Juan Camilo Betancur Echeverry nació para las letras. Lo supe
desde cuando lo oí hablar por primera vez, en alguna clase de literatura o de
géneros periodísticos. En aquella primera ocasión creí, también, que este hombrecito
proveniente de las montañas y el café estaba tocado por algún hechizo de luna.
En aquellos días de nuestra prehistoria me figuré que él caminaba por una
cuerda floja; que, sin duda, caería al vacío y que dependiendo del lado por el
cual cayera estaría destinado a la literatura o al delirio. Las letras lo
esperaban en cualquiera de los dos casos; las palabras lo esperaban, y también
una que otra verdad.
Durante más de una década lo he visto crecer, a veces
acercándose y a veces diluyéndose, y he llegado a comprender que sus deliquios
eran en realidad una manera segura de avanzar por la cuerda de su destino
escogiendo a conciencia el lado de la caída. Cuando seguí de lejos sus viajes a
lo profundo del continente y a lo profundo de su conciencia, comprendí que se
estaba preparando con todos los riesgos: el destino no le sería impuesto por
los hados. Juan Camilo había decidido que, en vez de caer, se aventaría. No lo
esperaba en el abismo una red protectora. El abismo estaba configurado como una
masa de letras y palabras y él navegaría en ellas con la propiedad de quien
nació para la literatura.
“Escuché el viento como un rumor eléctrico, como si la luz
fuera aire y acariciara mi rostro”, dice ahora, desde la frase final del sexto
capítulo de La sociedad de los muchachos
invisibles, Florentino, el narrador al que cualquier lector puede verse
tentado a identificar con el autor. Esta es su primera novela. No la primera
que bulle en su espíritu, pero sí la primera que se concreta en el acto de
llevarla hasta la publicación. Siguiendo una larga tradición que puede
rastrearse hasta la novela de formación alemana de comienzos del siglo XIX, el
relato nos sumerge en los años cruciales en que el personaje principal y sus
compañeros de generación afrontan el paso de la niñez a la adolescencia, de los
amores filiales a los tortuosos y de la vida inocente al enfrentamiento con un
mundo vasto y basto. No uso al azar el verbo sumergir, pues eso es lo que hacemos al adentrarnos en estas
páginas: nos sumergimos en el espíritu sabio y un poco atormentado, docto y un
poco díscolo, de un hombre que rememora los años inmensos en que el mundo dejó
de ser para él y empezó a ser de él.
En los verbos que los signan pueden diferenciarse el autor y
su narrador. Mientras este nos sumerge
en su visión del destino, aquel se aventará
un día a la conquista del suyo. Sigo sin saber por cuál lado optará este
escritor cuando decida no seguir andando por la cuerda floja de su destino,
pero tengo la sensación de que no importa mucho; a fin de cuentas, en la
literatura o en el delirio, creo que Juan Camilo va a seguir contando
historias. Y que valdrá la pena saber de ellas.
(Presentación completa de contraportada del libro de Camilo)
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