miércoles, agosto 19, 2020

Los tres de siempre

El Gobierno acaba de anunciar los protocolos para la próxima reapertura de las salas de cine. Durante toda mi vida, no ir a cine ha sido sinónimo de desazón, de crisis, de gran pobreza. Hace cinco meses que no lo hago, desde cuando el covid 19 revolcó al mundo y nos quitó mucho de lo que en él tenía gracia. El cine en cine –el streaming es un pobre consuelo– es lo que más anhelo de la vida que se me suspendió por culpa de la pandemia. Ahora me alisto con emoción para volver. Ya he lavado la ropa de ir a los teatros, la voy a planchar, me echaré loción, invitaré a mi compañero para que vaya conmigo a la primera película. Después iré solo, como hice tantas veces; volveré luego con él, con algún amigo, solo… y así. Iré a cine de nuevo, que es como decir que volveré a mí. En dos años o incluso antes veré una película en cuya primera secuencia unos chinos de un mercado popular hacen una sopa de murciélago y desatan esta tragedia que ahora vivimos: entenderé entonces la dimensión de todo esto, porque solo el cine sabe explicarme el mundo. Mientras tanto, algo de memoria para explicarme a mí mismo cuáles son esas brumas de las que proviene el individuo que soy.

Quiero decir: no recuerdo haber empezado a ir a cine; es como si el cine siempre hubiera estado ahí, formando parte de mi vida. Nunca fui a cine por primera vez. No sé si llamarlo amor: no me gusta el lugar común, pero en definitiva eso es. El hecho es que la memoria del encuentro con él hunde sus raíces en una zona de contornos no definidos por acontecimientos específicos, como pasa con la lectura o con la contemplación de la lluvia. ¿Qué lo desencadenó? Ni idea. Sé que voy a cine desde siempre y ese siempre mío se refiere a una magnitud compuesta por unos cuarenta y tantos años, pocos menos de los que corresponden a mis recuerdos más antiguos. Con esto quiero decir que voy a cine porque estoy vivo y que una de las pruebas de que estoy vivo es que voy a cine. A estas alturas de la vida no me gusta declarar amores, pero, para efectos de darles su lugar a los apasionamientos, tendré que decir finalmente que mi amor por el cine, igual que aquellos otros –la lluvia, ya dije; la literatura, alguno más–, es tan antiguo como la conciencia de que habito el mundo y tengo culpas.

¿Cuándo empezó? Nada he podido sacar en claro a la hora de precisar, no digamos una fecha o una impresión de inicio, pero sí al menos un momento específico en que alguien, seguramente un adulto que por esta acción merecería mi agradecimiento perenne, me condujo por primera vez al interior de una gran sala en penumbra, a la búsqueda de una butaca para acomodarme y al encuentro más grandioso de cuantos han acontecido en mí: el de una pantalla enorme contra la cual, de sopetón y desde el reino mismo de las maravillas, un chorro de luz se lanza portando todo tipo de historias. Tendré que aclarar que la relación con el cine implica necesariamente ese acto, el de ir, el de entrar, el de sentarme o sentarnos, el de ver y oír, el de involucrarme. Tendré que aceptar que a lo mejor voy en contravía de los tiempos –ah, la vejez que ya se avizora en las brumas del mundo que me rodea–, pues en mi idea del cine persisten esos elementos que desde el fantasmal inicio de este amor lo integran: la sala, la penumbra, el proyector (tristemente, ahora mudo y digital), los demás espectadores, la pantalla grande. La pantalla muy grande. En la disolución que marca la sucesión de las épocas, los límites con artes menores como la televisión tienden a difuminarse y la corrección política nos obliga a aceptar como cinematográfico cualquier pastiche pensado hasta para el celular. Yo, sin embargo, persisto en considerar el contorno de la gran pantalla como habitáculo inalienable de las películas. La magnificencia es una de las marcas del cine y todo en él está en función de ella. No hay cine en la pantalla del televisor, mucho menos en la de la tablet o el celular. En ellas, si acaso, presenciamos el vano reflejo de lo que es.

Mi recuerdo concreto más antiguo con el cine es el de la frustración y el amor, no esta vez al cine mismo, sino a una persona. Es una mañana de domingo. Siete, ocho, diez años de edad. Una casa en un callejón del barrio Aranjuez, en el nororiente de Medellín, en Colombia. Años setenta, justo antes de que el mundo entero explote a nuestro alrededor. Estas coordenadas son importantes para demarcar la maravilla de ese acto que consiste en desplazarse a un lugar en el que, precisamente, todas las coordenadas cambian: el cine es el reino del no estar, del barajar la realidad sus normas para constituirse en otras muchas posibles. Una mañana de domingo. Vamos a ver una película de Tarzán en el matiné del Palermo. Vamos, pero en últimas van, yo desisto: van mis tíos y mi hermano. Yo me quedo en la casa porque alguien debe acompañar a mi mamá. En tal acto, el de no ir a la película, hay una concreta demostración de amor, pues ya en este momento no existe en el mundo nada que me guste más que ir al Palermo y hacer lo que allí se hace.

La memoria es el lugar donde nos mitificamos a nosotros mismos y de la mía puedo decir que me muestra como un niño que en el teatro del barrio se comportaba como un purista. Durante muchos años (¿tres, cuatro, doce?), los niños de Aranjuez no llegaban al Palermo a sentarse. Se dirigían a la pantalla, un gran telón que recuerdo en tonalidad crema y de una consistencia que ellos conocieron y yo no, y la golpeaban. Hacer esto les causaba fascinación. Tal vez creían en algo que más tarde, una mañana de algunos años después, se esparció de boca en boca entre los alumnos de la Epifanio Mejía, una de las escuelas del barrio: que eran los adultos de nuestro entorno quienes interpretaban las películas, que al encenderse el proyector ellos se metían por entre las paredes, llegaban hasta la pantalla y se convertían en los personajes. Imagino que al golpear la pantalla mis compañeros de generación suponían que se acercaban más a ese mundo que estaba por desplegarse ante nosotros y que podían incidir en lo que estaba por acontecer. Todo se vale en el cine y en la niñez. A diferencia de ellos, yo me quedaba quieto en la butaca y los veía correr por todo el teatro, prestaba atención a la música que ponían antes de la función, miraba la nube de humo de cigarrillo estacionada bajo el cielorraso, y esperaba. Siempre confié en que los adultos harían lo mejor por mí; la rebeldía tardó en llegar. De los niños que iban al Palermo, yo era el que se quedaba quieto en su silla. Eso sí, una vez se encendía el proyector y venían los cortos (los tráileres) y luego la primera película, todo el mundo ocupaba su lugar. Aunque, bueno, existían ciertas leyendas sobre otras cosas que sucedían en ese teatro del barrio, pero cuando llegó la edad de comprobarlas ya mi territorio se había expandido: crecer era ir a cine a los teatros del centro y no ver dobletes.

Después todo cambió. Los teatros del centro y de los barrios se extinguieron y en su lugar abrieron los multiplex de los centros comerciales, las pantallas se encogieron y la imagen fotoquímica, tan entrañable, se digitalizó. La experiencia de ver películas se fragmentó en montones de dispositivos, pero, como ya dije, el auténtico encuentro con el cine sigue restringido a las salas. Con o sin otros espectadores, pero sí en unas condiciones tan fundamentales como la pantalla en gran formato: sin doblajes, sin luces ni ruidos parásitos, sin crispetas, sin interrupción para visitar la confitería o ir a orinar, sin celulares encendidos, sin comentarios, sin amantes que pretendan robarle a uno la atención que es para el verdadero espectáculo. He ahí la clave: con sala llena o vacía –cuántas veces he sido el único espectador–, allí solo estamos la película y los tres de siempre: mí, mí mismo y yo. O, pronunciado en el tono melancólico de John Boorman para el personaje de Charlie Meadows en Barton Fink de los hermanos Coen: “Me, myself and I”. No hay nada más, y esto es lo que amo del cine. Es mi acto más íntimo, en el que lo transgredo todo para encontrarme a mí mismo. Nada existe allí, aparte de mí convertido en el factor por el que todo adquiere sentido. La película, la sala, yo. Todo aquello se hizo para que yo existiera en múltiples dimensiones. Soy uno y eterno cuando estoy en cine.   




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