domingo, junio 28, 2020

Veintiocho de junio


Cuando yo estaba en segundo de bachillerato en el internado de las Granjas Infantiles, teníamos un profesor que nos inspiraba mucho respeto y, en consecuencia, lo queríamos. Las dos cosas se sustentaban en la calidad de sus clases y en el (aparente) liberalismo de su discurso. Nos daba biología y educación física. Pasado el tiempo vine a caer en cuenta de que lo de la calidad de sus clases aplicaba solo en la primera materia. En la segunda, Fabio se limitaba a ponernos a jugar fútbol a los hombres y basquetbol a las mujeres o hacernos trotar a nosotros horas enteras alrededor de la cancha o, peor, de arriba para abajo de unas instalaciones que quedaban en la caída de una montaña (allí siguen las Granjas). Nunca una instrucción sobre el ejercicio, un calentamiento, una enseñanza sobre las reglas. Nada. Éramos hombres y teníamos que correr y jugar fútbol porque éramos hombres. Punto. Así estaba decidido por las sanas costumbres de nuestra cultura heteropat… en fin. Nunca, una alternativa para aquellos a quienes el balón nos daba pánico porque carecíamos del interés de driblarlo y todas esas cosas que hace la gente hombres y mujeres con los balones en las canchas.
Como éramos adolescentes y él nuestro profesor bacano de biología, muchos temas se permitían en el salón. Habían transcurrido doce años desde Stonewall, cosa que nosotros no sabíamos y a lo mejor él despreciaba, y Fabio, que para el relato es importante aclarar que era negro, decía cosas que nos hacían creer que el mundo había empezado a cambiar justo cuando nosotros llegamos. Excepto en un tema que toda la vida me quedó rondando en la cabeza: para él, estaba bien que existieran los homosexuales, siempre y cuando estuvieran lejos y lejos se mantuvieran. Recuerdo el día exacto en que me di cuenta de que su liberalismo dejaba serias dudas.
Alguien puso el tema. Dijo que había homosexuales (no se usaba la palabra marica en el salón) en todas partes, en todos los grupos y en todas las razas. Recuerdo la seriedad con que la mirada de Fabio nos cubrió a todos, hombres y mujeres, la fortaleza de su vozarrón y la aparente nobleza de su corazón de maestro cuando, para tranquilizar al auditorio en pleno, dijo, no lo que necesitábamos escuchar, sino lo que a un homofóbico le parecía que nos tranquilizaría y mantendría la limpidez de nuestro nombre colectivo: “Aquí no hay de eso, aquí todos son hombres”. Han pasado treinta y nueve años y es probable que mi recuerdo de sus palabras no sea exacto, pero la idea sí lo es. Recuerdo la atmósfera de tranquilidad que esas palabras extendieron entre los presentes, permitiéndonos respirar a todos porque el supramacho de educación física nos canonizaba, uno a uno, como los hombres que nuestra cultura antioqueña y católica obligaba que fuéramos. Lo que seguía era ser honrados y trabajadores, pero ya teníamos la virtud fundante.
A comienzos de los ochenta, un profesor negro por el que sentíamos cariño y respeto nos ayudaba a derribar el muro racial que se alzaba alrededor de todo en nuestra cultura masculina, heterosexual, honrada, trabajadora y católica (y otro montón de limitaciones contra las cuales las décadas posteriores nos ayudaron a alzarnos). En la vida entera que ha transcurrido desde entonces, ha gravitado en mi sistema de ideas la aparente desconexión que existe entre el respeto que aquel profesor inspiraba y el hecho de que a los mariquitas que había en el grupo (sé bien que había por lo menos uno) se les consolara con la declaración de que tal aberración del comportamiento masculino no estaba presente allí, porque todos parecíamos hombres. El secreto se hallaba bien resguardado por esa virtud tan conveniente con que se ha construido nuestra cultura: la apariencia. En su magnanimidad, Fabio incluía en su apreciación a los dos afeminaditos del salón que inspiraron el tema.
¿Le reprocho al profesor amado su homofobia, siendo él mismo miembro de una minoría excluida? Lo hice durante mucho tiempo. Después he descubierto que se puede ser excluyente dentro de la exclusión. Eso existe por cantidades en el mundo. De ahí, tantos negros, tantos latinos, tantos gays y tantos pobres votando por Trump en Estados Unidos o por el que diga Uribe en Colombia. Pienso que, al modo en que su época se lo permitía, Fabio fue capaz de superar las limitaciones que el mundo le imponía como si fueran naturales, alzándose contra la concepción del deber ser de las cosas que mantenía a los negros en una casta inferior, y se convirtió en un buen profesor. La homofobia estaba en la raíz más profunda de sus creencias y es natural que no fuera capaz de decirnos a sus estudiantes de segundo lo que, en cambio, otros profesores de variados colores sí nos dijeron antes de terminar el bachillerato y lo que yo quisiera que él hubiera dicho para admitirlo sin reticencias en mi santoral: que con seguridad sí había uno o más muchachitos homosexuales (yo preferiría mariquitas, pero esta expresión no se permitía en el salón) y hasta alguna peladita lesbiana, y que esto no tenía por qué representar inconveniente alguno. Pienso en cuántos dolores habrían calmado esas palabras, cuántos comportamientos equivocados le habrían ahorrado a nuestra adolescencia y cuánta alegría de ser habrían permitido.
Nunca más supe de Fabio. No tengo, pues, manera de saber si las peleas que tantos han dado en las décadas transcurridas le cambiaron el concepto aberrado de que la manera de tranquilizar a sus estudiantes maricas era declarar que no lo parecían, dando a entender, por tanto, que no lo eran. O dando a entender que tenía razón la cultura, que lo importante era no parecer, o parecer otra cosa. A veces he llegado a pensar que quizá no comprendí las intenciones del profesor, que él en realidad estaba protegiendo a los excluidos: al decir que en el salón no había de eso y que todos eran hombres, estaba salvando del señalamiento a los que sí eran eso. Quizá. Pero también recuerdo con cuánto odio se refería a los flojos a los que no nos  gustaba el fútbol.






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