Han caminado mucho, más para sus
parámetros que para los tuyos. Encuentro en Pies Descalzos, paso por Parques
del Río –a esta hora, por la lluvia y el frío, solitario; pero ya vendrá la
noche con sus luces y sus muchedumbres–, vuelta por Conquistadores, parada en
Unicentro, circuito alrededor del campus de la U.P.B. “Estoy cansado, güevón”,
se queja, pero seguís. Te sigue. La ciudad a esta hora, en este día y con este
frío, es un sitio amable para deambular. Dan ganas de no detenerse, ir por ahí.
Árboles, muchos árboles, y flores y arbustos: esto es lo que más te gusta de
Medellín. Y, de pronto, en el que se eleva más alto por encima de las copas de
sus compañeros, una criatura de tronco doble y ramas sin hojas (¿será por la
época del año, estará enfermo, morirá de pie como todos ellos?), percibís lo
que a primera vista parecen múltiples frutos. Un poco te deslumbra la luz opaca
del cielo en el cual parece estampada la imagen. Como, además, tus ojos son de
alcance corto, demorás extensos segundos para darte cuenta de que los frutos se
mueven y emiten sonido y tienen una pequeña extensión a manera de cola. Es que
son pájaros. Montones de pájaros. Muchísimos pájaros se asientan en la altura
del árbol que no tiene hojas. Cada uno de ellos ha llegado ahí para pasar la
noche o si acaso para hacer estación, pero, como sos antropocentrista e individualista, te
permitís la idea de que es el mundo coqueteándote, alegrándote. Al instante
ampliás el foco: los pájaros y los árboles, los insectos que no percibís, vos y
tu amigo, las flores y la inmensa cantidad de seres que pueblan esta pequeña
fracción del mundo, todo está ahí para formar parte de algo que está más allá de tu comprensión.
Cada ser, incluyéndote, y cada objeto, cada imagen y cada idea que pasa por las
mentes y las piedras, es parte de un todo enorme, armonioso y caótico, bello y
temible. “Ah, qué bonito”, comenta. Tomemos unas fotos. Sigamos.
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