jueves, septiembre 08, 2011

Mi Festival en tres personajes

Hace ya días terminó en Medellín el 9° Festival de Cine Colombiano, evento en cuya organización participo desde cuando lo concebimos como consecuencia de ese otro certamen que me mueve las entrañas, el Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia. La organización implica compromisos de tal intensidad, que el ánimo se halla íntegramente afectado. Casi todo es digno de memoria. Unos pocos aspectos del trabajo, un par de personas indeseables con las que es inevitable hablar en el proceso y hasta alguna contrariedad de corte romántico son los aspectos que estoy inhabilitado para tratar aquí, así que habrán de quedar para las memorias o las novelas. Mientras, me permito elaborar mi balance de lo que significó este Festival magnífico sintetizándolo en tres de las personas con las que pude compartir momentos más o menos extensos y en todo caso muy intensos.

Uno. El escritor vedette
De Bogotá, uno de esos periodistas que siempre hablan por lo que han oído decir y no por lo que han atestiguado o investigado me llamó a reportar el fastidio de algún amigo intelectual por los master class (expresión esnob, de moda en el mundo de la comunicación organizacional, para designar lo que en realidad son simples conferencias) que Guillermo Arriaga dio esa semana en un auditorio de la capital. “Improvisa y sostiene sus charlas a punta de chistes malos”, se quejaba mi amigo periodista y justificaba con ello su inasistencia a las charlas del guionista, director, productor y vedette mexicano. Aunque a la edad que tengo es normal haber cultivado abundancia de prejuicios, y a pesar de que estoy rodeado de críticos cinematográficos, me he impuesto como norma de conducta el no emitir juicio alguno si no media mi propia experiencia frente al sujeto u objeto en cuestión.
Arriaga llegó a Medellín el viernes antes del lunes en que el Festival comenzaba. Esa noche, movido por la curiosidad, quebranté la decisión hace muchos años tomada de preservar la dignidad no arrastrándome en pos de personalidad alguna. Tuve la suerte de iniciar mi carrera en un medio que me obligaba al encuentro constante de diplomáticos, ministros, presidentes, gente de la farándula y hasta personas honorables: algunos escritores, algunos artistas, en fin. El caso es que siendo muy joven colmé para siempre la necesidad del contacto con celebridades. Solo una vez me permití la banalidad de salirle al paso a una de ellas, afiche suyo en mano, y solicitar su autógrafo: la primera en que vi a Gabriel García Márquez, el único escritor cuya muerte he llorado. Amo a García Márquez casi tanto como a alguien de mi familia o de mi grupo de amigos y de ese primer encuentro conservo la dedicatoria que me escribió en el hermoso afiche que, antes de caer en desgracia con él, la editorial Oveja Negra hizo diseñar de la efigie del gran escritor formada sobre el texto completo de su novela El coronel no tiene quién le escriba. Después vi muchas veces a García Márquez en el Festival de Cartagena y no tuve nunca el impulso de acercármele: ¿para qué, si es su obra, no su persona, la que me ha hecho feliz en tantas ocasiones a lo largo de la vida?
La noche de ese viernes, pues, acepté uno de los privilegios de formar parte del staff del Festival y fui a cenar con Guillermo Arriaga. No quería hablar con él; no me interesaba y sigue sin interesarme. Lo que me interesaba era observarlo, escucharlo. Había leído muchas cosas suyas y sobre él. El sujeto me intrigaba. Precisamente por lo contrario de lo que mi amigo el periodista prejuicioso rechazaba: porque en el mundo de la palabra escrita, más allá de los flashes y de su autoconciencia de vedette internacional —del cine más que de la literatura, aunque su literatura merece más atención— encontraba a un Arriaga digno de ser escuchado. Ya sospechaba que se trata de un ser ambiguo: es una estrella del espectáculo, lo sabe, le gusta y lo cultiva, pero también es un hombre que conoce la vida, conoce el mundo, conoce el cine, conoce la literatura, conoce el alma humana y sabe contraponerla a la del animal fiero, y, sobre todo, sabe decirlo.    
Escuché a Arriaga el sábado, cuando presentamos su película Fuego y propiciamos su encuentro con el público. Lo escuché el lunes, cuando dio la lección inaugural del Festival. Y lo escuché ese mismo día, cuando lo entrevisté. No sé si a él, pero a mí no me satisfizo la entrevista. La concedió como una gracia especial al Festival y concertamos que el encuentro durara media hora —el doble de lo que nos había autorizado otorgar a los pocos medios que lo entrevistaron en Medellín—, tiempo del todo insuficiente para que en una entrevista se digan algo más que efímeras formalidades, así que me fui armado de cámaras y de preguntas formales y me dije a mí mismo que si quisiera elaborar una crónica o un perfil de Guillermo Arriaga dispondría de material suficiente con los sucesos de la cena y de los eventos públicos, así como con las anotaciones de quienes lo acompañaron a conocer la ciudad. Tenía, en todo caso, argumentos suficientes para replicar al amigo intelectual de mi amigo periodista bogotano y a los personajes trascendentales que también en Medellín se han quejado de que Arriaga improvisa y hace chistes en sus charlas. Sí, es cierto que este señor no prepara su discurso. En todos los escenarios —el restaurante, el auditorio, el cuadro enmarcado por la cámara—, lo primero que hace es escrutar a sus escuchas con sus cinco sentidos de cazador, definirlos y determinar el clima. Sabe que, tal como sucede con las películas y los libros, no todos los individuos serán conquistados por su verbo. A los que no, los descarta; no le interesan, no le importa su desdén. A los demás les entrega todo. Su experiencia de la vida, su conocimiento del mundo. Entonces empieza a hablar. No tiene que preparar esta charla específica: ya se ha preparado a lo largo de la vida y tiene clara conciencia de cuáles son las palabras, de la primera a la última, que necesita decirles a quienes en cada escenario lo escuchan, chistes incluidos, para, primero, seducirlos; luego, decirles unas cuantas cosas que les van a ser útiles. Claro que hace chistes, claro que improvisa. Pero entre chistes y palabras improvisadas se hallan finamente entretejidos sus mensajes por mucho tiempo decantados en su intelecto. Rescato este para los que tienen ganas de escribir y no lo hacen: las historias hay que contarlas, hay que escribirlas, o de lo contrario se oxidan en la garganta y te matan.
Nada nuevo, es cierto. ¡Pero cuánto necesitamos que una voz autorizada nos lo recuerde de cuando en cuando!

Dos. La heroína anciana
En el polo opuesto del espectro mediático, una maestra del cine colombiano. Una testigo y una denunciante de la infamia, una voz recia que se alza a derecha e izquierda para decir que no se debe seguir matando a los pueblos indígenas, a las comunidades negras, a la gente pobre del campo y de la ciudad. El miércoles, en el teatro Camilo Torres de la Universidad de Antioquia, Marta Rodríquez presentó su documental más reciente, aunque el título del mismo, sus palabras en off a lo largo de la narración y lo que en vivo le decía al auditorio, daban a entender que será el último: su testamento. Testigos de un etnocidio: memorias de resistencia es una síntesis de la pelea que durante las últimas cuatro décadas han dado las etnias de todo el país para mantenerse vivas y dignas, y del acompañamiento que esta mujer volcánica ha hecho al proceso, primero con personajes como su esposo, el realizador Jorge Silva —fallecido hace veinticuatro años—, y ahora con el realizador Fernando Restrepo.
Marta no hace concesiones. Sentada frente a la primera fila del Camilo, pues tiene problemas de rodillas y la concurrencia la ha excusado de subir al escenario, lanza una proclama de vida en la cual hay reproches para todas las fuerzas que atacan a los débiles. Al mismísimo Alfonso Cano, ese anciano anclado en los peores errores del siglo pasado que dirige la guerrilla etnocida de las Farc, le reclama que sea consecuente con sus antiguos ideales, los que ambos discutieron cuando estudiaban Antropología en la Universidad Nacional y luego, cuando ella pasó largas temporadas haciendo trabajo de campo para sus documentales en los campamentos guerrilleros. A Cano le reclama, en Testigos de un etnocidio y aquí, ante una audiencia de más de doscientos estudiantes y profesores (muchas personas de afuera no han podido venir, pues la de Antioquia es una universidad groseramente cerrada para el pueblo que no tiene carnet), que las Farc dejen de participar en la masacre de los pueblos indígenas. Lo mismo les reclama a los demás ejércitos de nuestras guerras cruzadas, a los estatales y a los paraestatales: “¡No sigan matando a los indígenas, hermano!”. Y su voz alcanza para reprochar el oportunismo de ciertos documentalistas que se aprovechan de los pueblos masacrados, desplazados, abusados de mil maneras, para hacer películas de panfleto que los lleven a festivales y les granjeen premios en el ancho mundo.  
Creo que Testigos de un etnocidio: memorias de resistencia es la película más importante de este año en el Festival. Otras que me han impactado mucho, como Retratos en un mar de mentiras de Carlos Gaviria, son al fin y al cabo elaboraciones de la ficción en torno a lo que sucede en este país… No quiero con esto iniciar un alegato a favor del documental sobre la ficción, claro que no, aunque para tal efecto podría usar una idea de Marta: “El documental es importante porque nos permite guardar la memoria de los que ya no están”. Pero en todo caso sería un alegato absurdo e innecesario.
Es solo que más allá de los géneros lo que me parece fundamental es la presencia de esta mujer, Marta Rodríguez, para decirnos con su testimonio vivo que el silencio es inmoral.

Tres. La muchacha de mente geométrica y cartesiana
Por supuesto, no voy a caer en la inmodestia de abundar en elogios para nuestra organización. Solo diré que este Festival es, como las películas, el resultado del trabajo de múltiples autores: a cada uno de ellos, de nosotros, se parece. Quedarán para las memorias o las novelas los muchísimos entresijos de la organización. Entre tanto, la única licencia que me concedo para apurar el homenaje es mencionar a esa muchacha valiente que hace año y medio llegó de Barcelona para integrarse al equipo en calidad de coordinadora general. El puesto adecuado para una cabeza que procesa las ideas y las convierte en acción efectiva. No mencionaré su nombre, porque hablar de ella o de cualquiera de nosotros es caer en el autoelogio. Diré que en ella, en su valentía —cuánto admiro esta virtud—, se sintetiza todo lo que de difícil, satisfactorio, bello y trascendente tiene hacer este Festival.
Aquí termino, pues, y me voy a preparar el de Santa Fe de Antioquia. Y a escribir las novelas.
Foto Juan Pablo Castro

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