La última vez que un estudiante de periodismo me produjo
asombro fue en algún momento del año 2015, cuando la autora de este libro entró
en la recta final de la escritura de su trabajo de grado. Desde la primera
página del primer borrador del volumen que entonces se titulaba Tras rejas extranjeras, supe que, no más
ponerlo a consideración de un par de editores, este trabajo iba a trascender
los anaqueles en que los esfuerzos académicos de final de carrera perecen:
cientos y cientos de discos compactos con tesis y monografías de todas las
ciencias se alinean en las secciones correspondientes de las bibliotecas
universitarias. Allí se los tragan el polvo y el olvido; muy pocos de ellos son
consultados una que otra vez a lo largo de las décadas.
No me produjo asombro la calidad de las narraciones. Desde
que Estefanía pasó por alguno de mis cursos, descubrí en ella a uno de esos
periodistas en formación que cada cierta cantidad de semestres me devuelve la
esperanza de que lo mejor del oficio sobrevivirá a la triste languidez de las
redacciones actuales. Lo que me asombró fue la velocidad con que podía producir
magníficos relatos. Conversábamos, se encerraba uno o dos días y luego, desde
algún lugar del ciberespacio –nunca tuve certeza de que viviera en un lugar físico–,
me llegaba un correo suyo con un avance que parecía haberse perfeccionado
durante largo tiempo.
Tras muchos cafés que no fueron y debieron remplazarse por el
chat y el intercambio de textos, he descubierto dos de las claves de esta niña
–veintitrés años, no más, en el momento de publicación de su primer libro–. Una
es que es una trabajadora tenaz y está dotada de virtudes, fundamentales en el mejor
periodismo, como la milimétrica capacidad de observación y la manía excesiva
por la pregunta. No sé si piensa en ello, pero sus entrevistas se rigen por un
estricto espíritu de orden socrático. Esto, y cierta magiecita en el trato
personal, le permite estrujar la memoria de sus personajes hasta rincones en
cuyas brumas ellos mismos se han perdido hace tiempo. Viene entonces la segunda
de sus claves: se zambulle en un tema como un minero con fiebre de oro en una
veta y con la misma obsesión busca y depura datos hasta hallar los que el
relato necesita. Es quisquillosa, observadora, minuciosa e, insisto en la importancia
de ello, trabajadora, y sabe encontrar fulgores donde en apariencia nada
brilla. Esta es la razón por la cual, al ponerse a escribir, no solo está en
capacidad de revelar detalles olvidados por los entrevistados, sino que además
es capaz de vislumbrar las endebles bases de la verdad donde narradores incautos
se fascinan con la fuerza de un verbo o la vivacidad de un tono de voz. Sé que
hay otras claves; las tienen Estefanía y un puñado de hombres y mujeres que en
estos tiempos de desencanto dan la lucha por un periodismo que verdaderamente
cuente historias.
En estos dos años, lo que era un estupendo trabajo de grado
se trascendió a sí mismo. Luego de recibirse con mención de honor de la
Universidad de Antioquia, la autora entró de lleno en el mundo del periodismo
contemporáneo, a la vez rico en ayudas tecnológicas y pobre en posibilidades de
servirle a la gente. Desempeñándose en las redacciones digitales de dos de los
más importantes diarios del país, primero El
Tiempo y ahora El Colombiano,
dedica la mayor parte de sus jornadas a hacer noticias. Desde cuando era
pequeña quería contar historias y esto fue lo que la sedujo de la profesión; y,
con todo y lo desértica que para un narrador pueda llegar a ser una redacción
digital, ha encontrado la manera de mantener el espíritu. Poco puede salir a
buscar las historias en las calles –que no deberían de haber perdido su estatus
de fuente nutricia de los reporteros–, pero esto no ha impedido que de cuando
en cuando renueve su fe en el periodismo que le sirve a la gente. El otro día,
por ejemplo, la llamó un toxicólogo del hospital San Vicente de Paúl, en
Medellín, para contarle que estaban llegando pacientes con hemorragias que parecían
tener una causa común: la Vitacerebrina, un complemento vitamínico. La nota que
Estefanía publicó en el periódico ayudó a que algunas personas se salvaran (no
sé si de la avitaminosis o de la pérdida de sangre, seguro sí de la
desinformación). La mayoría de veces, sin embargo, la experiencia no es tan
feliz y Estefanía descubre que el periodismo sirve de poco, que la gente no
mira más allá del título y lo único que parece interesarle son los asuntos
relacionados con cierto futbolista, un ciclista y los terremotos. ¿Nada más? En
realidad, si echamos un vistazo a la historia del periodismo descubriremos que
su lucha contra el desinterés del público empezó mucho antes de que las
maravillas de la tecnología nos obligaran a reducirlo todo a esa pobre mezcla
de pirámide invertida y cubrimiento en tiempo real que tanto envilece al oficio
en la actualidad.
Hace un par de décadas, cuando en los albores de la era digital
los que miraban al horizonte descubrían los nubarrones que ennegrecían el
futuro del periodismo impreso, el maestro argentino Tomás Eloy Martínez
pronunciaba ante la Sociedad Interamericana de Prensa su célebre conferencia
“Periodismo y narración: desafíos para el siglo XXI”. En ella daba cuenta del
mayor problema con que debían vérselas los periodistas de la segunda mitad del
XX: el desinterés de un público en apariencia sobreinformado, por un lado, y
por el otro la equivocada respuesta de los editores de reducir las noticias a
meros tips informativos o, en los mejores casos, a simples desarrollos de
pirámide invertida. Martínez proponía entonces una solución que en realidad ya
venía aplicándose: volver a contar historias. Poner la narración al servicio de
la noticia.
No es que los periódicos le hayan prestado especial atención
al maestro. Sumidos de lleno en esas máquinas de procesamiento de odios en que
se han convertido las redes sociales y obligados a escribir para ellas más que
para el público, los enclenques medios de nuestra época –también la radio y la
televisión– se lo apuestan todo al clic. Importa menos el viejo anhelo de
servir a la comunidad que los indicadores de navegación, porque en estos es
donde se halla la fórmula para atraer a los esquivos anunciantes. Y los usuarios
de las redes, bien lo sabemos, preferirán siempre la eterna conseja en torno a
James, la declaración fácil de Nairo y la foto de la víctima entre los
escombros, a las notas que les obliguen a mirar de frente su realidad. Sí: me
parece que evitar el escapismo es el auténtico desafío a que se enfrenta el
periodismo de este siglo.
El panorama es sombrío. La generación de periodistas de la
que forma parte Estefanía enfrenta un reto en el que la mayoría de ellos están
condenados a fracasar: el de pensar menos en los ejecutivos de ventas que en
los jefes de redacción, más en los ciudadanos urgidos de orientación que en los
usuarios cargados de rabia. No soy optimista, pero en los terabytes de noticias
deleznables que minuto a minuto lanzan los medios a las redes se encuentra una
que otra Estefanía. Y, claro, lo mejor de ellas, de ellos, no saldrá en los
periódicos.
“Yo no sé decir frases sabias, pero sé contar historias”, me
dice en medio de una conversación que he iniciado pidiéndole una frase célebre,
algo citable para ilustrar su pasión por el periodismo. Que sabe contar
historias, yo lo sabía de sobra. En su trabajo de grado me permitió conocer las
de tres hombres colombianos enfrentados a la difícil circunstancia de la
prisión, alguno de ellos con una doble condena por el mismo delito. En esos
días supe que viajó a la cárcel de Montería para entrevistarse con uno de sus
personajes. Sin embargo, cuando leí los tres relatos iniciales encontré con
cierto asombro que sus descripciones de los presidios estadounidenses en que
sus personajes habían purgado penas eran de un nivel de detalle que hacía
pensar que la periodista había viajado hasta esos lugares y en los tiempos de suceso
de las historias. Dos años de perfeccionamiento después, y con un cuarto
personaje en el libro, el recurso está aún más presente. Así:
Coleman
era un complejo de prisiones de mínima, media y máxima seguridad en el centro
de La Florida. En el 2004, las instalaciones estaban nuevas, recién inauguradas
y, salvo algunos pequeños cambios, el diseño y los materiales eran
prácticamente iguales a los de Pollock. No había canchas de tenis ni mesas de
billar como en Lompoc o Tallahassee –esos country clubs para criminales que el
Congreso de los Estados Unidos prohibió en la década de los noventas–, pero por
lo menos había una yarda, un campo de fútbol, una cancha de básquetbol y pasto
muy verde para acostarse en los días de verano a tomar un baño de sol.
Ya indiqué antes cuáles son, al menos, dos de las claves del
trabajo de Estefanía. Aquí entran en juego su rol de chica millenial y su oficio de periodista digital. En la reportería de su
libro utilizó los mejores recursos a su alcance para atravesar eras y
geografías: las preguntas a sus personajes y la navegación por las vastedades
de la web. Como debe ser, verificó todo lo que los cuatro protagonistas le
decían y descubrió que, tal vez incluso creyendo decir la verdad cada vez, sus
versiones sobre lo que les había sucedido variaban. El periodismo te enseña que
la verdad tiene muchos rostros y que estos evolucionan.
De los actuales rostros de Estefanía, yo me quedo con el que le
vi en un momento glorioso de la redacción: cuando el 26 de septiembre de 2016
visité con mis estudiantes las instalaciones del periódico y ella nos atendió, estaba
radiante porque la noticia del día era la paz. Por lo general un poco hastiada
de tener todo en contra –el tiempo, los lectores, las fuentes–, ese día irradiaba
alegría. Debió apurar la charla con sus futuros colegas porque tenía a su cargo
el portal y los lectores necesitaban que se les contara cómo en unos minutos se
firmaba el acuerdo definitivo entre el Gobierno y la guerrilla de las Farc. Estaba
feliz de ejercer su profesión y dar testimonio sobre ese momento de nuestra
historia nacional. Cada vez que flaquea mi fe en el periodismo, evoco el rostro
radiante de esta muchacha cubriendo la noticia de la paz y vuelvo a pensar con
los maestros que este es el oficio más bello del mundo. Estefanía Carvajal es
periodismo en estado puro, pero también me gusta lo que pone al final de su
perfil de presentación en las notas que publica en el diario: “Si la vida no me
hubiera arrastrado hasta el periodismo, tal vez habría sido bailarina”. Tal
vez. Por ahora, su mejor actuación es la que desarrolla en estas páginas al conocer,
investigar, confrontar, corroborar, corregir, dudar, desentrañar, narrar las
historias de cuatro hombres enfrentados a la más dura circunstancia de sus
vidas.
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