Había
un grafiti tremendo en la fachada de alguna casona en no recuerdo qué barrio
céntrico de Bogotá por el que yo pasaba casi todos los días en bus. En mi vida
han pasado dos décadas y cinco libros desde entonces. Y ahora viéndolo por fin
en santa paz, con aquel grafiti encima de mi testa como espada del más fustigador
Damocles, me aventuro con el símil de la paternidad para describir lo que el
quinto libro, el nuevo, significa. En muchos sentidos los libros son como los
hijos, pero en otros tantos se diferencian mucho de ellos. Se parecen en: lo
duro del proceso de gestación, en que uno se enferma gravemente en la etapa
final, justo antes del alumbramiento, y en que, como los niños, son un peligro
para el ecosistema. También se parecen en que al verlos en reposo se le hace a
uno inconcebible que haya en unas y otras creaturas semejante capacidad de
construir y amenazar. Aunque, para ser atinados, al ecosistema le vendría muy
bien que hubiera muchos más libros que niños.
Los libros
se diferencian de los niños en un aspecto fundamental: una vez que nacen, es
preciso dejar que se defiendan solos en el mundo. No es posible salir en
defensa de ellos ni contribuir de manera alguna a su crecimiento. Si los niños
nunca acabamos de ser, los libros son desde el momento mismo en que salen de la
imprenta.
Este nuevo libro mío es muy distinto de los otros. No es
literatura ni periodismo. Es… Siempre he desdeñado el lenguaje académico por
impersonal, por frío, por gélido y porque en definitiva no sirve para nada. Y,
sin embargo, he acabado haciendo un libro académico.
—Creo que terminé por fin la tesis de grado que usté
merecía asesorar —le digo a V, entregándole el segundo ejemplar. El primero,
como ha sido siempre y como debe ser, fue para la santa mujer que me parió y me
cuida.
—La solución es que usté haga… —me había dicho V seis
años atrás, cuando se me cerraron todas las puertas del laberinto.
En la Semana Santa del 2006 hice un viaje maravilloso.
Agarré dos amigos y emprendí con ellos una travesía por el Río Grande de la
Magdalena, el de Simón Bolívar bogando hacia la muerte, el de Florentino Ariza
y Fermina Daza yéndose hacia el amor, el de Sayonara huyendo hacia sí misma, el
de Geo Von Lengerke trazando el final —o el comienzo— de los caminos de
Santander. Íbamos a seguir las rutas del Libertador derrotado, de los ancianos
enamorados, de las putas que escapan, del alemán trazador de caminos. Íbamos a
buscar el último manatí. Yo tenía un propósito que me obsesionaba: quería
atestiguar el estado en que se hallaba el río que había visto relatado en las
novelas de Fernando Cruz Kronfly y Gabriel García Márquez, de Laura Restrepo y
Pedro Gómez Valderrama, y relatarlo en un cruce de las disciplinas que amo:
periodismo y literatura, puestas al servicio de mi tesis de grado para la
Maestría en Literatura Colombiana. En Puerto Berrío tomamos un trencito
hermoso, pequeñito, de juguete, lo único que quedaba de los ferrocarriles
nacionales, y en él hicimos el trayecto espléndido hasta Barrancabermeja. Allí
nos embarcamos río abajo, de caserío en caserío, hasta Magangué, desde donde
nos devolvimos en chalupa hasta la desembocadura del Cauca y por ella nos
adentramos remontando la corriente hasta los pueblos más tristes que he
conocido jamás, para devolvernos luego corriente abajo, retornar al encuentro
del Magdalena (un gigantesco nido de aguas, como prehistórico a los ojos de un
combo de citadinos, donde uno no sabe si está en un gran lago o en uno de los
dos ríos), seguir bajando, bajando, y llegar finalmente a la ensoñación de
Mompox. Ninguno de nosotros estaba enamorado, así que Dios no creó un manatí
para que lo viéramos, como había hecho en su momento, setenta y tantos años
atrás, para Florentino Ariza y Fermina Daza.

Imagen de María de Rafael Bermúdez Zataraín (México, 1918)
No pude encontrar el último manatí del Magdalena, pero
recogí material suficiente para hacer una crónica en la que superpondría mi río
con el que había visto tan hermosamente narrado en La ceniza del Libertador, El
general en su laberinto, El amor en
los tiempos del cólera, La novia
oscura y La otra raya del tigre.
Hechos el viaje y la investigación y leídos los libros, no me quedaba sino
ponerme a redactar. Sin embargo, tropecé con un obstáculo insalvable. Mijaíl
Bajtín.
—Que no —repliqué muchas veces a V en nuestras
discusiones—. Que yo no quiero hacer un texto frío y soso que se pierda en los
archivos de la academia.
—Le recuerdo que está haciendo una tesis de grado.
En esta admonición, y no en el río, se ahogó mi proyecto.
Cuando uno sale en busca del último manatí, no regresa a escribir una fría
tesis que nadie leerá, que no emocionará a nadie, que estará envenenada por
Bajtín. Así que naufragué.
V se inspiró un día, cuando yo estaba casi resignado a no
graduarme nunca:
—Le tengo la solución.
Ella siempre ha tenido las soluciones. Y en esta
oportunidad sí que la tenía: el relato del río debía quedar para una ocasión
más personal. Mientras tanto había que sobrevivir a una tesis de grado y podía
acometerla con otro asunto igual de cercano a mi afecto y en el que no me
dolería tanto sacrificar el lenguaje en aras de la fría distancia de la academia.
No tendría que componer un cadáver académico.
V me propuso que abordara las relaciones entre el cine y
la literatura en Colombia.
—Un inventario de
adaptaciones, precedido por un estudio de carácter histórico —se me ocurrió al
instante y ella aprobó.
En pocos meses tuve listo el trabajo de grado y conseguí
el diploma, pero el tema seguía ahí, asediándome. Nadie que sea serio espera
agotar semejante empresa en los plazos de una maestría. Aquello era el empujón
inicial. Yo tenía un aliciente gigante: además del perenne amor por el cine y
la literatura, mi trabajo en la organización del Festival de Cine Colombiano de
Medellín y del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia y mi viaje de cada año
con A y con O a Cartagena para asistir al festival de esa ciudad. Los tres
eventos me mantenían en contacto con la gente que necesitaba para avanzar más y
esperar que algún día aquel proyecto deviniera libro: los directores, los
guionistas, los productores, los académicos… Y en 2008 apareció una oportunidad
de oro: las becas de investigación del Ministerio (cuando digo “el Ministerio”,
para mí y la gente con la que ando solo hay uno: el de Cultura). Presenté el
proyecto para continuar la investigación y obtuve la beca. Yo seguía haciendo
entrevistas y recopilando documentos, pero sin la beca nunca habría tenido la
disciplina de procesar todo ese material y convertirlo en un informe, algo que
ya empezaba a parecerse a un libro pero al que aún le faltaba mucho trabajo.
Desde el primer proyecto, el propósito era terminar una
investigación que les ofreciera a los estudiosos y demás interesados un
producto doble. Primera parte, un recuento histórico y teórico de lo que han
sido las relaciones entre el cine y la literatura en nuestro país*. Segunda
parte, una base de datos que recogiera todas las adaptaciones de la literatura
colombiana al cine, hechas tanto en el país como en el exterior, así como todas
las adaptaciones de la literatura extranjera hechas por realizadores colombianos.
El trabajo de grado de la maestría me avanzó un cuarenta por ciento. La beca,
otro cuarenta. El veinte restante ha sido posible gracias a otra serie de empujones
de la buena suerte.
En septiembre 2011, la adorada historiadora de mi círculo,
A, me contó que el Ministerio iba a convocar un premio de publicación de libros
que fueran resultado de investigaciones en cine. Estuve atento a la
convocatoria. Organicé el material que tenía, agregué todo lo que pude mientras
se vencían los plazos y envié el proyecto.
El
premio constituyó el inicio de la parte definitiva de todo este proceso.
Según la convocatoria, el libro debía estar listo para el
29 de febrero. Estaba bien por este detalle: esa fecha era propicia para
presentarlo en el Festival de Cartagena. Y no lo estaba tanto por este otro:
necesitaba cuando menos tres meses más para que el libro pudiera llegar a estar
en el punto en que yo sabía que merecería mostrarse. Un poco más de
investigación, otro tanto de escritura. Entonces, la mala suerte actuó en mi
favor: el Ministerio se demoró en consignar los pagos y me concedieron una
prórroga del plazo. Hasta el 2 de mayo, en comienzo.
Con este nuevo plazo en el horizonte me di al trabajo. Lo
primero que hice fue enviar a mi base de datos de contactos del cine y la
literatura un mensaje en que pedía información. Lo que fuera, así se tratara de
la noticia más obvia sobre la realización, por ejemplo, de cualquiera de las
siete adaptaciones que se han hecho de la María
de Jorge Isaacs. La respuesta fue emocionante, pero abrumadora: alrededor de
150 correos en los que me hablaban no solo de las obviedades, sino de una
enorme cantidad de adaptaciones de las que yo no tenía noticia. Empecé a
trabajar, como si ya no lo hubiera hecho durante cinco años y medio. Y busqué,
busqué, busqué. El plan era que los cuatro listados de adaptaciones que había
diseñado (por autores de las obras literarias, por directores de las
adaptaciones, por años y por fichas técnicas) estuvieran listos para finales de
febrero. No tengo que decir que no lo estuvieron y que me fui para el festival
de Cartagena dejando aquellos listados inconclusos. Aproveché el festival para
hacer entrevistas y recoger datos que me faltaban. Regresé con un montón de
información nueva, calculando que los listados estarían terminados en dos
semanas y que en otro mes podría acabar la escritura de los capítulos teóricos,
para llevar el libro a diseño en los primeros de abril y a impresión a mediados
de dicho mes. Apareció entonces el amago de tragedia.
El Ministerio consignó el primer pago el último día de
febrero. El segundo de marzo, cuando regresé de Cartagena, me recibió un correo
temible: el plazo ya no era hasta el 2 de mayo, sino hasta el 30 de marzo.
Desde luego, cualquier intento de protesta de mi parte se
estrellaba en este muro: la convocatoria del premio era clara en que este era
para libros terminados, no en proceso. Y, la verdad, mi interventora en la
Dirección de Cinematografía había sido tan amable y tan diligente con mis
cosas, que si decía que había hecho lo posible por conseguir el plazo más largo
no me quedaba más opción que invocar a los santos —en los que lamento no creer—
o acelerar para acabar a tiempo. Como fuera.
Y como fuera
significaba: pasar las noches trabajando, dormir unas cuantas horas, retomar el
trabajo y volver a pasar las noches en vela.
El esquema funcionó durante varios días. Un jueves,
cuando desperté, tenía en el cuello lo que en Medellín se denomina un mico. Un
dolorcito bastante aburridor. Hacia el mediodía, L, la noble mujer que me
cuida, me hizo un masaje. El dolorcito no cesaba. Me recosté en el sofá de la
sala. El dolor seguía sin cesar. Me levanté. Caminé. Hice ejercicios de
estiramiento. Traté de meditar, pero como no tengo paciencia para el yoga la
meditación derivó hacia las tragedias de la humanidad. Nada. Me llamaron a
almorzar. Y de pronto, en un minuto, sucedió algo extraordinario: vi cómo el
dolor bajaba por la nuca, se detenía en el músculo que la une al hombro y allí
empezaba a contraerse. Los músculos se recogían, se expandían y se dilataban, y
el dolor aumentaba en progresión geométrica.
—Lo que estás describiendo es un parto —anotó S cuando le
conté, muchos calmantes más tarde.
—Hacé de cuenta que eso fue —le respondí a él y les
cuento a ustedes hoy.
Desde luego, no se trataba de un alien brotando por la zona equivocada de mi cuerpo. Era un espasmo
muscular, que es, imagínense ustedes, el dolor físico más espantoso que he
padecido en mi más o menos larga existencia. Tuvo que venir mi hermano y
llevarme a la mezquina central de urgencias, donde un médico algo más estresado
que yo me prescribió un imposible: dormir una semana entera a punta de
Rivotril, un medicamento siquiátrico que me negué a tomar y que no probaré
hasta cuando me sienta algo más perturbado. Con las inyecciones de no sé qué y
los mimos de mi hermano y las mujeres de la casa bajó el dolor… por ese día.
No dormí una semana entera, pero sí estuve inutilizado
todo ese tiempo. Le lancé la voz de alarma a la interventora.
—Está bien —decidió, a pesar de las órdenes superiores—,
tómate un par de semanas más.
Para
ser honrados en el testimonio, las dos semanas fueron cuatro. En ellas me
repartí entre el libro, la cátedra universitaria, una que otra reunión de
trabajo y las terapias para aliviar el espasmo. Almas del Señor vinieron en mi
ayuda: la talentosa Eli, el ilustrador Tobías —a quien debo la magnífica
portada—, la noble L, mi hermano, A y los corresponsables que me seguían
aportando datos. Aunque hubo momentos en que pensé que moriría yo o que moriría
alguien en la cadena de presión que se inicia en Planeación Nacional, continúa
en la Señora Ministra y culmina en la Dirección de Cinematografía, desde donde
me llegaba amortiguada aunque apremiante, avancé bastante para estar en
posibilidad de enviar a diseño la primera parte que estuvo lista, que fue la
segunda del libro. ¿Quién me alentaba durante aquellas noches frenéticas? Eli
desde algún lugar de la web, los gatos en mi casa: ellos venían, me saludaban,
dormían alrededor del computador, me brindaban con su presencia una fortaleza
especial (aquellos que pertenecen a uno o más gatos entienden de qué hablo).
Otro poco me ayudaba el ron Medellín Añejo.
Mientras
el diagramador hacía lo suyo con la segunda parte, yo concluía la escritura de
la primera y el gobierno nacional tambaleaba por mi tardanza. Se diagramó la
segunda, se concluyó y diagramó la primera, se fue todo aquello a impresión.
Juré al Ministerio que el lunes tal de mayo enviaría el paquete de ejemplares
que le correspondía. En la editorial trabajaron el sábado y el domingo, aunque
era el fin de semana del Día de la Madre. Cada tarde me iban a entregar los
ejemplares del Ministerio y cada tarde la realidad lo impedía. Los libros, a
diferencia de los niños, necesitan tiempo para hacerse bien. El lunes me
instalé en la editorial: no me iría hasta que pusiéramos en el servicio de
envíos el dichoso paquete, una caja con cincuenta ejemplares. A las 6:15 de la
tarde se empacó por fin la caja; a las seis y veinticinco la aforaron en la
empresa transportadora. Esa noche dormí tan descansado como si hubiera salvado
de su caída al gobierno al que ni su antecesor ha podido amenazar en serio (y
el que en realidad no me importaría que cayera, pero preferiría que si llegara
a caer por mi causa dicha causa no fuera el incumplimiento de un contrato mío
con el Ministerio). Los ejemplares, sin embargo, no llegaron a destino el
martes.
Ese
día, por la mañana, un carrobomba mató a dos escoltas y produjo la pérdida del
Rolex de un exministro ultraconservador en el discurso aunque algo liberal en
aquello de usar a su favor los recursos públicos. Las dependencias del gobierno
en Bogotá fueron acordonadas, así que en la oficina de correspondencia del
Ministerio no pudieron recibir la caja. Esta se demoró todavía otros cuatro
días. Sin embargo, ya en Cinematografía sabían que yo había cumplido y que no
sobrevendría por mi culpa un desastre burocrático. En el transcurso de los días
siguientes continuaron entregándome el resto de la edición. He empezado a
repartirla entre colaboradores y amigos, pero no se presentará públicamente sino
en agosto, en la instancia que corresponde: el Festival de Cine Colombiano,
aquí en Medellín. Entre tanto, todavía evaluando qué se hizo bien y qué se hizo
mal (qué hice yo), no dejo de pensar en lo que sentenciaba aquel grafiti de
Bogotá. Esta es la máxima que ha guiado la preparación de cada uno de mis cinco
libros (el quinto de los cuales, este, se titula Encuentros del cine y la literatura en Colombia. Recuento histórico y
filmografía total de adaptaciones, 1899-2012) y que guiará la de los
próximos; en estas palabras cotejo la pertinencia de cada una de las obras en
las que por mi causa se gasta papel: “Cada vez que nace un libro, muere un
bosque”.

_________________
*Mucho me alivia decir “nuestro país”. Cuando
lo hago, siento que pertenezco a algo concreto que se llama Colombia y me
gusta. Esta es mi identidad en el mundo.