sábado, julio 27, 2019

Noticias de un festival entre montañas



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Entre el 18 y el 21 de julio se llevó a cabo la que podría haber sido la última edición de un evento cinematográfico al que dan muchas ganas de ir, en el municipio de Jardín, Antioquia. Ojalá que alcaldía, comerciantes y patrocinadores institucionales se pellizquen sobre la importancia de darse menos pantalla y brindar un apoyo real a la organización.

Cuando por fin, el jueves 18 de julio, el bus del festival ha pasado por el feo y cada vez más arruinado sitio de Bolombolo, veo entre dos crestas de la montaña los puntales enfrentados de lo que algún día será un viaducto. ¿Llevamos cuántas horas, cuatro, el día entero, en este bus? Muchas, muchísimas más de las que deberían ser. A finales de mayo, las pésimas condiciones de construcción de la autopista Pacífico 1, que hace muchos años debería estar comunicando a Medellín con la región suroccidental de Antioquia y con el Chocó, produjeron un derrumbe gigantesco en el municipio de Amagá que no se ha querido remover y para hacer este recorrido, que por la trocha llamada Troncal del Café debería tomar si acaso tres horas, ahora quién sabe cuántas serán: todo depende del genio que este día acompañe a los mil demonios que gobiernan esta región. Mi propio genio es hoy bastante bueno, a pesar de que vengo con una de esas gripas que le hacen doler a uno hasta la cuarta generación de su descendencia. Se debe, supongo, a que he pasado unos días en Bogotá y siempre viene bien cambiarse de aires y venir a los pueblos.
La tal Pacífico 1 es parte de un complejo de autopistas que el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, letal como las enfermedades más perversas, se inventó para desatrancar al país y ponerlo en materia vial a la altura, al menos, de Bolivia. Auspicioso proyecto que ya hasta en Discovery han presentado como una maravillosa realidad. Solo que se trata de una realidad existente nada más en la propaganda del gobierno: ninguna de las autopistas ha llegado a terminarse. El proyecto se tragó las dos administraciones de Uribe y las dos de Santos, se tragará toda la de Duque (bueno, lo de Duque no es una administración, sino una delegación mal asumida por un pelele) y la de su sucesor, y si algún día llega a término este no será feliz. Entre Odebrecht y los políticos se tragaron la plata de las obras. Todos ellos han comido de los billones y billones de pesos que les han metido a estas montañas, no para trazar en ellas una superautopista de cuarta generación, sino para destruirlas haciendo pedazos de mamarrachos carreteables que algún día serán si acaso un camino de mulas repleto de peajes. Presidentes, gobernadores, alcaldes, banqueros: para todos ha alcanzado la torta del presupuesto que debería haberse invertido en la superautopista, y todos, todos, todos, se han llenado los bolsillos de plata y las jetas de palabrería mientras la gente como yo y como usted, y como todos los uribistas –cosa que ni usted ni yo, ni la gente que piensa, es–, se tiene que someter al suplicio de estas vías dizque de última generación que solo han servido para acabar de dañar el viejo trazado de la Troncal del Café, una carreterita en ruinas que jamás ha movido bien a la región.
En el bus viene también Rosario, la hermana de San Andresito Caicedo. Me ilusiona oírla, aunque a estas alturas de la vida ya es casi nada lo que puede decirle a uno una hermana de ese jovencito empantanado. Sin embargo, luego me enteraré de que la señora no tiene programada actividad alguna en el festival –viene en plan turismo–, y como soy tímido y respetuoso del derecho ajeno a la tranquilidad, no le hablo ni le hablaré jamás. Si algo quiero en el futuro oír de Caicedo, lo oiré en sus libros, aunque desde que terminé la adolescencia estos han perdido la capacidad de hablarme. Lo más seguro es que he sido yo quien ha perdido la capacidad de oírlos, pues Andresito Caicedo logró convertirse en apenas veinticinco años de vida en un maestro de la literatura.
Llegamos, pues, a Jardín. Tres casas bonitas, calles destruidas y un entorno de montañas de gran belleza. Hoy los genios estuvieron tranquilos y el viaje nos tomó apenas cuatro horas y media. El horripilante estado de la carretera es una de las razones por las que este año mermó la afluencia de visitantes. Otra es la falta de puente festivo y la otra, lo poco atractiva que resulta la temática elegida para la cuarta edición: cine y patrimonios. A pesar de eso se puede reportar con alegría que el público, en vez de escasear, se ha reducido a sus justas proporciones. Durante los cuatro días de duración del evento no llegará a verse una sola proyección o una sola conferencia sin gente. La organización del festival de cine de Jardín, tozuda y valerosamente apalancada por mis amigos Adriana González y Oswaldo Osorio, es impecable y el público tiene claro que lo que aquí se le ofrece será siempre un producto de calidad.
Tres cosas me traen a Jardín. La primera, la actividad académica, que es la virtud que lo hace especial entre los festivales de cine de provincia. La segunda, el aire limpio que baja de las montañas. La tercera, un par de películas. Varias proyecciones se harán en el teatro municipal, bastante bello, y entregado, aunque sin dotación técnica, para su estreno en el festival. Inaugurado en 1912 y en ruinas hace tres décadas, el teatro es lo único que se ha restaurado en Jardín durante el último cuatrienio. De resto, todo es destrucción. Esperemos que el pueblo consiga sobrevivir a la perversa administración que lo rige y elija un buen alcalde –no lo hará, pero siempre hay espacio para la ilusión– en octubre próximo.
La parrilla de películas no está supeditada al tema del patrimonio y algunos títulos son más bien oportunidades que la organización ha sabido aprovechar. La más notable, La ciénaga, entre el mar y la tierra. Hace tiempo tenía interés en esta película, cuyo estreno internacional se malogró un par de años atrás por culpa de un litigio entre los dos personajes que figuran en la codirección, Manolo Cruz y Carlos del Castillo. Nunca he sabido bien en qué consiste el diferendo, y la explicación que dan el primero y su actriz protagónica contribuye a mantener la confusión. Por lo que se le cuenta al público, Cruz, que también interpreta al difícil personaje principal, le cedió durante el rodaje a Del Castillo la dirección en campo, luego este quiso apropiarse el crédito de director para él solo y algún tribunal acabó fallando a favor del primero. Lo más importante es que al fin esta película puede llegar a la fase de cartelera, en la que, sin duda, tiene con qué defenderse: a pesar de las precariedades de su guion, telenovelesco por momentos y con evidentes deudas con Mar adentro de Alejandro Amenábar (2004), la buena historia que relata y la portentosa actuación de Vicky Hernández, secundada por la menor pero bien lograda del propio Manolo Cruz, bien que pueden entusiasmar a la taquilla. 
Casi no han venido actores este año, de manera que la atención de la gente se concentra en la enorme Vicky Hernández. Enorme, digo, porque esta mujer es, sin duda, un patrimonio vivo de la actuación en Colombia. Simpática y entusiasta, me fascina, por ejemplo, cuando se toma fotos con las personas que la atosigan por doquier. Más aun, cuando es ella quien se las toma a las personas –la he visto hacerlo más de una vez–. Hay un momento en que Vicky es de una sabrosa sensatez, como cuando está hablando sobre el papel del actor en nuestro cine, sobre la relación del director con sus actores, en fin, pero hay otro momento, mucho, mucho rato después de que ha estado hablando ininterrumpidamente, en que la sensatez muta en tedio, y ya uno quiere que le ceda la palabra, por ejemplo, a ese joven aspirante a director de cine que está a su lado y al que veremos por todo el pueblo acompañándola como un lazarillo. Hernández y Cruz relatan que la última de muchas versiones del guion de La ciénaga, entre el mar y la tierra se puso en manos de la actriz. Resulta evidente que el control entero de la película se puso en las mismas manos, y el extenso diálogo –en realidad, el extenso monólogo de Vicky– que sigue a la proyección pone en evidencia algo que he pensado hace tiempo: todo gran actor necesita un gran director; de no darse el encuentro, ocurrirá lo que en esta película, que la actriz se desborda y acaba llenando el espacio fílmico con nada más que su presencia.
El segundo título que me atraía es una antigualla de los tiempos en que el cine colombiano se dejaba en manos de los directores de teatro, que ni entonces ni nunca han sabido hacer películas. Se trata de Bajo la tierra, dirigida (malograda, más bien) por Santiago García en 1968 y basada en una novela de José Antonio Osorio Lizarazo. Mucho busqué esta película hace una década, cuando hice mi investigación sobre las relaciones entre el cine y la literatura en nuestro país, pero la única copia existente estaba en las bodegas de la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano y no era posible verla. Ahora la han restaurado y su presencia resulta más que oportuna en un festival cuya temática es el patrimonio. Complicado tema, este. Me paso la proyección preguntándome si una obra tan burdamente actuada y tan pobremente realizada merece los recursos invertidos en su restauración. ¿Qué diablos es el patrimonio?  
Ya para terminar, la joya de Jardín: la sección Caleidoscopio. Una veintena de cortometrajes de realizadores jóvenes que se juntan mediante convocatoria nacional. Lo más bonito es que Caleidoscopio atrae multitudes y a la vez da cuenta de la fortaleza de nuestro cine joven. Los nuevos realizadores y el público vienen hasta esta lejanía a sostener un feliz encuentro.
Asisto a unas cuantas proyecciones y conferencias más y aprovecho también para recorrer este pueblo mal administrado y bello. Al final, como debe hacer uno de todas partes, me largo. Llegando a Medellín después de muchas horas, una imagen que de entrada me parece bonita: en uno de los semáforos de la glorieta de Monterrey, una viejita hace malabares con varias bolas frente a un grupo de carros. Admiro la pericia que ha logrado “a esa edad”. Entonces me doy cuenta de que una viejita de esa edad, a esa hora, en ese lugar, haciendo eso, no debería ser una imagen que sintetizara la inquebrantable lucha del espíritu humano por la supervivencia: es un insulto de nuestro sistema inequitativo. Esa pobre señora debería gozar del derecho que con quién sabe cuántos años de existencia se ha ganado a estar descansando a esta hora, y yo debería llevar por lo menos dos horas en mi casa, pero es que la carretera… Ah, Jardín: ojalá este no haya sido tu último festival de cine.
 
La actriz Vicky Hernández y el director Manolo Cruz conversan con el público luego de la proyección de La ciénaga, entre el mar y la tierra en el festival de cine de Jardín.

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