jueves, septiembre 14, 2017

La quinta prisionera


La última vez que un estudiante de periodismo me produjo asombro fue en algún momento del año 2015, cuando la autora de este libro entró en la recta final de la escritura de su trabajo de grado. Desde la primera página del primer borrador del volumen que entonces se titulaba Tras rejas extranjeras, supe que, no más ponerlo a consideración de un par de editores, este trabajo iba a trascender los anaqueles en que los esfuerzos académicos de final de carrera perecen: cientos y cientos de discos compactos con tesis y monografías de todas las ciencias se alinean en las secciones correspondientes de las bibliotecas universitarias. Allí se los tragan el polvo y el olvido; muy pocos de ellos son consultados una que otra vez a lo largo de las décadas.
No me produjo asombro la calidad de las narraciones. Desde que Estefanía pasó por alguno de mis cursos, descubrí en ella a uno de esos periodistas en formación que cada cierta cantidad de semestres me devuelve la esperanza de que lo mejor del oficio sobrevivirá a la triste languidez de las redacciones actuales. Lo que me asombró fue la velocidad con que podía producir magníficos relatos. Conversábamos, se encerraba uno o dos días y luego, desde algún lugar del ciberespacio –nunca tuve certeza de que viviera en un lugar físico–, me llegaba un correo suyo con un avance que parecía haberse perfeccionado durante largo tiempo.
Tras muchos cafés que no fueron y debieron remplazarse por el chat y el intercambio de textos, he descubierto dos de las claves de esta niña –veintitrés años, no más, en el momento de publicación de su primer libro–. Una es que es una trabajadora tenaz y está dotada de virtudes, fundamentales en el mejor periodismo, como la milimétrica capacidad de observación y la manía excesiva por la pregunta. No sé si piensa en ello, pero sus entrevistas se rigen por un estricto espíritu de orden socrático. Esto, y cierta magiecita en el trato personal, le permite estrujar la memoria de sus personajes hasta rincones en cuyas brumas ellos mismos se han perdido hace tiempo. Viene entonces la segunda de sus claves: se zambulle en un tema como un minero con fiebre de oro en una veta y con la misma obsesión busca y depura datos hasta hallar los que el relato necesita. Es quisquillosa, observadora, minuciosa e, insisto en la importancia de ello, trabajadora, y sabe encontrar fulgores donde en apariencia nada brilla. Esta es la razón por la cual, al ponerse a escribir, no solo está en capacidad de revelar detalles olvidados por los entrevistados, sino que además es capaz de vislumbrar las endebles bases de la verdad donde narradores incautos se fascinan con la fuerza de un verbo o la vivacidad de un tono de voz. Sé que hay otras claves; las tienen Estefanía y un puñado de hombres y mujeres que en estos tiempos de desencanto dan la lucha por un periodismo que verdaderamente cuente historias.

En estos dos años, lo que era un estupendo trabajo de grado se trascendió a sí mismo. Luego de recibirse con mención de honor de la Universidad de Antioquia, la autora entró de lleno en el mundo del periodismo contemporáneo, a la vez rico en ayudas tecnológicas y pobre en posibilidades de servirle a la gente. Desempeñándose en las redacciones digitales de dos de los más importantes diarios del país, primero El Tiempo y ahora El Colombiano, dedica la mayor parte de sus jornadas a hacer noticias. Desde cuando era pequeña quería contar historias y esto fue lo que la sedujo de la profesión; y, con todo y lo desértica que para un narrador pueda llegar a ser una redacción digital, ha encontrado la manera de mantener el espíritu. Poco puede salir a buscar las historias en las calles –que no deberían de haber perdido su estatus de fuente nutricia de los reporteros–, pero esto no ha impedido que de cuando en cuando renueve su fe en el periodismo que le sirve a la gente. El otro día, por ejemplo, la llamó un toxicólogo del hospital San Vicente de Paúl, en Medellín, para contarle que estaban llegando pacientes con hemorragias que parecían tener una causa común: la Vitacerebrina, un complemento vitamínico. La nota que Estefanía publicó en el periódico ayudó a que algunas personas se salvaran (no sé si de la avitaminosis o de la pérdida de sangre, seguro sí de la desinformación). La mayoría de veces, sin embargo, la experiencia no es tan feliz y Estefanía descubre que el periodismo sirve de poco, que la gente no mira más allá del título y lo único que parece interesarle son los asuntos relacionados con cierto futbolista, un ciclista y los terremotos. ¿Nada más? En realidad, si echamos un vistazo a la historia del periodismo descubriremos que su lucha contra el desinterés del público empezó mucho antes de que las maravillas de la tecnología nos obligaran a reducirlo todo a esa pobre mezcla de pirámide invertida y cubrimiento en tiempo real que tanto envilece al oficio en la actualidad.
Hace un par de décadas, cuando en los albores de la era digital los que miraban al horizonte descubrían los nubarrones que ennegrecían el futuro del periodismo impreso, el maestro argentino Tomás Eloy Martínez pronunciaba ante la Sociedad Interamericana de Prensa su célebre conferencia “Periodismo y narración: desafíos para el siglo XXI”. En ella daba cuenta del mayor problema con que debían vérselas los periodistas de la segunda mitad del XX: el desinterés de un público en apariencia sobreinformado, por un lado, y por el otro la equivocada respuesta de los editores de reducir las noticias a meros tips informativos o, en los mejores casos, a simples desarrollos de pirámide invertida. Martínez proponía entonces una solución que en realidad ya venía aplicándose: volver a contar historias. Poner la narración al servicio de la noticia.
No es que los periódicos le hayan prestado especial atención al maestro. Sumidos de lleno en esas máquinas de procesamiento de odios en que se han convertido las redes sociales y obligados a escribir para ellas más que para el público, los enclenques medios de nuestra época –también la radio y la televisión– se lo apuestan todo al clic. Importa menos el viejo anhelo de servir a la comunidad que los indicadores de navegación, porque en estos es donde se halla la fórmula para atraer a los esquivos anunciantes. Y los usuarios de las redes, bien lo sabemos, preferirán siempre la eterna conseja en torno a James, la declaración fácil de Nairo y la foto de la víctima entre los escombros, a las notas que les obliguen a mirar de frente su realidad. Sí: me parece que evitar el escapismo es el auténtico desafío a que se enfrenta el periodismo de este siglo.
El panorama es sombrío. La generación de periodistas de la que forma parte Estefanía enfrenta un reto en el que la mayoría de ellos están condenados a fracasar: el de pensar menos en los ejecutivos de ventas que en los jefes de redacción, más en los ciudadanos urgidos de orientación que en los usuarios cargados de rabia. No soy optimista, pero en los terabytes de noticias deleznables que minuto a minuto lanzan los medios a las redes se encuentra una que otra Estefanía. Y, claro, lo mejor de ellas, de ellos, no saldrá en los periódicos.  
“Yo no sé decir frases sabias, pero sé contar historias”, me dice en medio de una conversación que he iniciado pidiéndole una frase célebre, algo citable para ilustrar su pasión por el periodismo. Que sabe contar historias, yo lo sabía de sobra. En su trabajo de grado me permitió conocer las de tres hombres colombianos enfrentados a la difícil circunstancia de la prisión, alguno de ellos con una doble condena por el mismo delito. En esos días supe que viajó a la cárcel de Montería para entrevistarse con uno de sus personajes. Sin embargo, cuando leí los tres relatos iniciales encontré con cierto asombro que sus descripciones de los presidios estadounidenses en que sus personajes habían purgado penas eran de un nivel de detalle que hacía pensar que la periodista había viajado hasta esos lugares y en los tiempos de suceso de las historias. Dos años de perfeccionamiento después, y con un cuarto personaje en el libro, el recurso está aún más presente. Así:

Coleman era un complejo de prisiones de mínima, media y máxima seguridad en el centro de La Florida. En el 2004, las instalaciones estaban nuevas, recién inauguradas y, salvo algunos pequeños cambios, el diseño y los materiales eran prácticamente iguales a los de Pollock. No había canchas de tenis ni mesas de billar como en Lompoc o Tallahassee –esos country clubs para criminales que el Congreso de los Estados Unidos prohibió en la década de los noventas–, pero por lo menos había una yarda, un campo de fútbol, una cancha de básquetbol y pasto muy verde para acostarse en los días de verano a tomar un baño de sol.

Ya indiqué antes cuáles son, al menos, dos de las claves del trabajo de Estefanía. Aquí entran en juego su rol de chica millenial y su oficio de periodista digital. En la reportería de su libro utilizó los mejores recursos a su alcance para atravesar eras y geografías: las preguntas a sus personajes y la navegación por las vastedades de la web. Como debe ser, verificó todo lo que los cuatro protagonistas le decían y descubrió que, tal vez incluso creyendo decir la verdad cada vez, sus versiones sobre lo que les había sucedido variaban. El periodismo te enseña que la verdad tiene muchos rostros y que estos evolucionan.


De los actuales rostros de Estefanía, yo me quedo con el que le vi en un momento glorioso de la redacción: cuando el 26 de septiembre de 2016 visité con mis estudiantes las instalaciones del periódico y ella nos atendió, estaba radiante porque la noticia del día era la paz. Por lo general un poco hastiada de tener todo en contra –el tiempo, los lectores, las fuentes–, ese día irradiaba alegría. Debió apurar la charla con sus futuros colegas porque tenía a su cargo el portal y los lectores necesitaban que se les contara cómo en unos minutos se firmaba el acuerdo definitivo entre el Gobierno y la guerrilla de las Farc. Estaba feliz de ejercer su profesión y dar testimonio sobre ese momento de nuestra historia nacional. Cada vez que flaquea mi fe en el periodismo, evoco el rostro radiante de esta muchacha cubriendo la noticia de la paz y vuelvo a pensar con los maestros que este es el oficio más bello del mundo. Estefanía Carvajal es periodismo en estado puro, pero también me gusta lo que pone al final de su perfil de presentación en las notas que publica en el diario: “Si la vida no me hubiera arrastrado hasta el periodismo, tal vez habría sido bailarina”. Tal vez. Por ahora, su mejor actuación es la que desarrolla en estas páginas al conocer, investigar, confrontar, corroborar, corregir, dudar, desentrañar, narrar las historias de cuatro hombres enfrentados a la más dura circunstancia de sus vidas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...