A esta hora de la noche, mientras escribo, Medellín se
extiende por todos los ángulos de la ventana como una criatura tranquila y
luminosa. Unos pocos sonidos llegan a mí: los gritos de unos muchachos que
juegan fútbol –sí, a esta hora de la noche y en esta fecha; sobre todo, en esta
fecha–; algún carro a lo lejos; el reloj de pared, cuyas manecillas al recorrer
el tiempo no hacen tic tac sino una especie de lamentación; algún taco que
estalla porque hay quienes celebran en los barrios; y las teclas en el
computador; y las notas de Zbigniew Preisner que me arrullan las ideas; y algún
quejido del amado que sueña en la habitación; y mis pensamientos entre
indignados, asustados y tristes; y…
Es la madrugada posterior a la jornada en que casi seis
millones y medio de colombianos, azuzados por la mentira y el miedo, nos
impusieron a los demás la negación de la paz con la guerrilla de las Farc. Miro
desde mi estudio y me doy cuenta de que por primera vez en toda mi vida no
logro querer a esta ciudad. Medellín y Antioquia fueron determinantes en la
derrota de la paz.
Hago un recorrido por la prensa de varios países. Ojeo
periódicos de Medellín, Bogotá, Madrid, Santiago, Lima, Guayaquil y París. En
todos ellos priman las notas informativas y de análisis sobre la trascendental
fecha del 2 de octubre, día del plebiscito mediante el que se esperaba
refrendar los acuerdos alcanzados luego de 52 años de conflicto. ¿Algún relato
de corte literario sobre la expectativa con que los ciudadanos fuimos a votar?
No. Ninguno. ¿Es de lamentar esta situación?
En diciembre de 2007, en la revista El Malpensante, aparecían estas palabras de Leila Guerriero –ella–:
“…La escritura creativa no debería ser excepción en el oficio sino parte de
él”. Con ellas, la argentina a quien todos los periodistas latinoamericanos
quieren parecerse avalaba su propuesta de que el periodismo debería mantenerse
firme en su intención de narrar historias. Decía también:
Yo no creo en las crónicas interesadas en el qué pero
desentendidas del cómo. No creo en las crónicas cuyo lenguaje no
abreve en la poesía, en el cine, en la música, en las novelas. En el cómic y en
sor Juana Inés de la Cruz. En Cheever y en Quevedo, en David Lynch y en Won Kar
Wai, en Koudelka y en Cartier-Bresson. No creo que valga la pena escribirlas,
no creo que valga la pena leerlas y no creo que valga la pena publicarlas.
Porque no creo en crónicas que no tengan fe en lo que son: una forma del arte.
(“¿Dónde estaba yo cuando escribí esto?”)
De las muchas formas que el
periodismo puede adoptar para dar cuenta constantemente de la realidad, la
narración de corte literario en general, y el género de la crónica en específico,
puede considerarse auténtica literatura. Cuando está bien logrado, por
supuesto. No estoy diciendo nada nuevo ni algo que ningún conocedor del oficio
haya de refutar, lo sé. Tampoco es nuevo decir que el periodismo narrativo
tiene una larga tradición en nuestro país. Y decir nuestro país es referirnos a
ese gran país nuestro que está por encima de las fronteras y se extiende por
toda la geografía de la lengua, pues la historia es en esencia la misma:
nuestros periódicos primero coquetearon con la literatura que con la
información, y cuando en el siglo XIX adoptaron de lleno la tarea de informar
se convirtieron en fervientes cultores de la crónica, ese género que siglo y
medio después sigue siendo nuestra insignia.
El siglo XX presenció el
surgimiento de varias escuelas notables en el periodismo del mundo. La más
celebrada fue el llamado Nuevo Periodismo estadounidense. Dos cosas, sobre
todo, proponía –sigue proponiendo– esta escuela: ocuparse de las
culturas de base en las que se sustentan los grandes centros de poder y contar
la realidad con absoluto rigor en los datos y con virtud en el uso de las
palabras. Derivado suyo, o muy cercano, o incluso él mismo pero con otro
nombre, es el Periodismo Literario. Muchos han sido sus cultores y maestros,
desde el ostentoso Truman Capote (uno de mis héroes, pero también, al parecer,
un periodista literario con tendencia a dejarse tentar por la ficción en
relatos que presumen de completa fidelidad a los hechos) hasta el elegante Gay
Talese.
El Nuevo Periodismo es considerado, con sobrados méritos, la
corriente periodística más notable del XX. Sin embargo, su novedad puede
cuestionarse por hechos como que a comienzos de ese siglo ya estaban haciendo
obra en aquel país periodistas de la talla de John Reed. En la geografía
diversa de la lengua española se observa con gran –y merecida– admiración este
fenómeno, pero dicha admiración tiende a hacernos olvidar que mucho antes del
Nuevo Periodismo ya se cultivaba en nuestro ámbito un periodismo de gran valía
literaria. Cito dos nombres de la segunda mitad del siglo XIX. El primero, el
cubano José Martí. El segundo está mucho más cerca de nosotros, nada menos que
en esta ciudad de Medellín que hoy rechaza los acuerdos de paz: ya en 1874, el periodista
y jurista local Francisco de Paula Muñoz publicaba El crimen de Aguacatal. No existía en esa época el reportaje como
género, pero como tal puede considerarse el relato novelado del crimen de una
familia en lo que ahora es el centro comercial Santa Fe y entonces eran unos andurriales
en el camino que de Medellín conducía a Envigado. Más llamativo aun, el trabajo
de Muñoz bien podría considerarse un antecedente de la magnífica novela de no
ficción A sangre fría de Truman
Capote, de no ser porque es del todo improbable que tal autor hubiera conocido el
trabajo del antioqueño.
Esto, pues, para indicar que ni
el Nuevo Periodismo fue de veras el creador del periodismo literario ni la
narración en el periodismo es un fenómeno nuevo. La escritura está en la base
del oficio y la pasión por narrar historias con gran sentido estético ha estado
presente desde siempre en la sangre de los periodistas que escriben. No en
vano, muchos de los maestros máximos de la literatura mundial (iba a decir que
latinoamericana) se han iniciado en los periódicos y han cultivado la palabra
en los campos fértiles de la ficción y de la no ficción. Periodismo y
literatura han convivido durante siglos, influyéndose uno a otra,
alimentándose, creciendo juntos.
¿Se mantiene esta relación? Un
repaso a las ediciones digitales de algunos periódicos latinoamericanos en la
madrugada posterior al descalabro de la paz en Colombia podría llevarnos a la
conclusión de que los periodistas han perdido la fascinación de las palabras.
La misma conclusión podría aventurarse si el rango de observación fuera más
amplio. Lo cierto es que desde cuando llegó la internet, dos décadas atrás, las
cosas han cambiado y los mejores cultores del oficio se han dado por enterados
de que ahora no basta con escribir bonito. Este es un paso, sí, y muy
importante, pero no el único. Los periodistas han tenido que aprender a
vérselas con la transversalidad del mensaje que recorre las páginas del
periódico a la vez que llega a los usuarios de cualquier parte del mundo a lomo
de pantallas omnipresentes. Para decirlo con sencillez: han tenido que
descubrir que el periodismo no es igual en el medio impreso que en el digital.
Tiene los mismos principios, sí, pero las herramientas son diferentes. La
palabra escrita es diferente cuando migra del papel a la pantalla.
Veinte años después, lo anterior
apenas está siendo comprendido por la mayoría de periodistas, atados hasta
ahora a las leyes del universo escrito. Mientras tanto, una revisión de los
periódicos del día posterior a la fecha infausta demuestra que el camino de ida
parece más bien el de venida. Quiero decir: más que aprender a escribir para
los dispositivos digitales, los periodistas están tratando de aprender a
escribir para los medios impresos teniendo como punto de partida el periodismo
que se hace en el mundo digital. La gran paradoja es que en este último la
tendencia dominante es la que ya hace muchos años dejó de mandar en el
periodismo impreso: una escritura pobre y poco rigurosa en la consecución y
exposición de datos. La vieja pirámide invertida está de regreso, pero sin sus
virtudes.
¿A dónde se han ido, entonces,
los narradores? Siguen existiendo, claro. Se los puede encontrar en algunas
ediciones de domingo. Se los puede buscar, sobre todo, en algunas revistas que
nadie lee pero que no se mueren, y en uno que otro libro. Bien se puede decir
que Leila Guerriero y los suyos siguen haciendo periodismo del bueno, y si bien
los periódicos impresos poco viajan hasta nosotros, las noticias son
alentadoras: basta con digitar unas cuantas palabras en cualquier buscador. El
periodismo narrativo vive en la web.
La revista creada por mis colegas y exalumnos Eisen Hawer López, Daniel Santa y Jorge Mario Carrera ya está en mi biblioteca. Para esta nueva publicación fue escrito el presente artículo.
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