sábado, julio 13, 2019

Esplendor

Para el regreso de mamá del crucero le tuvimos flores en su apartamento. Me llevé unas pocas al nuestro, un girasol, dos rosas, un cartucho abierto y otro por abrir, margaritas teñidas, algunas hojas y unas ramitas menuditas cuyo nombre desconozco y que no quise preguntarle a la vendedora porque su actitud no era la de alguien que vende belleza. Las pusimos en el florero que nos queda del matrimonio y lo ubicamos en la sala, sobre un butaco, bajo el cuadro de Migdonio Chaverra –el hermoso paisaje naturalista del río Lloró– y entre nuestras dos plantas más frondosas. La sala se llenó de colores y estos refulgieron muchas veces durante las dos semanas que siguieron, pues hubo ratos de bastante sol. Las flores se fueron muriendo sin parar, el cartucho cerrado abrió y languideció, pero los colores no dejaron de refulgir: aunque se tornaron graves con la marchitez, siguieron siendo intensos. Aprendí que en las postrimerías de la vida lo bello muta, no muere; o, si es que muere, la muerte no significa su desaparición. Quizá una lección adicional tenga que ver con las ramitas menuditas, que hoy siguen vivas: esa persistencia callada y efectiva de lo humilde.
Esto es algo que vengo pensando hace rato, desde cuando pasé de cierta edad y llegué a una, esta, que he denominado “la de la muerte inminente”. Los que crecimos en el Medellín de los ochenta y noventa bien sabemos que la muerte puede ocurrirle a cualquiera en cualquier momento, sobre todo si ese alguien es joven y vive en ciertos barrios, en fin. Tantos héroes cayeron ante nuestros ojos y la ciudad se quedó tan con nosotros, los astutos cabizbajos que no amenazábamos a nadie, que no tendría por qué resultar una sorpresa, ni siquiera un inconveniente, el hecho de que cualquiera se muera en cualquier momento. Sin embargo, con todo y nuestras tasas de muerte inesperada, indebida, que llegaron a ser las más altas del mundo y luego bajaron y luego han vuelto a subir, la muerte es algo que uno se obstina en creer que no llegará. Sobre todo, que no le llegará a uno mismo. Por eso vivimos como si fuéramos sujetos eternos, sujetos, digamos, que duran toda la vida. Pero llegás vos a esta cierta edad y te das cuenta de que ya no son los miembros de dos generaciones por encima de la tuya los que se están muriendo como moscas fulminadas por el dios de las cosas que pasan: la mayoría de ellos, digamos los abuelos, hace tiempo que dio el gran paso, el paso final, el último paso. Los que aún no lo dan constituyen la anomalía que confirma que se puede ser longevos. 
Ahora los que caen todo el tiempo, van por ahí y de repente se les acaba la vida, son los de la generación de encima, apenas un peldaño arriba de la nuestra, los papás, las mamás, los tíos que amábamos y odiábamos, que nos hicieron y deshicieron, los que nos agarraban en el borde del abismo, nos guardaron del marasmo de la historia y nos pusieron en el milenio como si perteneciéramos a él. Vamos y los lloramos en los velorios, casi no asistimos a las cremaciones; a veces abrazamos a los hijos. Esos, que durante toda la vida fueron la gente que nos brindó seguridad, están dejando de existir y, si bien duele, nos parece normal que ocurra. Los viejos mueren. Los jóvenes envejecen. Y, de pronto, los que toda la vida fuimos la siguiente generación nos encontramos con la realidad incuestionable de que a grandes trancazos estamos envejeciendo sin que nadie nos avisara que esto debía ocurrir. Los viejos mueren, los jóvenes envejecen y los que seguíamos damos tumbos entre las edades. Entonces ocurre: los pioneros de entre nosotros están empezando a morir. En cualquier momento, incluso mientras miro por la ventana la silueta de la arboleda vecina y al fondo las luces de la ciudad que trepa hasta más arriba de la montaña más alta, puede suceder que sea yo quien presione por última vez una tecla del computador y marche al territorio del adiós definitivo, el de la disolución. Siempre lo había pensado, pero nunca lo había sabido en realidad: puede ocurrir en cualquier momento.  
Puede que dure más, pero mi vida se marchita como ese girasol, esas margaritas, esas rosas, esos cartuchos, a la larga esas ramitas; se marchita como ese sol cuya existencia en los eones nos hace posibles. Saberlo ahora sí –después de tanto saberlo como si no fuera conmigo–, me produce un poquito de angustia y un mucho de tranquilidad. La marchitez de las flores se ha prolongado días, antes de que decidamos tirarlas a la basura. Y yo, al fotografiar el girasol en su postrera explosión de amarillos, me doy cuenta por fin de que la muerte es algo que nos está destinado a todos los que hemos vivido y que todo, todo, se reviste de belleza cuando se dispone a dar el paso final. Pienso en los monstruos y ángeles incontables que nos han poblado a lo largo de la historia y dudo, pero sí. Todo.




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