Prólogo al libro Humo de medianoche del periodista Felipe Ramírez Valencia. Así resumo el impacto que me causó este libro: leer a Felipe hace que le den a uno ganas de ponerse a escribir.
Aquí, el capítulo "180 días de Hamilt":
Alguna de esas mañanas, cuando aún no
éramos amigos sino apenas un profesor y su alumno tocado por la literatura, le
pregunté a Felipe a qué le gustaría dedicarse. Su respuesta estuvo algo
distante de lo que yo esperaba. No habló de aventurarse en heroicas cruzadas en
busca de la verdad, como hacen los estudiantes cuando quieren responderle a uno
lo que creen que uno quiere que le respondan, y ni siquiera habló del
periodismo y sus devaneos con el romanticismo, sino que fue al grano con una
respuesta que a mí mismo me gustaría tener en la conciencia cada vez que me
pregunto por el deber ser de esta vida tan distanciada de lo que debería ser:
“A ver películas y a leer novelas”. Eso dijo, bien que lo recuerdo.
Han pasado unos pocos años y hoy la
respuesta sobre el querer hacer continúa repartida entre las películas y la
lectura, pero ahora la segunda actividad se decanta por el periodismo. “Historias que atrapen, no
importa sobre qué tema, simplemente que lo transporten a uno dentro del
universo narrado”, aclara. Estamos caminando por las calles del que hasta hace
unas horas yo creía el pueblo más feo del oriente antioqueño. Con eso de que en
las últimas décadas a estos pueblos les dio por derribar la bonita arquitectura
que tuvo en pie su forma de civilización durante dos siglos y ponerse a imitar
a Medellín, a los barrios pobres de Medellín, la región se volvió tremendamente
fea. Mero ladrillo y cemento por todo lado, poca pintura, ausencia de buen
gusto. Para ser exactos: puebluchos de paupérrima arquitectura en medio de una
naturaleza sublime. Marinilla, creía yo, era el más feo de todos ellos: una
especie de Santo Domingo Savio, el barrio insignia de la que antes fue la
Comuna Nororiental de Medellín, con sus casuchas apeñuscadas en una serie de
lomas laberínticas.
—Este pueblo es muy feo —dice Felipe
a cada rato, no sé si con humildad o con ironía, como adelantándose a mis
acusaciones sobre dicha fealdad—. Es un
asentamiento de casas y casas sin ningún orden que le muestran a uno que el
pueblo no fue pensado para ser pueblo.
—Alcalde de Marinilla no vas a ser —advierto.
—Menos mal.
Sí, menos mal. Pregunto, tratando de aclarar:
—¿Pero no
era un pueblo como bonito antes y se fue degradando en las últimas décadas?
Responde con un monólogo de conocedor que de todas formas ama el lugar:
—El centro del pueblo tuvo una
arquitectura colonial que paulatinamente ha sido reemplazada por edificios: es
buen negocio vender una casa grande y vieja para construir y vender
apartamentos a diestra y siniestra. Solo el centro tuvo arquitectura colonial; las casas que lo rodean son
hechas de cualquier manera. Y el parque se ve más feo de la cuenta porque un
árbol podrido se cayó y la alcaldía no tuvo otro remedio que acabar de tumbar… Las
administraciones, sobre todo las pasadas, solo invirtieron en obras para robarse
tajadas descaradas de dinero: si Marinilla es feo en las últimas décadas, es culpa de la corrupción
desmedida. Lo más triste es que a la gente le meten no los dedos, sino la mano
completa a la boca, y no hace nada.
A pesar de
las verdades del diálogo anterior, en realidad no es tan feo el pueblo de Felipe. Llevamos
unas horas andando las calles en busca de los personajes del libro o de que al
menos la noche avance y he comprobado mi impresión de que la arquitectura que
lo hacía más o menos bonito ha sido arrasada, pero también es cierto que se ve
limpio, el clima es de un frío muy agradable y más allá del centro encuentra
uno calles y barrios en los que no vendría mal acomodarse por un tiempo.
Vengo pensando en los personajes de Felipe y en el pueblo por
el que estamos caminando y en la época que habitamos. Pienso en que Marinilla
fue durante buena parte de los siglos XIX y XX uno de los bastiones de la
colonización antioqueña del occidente del país. Hordas de campesinos desposeídos
y de señorones que habían heredado de la guerra de independencia y de los
conflictos civiles del primer momento de la República latifundios del tamaño de
países europeos, emprendieron con sus familias la conquista y dominación de las
montañas selváticas que hoy son los departamentos de Antioquia, Caldas,
Risaralda, Quindío, Chocó, Tolima y Valle del Cauca. Algo de épica y poesía
hubo en ese proceso y en él se agotó lo poco de glorioso que hay en la
conformación de nuestra cultura. Felipe y yo, y la gente que marcha a nuestro
alrededor esta noche, somos los bisnietos y tataranietos de aquellos héroes. Lo
son, también, los muchachos que habitan el libro.
¿Quiénes son ellos?
Vamos por la peatonal, una vía larga en cuyas últimas
cuadras una hilera de bonitas lámparas ilumina bien el ambiente. Esas lámparas
son, digamos, el toque chic de Marinilla; me encantan. Al final, el espacio
minúsculo que los lugareños denominan el TAL y que el alcalde, cualquier
alcalde —todos son el
mismo: ineficiente, ladrón, ostentoso de sus obras pírricas e inconclusas—
anunció en su momento como el Teatro al Aire Libre. No hay teatro. De lo que en
algún plan de desarrollo ha de figurar como un esperado punto de encuentro de
las artes y los artistas, lo único que existe es una serie de gradas de
cemento, más o menos dispuestas en un semicírculo en cuyo punto focal debería
de haber, pero no habrá nunca, una concha acústica. Digamos, es de hecho una
plazoleta llena de concreto que habría podido constituir una solución a la
falta de espacios culturales del municipio. Lo que se solucionó fue la falta de
un punto de encuentro para los más jovencitos, quienes de vez en cuando
organizan allí presentaciones de break
dance pero más que todo lo usan para eso: congregarse, charlar, quizá poner
en práctica sus primeros arrestos de rebeldía.
Centenares de muchachitos de todos
los sexos se concentran aquí. Pensaría uno que en cualquier momento aparecerá
una profesora regañona, megáfono en mano, y los pondrá a izar la bandera. Hasta
Felipe, que apenas tiene veintitrés años —igual que el personaje que se llama
como él en el libro—, luce de pronto demasiado viejo.
—Pubertos emborrachándose —describe—.
Y otros trabándose.
Estamos buscando dos cosas. La primera, los
personajes del libro, pero yo en el fondo no quiero encontrarlos. Ya que para
efectos de la gran narración provengo de la literatura, prefiero concebirlos
así, como los narra el magnífico cronista que tengo al lado, hermosos,
interesantes, tan jóvenes, que enfrentarme a los sujetos abocados al desencanto
que seguramente serán en la vida real. Sea cual sea la realidad, sea lo que
sea, está mejor contada en los libros que en el mundo concreto, y no me cabe
duda de que Manuel, Gabriel, Daniel, Hamilt, Álex y Pipe habrán de gustarme
mucho más en el relato que de ellos hace Felipe que sus correspondientes del
mundo… ¿real? Bueno, ¿no es real la vida de los personajes a los que narra un periodista?
¿No es real la vida de unos sujetos que se pasan los días y los meses
desvaneciéndose en volutas de humo?
Esto cuenta el libro:
Seis muchachos deambulan por las noches de
un pueblo ubicado en las altiplanicies de los Andes colombianos. Si los miráramos
desde afuera pensaríamos que no tienen presente y dudaríamos de sus
posibilidades para el futuro; acaso los consideraríamos unas sombras que
expelen humo y los dejaríamos ir de nuestra memoria.
El narrador de Humo de
medianoche nos los devela como lo que son: jóvenes de intenso presente y
vibrante futuro, unos que por ahora tienen el destino enredado en la marihuana,
pero que por lo mismo gozan de una existencia plena de imágenes, pensamientos,
sensaciones. Ideas. Con los cinco sentidos de un periodista que además es
escritor, Felipe Ramírez Valencia les insufla vida a las sombras y las
convierte para nosotros en personajes.
No usa una
prosa potente. La suya es, en cambio, una prosa bella, puesta al servicio de la
verdad; en ello estriba su fuerza. Es, como indica el deber ser del periodismo,
una escritura sólidamente fundamentada en lo que Norman Sims, teórico del
periodismo literario estadounidense, denomina la inmersión. Felipe estuvo ahí. Conoció a sus personajes,
compartió sus sueños y desesperanzas, cultivó por ellos un auténtico afecto;
con respeto, amor, rigor, logró estar como si no estuviera, tomó nota de sus
vivencias, con sapiencia trasladó la esencia de esos muchachos al universo de
la palabra escrita.
—¿No me va a hacer preguntas? —me pregunta, igual que a él uno de sus
personajes en una de las crónicas. El propósito de la visita era asomarme al
mundo de Felipe, el autor de esta serie de relatos que he leído con tanta
emoción desde los borradores iniciales. Quería conocer in situ sus ideas sobre
el periodismo, la literatura, el pueblo, las fuentes, los personajes, la gente.
Quería también convertirme en un testigo
presencial del lugar que sirve de escenario a esas seis historias y corroborar
o derribar mis prejuicios. Muchas pinceladas traza el narrador de Humo de medianoche para describir los
múltiples rostros de Marinilla. Tengo a la mano esta que me fascina por su
sencillez y contundencia, del día 72 de Hamilt (el relato que más me gusta, lo
confieso): “Olor de ciudad. De ciudad
no, más bien de pueblo. Huele a nubes, a polvo húmedo, a calles mojadas con
historia confusa”.
—La música, la literatura y el
cine son las tres artes que más me apasionan —comenta Felipe, y el que
lea este libro entenderá la contundencia de sus gustos.
Lo segundo que buscamos por todo el pueblo
es una revueltería que esté abierta a estas horas. Y preciso la encontramos en
el marco de casas del TAL, al fondo, detrás de donde estaría la concha acústica
si este lugar hubiera sido un teatro al aire libre. Él nos ha contado, a mí, a
la escritora y a la fotógrafa que nos acompañan, que alguno de ellos le enseñó
a armar una pipa con la punta de una zanahoria para desvararse cuando no
tuviera a mano los adminículos necesarios. Trae, por supuesto, algunas briznas
de ganjah que le obsequió otro de sus personajes, el que la cultiva en el solar
de su casa: no podríamos abandonar la noche sin mínimamente alzar el vuelo.
El anfitrión consigue en la tienda una
zanahoria grande, gorda, erecta y apetitosa como para Bugs Bunny, y el
revueltero le presta además un cuchillo. Atraviesa el mar de muchachitos y
viene a nosotros. Con destreza corta la punta y moldea la pipa. Cada uno
enciende su poquito, aspira, enciende, aspira, se quema, se eleva, y cuando en
pocos segundos mi mente se desdobla descubro que algunos de los pubertos no
hablan con sus amigos, no ven a nadie, tienen los ojos puestos en su mundo
interior. Me doy cuenta de que para muchas personas la marihuana es como el
muro de la isla prisión que relata Bioy Casares en esa novela, Plan de evasión. Los reclusos pasan la
vida como hipnotizados mirando el muro y el narrador poco a poco va
descubriendo que en las manchas existe un patrón de imágenes que los llevan en
mente, ya que no en cuerpo, a los paisajes más hermosos de la Tierra. Los
prisioneros se niegan a dejar la prisión. Igual que los marihuanos, pienso de
pronto. Para muchos, la yerba funciona como un perfecto plan de evasión.
Tiene que ocurrir, desde luego: acabamos
comiéndonos la zanahoria. Soy uno de los reclusos de Bioy Casares y mi viaje es
interior. Despedazo la zanahoria con mis dientes y noto cómo se hace una masa
de piedrecitas jugosas y dulzonas en mi boca. Rumio durante largo rato,
maravillado con los sabores, y luego trago. Siento los fragmentos despeñarse
esófago abajo hasta el abismo profundo de mi estómago, los siento desaparecer
en las insondables simas de mi entraña. Casi soy capaz de percibir cómo allí se
descomponen en sus elementos esenciales, las vitaminas y todo eso, y soy feliz.
Tal cosa, creo, es la come-trapo (munchis, en el idioma tosco de los bogotanos):
no un hambre desmesurada que despiertan los componentes secretos de la cannabis,
sino el ansia de probar las sensaciones que pueden percibirse con los sentidos
activados en los recodos más ocultos del organismo. El vuelo es un enloquecido
viaje por el adentro y el afuera del cuerpo, en el que los sentidos se alternan
para mostrarnos diversas facetas del universo más bien desconocidas por la
cotidianidad. Cuando además participa la mente, el viaje se hace entre las
dimensiones. A veces se involucra también el espíritu y es ese uno de los
escasos momentos en que a los humanos les es dado avizorar cómo trabajan los
dioses. En esto, la marihuana se parece a otros regalos del reino vegetal, si
bien le falta la majestad, digamos, del yagé.
De todo
esto, y de la vida íntima de su generación, habla Felipe en su libro. Cuando me
presentó los primeros borradores de lo que entonces era su proyecto de grado,
supe que me hallaba ante un trabajo importante. Un cronista de los grandes
nacía delante de mí.
—Lo único que te pido —le
dije con la misma emoción que siento ahora— es que me permitás el honor de
escribir el prólogo.
Dos años o más han pasado. Felipe se
graduó con mención de honor, siguió cultivando la amistad de sus personajes,
hizo más inmersión en sus historias, obtuvo el premio de la Gobernación,
corrigió la primera parte y escribió la segunda. Generoso, mantuvo la promesa
de permitirme escribir este prólogo. Lo llamé para que me diera unos datos y me
mostrara el pueblo.
—En todo caso —dijo hace unos
segundos—, no me haga ver como un ogro, que en últimas yo soy uno de esos
pubertos.
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