lunes, noviembre 08, 2021

PEQUEÑECES URBANAS 9. La cosecha





Desde pequeños aprendimos que Colombia era país productor de café: el primero en calidad, el segundo en cantidad durante unos años, y luego el tercero y ahora, según entiendo, el cuarto o el quinto o quizás el sexto o séptimo. La cantidad tiende a la miseria, pero la calidad nos sigue enorgulleciendo. Puede que también esto sea mentira.
Sabíamos, además, que habitábamos el centro de la región que mayor producción ofrecía en el país. Y, sin embargo, Medellín no conocía las plantas de nuestro producto nacional. Nuestros amigos crecieron, fueron asesinados y murieron de viejos sin arrimarse a un árbol de café. Para nosotros era distinto, porque vivíamos entre varios mundos. Uno de ellos, la finca del abuelo en pleno cañón del río Samaná. Cuando íbamos allí, era fascinante observar el proceso, garitiar (verbo que no registra ni siquiera el Diccionario de Colombianismos del Caro y Cuervo, pues se quedó perdido en las montañas del siglo pasado, y que significaba llevarles el almuerzo a los trabajadores), ver las semillas secándose al sol y arrullar las tardes de juego con el sonido como de cascabelitos que producían al empacarse en los costales. Crecimos, nos fuimos de nosotros mismos. Y un día de estos, ya en mi tercera o cuarta encarnación, empecé a encontrarme los arbolitos por aquí y por allá, en los parques, en zonas verdes de El Poblado y Santo Domingo Savio y hasta en mi balcón: aquí tenemos a Carlitos, un cafeto que nos regaló antes de la pandemia el esposo de mi tía Inés y al que le sucedió como a los adolescentes de los barrios pobres, que se quedan niños más tiempo del que parece prudente y de pronto están convertidos en tremendos sujetos. A Carlitos le salieron hace poco las primeras flores. Esto ya es mucho y no creo que llegue a producir granos, pues la matera en que vive es pequeña y el clima del balcón es un microcosmos del que le espera a la próxima generación: tan pronto llueve como escampa, hace frío de altiplano o calor de desierto, y el aire está envenenado o huele a frescura y amores.
En cambio, los árboles de los parques, zonas verdes y muelas urbanas me han sorprendido más de una vez desde octubre. Voy por ahí y de pronto, entre el verde serio del follaje, detecto frutos de colores rojo, blanco y crema y en racimos generosos. No resplandecen las hojas de los cafetos de Medellín como las que he visto, por ejemplo, en las montañas de Pensilvania, que ante ciertos rayos de sol parecen anunciar la persistencia de innúmeras guacas en el tiempo de las leyendas. No habrá chapoleras –ni siquiera venezolanas– que recojan el modesto producto de nuestros cafetos, y seguramente los arbustos estarán aquejados por las enfermedades que nos han llevado a ser, ya no el sexto o séptimo, sino el octavo o noveno exportador mundial. No es que haya una cosecha que recoger en los vericuetos citadinos de Medellín, pero Carlitos y todos esos arbustos aislados de los parques, zonas verdes y muelas urbanas sí son una señal de que algo de la gloria pasada resiste por ahí. En mi memoria, sobre todo; en la nuestra. En algún suburbio de la eternidad está el abuelo moliendo los granos y preparando las planchas para poner las semillas a secar. Ah, Medellín del café: no todo es desastre en nuestro presente.


 


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