miércoles, noviembre 02, 2011

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Fíjese usted, por ejemplo, en cómo opera el mundo a veces. Interrumpe uno su trabajo para hacer, digamos, lo que los bobos de la proactividad denominan una ‘pausa activa’. Se dirige al balcón y toma aire de la tarde fría. Frente a usted, una arboleda en medio de la ciudad. Y mire: el primer detalle en que sus ojos se fijan es esa cosita roja, muy pequeña, que se solaza en una de las ramas medio secas del árbol menos entusiasta.
Se han necesitado todos sus años de formación (sin contar los miles de millones que precedieron su existencia) y muchos otros tumbos del aire y los elementos para que en este golpe de vista esa cosita roja se clave en el mero centro de sus ojos y conmueva algo que lleva usted por allá en lo más íntimo de su percepción. Fíjese no más el observador; aquí le va la fotografía del momento posterior a ese primer golpe de vista. La manchita roja que de inmediato puede percibirse en medio de todo ese verde, esa manchita es un pájaro que ha venido volando desde el inicio más lejano de la eternidad con el fin de acudir a este encuentro de solo unos segundos con usted y su ánimo. Algo en sus células se hincha de una alegría que no tiene mayor fundamento: no es que se vayan a cumplir al fin sus sueños, no es que los sátrapas vayan en este instante a anunciar su retiro o que el amado esquivo haya decidido justo en este momento que es usted la respuesta a sus deseos. Nada de eso. Sus muertos recientes no dejarán de estar muertos, no, ni descenderá la amenaza humana sobre el planeta. En este pequeño segmento de tiempo usted se da cuenta de que sí existe ese algo que los ingenuos pretenden felicidad y que ésta, como los grandes sucesos de la vida, es fugaz. Más aun: nadie la desea constante.
Cambia usted de tercio y, ahora con los ojos adecuados, observa otro ángulo de la ciudad. Mire qué fácil es todo: en este momento, un tibiecito rayo de sol, el único que logra traspasar las nubes densas, cobija una franja de edificios ubicada mucho más allá de su calle. Se da usted cuenta de que a una buena cantidad de personas la cubre con gran generosidad ese tibiecito rayo de sol. No durará mucho. Apenas lo suficiente para que alguien, usted —nadie más le importa al universo, en verdad—,descubra lo hermosa que se ve la luz un tanto opaca que logra pasar a través del aire frío de la tarde. Regresa usted al rincón desde el cual puede otear el mundo entero, la pequeña ventana de bits que lo conecta con todos los que son, y en la sombra encuentra un gato. Piensa en lo bien que funciona el engranaje de la alegría: ese gato en la sombra no actuaría con toda esa calma ni sería el fantástico hallazgo que es, si la manchita roja del árbol volara hasta el balcón. En tal caso el gato se convertiría en fiera, el pájaro en víctima y usted en testigo horrorizado. ¿Ve qué perfecto el mundo? Cada elemento está donde le corresponde. Hace apenas un rato lo afligían la muerte, el amor, el desdén, el frío. Dentro de un rato volverán los temores, las dudas, la incapacidad de hacer obra.
Finaliza la pausa activa. Usted se convierte en uno y regresa al mínimo rincón desde el cual le está permitido lanzar un grito enorme al universo mundo. En la cámara fotográfica trae comprimidos los instantes que formaron este momento. La conecta el equipo y repasa. La alegría que llamó felicidad se disuelve ya y toma la forma de los átomos que un día se juntarán en otros seres. Observa las imágenes. Extrae la primera de ellas. Los momentos son ahora números, matemáticas, esa otra manera de la eternidad. El cuadrito que registra la manchita, el árbol ceniciento, la arboleda verde, el cielo gris, existe en el mundo de los bits en la forma de un número. La eternidad y el infinito se presentan de múltiples maneras, uno y su yo una de ellas, todas tan fugaces.

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Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...