domingo, noviembre 27, 2011

El arca

He decidido encerrarme. No soporto más el mundo de afuera, menos ahora que va a empezar diciembre y todo se torna insufriblemente bobo y postizo. Ayer me despedí de mis estudiantes en la seccional Oriente de la Universidad. Les dije: ustedes hicieron un paro largo, ahora verán a quién llaman para que les acabe de dar el curso. Aunque no importa; nada útil les estaba yo diciendo ahí, nada útil les dirá quien llegue. Les puse cinco a todos y los despaché para la casa. Ellos, felices; ni siquiera uno sintió curiosidad por el motivo de mi anunciado encierro, menos a ninguno le dio algo de nostalgia el abrupto final de nuestra relación académica. De los de Medellín no pude ni podré despedirme. Siguen en paro. Van a acabar con la Universidad en el proceso de luchar por la educación pública.
A nadie más he querido decirle adiós. La única persona a la que deseé ver en mi última noche en el mundo de afuera fue S. Estuvimos viendo una obra de teatro que yo no sabía que se iba a estrenar y fue una auténtica sorpresa. Una maravillosa introspección en el universo de un escritorcito maldito al que yo, reconocerlo he de, no conocía. La obra se titula Las danzas privadas de Jorge Holguín (no sé si el “de Jorge Holguín” es parte del título o el crédito del mismo, pues en el folleto que en el teatro entregaron está todo en una sola línea y con la misma tipografía). El grupo que montó esta obra es el Matacandelas, el más interesante de Medellín, una ciudad donde el teatro no ha acabado de naufragar porque la alcaldía municipal lo financia en buena medida, a cambio de que los grupos presenten una función gratuita cada mes. Los grupos han aprendido a vivir para esa única función del mes, el último miércoles, en que el público parece atraído por sus montajes, en tanto el público, poco a poco, se ha ido educando en la posibilidad del teatro como una de las bellas artes del entretenimiento. Con seguridad abandonará las salas el día en que la alcaldía deje de pagar por las funciones gratuitas del último miércoles. El resto del mes, los teatros de la ciudad languidecen entre audiencias que por lo general no superan la decena de personas y la propia incapacidad de la mayoría de ellos de crear obras atractivas. Casi todo el teatro que se hace en Medellín es pobre y muy aburrido. Excepciones son los grupos Hora 25 y Matacandelas, un poco a veces el Pequeño Teatro. Y es el Matacandelas el único que ha sabido deslumbrarme con la mayoría de sus propuestas. Sólo exceptúo El mediumuerto, que ya desde su título de chiste malo mostraba lo que el director Cristóbal Peláez anuncia con tanta sapiencia en sus reflexiones: que no siempre se acierta, y cuando no se acierta no hay lío porque siempre habrá nuevas oportunidades, nuevas obras. Estas danzas privadas de ese niño terrible que se ve que fue Jorge Holguín valdrían para borrar todos los desaciertos anteriores, si no fuera porque el Matacandelas tiene una historia de múltiples aciertos que no necesita borrarse. Sobre todo, me han fascinado sus búsquedas de escritores. Búsquedas que en realidad constituyen encuentros, que no rescates, porque, dice Cristóbal Peláez, los escritores no estaban secuestrados ni desaparecidos cuando el grupo emprendió las búsquedas. Los más bellos encuentros del ‘Mata’ han sido con Fernando Pessoa, Sanandresito Caicedo, Silvya Plath, Fernando González y Edgar Allan Poe. Y tan bello como aquellos, o quizá más, ahora el de Holguín. La función de estreno, como siempre ocurre en el teatro en general, lucía un poco atrancada en la parte plástica, en especial en la propuesta dancística —los actores bailaban con susto— que es tan vital desde el título mismo, pero aun así alcanzaba para emocionar. Se me armó un taco en la máquina de llorar con ese final en que el autor-personaje, muy bien inventado —reinventado, en realidad— por el actor Juan David Toro y su equipo de actores y directores, está a punto de fallecer y la dramaturgia nos saca del cuento ex profeso para decirle al personaje-hombre que por ahora termina este ilusorio regreso suyo a la vida. El teatro es un regreso a la vida. Espléndido final, hermosa muerte. Después me fui con S a tomar un par de cervezas en el Homero Manzi, el bar de tangos ubicado en la esquina de Pichincha con la carrera 41, y allí me despedí de la noche, de las calles y, sin decírselo, de él.
Me encierro, pues. Del planeta, al que considero enteramente mío, en las convenciones de los hombres solo me pertenece un mínimo cubículo de 72 metros cuadrados localizado diez metros sobre el nivel del río Medellín, también conocido como Aburrá, en el último piso de un edificio de ladrillos que tiene por un lado una iglesia católica y por otro un bar de tangos —no el Homero, desde luego, pues no vivo en el centro—. La iglesia está en un incómodo trabajo de construcción que ya acumula un lustro, mientras al bar hace muchísimos años no traen un buen cantante, y ambos, iglesia y bar, son desconsideradamente ruidosos. Pero no me quejo. He sabido adaptarme a las molestias que una y otro generan. En cambio cuento con una vista panorámica de 340 grados sobre la ciudad y, apenas a quince metros de distancia, con la vecindad de una tupida arboleda que es visitada por multitud de pájaros y malevos. Este es el lugar donde he decidido aislarme, ya que el idilio de los verdes campos me produce aprensión.
Gasté mi último sueldo en las provisiones que necesitaré durante el menos un par de meses, hasta que pase el periodo de cretinismo colectivo que está por llegar. Después ya veremos qué se hace: la suerte, como a los héroes del cine malo, siempre me salva en el último instante. De la puerta solo tiene llave L, la noble mujer que me cuida; aparte de ella nadie tiene autorización para venir aquí. Dispongo de una conexión de banda ancha, un computador de buena capacidad, una línea telefónica fija, una línea de celular. A través de estos artilugios me mantendré al tanto. Pero también tengo una biblioteca en cuyos laberintos podría perderme durante al menos un par de vidas; tengo papel y muchos lápices. Me acompañan dos gatos y el suficiente desdén para escribir y escribir y escribir. No requiero más. No saldré de este sitio hasta que acabe de componer un libro sobre cine y literatura, una novela sobre un pequeño travesti de las comunas cuya familia es suplantada individuo a individuo por otros más bellos y estilizados; una saga familiar basada en la historia que imagino de los míos, no en la que no hubo quien me contara; un volumen de cuentos sobre amantes feos y algunos poemas sobre un sujeto comemierda que no pudo hacer buena literatura porque era demasiado buena persona. A nadie veré en este tiempo, que espero sea el definitivo. Si no acabo aquí, después escribiré una novela sobre un muerto que regresa y tras la emoción del comienzo descubre que los suyos se han acostumbrado a su muerte y no lo soportan vivo.
El amor ya no me interesa. No me interesa el sexo con interpuesto individuo. Para suplir ambas ilusiones están la paja y los chats. Después de descalabrarme rodando a las simas del sentimiento aquel, traté durante unos meses de remplazar mis vacíos armando parejas entre las personas de mi entorno. Cupido además de ciego es torpe y carece de criterio. Mi última experiencia con el angelito idiota basta para ilustrar los defectos que enuncio. Así que intenté, con la máxima bondad, ayudarle un poco. Tuve un par de éxitos. Armé un par de matrimonios, y varias muchachitas de espíritu ingenuo imploraban mis servicios. Sin embargo, la ilusión explotó ante mis ojos en un plazo de contundente brevedad. El primero de esos matrimonios se deshizo casi en tragedia, demostrándome que en asuntos de amores soy bobo y mi criterio es tan absurdo que por el bien de la humanidad no debe permitírseme recargar el carcaj. Cupido: eres una peste, pero el trabajo es tuyo. Anda tú a zaherir almas con tus flechas de trayectoria siempre errada. Yo me quedo en mi encierro de palabras, aquí, en este quinto piso de un edificio de ladrillos, en la temporada de frío que antecede al cataclismo final.

2 comentarios:

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  2. S está decidido a soportar el olvido al que ha sido condenado a traves de sus años de existencia. No está M, no está L, ahora no estará C. Yo también me voy, dice un canción. Sólo dejo mi último legado, en el más querido de mis amores musicales y en el más odiado de su desgracias radiales http://www.youtube.com/watch?v=QdYP0PHKBrs ojalá la escuchés.

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