
Esto es algo que vengo pensando hace rato, desde cuando pasé
de cierta edad y llegué a una, esta, que he denominado “la de la muerte
inminente”. Los que crecimos en el Medellín de los ochenta y noventa bien sabemos
que la muerte puede ocurrirle a cualquiera en cualquier momento, sobre todo si
ese alguien es joven y vive en ciertos barrios, en fin. Tantos héroes cayeron
ante nuestros ojos y la ciudad se quedó tan con nosotros, los astutos
cabizbajos que no amenazábamos a nadie, que no tendría por qué resultar una
sorpresa, ni siquiera un inconveniente, el hecho de que cualquiera se muera en
cualquier momento. Sin embargo, con todo y nuestras tasas de muerte inesperada,
indebida, que llegaron a ser las más altas del mundo y luego bajaron y luego
han vuelto a subir, la muerte es algo que uno se obstina en creer que no
llegará. Sobre todo, que no le llegará a uno mismo. Por eso vivimos como si
fuéramos sujetos eternos, sujetos, digamos, que duran toda la vida. Pero llegás
vos a esta cierta edad y te das cuenta de que ya no son los miembros de dos
generaciones por encima de la tuya los que se están muriendo como moscas
fulminadas por el dios de las cosas que pasan: la mayoría de ellos, digamos los
abuelos, hace tiempo que dio el gran paso, el paso final, el último paso. Los
que aún no lo dan constituyen la anomalía que confirma que se puede ser
longevos.
Ahora los que caen todo el tiempo, van por ahí y de repente se les
acaba la vida, son los de la generación de encima, apenas un peldaño arriba de
la nuestra, los papás, las mamás, los tíos que amábamos y odiábamos, que nos
hicieron y deshicieron, los que nos agarraban en el borde del abismo, nos
guardaron del marasmo de la historia y nos pusieron en el milenio como si
perteneciéramos a él. Vamos y los lloramos en los velorios, casi no asistimos a
las cremaciones; a veces abrazamos a los hijos. Esos, que durante toda la vida
fueron la gente que nos brindó seguridad, están dejando de existir y, si bien
duele, nos parece normal que ocurra. Los viejos mueren. Los jóvenes envejecen.
Y, de pronto, los que toda la vida fuimos la siguiente generación nos
encontramos con la realidad incuestionable de que a grandes trancazos estamos
envejeciendo sin que nadie nos avisara que esto debía ocurrir. Los viejos
mueren, los jóvenes envejecen y los que seguíamos damos tumbos entre las
edades. Entonces ocurre: los pioneros de entre nosotros están empezando a
morir. En cualquier momento, incluso mientras miro por la ventana la silueta de
la arboleda vecina y al fondo las luces de la ciudad que trepa hasta más arriba
de la montaña más alta, puede suceder que sea yo quien presione por última vez
una tecla del computador y marche al territorio del adiós definitivo, el de la
disolución. Siempre lo había pensado, pero nunca lo había sabido en realidad:
puede ocurrir en cualquier momento.
Puede que dure más, pero mi vida se marchita como ese
girasol, esas margaritas, esas rosas, esos cartuchos, a la larga esas ramitas;
se marchita como ese sol cuya existencia en los eones nos hace posibles.
Saberlo ahora sí –después de tanto saberlo como si no fuera conmigo–, me
produce un poquito de angustia y un mucho de tranquilidad. La marchitez de las
flores se ha prolongado días, antes de que decidamos tirarlas a la basura. Y
yo, al fotografiar el girasol en su postrera explosión de amarillos, me doy
cuenta por fin de que la muerte es algo que nos está destinado a todos los que
hemos vivido y que todo, todo, se reviste de belleza cuando se dispone a dar el
paso final. Pienso en los monstruos y ángeles incontables que nos han poblado a
lo largo de la historia y dudo, pero sí. Todo.
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