Jueves
Es de noche y voy en el metro. Charlo con dos amigos, esposo
y esposa, gente que logra moverme el ánimo. Una que otra frase en alto volumen.
Nos despedimos en San Antonio, ellos ahí cambian de línea. No acabo de hacer
los respectivos gestos de adiós con la mano, cuando siento que me tocan el
hombro y una voz recia me dice: “César Baloo, todavía me acuerdo de vos”. Lo
veo: un tipo robusto, en sus cuarenta y tantos, moreno, facciones que parecen
duras y jóvenes. No hay tiempo para saludos ni despedidas, pues él también sale
del tren. Apenas alcanzo a reaccionar con una sonrisa tonta, una que espera ser
afable, y un manotazo en su hombro. Se pierde en la multitud y quedo sonriendo
para nadie.
Creo reconocerlo, y no porque en su cara logre ver los restos
de la que tuvo de niño, sino porque la asocio con la del adulto al que vi una
sola vez y en una situación análoga. Hace algunos años, quizá muchos, yo iba
conduciendo por la 65 hacia el norte. Era por la tarde y había sol intenso y
ofuscación de carros, y en la cuadra que sigue a Colombia me detuvo el semáforo.
De pronto oí un pito insistente y una voz que gritaba parte de la fórmula de
esta noche: “¡Hey, Baloo!”. Miré hacia el foco de la voz. Desde un camioncito
que se había detenido justo al lado, el que creo era el mismo sujeto de esta
noche me saludó con una mano alzada y una risa de esas que se extienden como
luz en una vida fría. Apenas alcancé a preguntar: “¿Cuál sos?” y él a
responder: “Julián”. “¿Julián qué?”, pregunté como animándolo a darse cuenta de
que debía ser más específico. “Barbosa”, respondió. El semáforo que nos había
reunido después de muchos años nos separó de nuevo después de algunos segundos.
El hecho de que le preguntara cuál sos en vez de quién sos
se debía a que su identidad podía revelárseme a partir de una bolsa de sujetos
no demasiado amplia ubicada en la parte de la memoria que me es grata. Durante
una decena de años, entre los ochenta y los noventa, fui Baloo o César Baloo
para alrededor de un centenar de niños lobatos del grupo sexto de los scouts de
Medellín. Es gente a la que por lo general asocio con buenos momentos de la
vida; para algunos de ellos constituyo a la vez un recuerdo importante. De muy
pocos sé en el presente. Cuando la casualidad me cruza con alguno, la mayoría
ya tan borrados por la edad adulta, en un porcentaje alto de casos el saludo es
frío, si no es que me ignoran, y me alcanza a doler; en otros es de una calidez
como la de esta noche, que me ha dejado la misma sensación de aquella tarde:
gratitud, alegría mía por la alegría de aquel Julián que aún no se convierte en
un fantasma diluido en el tiempo.
Domingo
Camino hacia el apartamento de mi mamá. En la 57 con veinte me
aborda una habitante de calle para que le dé algo de comer. Son demasiados y la
inmensa mayoría de veces los ignoro, pero de mi presupuesto destino unos pocos
pesos para favorecer a alguno de vez en cuando. La mujer debe andar en sus
treinta o en sus cincuenta, puede que en sus cuarenta o en sus sesenta. Todo en
su cuerpo es desfondarse y caer. Está flaca, pero conserva algo de la altivez
que posiblemente en otra vida tuvo. En el ojo izquierdo, el iris en blanco la
hace ver como uno de esos cyborgs que pierden la última batalla en esas
películas. La voz, firme, puedo decir que bonita y hasta cómplice. Cabello
largo y sucio, sucia su piel y sucios sus andrajos. Se ve que en su carrera al
abismo no dista demasiado del fondo.
Le digo que sí, hágale pues, vamos a la panadería y coma lo
que quiera. Se pone radiante, tanto que alcanza para iluminar algunos espíritus.
Nos paramos ante la vitrina. Repito el ofrecimiento. Pregunta si es cierto que
puede pedir cualquier cosa. Calculo el costo de mi generosidad: no será
demasiado, pues ellos saben lo frágil que es la nobleza ajena, y por lo general
me toca decirles que bien puedan, que aprovechen y se coman algo rico y que los
llene, que los alimente incluso. En el caso extremo, me costará diez mil pesos;
estoy dispuesto a llegar hasta veinte mil. Intuyo que se decidirá por un café
con leche y a lo sumo un pan o un pastel de pollo, y que la alentaré a escoger
algo más. Entonces viene la sorpresa: sin hablar, señala una copa de helado.
Una especie de totuma de chocolate en cuyo interior, sobre una masa café clara,
flotan una supongo que fresa envuelta en almíbar y una galleta desvaída con
raya quebrada de chocolate; por el frente, una gotera blancuzca, sobre cuya
naturaleza prefiero no preguntarme, recorre la copa y cae al plato eliminando
cualquier posibilidad de que el helado resulte apetitoso. Sus facciones se
llenan de expectativa. Pregunta si puede pedir eso. “¿De verdad quiere un
helado?”, le pregunto como regañándola por no elegir algo más sólido y
alimenticio. Dice que sí y sus facciones se vuelven traviesas, el gesto
infantil. Instruyo al dependiente para que le dé lo que desea. La mujer estalla
de alegría. “Me dan hasta ganas de llorar”, declara, y sé que si mi actitud
fuera menos adusta se daría cuenta de que somos de la misma casta. El hombre le
entrega la copa y ella la recibe como si se tratara de un objeto místico que le
conferirá algún poder o la pondrá en contacto con alguna divinidad. Algo de una
antigua altivez regresa por un momento a su espíritu. Le alcanza el ánimo para
reclamarle al hombre la cucharita que debería venir con el helado. Se repliega
sobre sí misma, exultante.
Ellos no dan las gracias, pero uno sabe que en esos momentos
se enamoran un poco de la vida. Más tarde en la noche llueve. Las nubes ocultan
la Luna, que ha empezado a menguar.
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