Un amigo español, que lo es porque escarbando
escarbando en el agujero más recóndito de las letras perdidas llegó a una de
mis novelas y por ella a mí, me clasificaba en el cuarto círculo de la
literatura colombiana y decía que si hubiera justicia debería estar en el
tercero. Nunca supe con claridad en qué consistía su idea de los círculos, que
se me hicieron más infernales que literarios, pero intuyo que se trata de una
especie de clasificación por niveles y, según me explicó, la ubicación en unos
o en otros no se debe únicamente a asuntos de calidad, sino que influyen
virtudes extraliterarias como el carisma y la capacidad de autopromoción. De
ambas carezco. También, supongo, he de carecer de algo de talento, pues hace
tiempo me peleé con todos los dioses de la humanidad y me temo que uno de ellos
es el que otorga la habilidad para meterse entre los recovecos de las palabras
y encontrarse con la literatura. Sin embargo, de todas mis carencias posibles
la única que deploro es la de la disciplina: con mucha más disciplina, o sea
con mucha más capacidad de autogobierno, habría escrito todas las novelas,
todos los cuentos y todos los ensayos que llevan años dándome vueltas en la
sangre.
Aquí deseo explicar una teoría que yo
mismo he elaborado, una idea muy propia de la cultura paisa de mi generación, y
es la de la postergación de las alegrías. Nací en una transición de épocas: del
ascetismo de mis ancestros, antioqueños y caldenses cuyo espíritu se hallaba
enquistado en las desventuras de la colonización, al tonto facilismo de los principitos
globalizados del cambio de siglo en Antioquia. Los primeros me inocularon la
idea de que todo lo bueno iba a ocurrir con certeza, pero en el futuro, y que
había que dedicar el presente a los sacrificios. No se percataban de un
principio elemental de la tragedia: el presente es constante y el futuro no
existe.
Mi mamá, por ejemplo, se gastó lo juventud
trabajando en condiciones que ni yo ni mucho menos los más jóvenes de la
familia habríamos soportado, y guardaba las cosas bonitas de la casa para
usarlas algún día en una ocasión propicia. Recuerdo una hermosa vajilla de
cerámica pintada a mano que le regaló uno de mis tíos en la época en que nuestros
productos más bellos no venían de la China transmutados en basura. Durante años
y años, mi mamá guardó su hermosa vajilla en una caja, debajo de una cama. Se
negaba tozudamente a sacarla incluso en ocasiones que para nosotros eran dignas
de aquellas piezas veteadas de café y crema, siempre a la espera de que
ocurriera el acontecimiento de veras memorable que justificara el estreno de la
vajilla. Pasaron los años y los lustros y llegó el tiempo de cambiarnos de
casa, de barrio y de vida.
Cuando en el empaquetado de nuestros
enseres le tocó el turno a la vajilla, descubrimos que a ella y a su caja les
había ocurrido algo similar a lo que les ocurre a los muertos y sus ataúdes,
que al cumplirse el plazo de exhumar los restos no hay sino ruinas y
lamentaciones. El provecho que no les habíamos sacado nosotros a los platos,
pocillos, tazas, cucharas, cuchillos, tenedores, saleros, azucareras y jarras,
se lo había sacado el tiempo a través de sus alfiles más despiadados: los
insectos. Una tupida manigua de telarañas y nidos de cucarachas –para mencionar
solo a los más visibles– cubría cada pieza como indicándonos que en la escala
humana los eones no duran milenios y que catorce años son suficientes para
derrumbar cualquier imperio. Apenas unos restos quedaron para el recuerdo.
Mi mamá y nosotros aprendimos la lección y
desde entonces hemos cultivado la costumbre de usar en la cotidianidad lo que
antes destinábamos a la improbable ocasión en que sucediera algo
extraordinario, una visita memorable, un matrimonio, en fin. Sin embargo, como
los infiernos no son solo aquellos en que mi amigo español clasifica a la
literatura colombiana, sino también los que cultivamos por dentro para pulir
los múltiples matices de nuestra personalidad, tengo que admitir que algunos
rasgos indeseables del ascetismo de mis ancestros perviven en mí. El más
peligroso es el de la postergación de las alegrías.
Aunque lucho contra ello y en la capa más
clara de mi conciencia hago lo posible por autorizarme el gozo inmediato de
todas las cosas, un sesgo inquebrantable de mi espíritu me sigue impidiendo,
por ejemplo, la práctica cotidiana de la escritura. Salvo los besos y abrazos
de D, nada me otorga más alegría que el acto de escribir. Temo que esta es
precisamente la razón por la cual no lo hago con toda la asiduidad con que
necesito: porque sigo siendo un muchachito paisa de mi generación que visualiza
la felicidad como una utopía que sí se realizará, pero en el futuro. Siempre en
el futuro: todo lo bueno ocurrirá cuando seamos grandes.
El gran problema de esta concepción es que
el futuro ya ha llegado muchas veces –no existe, pero el presente se permite a
sí mismo la ilusión de remplazarlo– y he alcanzado una edad en que las alegrías
del futuro ya no son las obras ni la fortuna, sino acaso la jubilación y la
muerte tranquila. Así pues, he llegado a ese punto culmen de la existencia en
que los paisas de antaño se visualizaban recogiendo los frutos de sus siembras.
O, viéndolo desde la óptica del primer ejemplo, si yo fuera mi mamá, a mi edad
ya habría tenido ocasión de usar la vajilla por lo menos cinco veces.
Imagino que todo este retruécano de
explicaciones debería compartirlo con el sicoanalista, en lugar de venir a
tratar de justificarme ante ustedes por el hecho de no afianzarme bien al menos
en el tercer círculo de mi amigo el español. A estas alturas, a ustedes y a él
tengo para decirles que se requieren diversas condiciones para ocupar un lugar
en la literatura. La primera y más importante es una dualidad: deseo y talento.
La segunda es la persistencia, hermana gemela de la disciplina. Otras son la
buena suerte, el carisma, la capacidad de autopromoción y hasta la disposición
a traicionarse uno a sí mismo… Ojalá todas, pero una afortunada combinación de
algunas de ellas bastará para descender hasta el segundo círculo y a cualquier
García Márquez (que las tenía todas en grado sumo) lo catapultará al primero. Esta
enumeración parece hecha con algo de amargura, pero lo cierto es que el de las
palabras es uno de los disfrutes máximos que nos permite la vida. Finalmente,
lo que de veras importa es escribir. En el presente. Ya. Y aunque sea para que
no me lean ni en el futuro.
(Leído
en la Feria del Libro de Pasto, mayo 31 de 2015)
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