lunes, mayo 09, 2022

Fermina



        Hace una semana murió Fermina. ¿Qué puedo decir sobre ella? Que era mi gata, en la misma medida en que yo era su humano. Que me amaba al modo algo difícil de entender –no humano– en que los gatos saben amar y yo la amaba como se puede amar a un gato que además es compañero de la vida de uno. Que tenía una forma de ser llena de matices que la hacían única, específica: con personalidad. Era mi gata. Un gato no es todos los gatos. Un gato es un individuo único y de esta manera esa gata a la que yo llamé Fermina cuando llegó a nosotros era inconfundible con los otros individuos de su especie.
        En esa época yo vivía con mamá. Trece años y medio han pasado. Toda una vida, la de Fermina, y también la de Florentino, y un trozo significativo de la mía, de la de mamá, de la de D, de la de Lucre. El mundo había dispuesto las condiciones para que yo por primera vez tuviera un gato propio. En mi familia siempre hubo gusto por los animales y estos forman parte de nuestra historiografía desde los tiempos en que mi papá recorría las montañas del Eje Cafetero con Tony, un pastor alemán que se fue más allá de los límites de la memoria y se me perdió en el olvido; y en la casa de los abuelos, en el cañón del Samaná, las presencias más alegres tenían los nombres de Cartago y Póquer, los perros de la niñez. En nuestras primeras casas de Medellín hubo una lora, Lorenza, y más tarde un gato, Gabriel. Lorenza murió entre vómitos en la casa del zaguán. Gabriel acabó enmontado en Pueblonuevo, adonde mamá lo mandó cuando se hartó de que le dejáramos a ella los cuidados y la limpieza de la caca y los meados que el gato depositaba por todas partes –aún no se usaban los areneros–. Nunca más permitió que hubiera un perro o un gato con nosotros. Pasaron las décadas y, cabalgando en ellas, la mínima epopeya de nuestras existencias con toda su carga de sucesos, de llegadas y de ausencias. Ese año, ella se fue para un viaje que duró muchos meses y mientras tanto los niños del edificio y mi tía Marta le dieron cobijo a una gata que llegó embarazada de la calle. Le armaron un cambuche en una esquina del parqueadero. Parió cuatro cachorritos y yo empecé a anunciarle a mamá el deseo de conservar alguno manipulándola con el argumento de que me había abandonado. Hay varias versiones sobre el desenlace de la historia, como que un vecino la agarró a patadas –no faltan en ninguna parte los hijos de puta–, el hecho es que un día la gata se llevó a los cachorros para los escombros de la iglesia vecina, que estaba en construcción. Allí corrían peligro. Hubo que tomar decisiones rápidas. Dicen que el cura conservó uno de los gaticos. Mis tíos conservaron a la madre, y a los otros tres me los trajo mi prima Lina sin darme opción. Ya que tanto hablaba, eran míos. La vida decidió.
        De entrada, ellos hicieron por mí algo fundamental: por primera vez me sentí responsable de alguien. Esto es más importante de lo que parece. Mi acto inicial fue nombrarlos con temática El amor en los tiempos del cólera, mi novela más amada de García Márquez. Para asignar los nombres me guie por un machismo ancestral que me indicaba: que la criatura más bella tenía que ser femenina y la más feíta, masculina. Imposible determinar sus sexos por métodos más certeros. La más bella de las tres crías era una bolita anaranjada y la más feíta era una bolita oscura, sin color definido; la del medio era negrita. Decidí que para equilibrar me quedaría con las de los extremos y regalaría la otra a una amiga que acababa de independizarse. Repartí los nombres así: la anaranjada era niña y la llamé Fermina; las oscuritas eran niños y los llamé Florentino y Juvenal. Días más tarde, doña Amparo, la señora del aseo, que era bruja y sabía de todas las cosas del mundo, aunque de muchas de ellas mal, confirmó mis sospechas sobre la sexualidad de los gaticos. Entregué a Juvenal a la amiga. Semanas después regresó mamá y, a fin de conjurar cualquier resistencia suya, usé para recibirla un truco de relaciones públicas: la esperé en la puerta con Fermina y Florentino acunados en las palmas de las manos. Bien se sabe que ninguna criatura del planeta tiene mayor poder de seducción que un gato recién nacido. Mamá se enamoró en el acto.
        Los gatos crecieron pronto y lo que en ellos era muy pequeño se hizo visible. Otra de mis primas descubrió que todo estaba al revés y que, por más linda que su hermano que fuera, Fermina no era hembrita sino machito y viceversa. Cambiaron, pues, los roles. En la distancia, la amiga descubrió lo propio sobre Juvenal y desde entonces el hermano arrancado del lado de mis gatos se llama La Negra, así como la verdadera Fermina empezó a ser Fermina y el verdadero Florentino, bueno, ese, ese es muchas cosas ambiguas y, por supuesto, se llama como debería llamarse. Fermina y Florentino se hicieron miembros de pleno derecho de la familia. La cotidianidad estableció rutinas y costumbres. Por ejemplo, las puertas de las habitaciones dejaron de cerrarse por las noches para que los nenés pudieran pasar de una a otra para dormir un rato con mamá, otro conmigo y otros tantos cazar fantasmas y corretear por la penumbra. Además tuve que desocupar el cajón más grande de mi escritorio, al que ellos ingresaban por un lado que yo no sabía que estaba abierto, y legárselo como su refugio inexpugnable. Descubrí, también, que les gustaba que los viera comer cuando les servía el cuido. Que les gustaba muchísimo estar conmigo. Y que sus personalidades se parecían más a sus colores que a los roles asignados por el machismo mundial. Esto es, la oscura Fermina era más brusca, más decidida, más imponente, un poco tóxica, pero también una compañera incondicional: tanto mía como de mamá y de D, pero, sobre todo, de Florentino.  
        D se incorporó a nuestra familia cuatro años después. Y uno después que D, Lucrecia. La historia de estas incorporaciones no cabe aquí, pero el caso es que, si bien llegaron a ser tres nuestros gatos y a estar muy compenetrados entre ellos y con nosotros, nadie podía ingresar en ese especialísimo grupo de dos que eran Fermina y Florentino. Eran como esos hermanos gemelos que a lo largo de los años se vuelven muy diferentes entre sí, pero cuyo vínculo primordial es más sólido que todas las fuerzas de la vida. Se acicalaban uno a otro, dormían juntos, se abrazaban formando una especie de yin y yang cuando tenían frío o miedo, y desarrollaron un ceremonial que se enriqueció con el tiempo e incluía suaves mordiscos y repentinas furias. Nadie amaba tanto al otro y con nadie se enojaba tanto cada uno, aunque yo los amaba muchísimo a ambos y con cada uno he estado muy bravo en bastantes ocasiones. Ellos nunca dejaron de arruncharse cerca de donde yo estaba. O de donde estaba cualquiera, pues no ha habido gatos más tranquilos y más encantados de acercarse a las personas. Muchas veces han sido Fermina y Florentino quienes atendieron a las visitas en nuestra casa.

        Cuando me fui a vivir con D, dialogué con mamá sobre el destino de nuestros gatos. Aunque yo seguí respondiendo por todos, ella se quedó con Fermina y Florentino, ya que, a diferencia de los perros, que centran su mundo en las personas, los gatos centran el suyo en el territorio que habitan. Lucrecia se fue con nosotros. Después se abatió sobre el planeta la pandemia de covid 19. Mamá se fue con mi hermano a pasar la cuarentena en el campo. D y yo nos encargamos de los tres gatos y pronto fue evidente que el encierro se iba a prolongar durante largo tiempo, así que decidimos traernos a Fermina y Florentino a vivir con nosotros mientras todo acababa. Tal vez sea inmoral decirlo, teniendo en cuenta que tanta gente la pasó mal, pero lo cierto es que los cinco, los tres gatos y los dos hombres, fuimos muy felices durante esos inefables meses de incertidumbre y encierro. La humanidad se había vuelto tan silenciosa, que por primera vez desde los años setenta recorrió las noches de nuestro barrio el ulular de los búhos. Nada acabó, aunque al cabo de un eón se levantó la cuarentena y mamá regresó a su casa. Para entonces era evidente que Fermina y Florentino habían vuelto a echar raíces entre nosotros y que estaban muy grandes como para desacomodarlos de nuevo. Se quedaron del todo y estaban viejos. Achacosos. Más él, que fue atacado por una vomitadera desesperante y por una infección en los ojos. A ella, al parecer, se le estaban debilitando los huesos, pero más allá de andar renga no mostraba mayores problemas. Seguía siendo la señora mandona que en las mañanas me esperaba en la puerta de la habitación para decirme con su voz aguda que quihubo pues, que a ver los mimos y la comida, y llegaba y se recostaba en silencio a pocos centímetros de donde me estacionara a trabajar o a estar. Ninguna compañera mejor que Fermina para habitar mis rincones. Un veterinario le recetó gotas de cannabis para el dolor: funcionaron muy bien, o simplemente ella no se quejaba. A su hermano, en cambio, hubo que lucharle mucho hasta que una veterinaria recomendó que empezáramos a darle albondiguitas de lagarto y morrillo cada vez que tuviera ganas de comer y que le echáramos unas gotas de esto y aquello y le diéramos ciertas medicinas. Los vómitos se redujeron en un porcentaje alto, pero no así las molestias de los ojos y la afectación del ánimo, que durante semanas estuvo sombrío. En un momento dado, Florentino pareció tan enfermo que empezamos a preparar el espíritu para lo inevitable. Hace un mes largo se me saltaron las lágrimas mientras le contaba el caso a una amiga: mi gato se estaba muriendo. Lucrecia era, en comparación, una niña vital. Y Fermina, una matrona achacosa pero con buena salud.   



        El domingo la noté triste. El lunes me percaté de que no estaba comiendo por su cuenta, así que le llevé bolitas de mecato. Las recibió, pero siguió estando triste. Sin embargo, nunca hizo como los gatos corrientes, que al enfermarse se aíslan. Seguía viniendo a mi estudio o a la habitación, a la sala o adonde estuviéramos nosotros. Callada. Triste. El miércoles llamé a la veterinaria, que anunció visita para el día siguiente. El jueves amaneció con un poco de luz en el rostro y pareció tan animada, que estuve a punto de cancelarle a la veterinaria. No lo hice porque pensé que de todas maneras valía la pena aprovechar para hacerla revisar. La veterinaria llegó al final de la tarde. En media hora de palpaciones y ecografías le descubrió una masa alrededor del hígado. La consulta se llevó a cabo en la sala; Florentino observaba todo desde debajo de la mesa del comedor. Siempre fueron así. Cuando algo se le hacía a uno, el otro miraba con implacable atención y, si consideraba necesario intervenir, empezaba a lloriquear y a preguntar qué era lo que pasaba (uno aprende a reconocer ciertas cuestiones en el lenguaje repleto de matices de sus gatos).
            La veterinaria recomendó hospitalización. Metimos a Fermina en el guacal. Antes de salir, bajé el guacal al nivel de Florentino y les dije que se miraran y que en poco tiempo se reunirían de nuevo. Él se quedó callado. Ella se fue en un inusual silencio. En la clínica la punzaron, le pusieron el catéter, le conectaron suero, le dieron comida (su último alimento ingerido con algo de entusiasmo fue una especie de atún caro) y le ordenaron exámenes para el día siguiente. La veterinaria me mostró que estaba ictérica: todo lo que no era oscuro en su pelaje carey, se le había puesto amarillo. Fermina se quedó llorando cuando me fui. Esa noche estuvo lejos de los suyos por primera vez desde cuando ella, Florentino, Juvenal y el que se llevó el cura nacieron, el 21 de noviembre de 2008.
           El viernes fui a verla al mediodía. La directora de la clínica me recibió con optimismo, aunque seguían las sospechas sobre esa masa que rodeaba el hígado y para cuya identificación precisa faltaba un examen especializado. Me fui a la Universidad. Al final de la tarde regresé a la clínica, esta vez con D. En cuanto nos oyó saludar a la directora, nuestra gata empezó a maullar. Acudimos al salón. Allí estaba la veterinaria. Nos miró con desconsuelo. Fermina se tranquilizó con nuestros mimos, pero en esas cinco horas se habían acumulado en su cuerpo todas las tragedias de la gatunidad. A los cinco minutos estábamos pensando en pedir que nos permitieran llevárnosla para la casa y hacer que pasara sus últimos días con Florentino y la gente que la amaba. Otros cinco minutos y estábamos tomando la decisión más difícil. Una inyección, y todo fue calma y ausencia para la gata. Como dijo D, los de Fermina ya eran ojos que no miraban. Era 29 de abril; anochecía.
        Dos días después, una amiga que se identifica en redes como Fermina Daza, que la conoció bien y varias veces cuidó de ella y sus hermanos, escribió en su Facebook la mejor descripción de nuestra Fermina: “A las Ferminas nos aterra la zalamería. Nada de caricias eternas ni picos espontáneos ni jueguitos bobos. Sabemos estar donde queremos estar, pero mejor si no nos ven. Nos gusta es acompañar. Hacerla de sombra. También nos cuesta compartir nuestros amores, pero terminamos cediendo. Un par de chiflidos y uno que otro arañazo y luego entregamos el corazón. Así nos pasó a nosotras dos. Te vamos a extrañar lo que nos queda de vida, Fermina adorada”. No hace falta decir que todo esto, y en especial la última frase, lo estábamos sintiendo nosotros en clave de dolor. Hace años, la escritora Carolina Sanín dijo algo así como que el amor y la consideración por los animales son el único signo de civilización que nuestra especie ha mostrado en el último siglo. Es cierto. Nos falta aprender que no son humanos, pero ya sabemos que habitan con nosotros el mundo en una interdependencia de especies de la cual apenas somos un eslabón.
        Al salir de la clínica estábamos desconcertados. Caminamos unas cuadras, nos sentamos en una acera, intercambiamos comentarios y de pronto D nos interpretó a los dos: “Quiero estar con los otros gatos”, dijo. Había que estar con ellos, en familia, ahora que la muerte cubría nuestra casa con toda su rotundidad y Fermina no iba a volver.



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