La cosa llegó a nosotros un 31 de octubre,
el del año en que todo se iba a acabar. Llovía y criaturas diversas recorrían
las calles. Mamá vino a casa cargando entre las manos y el pecho la más pequeña
y peluda de esas criaturas, tocada su alma por una conmoción que se le
reflejaba en los ojos: alguien la había arrojado de un carro. Un pirata y un
hombre araña la recogieron, pero no podían conservarla. Tampoco mamá podía,
pues ya teníamos otras dos. ¿Pero cómo dejarla en la calle y en la noche, y con
esa lluvia?, se preguntó, me preguntó. Era imposible resistir la razón de esa
mirada; aun así, traté de endurecerme. Me la entregó. Y, bueno, cualquier coraza
se ablanda cuando uno carga un gato recién nacido. “Pero no podemos quedarnos
con ella”, advertí. “Aquellos no lo admitirán”.
Aquellos se aproximaron, gruñeron. No les
importaron nuestras razones. La cosa lloriqueaba, se movía como criatura vacilante
por la sala, y nosotros estábamos condolidos por el mes y medio de vida y dolor
que le calculamos. Mamá preguntó de qué género sería. La examiné y la única
certeza me la dieron sus mimos: “Es una niña”, dictaminé. De todas formas desde
el comienzo ambos habíamos decidido que lo era. Concluí: “Va a ser más difícil
conseguirle hogar”. Mamá la llevó a su habitación y me tendió una trampa
infalible. “¿Qué nombre le ponemos?”, preguntó. Intenté resistir: “Que le ponga
nombre quien la reciba”. Mamá no se rindió: “Lorenza”, propuso. Así se llamaba
la lora que le regaló la abuela cuando se casó con mi papá y que vivió con
nosotros hasta cuando mi hermano y yo empezamos a tener noción de la
existencia. Caí en la trampa. Observé: “Tiene que ser un nombre que esté en El amor en los tiempos del cólera”. Aquellos
se llamaban Fermina y Florentino, y un hermanito suyo que vivió con nosotros
por unos días y que le regalamos a una amiga mía se llamó Juvenal. Ensayamos
varios nombres, pero ninguno nos convenció, pues aparte de Fermina Daza ninguna
mujer de la novela se llamaba como una gata. Entonces mamá se atrevió a salirse
del tema y, en un rapto de inspiración, propuso un nombre más ligado a nuestra
vida: “Lucrecia”. Así la llamaba a ella mi papá y de todas las personas del
mundo yo soy la única que siempre ha tenido presente dicho apodo. Así la tengo
identificada en mi celular y con ese nombre figura un personaje que se le
parece en mi libro de cuentos Medellinenses.
No se puede tener un gato bebé en la casa
y no enamorarse de él. Aun así, durante los días y semanas siguientes se habló
con insistencia de buscarle hogar a Lucre. Al principio, Fermina y Florentino
refunfuñaron, trataron de excluirla y adelantaron algunos rasgos de su futura
faceta como viejos enojadizos. A ella no le importó. Se metía entre ellos,
encima de ellos, debajo de ellos, hasta que llegó la tarde en que los tres
hicieron juntos la siesta en torno a mi computador mientras yo trabajaba.
Después Fermina la lamió y por ese gesto nos enteramos de que todos éramos una
manada. Pese a esto, seguíamos buscando el nuevo hogar y anunciando la
existencia de la hermosa Lucrecia entre amigos y familiares. D, que todo lo
hace bien, averiguó el dato de una tienda de mascotas donde la recibirían para
entregarla en adopción, siempre y cuando no tuviera más de tres meses.
Acordamos llevarla un domingo en que mamá estaría de viaje, cuando calculábamos
que alcanzaría el límite de edad. Ese fin de semana no estuve tranquilo. El
domingo me inventé un malestar que me impedía hacer el trayecto hasta la tienda
de mascotas. Después conseguimos que la recibiera para su finca la suegra de mi
prima Charlene y después de ello la mandamos unas semanas para donde la abuela,
y después decidimos regalársela a la compañera de apartamento de M, pero cada
vez que alguien se iba entusiasmando con ella a nosotros nos podía la desazón y
con nosotros se quedaba Lucrecia. Y vino el último después. Cuando decidí
casarme con D, acordé con mamá que nos llevaríamos a Lucre. Fermina y
Florentino eran mis consentidos (amo a esos gatos como se aman las cosas bellas
del mundo), pero nacieron en el edificio y desde que tenían menos de dos meses
viven en el apartamento, de manera que sacarlos de allí es un drama de
proporciones shakespearianas. Lucrecia, en cambio, por haber sido lanzada desde
un carro en movimiento sabe lo importante que es adaptarse a cualquier
ambiente.
Desde el comienzo se convirtió en nuestra
compañera. Digamos que en una bastante fiel, aunque bien sabido es que la
fidelidad gatuna se rige por la conveniencia. En un libro leí que, en el
tumultuoso camino de la evolución, su especie entrenó a la nuestra para que
aprendiéramos a servirle; a cambio nos suministra sus mohínes y desprecios en
proporciones magistralmente calculadas. ¿A quién le importa? En lo que a mí
respecta, sus siestas al lado del computador mientras escribo son suficientes
para dejarme seducir y estar dispuesto a brindarle cobijo y alimento hasta que
su vida de gata –solo tiene una– se apague o se apague la mía de hombre. Tampoco
me aterra la criatura salvaje y ruin en que se transforma cuando vamos a la
finca y se da a la caza de pichones y lindos insectos. He evolucionado para disfrutar
el que me manipulen seres como Lucrecia y para pensar que esta me habla cuando
utiliza alguno de sus muchos tonos de maullido al encontrarme en su camino, y
para partirme de emoción cuando se acuesta en nuestro rincón como sintiéndose
protegida. Ella es en realidad una fiera sin bondad ni maldad que se ha
adaptado a vivir entre nosotros y a quien no le haremos ninguna falta cuando
nos extingamos y pueda iniciar la carrera evolutiva hacia nuestro remplazo.
Hablo, desde luego, en forma metafórica, condensando en Lucrecia el destino de
su especie, pues lo cierto es que nuestra gata no vivirá más de tres lustros ni
dejará descendencia que dentro de unos millones de años sustituya a la nuestra
en los puestos de honor de la cadena alimenticia: cuando sobreviví al infierno
de su primer calor, procedí a hacerle mutilar sus ansias de reproducción.
Poco después de instalarnos en el nuevo
apartamento, una actitud suya me generó la ilusión de que tenía una relación
especial con la ciudad. En las mañanas, cuando levanto la persiana del estudio,
Lucre salta a mi escritorio y se ubica en la esquina que está más próxima a la
ventana. Mira hacia afuera. Al fondo, en la estrecha planicie del valle y trepando
por las ásperas montañas, se encuentra la urbe a la que ella y nosotros hemos
venido a dar en nuestro instante de la eternidad. Lucre mira afuera. Yo la miro
a ella y luego a la ciudad, y sé que ambos vemos universos diferentes. D ha
descubierto que en esos ratos de contemplación nuestra gata desarrolla una
interesante diversidad de sonidos. Afuera, la ciudad. En el ámbito más cercano
las personas de nuestro barrio, las palomas, las tórtolas. Adentro, deseando
lanzárseles en emboscada, la gata. Sus ancestros hablan a través de ella y dan
cuenta de incontables jornadas de cacería en las estepas del mundo. Lucre
regresa a sus otros rincones del apartamento, en muchos de los cuales nos hace
el favor de coincidir con nosotros –a veces se digna mordernos con dolorosa
gentileza para recordarnos que es la líder de nuestra manada–, y todavía en la
noche se da un paseo de vez en cuando por la esquina de la ventana. Sé que elucubra
ideas y es consciente de que la observo. Jamás le importará el hecho de que en
su primera noche con nosotros me di a la tarea de escudriñar en las páginas de
aquella novela, hasta descubrir que no nos habíamos salido del tema. Hay una
Lucrecia en la historia de amor de Fermina Daza y Florentino Ariza: Lucrecia
del Real del Obispo, de paso fugaz pero fundamental por la parte final de la
narración.
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