Para una mejor relación con este post, presione las teclas ctrol + hasta conseguir el tamaño de letra que le haga fácil la lectura.
Fue en febrero, el último viernes. Tenía que ir de afán a la
hemeroteca de la universidad. En la galería del primer piso de la biblioteca,
por la que llevaba días pasando sin darme cuenta apenas de que exhibían unos
paisajes, un cuadro se me prendió en la mirada. Solo podía haber ocurrido en
ese momento, no sé bien la razón; a veces se conjugan cosas y sensaciones a
partir de los mismos elementos que antes han pasado sin tocarnos. El cuadro entró
entonces por mis ojos y se incrustó en algún lugar del cerebro donde se
administra la sensibilidad (intuyo que es el mismo en el que se ubica el
espíritu). Una fuerza me obligó a devolverme desde el segundo piso para
mirarlo, para contemplar la exposición. Di varias vueltas alrededor de los
paneles: eran paisajes del Chocó pintados al natural por alguien que está
metido en ellos y no puede hacer otra cosa que transmitir la sublime belleza.
No sé nada de arte, así que no soy quién para desconfiar del
naturalismo. Mi capacidad crítica se reduce a la reacción típicamente
impresionista ante las obras: me conmueve, me gusta. Y eso me ocurrió con la
mayor parte de la exposición, pero sobre todo con ese cuadro. Eran imágenes
diversas de las selvas, a veces con mucho color, siempre dominadas por la vegetación
–el verde– y el agua: en estos elementos, las pinturas estaban casi siempre
bien logradas. Unas pocas incluían animales, una que otra ave, algún mico, y
entonces la calidad decaía. Me detuve ratos largos ante varios de esos cuadros,
pero una y otra vez tuve que volver sobre el primero. Me llamaba, me turbaba de
algún modo, me apaciguaba.
Era uno de los más grandes, un rectángulo horizontal de 160
por 79 centímetros en el que se plasmaba en su serena majestuosidad la selva
del río Lloró. El punto de vista del pintor estaba emplazado en un recodo, con
la corriente en primer plano y en el fondo la omnipresencia de los árboles, la
niebla, la luz tenue de un amanecer –quizá de un atardecer– proyectándose
oblicuamente desde el ángulo superior izquierdo del cuadro y hundiéndose en un
segundo plano de la manigua. Comprendí que mucho de mí se hallaba inserto en
ese paisaje. Por eso me lo llevé en las células, a la vez que me dejé a mí
mismo para habitarlo.
Una vez, hace veintisiete años, recorrí el Lloró y otros
afluentes del Atrato con un grupo de investigadores de Biología. Tengo en la
memoria la pureza y la serenidad del agua, y también la inmensidad de la
corriente y el miedo que me producía la posibilidad de que la panga en que
íbamos, larga y delgada, se hundiera. Nunca he vuelto al Chocó, pero sé por los
relatos que esa selva ya no existe: los mineros han abierto enormes baches en
la vegetación y han llenado los ríos de mercurio y otras inmundicias opuestas a
la vida. Pero esto no es más que anécdota. El cuadro no me conmovió porque una
vez estuve en ese río o por la melancolía que me produce su destrucción, sino
porque existía un vínculo fuerte entre ese pintor, ese paisaje y la parte de mí
que todavía se conmueve con lo bello.
Conservé el catálogo de la exposición. Del pintor se decían
pocos datos además del nombre: Migdonio Chaverra Mosquera, nacido en Quibdó,
con estudios en algún instituto de cultura y exposiciones en su ciudad natal,
en Cali y en varios centros comerciales de Medellín. Esta de la Universidad de
Antioquia, me iba a enterar luego, era el gran hito de su carrera. El catálogo
decía, en la pluma elegante y autorizada de Luis Germán Sierra: “…tiene el
propósito, tal vez, de hacernos ver en la ciudad lo que ocurre allá, en la
selva, en ese silencio lleno de vida”.
Silencio. Esta es la palabra que en mí ha definido mejor el
cuadro de Migdonio Chaverra. Tremenda paradoja, pues sé bien lo habitadas de
ruidos que están las selvas. Pero es el silencio de ese paisaje visto desde
afuera, el mudo entreverarse de la niebla y los follajes, la luz y el agua, la
fuerza catalizadora que me transforma en parte del cuadro. Y soy perfectamente
capaz de percibir al artista pintando cada hoja, cada fragmento del río, en
eterna comunicación conmigo cuando paso frente al cuadro o me siento a
contemplarlo. En un par de ocasiones, favorecido por yerbas ennoblecedoras, he
logrado lo que aquel personaje de Los
sueños de Akira Kurosawa que se introduce en las obras de Van Gogh y hasta
dialoga con el pintor. Solo que, a diferencia de los trazos posimpresionistas
del holandés, los hiperrealistas de este colombiano me sosiegan de un modo, no
sé, salvaje. No hablo con Migdonio en mis viajes a su paisaje selvático. Es,
era, un hombre poco dado a las palabras con los no cercanos; en eso nos
parecemos.
Unos días después de ver el cuadro, contrariando la falta de
entusiasmo que me producen los individuos detrás del arte, me animé a
comunicarme con él. Encontré su perfil en Facebook y le escribí: “Quería
comentarte que tus paisajes de la selva me conmovieron bastante”. Demoró dos
semanas para responder que le alegraba mi comentario y agregar: “Eso quiere
decir que ha valido la pena mi entrega y amor por lo que hago. Muchas gracias”.
De inmediato repliqué algo sobre su acierto al captar el misterio de los
paisajes y me animé a preguntarle si sus cuadros estaban en venta. Tardó otra
semana para responder que sí.
De esta manera, hablando de semana en semana a través de las
redes, acabé comprándole el cuadro. Avisó que deseaba agregarle unos detalles y
me invitó a ser parte del acto creativo. Le respondí que, en mi concepto, no le
hacía falta nada y cualquier elemento nuevo estorbaría. Lo trajo a mi casa el
penúltimo viernes de marzo. Estaba contento a la manera en que la gente como
nosotros se pone contenta: diciendo unas pocas palabras, sin gran despliegue de
expresividad. Yo también lo estaba. Solo quedó pendiente un detalle: el
certificado de autenticidad. Nos contó que días antes, en un atraco, le habían
robado los documentos, y prometió que en cuanto recuperara la cédula de
ciudadanía haría el certificado. Escribió en mayo para saludar y decir que
seguía pendiente de recibir la cédula y que en cuanto esto ocurriera haría el
certificado. Le conté que el cuadro nos gustaba mucho a nosotros y que había
sido muy admirado por nuestros visitantes. Respondió: “Es lo que más me gusta
saber en mi vida. Muchas gracias”.
No supe más de él hasta el jueves 5 de septiembre, cuando
apareció en mi muro de Facebook la noticia de su muerte. ¿Qué le pasó? A la
muerte de alguien, la pregunta, me parece que natural, es siempre esa. ¿Qué le
pasó? ¿De qué murió? ¿Por qué así, un artista en plena vitalidad, etc.? Ninguna
pista hay en su página ni en los numerosos comentarios que siguen a los
anuncios de sus hermanos primero sobre su muerte y luego sobre el dolor que los
embarga y la resignación que esperan. Diego y yo concordamos en que era un
hombre de actitud triste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario