seguir activos los señores que ya eran viejos cuando yo era joven. El bibliotecario me recibe el libro, anuncia que no habrá sanciones por el retraso —yo ya lo sabía, pero agradezco su buena intención— y me cuenta que por ahora solo se permite el ingreso al edificio para recoger libros previamente buscados en línea. No importa. Ganas no tengo ahora de entrar. Afuera hay un equipamiento de mesas y sillas para hombrecitos con ganas de leer. Allí me dirijo; allí estaré el rato que tarde en llegar mi próxima cita. La cabeza, mientras tanto, sigue doliendo.
    Horas después, o tal vez minutos —el tiempo anda encogiéndose de nuevo y después se expande—, camino hacia la burbuja de Barrientos donde F hace fila para comprar un tinto. Es una amiga muy bonita y está enamorada de un hombre que no sabe estar a su lado. Hemos hablado varias veces, pero no nos veíamos desde antes de la primera cuarentena. La historia del enamoramiento ocupa los minutos iniciales de la charla. Después vagamos por ahí, tratamos los asuntos menos serios que nos reúnen y la acompaño a la única cafetería en servicio por el pasillo de Comfamita. Atienden un muchacho y una muchacha que visten un uniforme impoluto, de esos que deberían vestir las personas a quienes uno les compra comida. F pide un chocolate sin azúcar y un pastel de no sé qué. Yo no pido nada, pues lo de la cabeza me quita cualquier hambre. Luego me acuerdo de que en las tiendas de mi barrio vendían de todo. Tal vez aquí ahora, como allí entonces, sea igual.
    —¿Por casualidad vendés aspirinas o algo así o sabés si en alguno de estos locales venden? —le pregunto a la muchacha, permitiendo que mi cara se ponga como de “oh, cuánto me duele la cabeza en esta mañana de sol” porque en efecto me duele con una atrocidad que va en aumento. Alguien empuja lanzas desde el interior de mis ojos y desde varios puntos de mi cerebro, y las puntas de las lanzas se calientan con el sol intenso de la mañana.
    No vende ni cree que lo hagan en alguno de los otros locales, pues no tienen licencia para expedir medicamentos. La desesperanza me invade. La farmacia universitaria está cerrada y en proceso de conversión en oficinas, así que deberé irme a buscar afuera una pastilla de algo que me salve. Y yo que deseaba permanecer aquí un rato más.
    —¿Le sirve acetaminofén? —interviene el muchacho.
    Lo miro con ilusión. Ha de ser, como yo y los demás ciudadanos ajenos a las prebendas del país, usuario de una de esas epeeses (para los legos: empresas promotoras de salud) que hasta para un cáncer terminal recetan acetaminofén. Todos tenemos costalados de pastillas de esas en nuestros nocheros. Allí están precisamente las mías, guardadas a la espera de mi próxima enfermedad catastrófica.
    —Huy, sí, por favor, vendeme un par —le respondo. No sé dónde capta más aflicción, si en mis ojos o en mi voz; me esfuerzo por que en ambos.
    Hace unas maromas. De un gabinete agarra su morral. Esculca y al momento me entrega un sobrecito con dos pastillas.
­    —¿Cuánto te pago? —pregunto, a sabiendas de que responderá lo que me responde:
    —No, tranquilo; se las regalo.
    Esto es la Universidad.
    Doy las gracias más sinceras del día (y eso que ya he hablado con el decano y la vicedecana). Pido un jugo de naranja para acompañar las dos pastillas. Caminamos en sentidos divergentes, ella hacia su facultad y yo de regreso a la biblioteca. Tengo fe. Ni para el dolor extremo de columna de mi mamá ni para la leucemia avanzada de la mamá de mi amigo M ha servido de nada el acetaminofén, pero la experiencia me indica que ayudará con mi dolor de cabeza. Percibo cómo las lanzas empiezan a deponerse en pocos minutos.
 

    


 

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