Desasosiego. No puede haber otra forma moralmente válida de
estar en este momento.
Los libros de Anagrama siempre me han gustado porque son
sobrios y bonitos y por un detalle por el que ahora me doy cuenta de que han
empezado a chocarme bastante: por las traducciones crudamente españoletas como
si a los editores no les interesara que los leyéramos en Latinoamérica o como
si más bien quisieran notificarnos de que les importamos un comino y que la
versión del mundo que debemos tragarnos, ya que no aprendimos los idiomas
originales de los equis cantidad de escritores de otras lenguas que vamos a
leer en la vida, es la que ellos, los españoletes, quieren mostrarnos, y ya.
Que os den por culo, peninsulares de mierda, grito con mi voz mental mientras
miro con rabia la parte del globo terráqueo donde están España y sus vecinos
europeos que hasta hace unos días fueron los países más golpeados por el
“nuevo” coronavirus. Vuelvo al libro que estoy leyendo; mejor, en el que estoy
tratando de trabajar ahora. Ando sumergido en el periodismo literario y me he
dado cuenta, también, de que de Tom Wolfe lo único que me gusta es su estudio
sobre el Nuevo Periodismo gringo, y ello a pesar de que sus páginas están
plagadas de faltas contra el rigor, pero en cambio no soporto sus textos narrativos,
primero por el rococó de su voz y segundo porque además tengo que tragármelo en
españolete.
No creo que en la realidad haya sucedido como en mi cabeza,
que los no sé cuántos miles de millones de seres humanos del hemisferio que me
mira desde el globo terráqueo, con África en primer plano –amo su inmensidad–,
Europa ocupando apenas una porción de planeta en la parte de arriba y Asia
desvaneciéndose hacia el este, hayan oído desde los cielos mi increpación a los
malditos traductores españoles que no tienen consideración de los lectores del
lado ahora oculto del globo [algún día, mi única lectora me reprochará el hecho
de que me he birlado la imagen del globo terráqueo de un cuento que estoy
escribiendo. Je]. Todos ellos, en cambio, contemplan el avance de un virus que
los va a poner en aprietos.
Hoy estoy de malas pulgas por una serie de incidentes
menores, el más reciente de ellos que la puta empresa de telefonía celular en
la que tengo, en vez de plan, un antiplán, no me presta atención por ningún
canal para resolver cierta urgencia que me afecta. Por eso la he cargado contra
los traductores españoles, aunque en realidad gracias a ellos hace tiempo me
tragué a Bukowkski y a algún ídolo de la generación Beat en un idioma creíble.
Ahora que lo pienso, no habría soportado que en vez de gilipolleces el viejo
Hank se pasara escupiendo güevonadas en sus relatos o que en vez de cachondear
se la pasara morboseando en las traducciones. En fin.
*
Ha vuelto a salirme la huella dactilar del medio izquierdo. Lo
mismo ocurrió en las yemas de los dedos adyacentes. Dejó de desgarrárseme la
piel por la acción alergénica del papel periódico viejo, lo que era incómodo y
había empezado a preocuparme. Al parecer, estoy yo como el planeta, que en
apariencia está más limpio porque la sociedad humana se ha detenido en casi
todas partes, pero que en realidad sigue aquejado por los mismos sobresaltos
que a gran velocidad lo dañan desde que empezó la locura de los seres humanos,
hombres, mujeres e híbridos de toda especie, yo incluido.
Cuando todo esto empezaba (esto es, cuando oíamos hablar de
ese virus que andaba matando chinos y luego nos enteramos con asombro, pero
también con indiferencia, de que el horrible gobierno de ese país había puesto
en cuarentena a toda una ciudad de once millones de habitantes. Parecía todo
muy lejos), yo estaba sumergido de lleno en la colección de periódicos de la
Universidad. Vivía una experiencia sumamente interesante: estaba revisando
todas las ediciones de El Espectador
de hace veintiún años y había empezado a habitar dos realidades simultáneas: la
de la Colombia enloquecida del primer semestre de 1999 y la de la Colombia
todavía demente del primer semestre de 2020. No sabía qué me perturbaba más, si
el asombro o la indignación con la estupidez y la maldad del gobierno de Andrés
Pastrana. Varias veces se me cruzaron los cables y llegué a la casa contándole
a D, por ejemplo, que los monstruos de las Farc habían matado a unos
secuestrados gringos, y habían arrojado los cadáveres en territorio venezolano,
después de que a una de las mujeres la picara una tarántula, pues ni les
importaba la vida de sus rehenes (como no les importaba la vida de nadie) ni
querían cargar con la enferma por los caminos que iban abriendo en la selva. El
incidente fue el primer obstáculo serio del proceso de paz que la guerrilla estaba
dizque negociando con el gobierno de Pastrana. No se había resuelto esto y ya
estaban otros sicópatas, los del Eln, secuestrando en pleno vuelo un avión que
salía de Bucaramanga para Bogotá y a los días a un centenar de feligreses que
asistían a misa en una iglesia de Cali. A la vez, el Eln les prohibía a las muchachas
de los pueblos enamorarse de policías y las Farc expulsaban a la fiscal de San
Vicente del Caguán. El caso es que mientras le relataba a D los pormenores de
cada infamia de las guerrillas y de cada estupidez del gobierno, me sentía como
si todo estuviera ocurriendo hoy. Increíblemente, la estupidez y la maldad de
Pastrana son superadas veintiún años más tarde por la estupidez y la maldad del
gobierno de Iván Duque. La sensación no dejaba de ser un tanto fascinante.
Durante varias semanas pasé las mañanas y las tardes
sumergido en la hemeroteca y, cuando menos pensé, me di cuenta de que los dedos
de la mano izquierda estaban desgarrados. Soy diestro para casi todo y zurdo
para patear balones de fútbol, practicar placeres solitarios y pasar las
páginas de los periódicos viejos, así que fue esa la mano en la que los ácaros
y el polvillo de El Espectador de
1999 se cebaron. Cuando empecé a usar guante, ya la piel se levantaba en
pedacitos como la cinta con que hemos pegado documentos antiguos. No dolía,
pero era fastidioso y caí en la cuenta de que si llegaba a perder la mano
derecha no habría manera de avalar documentos legales porque en la izquierda ya
no había huellas. Todo en ella era como en los discursos de Pastrana y Duque:
el vacío, la mugre, los ácaros ocultos pero dañinos.
El virus, como las cosas inservibles, se desbordó desde China
e inundó al mundo. No quiero pensar en el tiempo que transcurrirá antes de que
la hemeroteca vuelva a prestar servicio y pueda yo retomar mi investigación
académica. Menos aun, quiero pensar en el cataclismo que nos está arrasando.
*
Esta tarde he visto unas imágenes que me perturbaron. Mi
hermano, que por trabajar con el agro tiene autorización para moverse en medio
de la cuarentena, puso en su estado de whatsapp un video de su recorrido hacia
las afueras de Medellín. La secuencia dura un minuto y medio. En los primeros
segundos, lo oímos decir con estupor: “¿Qué es esto, por Dios?”. En un plano
horizontal y perfectamente balanceado, vemos desde su puesto de conductor un
tramo de la avenida Regional en una tarde que, en circunstancias distintas, se
nos podría antojar bonita: más o menos iluminada, el aire en apariencia limpio
(ya sabemos, la limpieza del planeta porque los humanos nos hemos ralentizado),
una que otra moto, uno que otro carro. En la orilla de la avenida está el
motivo de la exclamación: decenas de personas apostadas a lo largo del
recorrido, desde quién sabe dónde y hasta quién sabe dónde, blanden banderines
rojos. Miran con endeble esperanza a los vehículos que pasan y sus miradas se
quedan siguiéndolos atrás. Es la señal del hambre. Al momento en que escribo,
casi medianoche del miércoles 22 de abril, las cifras oficiales, las de un
gobierno estúpido y malvado, hablan de 393 infectados y tres muertos en
Antioquia (4.356 infectados y 206 muertos en Colombia, 2’623.231 infectados y
182.740 muertos en el mundo). Las cifras crecen y seguirán creciendo lenta,
inconteniblemente, durante un tiempo cuya duración no podemos calcular. Y esto
que voy a decir es estúpido y malvado, lo reconozco, pero lo más terrible, lo
que nos asusta y nos ha llevado al confinamiento, es que no sabemos quiénes van
a ser las víctimas en adelante. A mí me espanta pensar en D, en mamá, en mi
hermano, en mi sobrina, en alguno de los familiares y amigos que amo. La
pandemia sería horrorosa pero fácil de sobrellevar si se pareciera a las otras
del último siglo, o a tragedias como los terremotos y los tsunamis, en que
están localizadas y lejos de nosotros. Cuando las víctimas son números en vez
de rostros, el horror no espanta.
Entre tanto, la tragedia se hace presente en grandes
proporciones en esa gente de la Regional, en esas muchedumbres de los barrios,
en esos vendedores de carretilla que recorren las calles de mi vecindario
ofreciendo a pulmón herido aguacates, papayas o bananín, bananón, banano y
poniéndose en espantoso riesgo de contagio a sí mismos y a nosotros. Es el
hambre, que se extiende entre las gentes de muchos estratos a una velocidad
incontenible: mayor que la del virus, inatajable como él.
He repasado muchas veces el video de mi hermano. En los últimos
segundos vuelve a oírse su voz: “Qué tristeza”. ¿Qué más se puede decir? ¿Qué
más se puede hacer? Durante mucho rato tuve que dejar de leer a Wolfe, tuve que
meterme a Facebook en busca de sosiego, tuve que tontear en los chats, tuve que
ponerme a repasar una libreta de apuntes de D, y varias veces tuve que salir al
balcón en busca de aire o al menos de aquel lucero que estaba cerca del
horizonte al atardecer. Nada me tranquilizó el espíritu.
Y me he tenido que poner a escribir.
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