lunes, octubre 02, 2017

Adiós a los cambuches

Hace un año a esta hora estábamos en pleno comienzo del dolor por lo que dio en llamarse "Plebitusa":la derrota del Sí en el Plebiscito por la Paz. Muchas aguas, incluso limpias, han corrido desde entonces y lo cierto es que el balance de los Acuerdos es principalmente positivo. También hay uno que otro desastre que lamentar y unos cuantos que temer para el futuro cercano. Mi aporte a la comprensión es esta crónica que publiqué en la edición de agosto del periódico De la Urbe.


—Matan a los líderes sociales, que nunca han empuñado un fusil, ahora no lo van a matar a uno —dice con una voz en la que no sé distinguir si hay humildad o resignación. Es Ánderson, el guerrillero a quien las vueltas de la vida han llevado a actuar de comandante del campamento donde ahora se aloja lo que una vez fue el frente 36, uno de los más beligerantes de las Farc.
He venido hasta aquí por dos razones. La una es profesional, periodística. Vivimos un momento auténticamente histórico del que es preciso estar cerca si uno se dedica a este oficio. La otra es personal. Hace dieciocho años y medio, sin ser combatiente, estando desarmado y solo, siendo un anciano y sin haber disparado nunca un arma —que yo sepa—, mi abuelo se convirtió por la firmeza de sus convicciones en una de las 220.000 víctimas mortales que se le calculan al conflicto entre el país y las Farc. Dos guerrilleros rasos, enviados por la espantosa comandante Karina —hoy gestora de paz, militante de una iglesia cristiana y refugiada en la XVII Brigada del Ejército en Carepa—, lo abordaron en la puerta de su casa, en el corregimiento de Pueblonuevo (Pensilvania, Caldas), cuando venía de encerrar los terneros, y tras engatusarlo con un cuento cualquiera lo fusilaron por la espalda. Al final de esta experiencia, traspasado por la simpatía y en broma, pero sobre todo contento de que al menos esta guerra de nuestro país esté acabándose y haya esperanzas —difusas, pero las hay— para todas estas personas, anunciaré mi incorporación al movimiento con un nombre de guerra, de paz, mejor dicho, que le rinde tributo a la memoria del abuelo: Comandante Jesús Vargas. Por supuesto, la nueva simpatía no trascenderá la broma. Nadie, ni siquiera los actuales guerrilleros, sabe a ciencia cierta qué ideas defenderá el partido político que dentro de poco habrán de fundar las Farc, así que será preciso estar atentos a lo que planteen.
He venido con la directora de cine Patricia Ayala, quien rueda un documental sobre dos cantantes de las Farc cuya tarea es recorrer las zonas de transición veredal adelantando un censo de guerrilleros artistas. Seguimos a uno de los personajes, Martín Batalla, compositor e intérprete de hip hop que, antes de la música y las heridas, antes de la guerra, estudió dos carreras en la Universidad de Antioquia, Filosofía y Derecho, y se retiró de la Universidad e ingresó a la guerrilla empujado por las arbitrariedades del gobierno. Martín relata que en sus épocas de estudiante militaba con grupos de izquierda y participaba en el movimiento estudiantil, pero que no conoció a las Farc hasta cuando en 2005 lo capturaron en una protesta contra el tratado de libre comercio con Estados Unidos. En aquella ocasión, las cosas se salieron de madre y hubo heridos y muertos en ciudad universitaria. La Fiscalía los acusó a él y a siete compañeros de terrorismo. Le tomó dos años salir de la cárcel, pero mientras tanto conoció a unos combatientes de las Farc y se convirtió en miliciano. Diez años y muchos nombres después, mientras va de campamento en campamento haciendo el censo y de evento cultural en evento cultural cantando versos revolucionarios ante públicos que lo atienden con extrañeza, lo alcanza una sentencia del Consejo de Estado que obliga a la Fiscalía a ofrecerles disculpas a él y sus compañeros y a indemnizarlos con cuatrocientos millones de pesos.
Nos encontramos con Martín en un hotelito modesto ubicado en la Calle del Amor de Itagüí. Venía con Inty Maleywa, conocida como Malena entre la guerrillerada, una pintora de vivos colores y sugerentes retratos que ha recogido en imágenes los momentos más importantes de las Farc. Todo en ellos es simbolismo. Malena explica, por ejemplo, que su nombre de guerra proviene de sendas voces quechua y wayúu que significan “Lucha por la Vida”. No sé qué tanto sabrá ella de voces indígenas, pero suena bonito y el nombre le viene muy bien a la fuerza de sus pinturas. Por su parte, Martín nos cuenta que su nombre es un homenaje a un compañero de la Universidad, Martín Hernández, que fue asesinado por los paramilitares en 2008. “Martín batalla”, dice. “Martín continúa batallando”. Ha usado otros nombres y con el que menos se identifica es con el que la oficialidad lo obliga a presentarse ahora que vuelve a la vida civil, el que aparece en la cédula de ciudadanía y al que la Fiscalía tendrá que ofrecerle disculpas.

El viaje es largo y en el trayecto final, cuando la carretera se destapa y empieza a subir a lo alto de la cordillera, se torna más interesante. Nos hemos alejado cuatro horas de Medellín. Después de pasar el embalse de Porce III, que se alarga durante muchos kilómetros en lo hondo de un cañón, como un fiordo noruego en medio de los Andes, la naturaleza se espesa alrededor de la cada vez más precaria carreterita. Cuatro décadas atrás, esta era una región selvática y la cruzaban todos los grupos alzados en armas, del Ejército al ELN. Anorí fue escenario precisamente de la devastadora operación militar que en 1973 estuvo a punto de acabar con los elenos. El gobierno del primer Pastrana cantó victoria entonces, pero la semilla del odio siguió activa y ni ese ni ningún otro grupo subversivo se acabó por la acción de los militares. Hoy, uno de los temores que asedian a los farianos en su tránsito hacia la vida sin armas es la presencia en la región del ELN y de los paramilitares. Algo de temor nos sigue al adentrarnos en la zona, pero nada sucede. Tras seis horas llegamos a un pueblo como todos los de la parte montañosa de Antioquia, pequeño y más bien feo, desordenado y destructor de la naturaleza.
Del casco urbano del municipio a la vereda La Plancha, donde se asienta el campamento, la distancia no es larga pero la marcha es lenta. La carretera empeora, aunque nunca llega a ser intransitable: al fin y al cabo, es una carretera veredal como tantas otras en Colombia, y aparte de nuestro vehículo y el del esquema de seguridad de Martín y Malena la recorren el de algún personaje que se dirige al campamento y el bus de escalera que dos veces al día transporta a los campesinos y a uno que otro guerrillero. No más de media hora después de salir del pueblo se encuentra el anillo de seguridad del Ejército. Soldados amables, deseosos de conversar con alguien, nos cuentan cosas. Kilómetros más allá es el turno de la Policía. La misma desprevención. Así de fácil se han acostumbrado todos al cese de los combates. Un día después, un coronel de la Unidad Especial de Protección Para la Paz de la Policía se mezclará con nosotros en el campamento y ratificará el deseo que todos tienen de que este proceso acabe de salir bien, de que a toda esta gente le permitan vivir e incorporarse a este país imperfecto, el nuestro, que tenemos. Todos estamos hastiados de la guerra, creo que en especial los guerreros.
El único contratiempo ocurre en el puesto del Mecanismo de Monitoreo y Observación de la ONU. Martín Batalla baja de su carro con el fin de reportarse. Nosotros bajamos del nuestro, cámara y percha de sonido accionados, y lo seguimos. Funcionarios de varios países se exaltan al vernos llegar. Tras unos minutos de agitada conversación, el jefe de la delegación, un coronel portugués de nombre o apellido Constantino, surge de algún lado con actitud que parece hostil. No estrecha la mano que Martín le ofrece y esto enardece al guerrillero. Supongo que siguiendo protocolos razonables, solicita identificaciones y que se apaguen los equipos de filmación. Nadie ha avisado de la llegada de los guerrilleros —es el gobierno, son las Farc—, mucho menos la de los periodistas, y ni ellos ni nosotros portamos carnets ni credencial alguna. En un momento dado, ni siquiera los guerrilleros tienen permiso para seguir hasta el campamento. Entonces viene alguien de allí y a la voz de “buenas tardes, camarada” ya se sabe que están entre los suyos y, por encima del coronel Constantino y del planeta entero representado en él, se da la orden de seguir hacia el campamento. Primero ellos, luego nosotros. Habrá película, habrá crónica, habrá paz entre las Farc y yo.

El campamento está ubicado en un terreno quebrado que se alza unos cincuenta metros por encima de uno de esos ríos de Anorí que parecieran haber sido creados para que alguien pensara que el mundo fue hermoso. Lo primero que se ve desde el recodo más próximo de la carretera es una serie de construcciones blancas, unas como cabañas no terminadas, levantadas en algún material intermedio entre el cemento y el hard board, con techos de zinc que resultan tortuosos bajo el sol de estos días. Debieron terminarse hace seis meses, cuando iban a empezar las zonas veredales de transición y normalización, y al paso que van se terminarán dentro de seis, cuando sus ocupantes lleven mucho tiempo siendo población civil. La carretera pasa por el frente de las fachadas y la vista nos hace saber que, en efecto, estamos en territorio de las Farc: en cada pared frontal está pintada la efigie de alguno de sus líderes históricos, de Jacobo Arenas a Alfonso Cano, pasando por Raúl Reyes y el Mono Jojoy… Me digo que cada comunidad humana tiene derecho a su propia cosmogonía y me doy la orden de no hacer comentarios, de honrar la hospitalidad.
Encontramos al grupo de Martín Batalla discutiendo con el de la ONU y demás autoridades. Hace mucho calor en el aire y en las actitudes. Los ánimos se calman al fin; el coronel Constantino pasa en silencio por donde cada uno de nosotros y nos da la mano. En el futuro se permitirá incluso ser gracioso. Entendemos la dificultad de su labor: como a pesar de las evidencias históricas los colombianos no somos un pueblo guerrero, nos confiamos con suma facilidad de cualquiera que no se vea amenazante. En la actual situación, un atentado o un ataque podría derrumbar la delicada estructura en que se sostiene la esperanza de la paz.
—Matan a los líderes sociales, que nunca han empuñado un fusil, ahora no lo van a matar a uno —reflexiona el comandante Ánderson sentado en el comedor principal (son dos) apenas está todo en calma y se ha dado la orden de hacer almuerzo para los visitantes. Han puesto las armas a disposición de la ONU hace poco y la conversación pasa por las sutilezas de la semántica, por la diferencia trascendental que para las Farc existe entre los verbos dejar y entregar: los acuerdos de paz implican su voluntad de dejar las armas, pero también la claridad de que no se están entregando. La mayoría de esas armas (no sé: fusiles, ametralladoras, granadas y un etcétera que para mí, desconocedor del tema, puede incluir hasta cañones láser) se guardan ahora en un contenedor en el sector de la ONU que se ubica a pocos metros del campamento (el otro, el principal, se halla a un par de kilómetros) y cuando dentro de unos días dicho contenedor, y los de las otras zonas veredales, sea evacuado, será el final definitivo de las Farc como grupo armado y el inicio de la incertidumbre. ¿Qué sucederá a partir de ese momento? ¿Qué sucederá cuando después del 15 de agosto ya no haya marcha atrás? Por ahora, unos pocos fusiles siguen en manos de los guerrilleros: los estrictamente necesarios para cuidar el campamento, y solo los porta el o la que esté de guardia en la entrada. Pero esta necesidad, sin embargo, no es tan real: por ahora están la ONU, el Ejército y la Policía, y está la voluntad del gobierno y de la mayor parte de la población de que esta y las demás zonas veredales sean espacios seguros para los guerrilleros. Después del 15, los guerrilleros serán también población civil. Y bien sabemos lo que significa ser población civil en este país.

Las horas pasan con feliz lentitud, más parsimoniosas en su recorrido por el campamento que el sol en el suyo por el cielo despejado. Mientras Martín Batalla y Malena dialogan con sus camaradas, a nosotros se nos da permiso para husmear por donde queramos y para hablar con cualquiera y del tema que sea. Todo el mundo es de una amabilidad y de una sencillez que asombran. Son alrededor de 150 personas, la mayoría de ellas campesinos con acentos de muchas partes del norte de Antioquia y del Caribe cercano, si bien algunos han desertado (los testimonios informales elevarán el nivel de la deserción: de algunos a bastantes).
Da la impresión de que la guerra no hubiera gestado monstruos, sino seres inocentes, de que todas estas personas acabaran de brotar de la tierra y nos miraran a nosotros, los antiguos habitantes, con la ilusión de que los dejáramos estar en el mundo. Hablo con ellos, los escucho —sobre todo eso: los escucho—, los observo, y en ninguno logro percibir el aliento de un asesino, de alguien capaz de dispararle a mi abuelo por detrás sin otra motivación que la orden de un comandante. ¿Dónde quedó la rabia? ¿Dónde quedó la maldad? Me doy cuenta de que la mayor perversidad de la guerra consiste en hacer capaces de odiar a personas como estas. Repaso en el pensamiento algunas atrocidades de las Farc, casos como el del niño que murió de cáncer suplicando que liberaran a su padre policía y el posterior asesinato del padre en cautiverio, los secuestros, las extorsiones, las masacres. El conductor que nos ha traído me relata cómo en la desmesurada toma del municipio de Nariño, en julio de 1999, los guerrilleros entraron preguntando por dónde se llegaba a la plaza, cómo Rojas (el que luego le amputó la mano al cadáver del comandante Iván Ríos para reclamar la recompensa que el gobierno ofrecía por él) arrastró por esas calles a un muchacho atado a un carro porque era marihuanero, cómo en la demencia de la toma Karina se paró en medio de la plaza destruida a gritar que ella no era una comandante sino la reina del Oriente Antioqueño… Estando aquí, traer a la memoria tantos crímenes sirve no para revivir el odio, sino para comprender la urgencia de que los acuerdos se cumplan.
A las cuatro pasadas, nos invitan a jugar voleibol. Hay malla y balones, pero no cancha; se usa para el propósito un tierrero ubicado frente a la zona de comedores, enfermería y auditorio. Se improvisan equipos mixtos de guerrilleros y visitantes. Pronto, los escoltas, el conductor y yo, y un par de los muchachos del campamento, nos convertimos en las estrellas de los partidos. Esto no da cuenta de nuestra calidad, sino de que ellos se están estrenando en estos juegos. A las cinco y media, cuando estamos más entusiasmados, nuestros camaradas, con los que se ha hecho y rehecho media decena de equipos, nos abandonan en masa. Igual que nosotros, quieren jugar más, pero siguen siendo un ejército y hay rutinas que deben cumplirse. Es hora del baño, de arreglarse para la cena y de preparar las actividades de la noche.
Hacia las ocho, todo el campamento se congrega en el auditorio. Escenas de héroes farianos cubren la única pared. De resto, el auditorio es una empalizada en cuyos laterales cuelgan pendones con consignas y listas de sus mártires. El comandante Ánderson presenta a Malena y a Martín Batalla. Saludos, el protocolo de una milicia en reposo. La reunión se convierte en asamblea. Se cuenta cómo van las cosas en las demás zonas, cómo va la expectativa de la reincorporación, pero también se habla de las incertidumbres. Se dicen un par de verdades incuestionables. Una: lo que sigue es luchar por la supervivencia del grupo, pues el gobierno hará todo lo posible por incumplir los acuerdos; sus enemigos tratarán de invisibilizar a las Farc hasta que el país tenga la sensación de que no existen. La otra es una que yo no había imaginado desde la perspectiva de este bando: la verdadera lucha de aquí en adelante se dará por el relato de la historia. Por eso, explican, es tan importante la tarea de personas como Martín y Malena, el censo de artistas, porque hay que salir a contarle de todas las maneras posibles a la sociedad lo que fue la guerra. Se dicen y se critican con razón muchas cosas del gobierno, pero no hay ningún asomo de autocrítica. Esta es la parte que a ellos les falta en la discusión. La asamblea termina con la inscripción de los artistas, a los que mañana los encargados del censo entrevistarán uno por uno.
La noche ennegrece y aquieta de repente. Todos se marchan a sus habitaciones y cambuches y pronto sobre el campamento se extiende el silencio. A nosotros nos asignan uno de los cambuches de lona verde y plástico negro que se levantan al otro lado de la carretera, y que resultan bastante cómodos. Ha sido un día muy largo. En la madrugada cae un diluvio sobre la región. No pasa nada. Muy temprano, todos están en sus labores. A las seis y media nos dan el que creemos que es un desayuno simple: café negro y un pan exquisito, hecho aquí mismo. A las ocho y media, el verdadero desayuno: severa provisión de fríjoles, arroz, pescado frito, pan o arepa y chocolate. A las diez empieza el censo.
Algunas decenas de artistas hacen fila para ser entrevistados. Martín Batalla y Malena traen un cuestionario diseñado para saber de dónde proviene cada quien, qué ha hecho y qué capacidades tiene. La gran mayoría son cantantes y compositores de música popular, bastantes son poetas, dibujantes, artesanos, bailarines, actores, un par de fotógrafas. Casi ninguno estudió más allá de la primaria. Casi todos se enlistaron en la guerrilla por lo que sabemos de sobra, que el país no les dio otra opción. Lo que no hay es escritores: al menos de este campamento, no saldrán el novelista ni el cronista que le hagan al mundo el gran relato de las Farc.
De todos, la que mejor me ha caído es Talía. Al final de la entrevista, igual que los demás, debe firmar con su nombre del registro civil. No sé qué nombre pone entonces, y el que sea no la identifica. El registro civil lo obtuvo apenas hace unos meses, cuando regresó a su pueblo, un pueblo cualquiera de la región, para visitar a su abuela moribunda. Tenía la ilusión del reencuentro con su familia. Se reencontró, descubrió que pervivía el afecto pero que ya no podía estar con esas personas. Le pidió a su padre que hicieran la diligencia del registro, pues los acuerdos incluían la oficialización de su existencia. Se fue. Tal vez no volverá. Como muchos de sus compañeros, Talía anhela que una vez termine el mecanismo de las zonas veredales se les permita quedarse en este lugar, trabajar y armar comunidades. Se cuenta incluso que en otras zonas han llegado personas desplazadas a unirse a los guerrilleros y que, si no los expulsan, pronto varias de esas zonas serán nuevos pueblos. La esperanza ahora está puesta en el mecanismo que sustituirá a las zonas: los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación. Serán los mismos lugares, con las mismas construcciones tremendamente atrasadas, pero sin la custodia del Ejército y la Policía (en Antioquia, esta última instalará inspecciones en las zonas, no tanto para proteger como para ejercer soberanía). Seguirá, sí, la misión de la ONU, al menos por un tiempo. Entonces, con documentos y deberes, los guerrilleros serán ciudadanos. Talía aprendió a hacer atrapasueños y a eso dedica los días en el campamento.
Pasa la mañana y avanza la tarde. Martín Batalla y Malena han terminado aquí su tarea y deciden adelantar el regreso a Medellín. Al irnos, expresamos al comandante y a los que están con él el sincero deseo de que los acuerdos se respeten, de que ellos puedan integrarse a la sociedad y que todos juntos podamos ser Colombia. Queremos que no pase lo más terrible.
—Podrán matarnos a muchos —dice uno de ellos con una voz en la que reconozco, ahora sí, una especie de resignación—, pero algunos quedarán con vida.
No creo en Dios ni en la democracia, pero como ambos son instancias buenas bajo cuyo sol me gustaría que la humanidad viviera protegida, les elevo mi oración para que no maten a ninguna de estas personas. Que los que deben crímenes los paguen y los demás vivan tranquilos y no sean obligados nunca más a ampararse en la guerra, etcétera.

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