Hace
sesenta y ocho horas, en la madrugada del viernes, murió mi tío
Óscar. Mamá, mi hermano y yo habíamos ido el domingo a visitarlo
al hospital de Manizales donde pasó sus últimas semanas. Cuatro
horas de ida y cuatro horas de vuelta, afortunadamente por una
carretera cuyo recorrido significa siempre una inmersión en épocas
y personas de mi historia que deseo no ignorar. Es un viaje que el
resto de mis días agradeceré haber hecho, pues no solo pude verlo
por última vez, sino que además esta visita me permitió una
inesperada valoración del más distante de mis tíos por el lado
paterno.
A
lo largo de los años vi a este tío en momentos intermitentes,
ninguno de los cuales llegó a convertirse en un verdadero encuentro,
y jamás nuestra conversación había pasado de esos asuntos baladíes
que forzamos para mantener al menos un estrecho canal de
comunicación. Mi hermano viajaba desde los Llanos Orientales. Mamá
y yo, desde Medellín; y, como me gustan esas cosas, cuando llegamos
tomamos el cable aéreo en la terminal de transportes. Lo que me
gusta, más que la novedad del sistema –en Medellín tenemos tres
de esos cables–, es observar esa bonita ciudad de Manizales que se
esparce en pedazos sobre la cima de una montaña y donde partes de mi
pasado se difuminan tras los fantasmas de gente que me antecedió y
de la cual tengo pocas noticias, mi papá –él– incluido. Ver a
Manizales desde el aire era un ejercicio de recuperación de la
memoria. Lloviznaba. Al bajar en la última estación del cable
cogimos un taxi y le pedimos al conductor que nos llevara al Hospital
de Caldas. Me daba miedo ir allá, pues no solo los centros médicos
me causan aprensión, sino que no sé cómo hablarles a los enfermos
con el respeto que merecen, sin engañarlos pero también sin agredir
su sensibilidad y su pudor. Además, el dolor de los otros me genera
pánico, sobre todo cuando es producido por la enfermedad que los
llevará a la muerte. ¿Qué se le puede decir a un hombre que está
muriendo? Sabíamos que el tío padecía ya una batería de
afecciones de la que no se iba a recuperar. Por esta razón, la
decisión de hacer un viaje tan atravesado en plena época de máximo
trabajo, cuando yo tenía que dejar en Medellín tantas cosas listas
para poder venir tranquilo días después a Cartagena y estar aquí
en el festival de cine con la despreocupación absoluta que este
evento me regala.
En
la entrada del hospital estaba mi tía Leticia. No hablaré de ella,
que lleva mucho tiempo estando muy triste. Solo diré que es el ser
humano más hermoso y generoso que existe en ese lado de la familia.
Lloró al vernos, claro. En esas situaciones hago un esfuerzo grande
por no ser necio ni soltar frases cargadas de lugar común o de humor
cínico, y el esfuerzo siempre acaba por enredarme la lengua y el
pensamiento; me vuelvo torpe con la palabra. Y como Leticia merece un
consuelo noble e inteligente que yo no he sido capaz de encontrar en
mí, la abracé y permití que fuera mamá quien hablara; es muy
sabia mi madre, el tipo de persona que uno debe tener a su lado en
las catástrofes de la vida.
Minutos
después, apareció en la entrada mi hermano con mi prima Jimena. En
ese hospital es rigurosa la norma de que máximo dos personas estén
con cada enfermo, así que ellos debían salir para que nosotros
entráramos. Subimos. Cuarto piso, habitación veintiuno: al fondo
desde las escaleras y luego pasillo a la izquierda hasta el final.
Describo el recorrido para dar idea de lo numerosos que fueron mis
pasos hasta el lugar desde donde mi tío se iba del mundo. Tenía
miedo de verlo y no saber cómo ser digno de acompañarlo en un
momento tan crucial.
La
enfermedad aún no lo envilecía. Óscar era el mismo hombre de ojos
despreocupados y bigote entre cano y quemado por muchos años de
cigarrillo. Su voz no había perdido firmeza y, como llevaba quién
sabe cuánto tiempo sin beber licor, sus ideas fluían con tino.
Tenía un dolorcito perdido en algún lugar del estómago, fuerte
pero no insoportable, por lo que todo el tiempo se reacomodaba en la
cama, de manera que nada le impedía hablarnos como si no hubiera
distancias entre nosotros. Esta confianza se debía a ellos, a mi tío
y a mamá, que se conocían desde muy jóvenes, que nunca tuvieron un
conflicto y aunque nunca fueron tampoco muy cercanos, cada vez que se
encontraban sostenían una charla serena, de esas de las que uno
puede alegrarse.
Yo
tenía muchas ganas de llevarle algo a mi tío, pero no había qué.
Frutas o golosinas no nos dejarían entrar al hospital. Regalos
físicos ya no le hacían falta. Pero yo necesitaba expresar en algo
material el afecto que sentía por él. Durante la conversación
inicial, que jamás penetró un centímetro más allá de las
nimiedades sobre los médicos descuidados y las enfermeras tan
dispares –unas muy amables versus otras francamente odiosas–,
descubrí que si algo podía serle útil eran unas cajas de jugo, de
esas que venden en cualquier tienda. Regalarle unos juguitos al tío
Óscar en su enfermedad se me convirtió en la mayor posibilidad de
heroísmo. Hice que terminara la primera parte de la visita, para que
otros familiares pudieran ingresar y almorzar nosotros. Fuimos,
almorzamos, compré varias cajitas de jugo de distintos sabores,
volvimos al hospital y en el filtro de la entrada me descubrieron los
jugos (siempre he carecido de fortuna para ocultar mis pecados).
Regresamos a la lejana habitación: escalón por escalón hasta el
cuarto piso, paso a paso por el pasillo a la izquierda, doblando de
nuevo a la izquierda en el puesto de enfermeras, paso a paso hasta la
última habitación del fondo. Y entonces, pensando en el libro de
los silencios que estoy escribiendo, hice un esfuerzo gigante por
dejar de hablar futilidades y le pregunté a Óscar si era auténtico
un recuerdo antiquísimo que tengo de él: yo con mi papá en la
cocina de una casa de Manizales, visitándolo en la época en que mi
tío tenía una esposa y dos hijos, cuando fue lo más parecido que
llegó a ser nunca a un señor común y corriente, y desde esa cocina
se veía al fondo, lejos, imponente y blanco, el edificio de la
cárcel donde él trabajaba como guardián. Confirmó que era posible
que el recuerdo formara parte de una situación real. Mi tío enfermo
de muerte empezó a contarnos de la época en que trabajó para el
Instituto Nacional Penitenciario y cómo acabó retirándose de la
institución por denunciar las corruptelas de un director. Después
de eso Óscar rodó por el país. Trabajó un año en una finca del
Chocó, a donde lo invitó un amigo que después terminó involucrado
en negocios ilícitos; nos contó cómo al patrón antiguo amigo lo
mataron unos pájaros (usó ese término de los tiempos de la
Violencia: pájaros,
asesinos de carácter paramilitar). “Le pegaron doce tiros”,
dijo, y la voz se le quebró un poco. Doce tiros, así de exactos en
su memoria. Y, entonces, el dique que en algún lugar de su alma
contenía sus historias se rompió. Óscar Alzate, el tío con el que
yo jamás había intercambiado más de tres oraciones, ese hombre
duro al que yo consideraba ajeno a cualquier emoción que significara
debilidad, se puso en el momento final de su existencia a contarnos a
mamá y a mí la epopeya de su paso por el mundo. Casi todo eran
cosas de las que teníamos noticia, pero con un significado nuevo: el
que tienen para sí mismo los asuntos de alguien a quien se le acabó
el tiempo, de alguien que necesita hablar, quitarle a su pasado la
tierrita que ha empleado para enterrarlo donde no pueda doler. Mi tío
Óscar lloró.
Descubrí
que detrás de ese tío al que nunca le había prestado atención
existía un hombre que había vivido, y esto era digno de respeto. No
muchos hombres son capaces de lanzarse sin miedo a la vida, torcerle
el pescuezo y, si no dominarla, por lo menos hacerse sentir de ella
(Arturo Cova en La vorágine:
“Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi
corazón al azar y me lo ganó la
violencia”).
Al
despedirnos, me atreví a darle un abrazo y le prometí que todos
íbamos a estar pendientes de él. Fuera de la habitación tuve que
detenerme y permitir que me salieran unas lágrimas. Le comenté a
mamá: “Pobrecito, el calvario que le espera”, pues desde el
principio estaba pensando en otros tíos que han muerto de lo mismo,
que se han consumido despacio y con mucho dolor. Nos fuimos de
Manizales, donde hacía un frío sereno. Los días siguientes fueron
de mucho trabajo para mí. El jueves viajé a Cartagena para el
festival de cine. Mientras tanto, mi tío Óscar sufría. Para él
fueron el dolor, la morfina y esas cosas.
El
viernes, mamá me llamó muy temprano. Siempre cuando tiene que darme
una noticia, arma a mi alrededor una muralla de comentarios
cotidianos para protegerme del impacto y luego me lo dice. Me dijo:
“Y su tío Óscar se murió”. Me quedé callado. Luego le comenté
el gran alivio que me producía el que su sufrimiento no se hubiera
prologado durante un tiempo infamemente largo, como no debería de
ocurrirles a los desahuciados de ciertos tipos de cáncer ni a
aquellos a quienes una sencilla inyección puede liberar del
tormento.
Como
no creo en la trascendencia de las almas ni me interesa la eternidad
en la diestra de creador alguno, cada vez que muere uno de los míos
hago algo bonito para conmemorar su existencia. Es mi íntima
ceremonia de adiós. En el caso de mi tío Óscar decidí aprovechar
el lugar maravilloso en el que estoy, esa luna y esta ciudad, y
disfrutar en su honor de las películas y los encuentros. Cartagena y
el cine son uno de los momentos en que estoy más limpio, así que
puedo dedicárselos. Lo he hecho hasta ahora y lo seguiré haciendo
hasta la última proyección del festival: al inicio de cada película
cierro los ojos y a modo de oración fúnebre me acuerdo de que mi
tío Óscar estuvo en el mundo.
Imagen tomada de internet
Que bonita dedicatoria para decir adiós!!!
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