miércoles, septiembre 11, 2019

Migdonio


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Fue en febrero, el último viernes. Tenía que ir de afán a la hemeroteca de la universidad. En la galería del primer piso de la biblioteca, por la que llevaba días pasando sin darme cuenta apenas de que exhibían unos paisajes, un cuadro se me prendió en la mirada. Solo podía haber ocurrido en ese momento, no sé bien la razón; a veces se conjugan cosas y sensaciones a partir de los mismos elementos que antes han pasado sin tocarnos. El cuadro entró entonces por mis ojos y se incrustó en algún lugar del cerebro donde se administra la sensibilidad (intuyo que es el mismo en el que se ubica el espíritu). Una fuerza me obligó a devolverme desde el segundo piso para mirarlo, para contemplar la exposición. Di varias vueltas alrededor de los paneles: eran paisajes del Chocó pintados al natural por alguien que está metido en ellos y no puede hacer otra cosa que transmitir la sublime belleza.
No sé nada de arte, así que no soy quién para desconfiar del naturalismo. Mi capacidad crítica se reduce a la reacción típicamente impresionista ante las obras: me conmueve, me gusta. Y eso me ocurrió con la mayor parte de la exposición, pero sobre todo con ese cuadro. Eran imágenes diversas de las selvas, a veces con mucho color, siempre dominadas por la vegetación –el verde– y el agua: en estos elementos, las pinturas estaban casi siempre bien logradas. Unas pocas incluían animales, una que otra ave, algún mico, y entonces la calidad decaía. Me detuve ratos largos ante varios de esos cuadros, pero una y otra vez tuve que volver sobre el primero. Me llamaba, me turbaba de algún modo, me apaciguaba.
Era uno de los más grandes, un rectángulo horizontal de 160 por 79 centímetros en el que se plasmaba en su serena majestuosidad la selva del río Lloró. El punto de vista del pintor estaba emplazado en un recodo, con la corriente en primer plano y en el fondo la omnipresencia de los árboles, la niebla, la luz tenue de un amanecer –quizá de un atardecer– proyectándose oblicuamente desde el ángulo superior izquierdo del cuadro y hundiéndose en un segundo plano de la manigua. Comprendí que mucho de mí se hallaba inserto en ese paisaje. Por eso me lo llevé en las células, a la vez que me dejé a mí mismo para habitarlo.
Una vez, hace veintisiete años, recorrí el Lloró y otros afluentes del Atrato con un grupo de investigadores de Biología. Tengo en la memoria la pureza y la serenidad del agua, y también la inmensidad de la corriente y el miedo que me producía la posibilidad de que la panga en que íbamos, larga y delgada, se hundiera. Nunca he vuelto al Chocó, pero sé por los relatos que esa selva ya no existe: los mineros han abierto enormes baches en la vegetación y han llenado los ríos de mercurio y otras inmundicias opuestas a la vida. Pero esto no es más que anécdota. El cuadro no me conmovió porque una vez estuve en ese río o por la melancolía que me produce su destrucción, sino porque existía un vínculo fuerte entre ese pintor, ese paisaje y la parte de mí que todavía se conmueve con lo bello.  
Conservé el catálogo de la exposición. Del pintor se decían pocos datos además del nombre: Migdonio Chaverra Mosquera, nacido en Quibdó, con estudios en algún instituto de cultura y exposiciones en su ciudad natal, en Cali y en varios centros comerciales de Medellín. Esta de la Universidad de Antioquia, me iba a enterar luego, era el gran hito de su carrera. El catálogo decía, en la pluma elegante y autorizada de Luis Germán Sierra: “…tiene el propósito, tal vez, de hacernos ver en la ciudad lo que ocurre allá, en la selva, en ese silencio lleno de vida”.
Silencio. Esta es la palabra que en mí ha definido mejor el cuadro de Migdonio Chaverra. Tremenda paradoja, pues sé bien lo habitadas de ruidos que están las selvas. Pero es el silencio de ese paisaje visto desde afuera, el mudo entreverarse de la niebla y los follajes, la luz y el agua, la fuerza catalizadora que me transforma en parte del cuadro. Y soy perfectamente capaz de percibir al artista pintando cada hoja, cada fragmento del río, en eterna comunicación conmigo cuando paso frente al cuadro o me siento a contemplarlo. En un par de ocasiones, favorecido por yerbas ennoblecedoras, he logrado lo que aquel personaje de Los sueños de Akira Kurosawa que se introduce en las obras de Van Gogh y hasta dialoga con el pintor. Solo que, a diferencia de los trazos posimpresionistas del holandés, los hiperrealistas de este colombiano me sosiegan de un modo, no sé, salvaje. No hablo con Migdonio en mis viajes a su paisaje selvático. Es, era, un hombre poco dado a las palabras con los no cercanos; en eso nos parecemos.
Unos días después de ver el cuadro, contrariando la falta de entusiasmo que me producen los individuos detrás del arte, me animé a comunicarme con él. Encontré su perfil en Facebook y le escribí: “Quería comentarte que tus paisajes de la selva me conmovieron bastante”. Demoró dos semanas para responder que le alegraba mi comentario y agregar: “Eso quiere decir que ha valido la pena mi entrega y amor por lo que hago. Muchas gracias”. De inmediato repliqué algo sobre su acierto al captar el misterio de los paisajes y me animé a preguntarle si sus cuadros estaban en venta. Tardó otra semana para responder que sí.
De esta manera, hablando de semana en semana a través de las redes, acabé comprándole el cuadro. Avisó que deseaba agregarle unos detalles y me invitó a ser parte del acto creativo. Le respondí que, en mi concepto, no le hacía falta nada y cualquier elemento nuevo estorbaría. Lo trajo a mi casa el penúltimo viernes de marzo. Estaba contento a la manera en que la gente como nosotros se pone contenta: diciendo unas pocas palabras, sin gran despliegue de expresividad. Yo también lo estaba. Solo quedó pendiente un detalle: el certificado de autenticidad. Nos contó que días antes, en un atraco, le habían robado los documentos, y prometió que en cuanto recuperara la cédula de ciudadanía haría el certificado. Escribió en mayo para saludar y decir que seguía pendiente de recibir la cédula y que en cuanto esto ocurriera haría el certificado. Le conté que el cuadro nos gustaba mucho a nosotros y que había sido muy admirado por nuestros visitantes. Respondió: “Es lo que más me gusta saber en mi vida. Muchas gracias”.
No supe más de él hasta el jueves 5 de septiembre, cuando apareció en mi muro de Facebook la noticia de su muerte. ¿Qué le pasó? A la muerte de alguien, la pregunta, me parece que natural, es siempre esa. ¿Qué le pasó? ¿De qué murió? ¿Por qué así, un artista en plena vitalidad, etc.? Ninguna pista hay en su página ni en los numerosos comentarios que siguen a los anuncios de sus hermanos primero sobre su muerte y luego sobre el dolor que los embarga y la resignación que esperan. Diego y yo concordamos en que era un hombre de actitud triste.

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