Rodrigo murió el sábado. Salió a trabajar y al rato llamaron
a Teresa. Infarto fulminante. Así quería morir, según anunciaba desde que
empezaron a hablar de la muerte: como es usual entre los sujetos que se importan,
el tema afloró casi tan pronto como la vida los juntó valiéndose de artimañas
un tanto rebuscadas. No hubo opción de ir a verlo, nada, ni mucho menos la hubo
de un velorio o ritual alguno. El hijo de Rodrigo y Teresa pasó la noche
llorando con gran desconsuelo. A ella, supongo, se le deben haber venido
algunas lágrimas, pero, fuerte como es, la mayor parte del tiempo estuvo
tranquila. Imagino la nostalgia y la avalancha de recuerdos y sensaciones, pero
también el sereno diálogo (esas oraciones que son como mantras) con la
divinidad en la que cree. El domingo, madre e hijo acudieron a una cita en el
cementerio: solo ellos dos y para mirar la camilla en que transportaban a su
muerto antes de que lo introdujeran al horno crematorio. Por otras muertes de
esta época, Teresa intuía las características de lo que les iba a tocar y llevó
consigo una botella de agua bendita.
Antes del confinamiento, dos meses largos atrás, dos vidas
atrás, ella de todas formas ya iba poco a la iglesia. Sus problemas de columna
y rodilla se habían complicado. Consecuencia para nada deseada de los
quebrantos, hubo de alejarse de misas, repartición de hostias y otras
actividades de su parroquia. En las ocasiones en que hacía el esfuerzo de
desplazarse a la iglesia, con caminador y acompañante, iba provista de un envase
grande y se surtía de la pila. Fue un consuelo enorme llevar consigo el agua
bendita al cementerio. Pidió a los funcionarios de la muerte que abrieran la
bolsa en que estaba Rodrigo. Ellos accedieron, pero advirtiendo que solo por un
minuto y solo a la altura de la cara; ella preguntó por qué tanto rigor, si
nada tenía que ver el fallecimiento de su marido con el virus; ellos
respondieron que así son los protocolos ahora. No suplicó: pidió que abrieran la
bolsa completa, y como hay algo en el tono de su voz que mueve a darle gusto en
ese tipo de situaciones, lo hicieron. Es una voz de una firmeza serena: no se
enoja, no gime, no constriñe. Salvo en un par de situaciones extremas, nunca he
sabido que se altere. La procesión va por dentro, literalmente.
Ya que exequias no se celebrarían, esparció manojos de agua sobre
su compañero. Se habían apagado el fuego y la furia, el ansia y el dolor. Todo
lo que había sido Rodrigo estaba extinto, salvo ese cuerpo que para ella seguía
siendo él y, por tanto, debía honrarse antes de devolverlo a la tierra. Se mojó
las dos manos, las puso en la cara de Rodrigo, le echó la bendición, tomó una
de las manos de él y le dijo que descansara en paz y que todas las ofensas, las
que él le había hecho y las que seguramente ella le había hecho a él, estaban
perdonadas. No sé si lloró en ese momento; no me lo dijo y, conociéndola, creo
que no. Su hijo sí, bastante. Los funcionarios empezaron a cerrar la bolsa.
Ella preguntó si lo iban a cremar con zapatos y todo. Le respondieron que sí,
con zapatos, correa y la ropa que llevaba puesta en el momento del deceso. Este
detalle, sobre todo lo de los zapatos, la ha tenido bastante inquieta, no
entiendo bien la razón y aún no ha sido pertinente preguntársela.
Teresa está convencida de que a Rodrigo lo mató el estrés del
encierro. Primero por convicción propia y luego por exigencia de su mujer y su
hijo, acató la cuarentena durante varias semanas. Hace días manifestó que no
soportaba más, que volvía al trabajo. Desde cuando no pudo jubilarse cubría
turnos de vigilancia sin contrato ni prestaciones en un parqueadero del barrio,
no sé qué tanto por necesidad y entiendo que mucho por deseo de mantenerse
productivo. Teresa le dijo, un tanto en broma, otro tanto en serio, que empacara
manta y ropa y se quedara allá mientras terminaba esta situación, para que no llevara
la enfermedad a la casa. Él prometió guardar las precauciones indispensables.
Cada una de las mañanas siguientes retomó la rutina de levantarse muy temprano,
ponerles la comida y consentir a los gatos –tienen nueve–, subirle a Teresa
unos tragos y entablar con ella una de esas conversaciones de la lacónica
amistad que al cabo de los dramas habían aprendido a sostener. El sábado le anunció
que esta semana la acompañaría a hacerse los exámenes que el ortopedista, en
consulta telefónica, le mandó a fin de determinar qué es lo que ahora sucede
con su columna. La llamó desde el trabajo para recomendarle que no se esforzara
en la casa y preguntarle cómo estaba, y avisó que iría a almorzar. Al rato la
llamó el dueño del parqueadero.
Pasó el resto del domingo atada al celular, pues son
bastantes sus familiares y sus amigos. Encontré registro de llamadas suyas
tarde en la noche y muy temprano hoy. A media mañana le marqué, no contestó,
aguardé unos minutos e insistí. Temía que recibiría precisamente la noticia que
recibí, pues sé bien a qué horas llama para cada cosa y sobre qué muertes o qué
tragedias me va a enterar según el momento en que intente comunicarse. Hablamos
cada varios meses, pero hubo épocas en que lo hacíamos todos los días y hasta
más.
No obstante, cuando contestó me saludó con el júbilo de
siempre y por un momento la conversación fue divertida. Entonces me soltó la
noticia como quien cuenta una confidencia, de repente, en voz baja y todo: “Se
murió Rodrigo”. Con ella siempre me toca inferir la melancolía que late en un
segundo nivel del palimpsesto de su voz. Insisto por tercera vez en el
calificativo que he usado para describir su virtud principal: Teresa es una
persona serena. Con la misma voz de hoy, desgarrándose por dentro pero no
permitiéndose desbordamientos, hace veinticinco años me comunicó la muerte de
su hijo menor, quizá la persona que más le dolió y con la que vivió las
peripecias más dramáticas de su existencia: “Mataron a Edy”. Eran los tiempos
en que la vida nos había hecho confluir en un grupo scout al que yo llegué por
un gigantesco error de criterio (nada se me parece menos que el escultismo) y
ella buscando una vía de escape a las dificultades que la ruptura en proceso de
su primer matrimonio con Rodrigo les acarreaba a los hijos. Muchos fueron los
ríos por los que anduvimos de noche, muchas las carpas que se nos inundaron y
muchas las fogatas en las que creímos formar parte de una hermandad mundial.
Entre tanto, Rodrigo se alejaba más de ella y de los niños, los abandonaba más,
a la vez que se fortalecían en el espíritu de Teresa la voluntad de
emancipación y la necesidad de alzarse contra todas las cosas que la habían
obligado a ser. La vi sufrir y gozar, algo la ayudé, mucho la abandoné también.
Llegamos a ser, creo, amigos; la parte fundamental de nuestra amistad sigue
activa. Escuché las emociones con que el amor la engalanaba veinte años tarde,
pero también las decepciones. La vi emocionarse con requiebros de adolescencia
a los cuarenta y tantos años, la vi pelear tarde contra la tiranía de su madre,
pero también la vi cuidarla, la vi ser abandonada y me enteré de cómo el hambre
la rondaba a veces al lado de ese niño que ya se mostraba deseoso de
morir.
Rodrigo se había ido, supongo que, desde su óptica, con
razones para retirar cualquier apoyo. Los hijos se desestabilizaron, el niño se
hizo matar, el mayor dio tumbos por el país. Sus amores se fueron, su madre
murió, su padre murió. Además eran los años en que la ciudad no era un buen
lugar para estar y ella acabó yéndose a empezar de nuevo en otro sitio. Si no
se derrumbó, fue porque su espíritu no tenía grietas para que lo colonizara la
derrota. Persistía en él una paz que provenía de su verdadera vocación.
Teresa se fue al convento a una edad y en una época en que la
gente aún era inocente. Entre las monjas pasó sus años de gloria y nunca dudó
de su vocación (aún la tiene). A pesar de ello, su madre o su padre –no
recuerdo– la obligó a retirarse antes de profesar y casi que a casarse con Rodrigo.
Llegó al lecho matrimonial sin comprender cómo funcionaban las cosas allí, y
él, a veces con paciencia, a veces con brusquedad, le fue explicando los
mecanismos del mundo y de los cuerpos. Creció a su lado. Se fueron a Bogotá,
nacieron los hijos, trabajaron. Hubo épocas felices. En su periodo más estable,
los dos trabajaron durante una buena cantidad de años en un taller cuyo patrón
los quería como un padre. Sin embargo, cuando tantos años después emprendieron
los trámites de la jubilación, la empresa de pensiones les reveló que el patrón
bienamado no había pagado ni un solo mes de sus aportes.
Al regresar la familia a Medellín, ella había descubierto una
arista nueva de su carácter: no le gustaba ser sometida y estaba capacitada
para el amor. Este descubrimiento desencadenó las tormentas que la azotaban por
la época en que nos conocimos. Yo siempre le dije, en parte por molestarla y en
parte por intuición, que al final iba a quedar con Rodrigo. Ella sonreía y
replicaba que su anhelo final era volver al convento. Acabé teniendo la razón:
hace veinte años viajé a la ciudad a donde él y el hijo la siguieron y de la
que nunca se marcharon, y asistí a su segunda boda. No tenían el amor, pero sí
la experiencia. Aprendieron a acompañarse en el envejecimiento. Este año iban a
cumplir cuarenta y nueve de trajinar por el mundo teniendo noticias uno del
otro: “de aguantármela”, bromeaba él; “de aguantármelo yo a usté”, bromeaba
ella. Jamás se trataron de tú ni de vos; todo entre ellos fue un permanente
usted. Me contó casi con ternura que estuvieron a punto de ajustar las bodas de
oro. Creo que ya es tarde para el convento, pero Teresa ha hecho tantas cosas
inesperadas que quién sabe a dónde será capaz de llegar con caminador y todo.
Rodrigo le había indicado dónde guardaba un dinero para que
llegado el momento le hiciera el favor de llevar sus cenizas al cementerio de
Nariño, el pueblo del que era oriundo. Esto no podrá ser, al menos no durante
un buen tiempo, pues los viajes intermunicipales siguen prohibidos y cuando se
levante la prohibición el virus seguirá estando por ahí, en las palabras, en
las sonrisas, en el aire proveniente de las personas con las que uno podría
cruzarse. Ahora Teresa espera que sea miércoles. Para ese día había tramitado
con el párroco una misa en el terreno descampado donde los buses del barrio dan
la vuelta para emprender la ruta. No sé con qué permiso hará el cura esa celebración,
pues la cuarentena sigue y no están permitidas las reuniones. Una vecina lo
informó sobre el súbito fallecimiento del esposo de Teresa y le pidió que
reorientaran el objetivo de la eucaristía: que esta se oficiara por el eterno
descanso del alma de Rodrigo. El sacerdote accedió. Teresa está contenta
porque, a fin de cuentas, él no se quedará sin misa. Hace tiempo dejé de
participar en la religión, pero me parece que esta alegría de Teresa es la
prueba de una solidaridad que está muy emparentada con las maneras más nobles
del amor.
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