Las tardes son de lluvia y de sol, son de calor y hielo, son de niebla y esperanza. Caminás unas pocas cuadras y recorrés todas las estaciones posibles del clima. Te gusta que así sea: la variedad estimula al espíritu, que no acaba de sentirse apabullado por el más reciente abandono, cuando se enfrenta de lleno al signo de la esperanza. Patiobonito en El Poblado, rumbo al centro comercial. Levantás la mirada que el celular te ha aplastado contra el pavimento y, como si de tiempos remotos alguien quisiera dirigirse a vos, te topás con un arcoíris inmenso como una promesa divina. Siempre te ha gustado el fenómeno, más desde cuando supiste que el relato del diluvio se cierra con un pacto entre Dios y los hombres (y las mujeres, desde luego), que el primero, tan poderoso y a veces tan sonriente, rubrica con el arco de colores en el cielo. Ah, ese Dios del relato, traviesín, enojoso, categórico e incomprendido. Bien sabés que su ira constituye el signo de quienes aprendieron a administrar a los dioses para someternos y que Dios, bueno, quién espera que existan los dioses voluntariosos cuando el universo entero contiene toda la grandeza posible. Seguís caminando y el arcoíris se va diluyendo en lo alto como aquí abajo se diluyen vos y tus penurias.