Para esa Eliana
Los primeros goterones cruzan la calle y se hacen oír en el
techo. Al instante empiezo a verlos en la vidriera del balcón y entonces, de
sopetón, mi edificio y yo estamos tan cubiertos de lluvia como el resto de la
ciudad. Llueve por doquier. Llueve con vendaval y corro por todo el apartamento
cerrando ventanas, el espíritu a punto de entrar en júbilo. Quisiera gritar,
pero no grito; quisiera volar, pero no vuelo. Quisiera soñar y esto es lo único
que hago todavía. Sueño. La lluvia sigue haciendo que el hombre que soy sueñe
como el muchachito que fui. En un instante, el aguacero del mundo se ha
concentrado en esta ciudad mía. Truena y relampaguea, acciones que suelen
acompañar a la lluvia cuando es verdadera. Muevo unos centímetros la vidriera y
saco la cabeza al aire frío. El viento sopla en el mismo sentido en que mi
cabeza sale al mundo exterior, así que los miles de chorros que me rodean lo
mojan todo, pero no a mí. Me extasío en el espectáculo de los árboles, la
lluvia y las luces de la calle; por encima de todo, una nube fantasmagórica,
inflamada de luz y de agua, se alza encima de la ciudad: estaba preñada de
lluvia y pare una tromba, como tantas veces ocurre por estos días. Diría uno
que los rayos y las centellas son las señales de dolor de este parto. Son los
días de la lluvia. Todos estamos mojados. Yo estoy mojado y sueño. En este
instante soy un viejo de Medellín en los años veinte del siglo XXI y un
muchachito de Medellín en los años setenta del siglo XX. A ambos nos habita la
ciudad. Medellín nos ha dado todo y nos ha quitado más, y luego se ha aplicado
a rehacernos. Esta ciudad de aguaceros furibundos y soles que duran meses, y de
aguaceros y soles igual de furibundos que duran horas y minutos, esta ciudad de
ira y miedo que nos contiene, es la misma en mi corazón de hoy y en mi corazón
de hace 43 años, pero es tan distinta de sí misma que no me permite otra opción
que diferenciarme del que era entonces. Voy con la ciudad en la desaforada
carrera del tiempo; este se dobla sobre el espacio para darse vuelta uno a otro
y volverme a mí a los instantes cándidos. Con estos mismos ojos miro la lluvia
que miraba entonces, pero los ojos ahora están pesados y por el corazón han
pasado combatiéndose con encono la vida y la muerte. Soy ese muchachito del
barrio Aranjuez que veía, extasiado, cómo su calle se convertía en un río de
aguas fangosas y, aunque el de ahora está más cerca, no sé si soy del todo el
hombre que observa el aguacero en las luces del frente. Gracias a la lluvia
estoy más cerca del que fui, aunque no sé qué tan cerca estoy del que seré. Sé
que el que soy no es el que fui, pero en cambio no estoy seguro de que el que
soy llegue a ser el que seré. Cuando todo en mí se apague y deje de haber
lluvias que conecten entre sí a los sujetos que he sido a lo largo de mi vida,
un único sol arderá sobre todo lo que me importa. Cuando no sea yo, dejará de
llover. Hará sol y el cielo se inflamará de nubes. Lloverá después para otros.
Soy tantas cosas. Una de ellas es la lluvia. Transportado por
el vendaval, esta noche cubro la ciudad entera, bella y catastrófica. Aprovecho
la ubicuidad para asomarme al hospital en el que una niña a la que quiero lucha
por evitar que la angustia se enseñoree de su alma. No puedo entrar sino en las
pisadas de quienes llegan a la sala de urgencias, pero aun así me acerco. Ella
no me percibe. Tengo la esperanza de que en últimas mi presencia le sea amable.
Aprovecho también para visitar las calles empinadas de mi antiguo barrio. Hace
décadas, desde cuando era aquel muchachito, no estaba aquí de noche y con
aguacero. En mi casa de entonces ya no existe la ventana de madera desde cuyas
hojas entreabiertas me asomaba a contemplar el vehemente río que se desgajaba
por doquier, torrentoso y lodoso, y se iba, con todo el ímpetu de lo que es y
lo que será, por el pavimento hacia abajo, hacia abajo, hacia el fondo de este
valle donde todas las historias se juntan en una gran tragedia.
Lluevo por todas partes.
Vuelvo a la casa que ahora habito con D y con los gatos. La
quebradita que pasa por la canalización de en frente, entre los árboles
inmensos y numerosos –“los muchachos”, los llama D–, es ahora una amenazadora
corriente cien veces más grande que ella misma cuando está calmada. Hermosa y
terrible, avanza a toda velocidad por su cauce domeñado y no provoca más daño
que el de haber desalojado por un rato a los individuos para nada bellos que acechan
en sus madrigueras. No creo que ellos estén arrobados por el aguacero como yo,
que hasta me permito ser uno con él, múltiple, ubicuo. Regreso a mí. Me siento
en mi silla de escribir y descubro en la ventana, del lado en que esta es
golpeada por las innumerables gotas, a una pequeña lagartija que se desplaza
por el cristal como si no existiéramos la lluvia y yo. Millones de minúsculos
filamentos ubicados en sus deditos le permiten el prodigio de caminar por el
vidrio mojado. La contemplación se reduce a esa lagartija, y así mis sueños. Quisiera
convertir en palabras todas las ideas y sensaciones que me bullen en la cabeza,
pero no sé hacerlo. Hace tiempo dejé de ser un escritor.
He vuelto a llover sobre la ciudad. Trueno y relampagueo por
última vez. Escampo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario