viernes, mayo 29, 2020

Muertos que la pandemia no deja enterrar



Rodrigo murió el sábado. Salió a trabajar y al rato llamaron a Teresa. Infarto fulminante. Así quería morir, según anunciaba desde que empezaron a hablar de la muerte: como es usual entre los sujetos que se importan, el tema afloró casi tan pronto como la vida los juntó valiéndose de artimañas un tanto rebuscadas. No hubo opción de ir a verlo, nada, ni mucho menos la hubo de un velorio o ritual alguno. El hijo de Rodrigo y Teresa pasó la noche llorando con gran desconsuelo. A ella, supongo, se le deben haber venido algunas lágrimas, pero, fuerte como es, la mayor parte del tiempo estuvo tranquila. Imagino la nostalgia y la avalancha de recuerdos y sensaciones, pero también el sereno diálogo (esas oraciones que son como mantras) con la divinidad en la que cree. El domingo, madre e hijo acudieron a una cita en el cementerio: solo ellos dos y para mirar la camilla en que transportaban a su muerto antes de que lo introdujeran al horno crematorio. Por otras muertes de esta época, Teresa intuía las características de lo que les iba a tocar y llevó consigo una botella de agua bendita.
Antes del confinamiento, dos meses largos atrás, dos vidas atrás, ella de todas formas ya iba poco a la iglesia. Sus problemas de columna y rodilla se habían complicado. Consecuencia para nada deseada de los quebrantos, hubo de alejarse de misas, repartición de hostias y otras actividades de su parroquia. En las ocasiones en que hacía el esfuerzo de desplazarse a la iglesia, con caminador y acompañante, iba provista de un envase grande y se surtía de la pila. Fue un consuelo enorme llevar consigo el agua bendita al cementerio. Pidió a los funcionarios de la muerte que abrieran la bolsa en que estaba Rodrigo. Ellos accedieron, pero advirtiendo que solo por un minuto y solo a la altura de la cara; ella preguntó por qué tanto rigor, si nada tenía que ver el fallecimiento de su marido con el virus; ellos respondieron que así son los protocolos ahora. No suplicó: pidió que abrieran la bolsa completa, y como hay algo en el tono de su voz que mueve a darle gusto en ese tipo de situaciones, lo hicieron. Es una voz de una firmeza serena: no se enoja, no gime, no constriñe. Salvo en un par de situaciones extremas, nunca he sabido que se altere. La procesión va por dentro, literalmente.
Ya que exequias no se celebrarían, esparció manojos de agua sobre su compañero. Se habían apagado el fuego y la furia, el ansia y el dolor. Todo lo que había sido Rodrigo estaba extinto, salvo ese cuerpo que para ella seguía siendo él y, por tanto, debía honrarse antes de devolverlo a la tierra. Se mojó las dos manos, las puso en la cara de Rodrigo, le echó la bendición, tomó una de las manos de él y le dijo que descansara en paz y que todas las ofensas, las que él le había hecho y las que seguramente ella le había hecho a él, estaban perdonadas. No sé si lloró en ese momento; no me lo dijo y, conociéndola, creo que no. Su hijo sí, bastante. Los funcionarios empezaron a cerrar la bolsa. Ella preguntó si lo iban a cremar con zapatos y todo. Le respondieron que sí, con zapatos, correa y la ropa que llevaba puesta en el momento del deceso. Este detalle, sobre todo lo de los zapatos, la ha tenido bastante inquieta, no entiendo bien la razón y aún no ha sido pertinente preguntársela.

Teresa está convencida de que a Rodrigo lo mató el estrés del encierro. Primero por convicción propia y luego por exigencia de su mujer y su hijo, acató la cuarentena durante varias semanas. Hace días manifestó que no soportaba más, que volvía al trabajo. Desde cuando no pudo jubilarse cubría turnos de vigilancia sin contrato ni prestaciones en un parqueadero del barrio, no sé qué tanto por necesidad y entiendo que mucho por deseo de mantenerse productivo. Teresa le dijo, un tanto en broma, otro tanto en serio, que empacara manta y ropa y se quedara allá mientras terminaba esta situación, para que no llevara la enfermedad a la casa. Él prometió guardar las precauciones indispensables. Cada una de las mañanas siguientes retomó la rutina de levantarse muy temprano, ponerles la comida y consentir a los gatos –tienen nueve–, subirle a Teresa unos tragos y entablar con ella una de esas conversaciones de la lacónica amistad que al cabo de los dramas habían aprendido a sostener. El sábado le anunció que esta semana la acompañaría a hacerse los exámenes que el ortopedista, en consulta telefónica, le mandó a fin de determinar qué es lo que ahora sucede con su columna. La llamó desde el trabajo para recomendarle que no se esforzara en la casa y preguntarle cómo estaba, y avisó que iría a almorzar. Al rato la llamó el dueño del parqueadero.   
Pasó el resto del domingo atada al celular, pues son bastantes sus familiares y sus amigos. Encontré registro de llamadas suyas tarde en la noche y muy temprano hoy. A media mañana le marqué, no contestó, aguardé unos minutos e insistí. Temía que recibiría precisamente la noticia que recibí, pues sé bien a qué horas llama para cada cosa y sobre qué muertes o qué tragedias me va a enterar según el momento en que intente comunicarse. Hablamos cada varios meses, pero hubo épocas en que lo hacíamos todos los días y hasta más.
No obstante, cuando contestó me saludó con el júbilo de siempre y por un momento la conversación fue divertida. Entonces me soltó la noticia como quien cuenta una confidencia, de repente, en voz baja y todo: “Se murió Rodrigo”. Con ella siempre me toca inferir la melancolía que late en un segundo nivel del palimpsesto de su voz. Insisto por tercera vez en el calificativo que he usado para describir su virtud principal: Teresa es una persona serena. Con la misma voz de hoy, desgarrándose por dentro pero no permitiéndose desbordamientos, hace veinticinco años me comunicó la muerte de su hijo menor, quizá la persona que más le dolió y con la que vivió las peripecias más dramáticas de su existencia: “Mataron a Edy”. Eran los tiempos en que la vida nos había hecho confluir en un grupo scout al que yo llegué por un gigantesco error de criterio (nada se me parece menos que el escultismo) y ella buscando una vía de escape a las dificultades que la ruptura en proceso de su primer matrimonio con Rodrigo les acarreaba a los hijos. Muchos fueron los ríos por los que anduvimos de noche, muchas las carpas que se nos inundaron y muchas las fogatas en las que creímos formar parte de una hermandad mundial. Entre tanto, Rodrigo se alejaba más de ella y de los niños, los abandonaba más, a la vez que se fortalecían en el espíritu de Teresa la voluntad de emancipación y la necesidad de alzarse contra todas las cosas que la habían obligado a ser. La vi sufrir y gozar, algo la ayudé, mucho la abandoné también. Llegamos a ser, creo, amigos; la parte fundamental de nuestra amistad sigue activa. Escuché las emociones con que el amor la engalanaba veinte años tarde, pero también las decepciones. La vi emocionarse con requiebros de adolescencia a los cuarenta y tantos años, la vi pelear tarde contra la tiranía de su madre, pero también la vi cuidarla, la vi ser abandonada y me enteré de cómo el hambre la rondaba a veces al lado de ese niño que ya se mostraba deseoso de morir. 
Rodrigo se había ido, supongo que, desde su óptica, con razones para retirar cualquier apoyo. Los hijos se desestabilizaron, el niño se hizo matar, el mayor dio tumbos por el país. Sus amores se fueron, su madre murió, su padre murió. Además eran los años en que la ciudad no era un buen lugar para estar y ella acabó yéndose a empezar de nuevo en otro sitio. Si no se derrumbó, fue porque su espíritu no tenía grietas para que lo colonizara la derrota. Persistía en él una paz que provenía de su verdadera vocación.
Teresa se fue al convento a una edad y en una época en que la gente aún era inocente. Entre las monjas pasó sus años de gloria y nunca dudó de su vocación (aún la tiene). A pesar de ello, su madre o su padre –no recuerdo– la obligó a retirarse antes de profesar y casi que a casarse con Rodrigo. Llegó al lecho matrimonial sin comprender cómo funcionaban las cosas allí, y él, a veces con paciencia, a veces con brusquedad, le fue explicando los mecanismos del mundo y de los cuerpos. Creció a su lado. Se fueron a Bogotá, nacieron los hijos, trabajaron. Hubo épocas felices. En su periodo más estable, los dos trabajaron durante una buena cantidad de años en un taller cuyo patrón los quería como un padre. Sin embargo, cuando tantos años después emprendieron los trámites de la jubilación, la empresa de pensiones les reveló que el patrón bienamado no había pagado ni un solo mes de sus aportes.
Al regresar la familia a Medellín, ella había descubierto una arista nueva de su carácter: no le gustaba ser sometida y estaba capacitada para el amor. Este descubrimiento desencadenó las tormentas que la azotaban por la época en que nos conocimos. Yo siempre le dije, en parte por molestarla y en parte por intuición, que al final iba a quedar con Rodrigo. Ella sonreía y replicaba que su anhelo final era volver al convento. Acabé teniendo la razón: hace veinte años viajé a la ciudad a donde él y el hijo la siguieron y de la que nunca se marcharon, y asistí a su segunda boda. No tenían el amor, pero sí la experiencia. Aprendieron a acompañarse en el envejecimiento. Este año iban a cumplir cuarenta y nueve de trajinar por el mundo teniendo noticias uno del otro: “de aguantármela”, bromeaba él; “de aguantármelo yo a usté”, bromeaba ella. Jamás se trataron de tú ni de vos; todo entre ellos fue un permanente usted. Me contó casi con ternura que estuvieron a punto de ajustar las bodas de oro. Creo que ya es tarde para el convento, pero Teresa ha hecho tantas cosas inesperadas que quién sabe a dónde será capaz de llegar con caminador y todo.
Rodrigo le había indicado dónde guardaba un dinero para que llegado el momento le hiciera el favor de llevar sus cenizas al cementerio de Nariño, el pueblo del que era oriundo. Esto no podrá ser, al menos no durante un buen tiempo, pues los viajes intermunicipales siguen prohibidos y cuando se levante la prohibición el virus seguirá estando por ahí, en las palabras, en las sonrisas, en el aire proveniente de las personas con las que uno podría cruzarse. Ahora Teresa espera que sea miércoles. Para ese día había tramitado con el párroco una misa en el terreno descampado donde los buses del barrio dan la vuelta para emprender la ruta. No sé con qué permiso hará el cura esa celebración, pues la cuarentena sigue y no están permitidas las reuniones. Una vecina lo informó sobre el súbito fallecimiento del esposo de Teresa y le pidió que reorientaran el objetivo de la eucaristía: que esta se oficiara por el eterno descanso del alma de Rodrigo. El sacerdote accedió. Teresa está contenta porque, a fin de cuentas, él no se quedará sin misa. Hace tiempo dejé de participar en la religión, pero me parece que esta alegría de Teresa es la prueba de una solidaridad que está muy emparentada con las maneras más nobles del amor.



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