domingo, julio 05, 2015

La gata y la ciudad


La cosa llegó a nosotros un 31 de octubre, el del año en que todo se iba a acabar. Llovía y criaturas diversas recorrían las calles. Mamá vino a casa cargando entre las manos y el pecho la más pequeña y peluda de esas criaturas, tocada su alma por una conmoción que se le reflejaba en los ojos: alguien la había arrojado de un carro. Un pirata y un hombre araña la recogieron, pero no podían conservarla. Tampoco mamá podía, pues ya teníamos otras dos. ¿Pero cómo dejarla en la calle y en la noche, y con esa lluvia?, se preguntó, me preguntó. Era imposible resistir la razón de esa mirada; aun así, traté de endurecerme. Me la entregó. Y, bueno, cualquier coraza se ablanda cuando uno carga un gato recién nacido. “Pero no podemos quedarnos con ella”, advertí. “Aquellos no lo admitirán”.
Aquellos se aproximaron, gruñeron. No les importaron nuestras razones. La cosa lloriqueaba, se movía como criatura vacilante por la sala, y nosotros estábamos condolidos por el mes y medio de vida y dolor que le calculamos. Mamá preguntó de qué género sería. La examiné y la única certeza me la dieron sus mimos: “Es una niña”, dictaminé. De todas formas desde el comienzo ambos habíamos decidido que lo era. Concluí: “Va a ser más difícil conseguirle hogar”. Mamá la llevó a su habitación y me tendió una trampa infalible. “¿Qué nombre le ponemos?”, preguntó. Intenté resistir: “Que le ponga nombre quien la reciba”. Mamá no se rindió: “Lorenza”, propuso. Así se llamaba la lora que le regaló la abuela cuando se casó con mi papá y que vivió con nosotros hasta cuando mi hermano y yo empezamos a tener noción de la existencia. Caí en la trampa. Observé: “Tiene que ser un nombre que esté en El amor en los tiempos del cólera”. Aquellos se llamaban Fermina y Florentino, y un hermanito suyo que vivió con nosotros por unos días y que le regalamos a una amiga mía se llamó Juvenal. Ensayamos varios nombres, pero ninguno nos convenció, pues aparte de Fermina Daza ninguna mujer de la novela se llamaba como una gata. Entonces mamá se atrevió a salirse del tema y, en un rapto de inspiración, propuso un nombre más ligado a nuestra vida: “Lucrecia”. Así la llamaba a ella mi papá y de todas las personas del mundo yo soy la única que siempre ha tenido presente dicho apodo. Así la tengo identificada en mi celular y con ese nombre figura un personaje que se le parece en mi libro de cuentos Medellinenses.


No se puede tener un gato bebé en la casa y no enamorarse de él. Aun así, durante los días y semanas siguientes se habló con insistencia de buscarle hogar a Lucre. Al principio, Fermina y Florentino refunfuñaron, trataron de excluirla y adelantaron algunos rasgos de su futura faceta como viejos enojadizos. A ella no le importó. Se metía entre ellos, encima de ellos, debajo de ellos, hasta que llegó la tarde en que los tres hicieron juntos la siesta en torno a mi computador mientras yo trabajaba. Después Fermina la lamió y por ese gesto nos enteramos de que todos éramos una manada. Pese a esto, seguíamos buscando el nuevo hogar y anunciando la existencia de la hermosa Lucrecia entre amigos y familiares. D, que todo lo hace bien, averiguó el dato de una tienda de mascotas donde la recibirían para entregarla en adopción, siempre y cuando no tuviera más de tres meses. Acordamos llevarla un domingo en que mamá estaría de viaje, cuando calculábamos que alcanzaría el límite de edad. Ese fin de semana no estuve tranquilo. El domingo me inventé un malestar que me impedía hacer el trayecto hasta la tienda de mascotas. Después conseguimos que la recibiera para su finca la suegra de mi prima Charlene y después de ello la mandamos unas semanas para donde la abuela, y después decidimos regalársela a la compañera de apartamento de M, pero cada vez que alguien se iba entusiasmando con ella a nosotros nos podía la desazón y con nosotros se quedaba Lucrecia. Y vino el último después. Cuando decidí casarme con D, acordé con mamá que nos llevaríamos a Lucre. Fermina y Florentino eran mis consentidos (amo a esos gatos como se aman las cosas bellas del mundo), pero nacieron en el edificio y desde que tenían menos de dos meses viven en el apartamento, de manera que sacarlos de allí es un drama de proporciones shakespearianas. Lucrecia, en cambio, por haber sido lanzada desde un carro en movimiento sabe lo importante que es adaptarse a cualquier ambiente.
Desde el comienzo se convirtió en nuestra compañera. Digamos que en una bastante fiel, aunque bien sabido es que la fidelidad gatuna se rige por la conveniencia. En un libro leí que, en el tumultuoso camino de la evolución, su especie entrenó a la nuestra para que aprendiéramos a servirle; a cambio nos suministra sus mohínes y desprecios en proporciones magistralmente calculadas. ¿A quién le importa? En lo que a mí respecta, sus siestas al lado del computador mientras escribo son suficientes para dejarme seducir y estar dispuesto a brindarle cobijo y alimento hasta que su vida de gata –solo tiene una– se apague o se apague la mía de hombre. Tampoco me aterra la criatura salvaje y ruin en que se transforma cuando vamos a la finca y se da a la caza de pichones y lindos insectos. He evolucionado para disfrutar el que me manipulen seres como Lucrecia y para pensar que esta me habla cuando utiliza alguno de sus muchos tonos de maullido al encontrarme en su camino, y para partirme de emoción cuando se acuesta en nuestro rincón como sintiéndose protegida. Ella es en realidad una fiera sin bondad ni maldad que se ha adaptado a vivir entre nosotros y a quien no le haremos ninguna falta cuando nos extingamos y pueda iniciar la carrera evolutiva hacia nuestro remplazo. Hablo, desde luego, en forma metafórica, condensando en Lucrecia el destino de su especie, pues lo cierto es que nuestra gata no vivirá más de tres lustros ni dejará descendencia que dentro de unos millones de años sustituya a la nuestra en los puestos de honor de la cadena alimenticia: cuando sobreviví al infierno de su primer calor, procedí a hacerle mutilar sus ansias de reproducción.
Poco después de instalarnos en el nuevo apartamento, una actitud suya me generó la ilusión de que tenía una relación especial con la ciudad. En las mañanas, cuando levanto la persiana del estudio, Lucre salta a mi escritorio y se ubica en la esquina que está más próxima a la ventana. Mira hacia afuera. Al fondo, en la estrecha planicie del valle y trepando por las ásperas montañas, se encuentra la urbe a la que ella y nosotros hemos venido a dar en nuestro instante de la eternidad. Lucre mira afuera. Yo la miro a ella y luego a la ciudad, y sé que ambos vemos universos diferentes. D ha descubierto que en esos ratos de contemplación nuestra gata desarrolla una interesante diversidad de sonidos. Afuera, la ciudad. En el ámbito más cercano las personas de nuestro barrio, las palomas, las tórtolas. Adentro, deseando lanzárseles en emboscada, la gata. Sus ancestros hablan a través de ella y dan cuenta de incontables jornadas de cacería en las estepas del mundo. Lucre regresa a sus otros rincones del apartamento, en muchos de los cuales nos hace el favor de coincidir con nosotros –a veces se digna mordernos con dolorosa gentileza para recordarnos que es la líder de nuestra manada–, y todavía en la noche se da un paseo de vez en cuando por la esquina de la ventana. Sé que elucubra ideas y es consciente de que la observo. Jamás le importará el hecho de que en su primera noche con nosotros me di a la tarea de escudriñar en las páginas de aquella novela, hasta descubrir que no nos habíamos salido del tema. Hay una Lucrecia en la historia de amor de Fermina Daza y Florentino Ariza: Lucrecia del Real del Obispo, de paso fugaz pero fundamental por la parte final de la narración.
        


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